XIV
La sospecha

Si Doc hubiera podido presenciar lo ocurrido en casa de Tugg, no hubiera seguido sospechando que éste fuera la Campana Verde.

Sin embargo, Doc no consideraba muy en serio la posibilidad de que Tugg fuera el personaje principal en el drama de Prosper City.

La razón era muy sencilla: las relaciones de Tugg con la Campana Verde eran demasiado evidentes.

El director de toda aquella organización era demasiado hábil para dejar que se pudiera sospechar de él tan abiertamente.

Doc había descrito cinco círculos alrededor del granero. No percibió ni el más ligero olor a tabaco. Estaba francamente desconcertado.

Apenas era posible que la Campana Verde hablase desde tan lejos.

Doc volvió disgustado al viejo edificio. Los pájaros habían volado ya y decidió seguir la conducción desde el granero hasta el final.

La tubería de arcilla no estaba enterrada a mucha profundidad. Clavando un palo en la tierra pudo seguirla con facilidad.

Se prolongaba en una extensión de doscientos pies, aproximadamente, con dos bruscos recodos y luego acababa.

Doc escarbó un poco en la tierra e hizo un descubrimiento inesperado. La conducción se hundía en la tierra formando un ángulo recto.

A una profundidad de tres pies, se convertía en cañería de hierro.

Cogió una piedra pequeña y la dejó caer por el agujero. La piedra cayó a unos doscientos cincuenta pies.

Borró con gran cuidado todas las señales de su presencia, llenando los agujeros que había hecho y esparciendo hojas por encima.

Habían transcurrido muchos días desde las últimas lluvias, pero a pesar de ello la tierra era blanda y húmeda. En algunos sitios el agua manaba de la tierra a la presión de sus zapatos.

No era terreno a propósito para excavar un túnel.

A pocos pies por debajo de la superficie debía ser literalmente un barro espeso. Y sin embargo la conducción terminaba en un agujero vertical de más de doscientos cincuenta pies de profundidad.

Doc tenía ya formada una teoría para explicar aquello, y esperaba que jugase un papel importante en la captura de la Campana Verde.

Una hora más tarde, el hombre de bronce apareció en la vecindad del domicilio de la Tía Nora. El evadir a un grupo de policías le había retrasado algo.

En el jardín de la Tía Nora se veían numerosos uniformes azules. Dentro de la casa se observaban también algunos.

Doc se encaminó a la montaña, cuya ladera empezaba casi en la casa misma de la Tía Nora. Encontró sin dificultad los cuatro árboles perfectamente alineados que crecían en medio de un macizo de zarzas.

Allí, por lo que él había oído, estaba oculto el veneno.

Lo que no sabía era que la Campana Verde había preparado una trampa mortal en aquel lugar.

Las hojas secas formaban una espesa capa debajo de los arbustos y de los árboles. Allí se podrían ver las huellas de sus pasos, pues las hojas estaban negras y húmedas por debajo, a causa de la humedad, mientras que por encima el sol las había secado y blanqueado.

A medida que avanzaba Doc, los arbustos se hacían más espesos y los árboles de unas dimensiones regulares más frecuentes.

Doc dio un salto y sus dedos de bronce atraparon una rama.

Balanceándose ágilmente. Pasó a otra más alta y desde ella pareció flotar en el espacio hasta el árbol próximo.

Fue una notable exhibición de agilidad.

Los cuatro árboles más altos crecían en medio de un macizo de zarzas. Un sendero pasaba por entre los dos del centro.

Por el estado de este sendero se deducía que sólo era empleado de tarde en tarde.

Precisamente al pie de uno de los árboles centrales se abría un claro entre las zarzas. Era el escondrijo lógico para el veneno.

Doc se columpió en la rama de un árbol más pequeño, a algunos metros de distancia de los cuatro gigantes. Tomó impulso a la manera de un trapecista.

La rama cedía.

En el momento preciso soltó la rama y el cuerno de bronce describió una curva en el espacio. Hizo un aterrizaje perfecto en la rama más baja del primero de los cuatro árboles altos.

Entonces realizó un descubrimiento.

Atada al árbol había una ametralladora, apuntada hacia el suelo. Doc se deslizó a lo largo de la rama para examinarla.

La mitad señalaba precisamente el pequeño hueco, donde probablemente estaba escondido el veneno.

Un alambre flexible, atado al palo del gatillo, corría hasta el suelo por unas poleas muy pequeñas y perfectamente engrasadas.

Una trampa mortal. Cualquiera que tratase de apoderarse de la botella del veneno quedaría instantáneamente acribillado.

Doc pensó rápidamente. Desató el alambre del gatillo. De un salto descendió al sendero.

Buscó entre las zarzas y encontró enseguida el veneno. Desató el otro extremo del alambre del cuello de la botella.

Una mirada le convenció de que se trataba de verdadero veneno. No estaba en forma de cristales, sino de un líquido inodoro y volátil.

Cianuro, uno de los venenos más mortíferos.

Doc se llevó la botella a alguna distancia. Derramó el contenido en un agujero que hizo previamente en el suelo y la volvió a llenar con el agua de un arroyo que discurría por allí.

El agua, debido sin duda a la proximidad de las minas, tenía un color feo no muy diferente al cianuro.

Un momento después, la botella, ahora inofensiva, estaba en su lugar.

Con la agilidad de una ardilla trepó Doc al árbol en donde estaba la ametralladora y alteró ligeramente la puntería del arma.

Puso gran cuidado en su trabajo y cuando estuvo satisfecho, ató de nuevo el alambre al gatillo.

Se alejó de la vecindad por el mismo procedimiento que había llegado.

Un tren de carga silbó al salir de la estación de Prosper City. Marchaba con relativa lentitud.

Aún se oía a lo lejos el resoplar de la locomotora, cuando Doc apareció entre los arbustos que bordeaban el espacioso jardín de la Tía Nora. Esperó, vigilando.

Llegó un coche, procedente del centro de la ciudad. Entró en el patio. De él descendió Long Tom.

El colérico electricista debía haber sido puesto en libertad bajo fianza, pues la acusación de haberle pegado a Judborn Tugg, no era en realidad muy grave.

Doc esperó unos cinco minutos, para dar lugar a que pasase el júbilo producido por la llegada de Long Tom. Luego, la extraña melodía del hombre de bronce saturó la vecindad.

Cualquiera que hubiera mirado a Doc no hubiera podido decir que las notas brotaban de sus labios. Pero el misterioso gorjeo poseía un notable poder de penetración.

Inundó el jardín y llegó hasta los rincones más remotos de la casa. Los guardias miraban en torno suyo, no sabiendo de dónde procedía aquel canto.

Los cuatro amigos de Doc no dieron ninguna muestra de que para ellos significase nada especial.

Pero al cabo de pocos minutos, el cuarteto se fue deslizando hasta los pisos superiores de la casa y a mirar desde las ventanas con sus gemelos. Johnny descubrió por fin a Doc.

A continuación siguió una serie de curiosas pantomimas. Los gemelos de Johnny eran muy potentes, y Doc pudo darle instrucciones empleando el alfabeto de los sordomudos.

Después de explicar detalladamente lo que deseaba, Doc se alejó de la casa.

Patrullas de la policía rondaban por las inmediaciones, y, naturalmente, no quería tener contacto alguno con ellos.

Dos horas después, Johnny, conduciendo uno de los coches que tenían alquilados, pasó por un determinado lugar.

Sin detenerse arrojó al suelo un bulto envuelto en papeles. Johnny continuó como si no hubiera ocurrido nada.

Un brazo que parecía una viga de bronce surgió de entre las hierbas altas que crecían profusamente al borde del camino y desapareció, llevándose el paquete.

Las hierbas se agitaron un poco, pero el movimiento podría haber sido causado por la brisa.

Unos ocho minutos más tarde, y a ocho manzanas de distancia del lugar en donde había ocurrido el incidente relatado, el perro de un vecino corrió a través del patio de la casa, ladrando furiosamente.

EL dueño de la casa miró y vio, o creyó ver, una gigantesca figura de bronce que se desvaneció en un callejón. El hombre volvió a sentarse a su mesa, sonriendo de buen humor.

La policía perseguía a aquel hombre de bronce. ¿Y qué? Las viandas que tenía delante habían sido distribuidas por Doc Savage la noche anterior.

El otro incidente de la misma naturaleza ocurrió al otro lado de la ciudad.

Un comerciante que regresaba a su casa para comer, vio con asombro cómo el gigante de bronce aparecía delante de él y cruzaba tranquilamente la calle.

El comerciante corrió detrás de la aparición. No pensaba entregarle a la policía. Sólo deseaba darle las gracias por los negocios que había realizado aquella mañana y que le habían salvado de la bancarrota.

Este comerciante había mantenido a crédito a diversas familias y todas ellas habían sido lo bastante agradecidas para pagarle con el dinero recibido de Doc Savage. Sin embargo, se vio obligado a reservar sus gracias para mejor ocasión, pues no pudo descubrir al hombre de bronce que acababa de ver. La figura se había desvanecido mágicamente en un jardín.

Los dos lugares en que Doc fue visto estaban comprendidos en una línea recta, que iba de casa de la Tía Nora a la suntuosa mansión de Judborn Tugg.

Éste acababa de ingerir una excelente comida en el restaurante más lujoso de Prosper City. Regresó a su casa conduciendo su limosina.

Se detuvo ante la puerta y cortó la punta de un cigarro y lo encendió con afectada calma.

Abrió la puerta, entró y abrió la boca de tal manera, que su mandíbula inferior pareció desaparecer en la grasa de su cuello.

Quiso llevarse el cigarro a la boca, pero erró esta cavidad por más de cuatro pulgadas.

—¡Usted otra vez! —exclamó—. ¿Qué ocurre ahora?

Una figura encapuchada ocupaba uno de los sillones del salón. Sobre el pecho llevaba pintada la siniestra Campana Verde.

Los ojos eran virtualmente invisibles. El capuchón tenía agujeros para ellos, pero la cara del que lo llevaba estaba completamente cubierta de vendajes blancos.

—¡Nada! —dijo la aparición con voz ronca y retumbante.

Tugg consiguió sacar la barba de la grasa del cuello y se encontró los labios con la punta del cigarro.

—Le encuentro a usted muy diferente de esta mañana —murmuró—. Supongo que es porque no lleva usted sus gafas verdes. ¿Por qué lleva usted los ojos vendados? Espero que no le haya ocurrido un accidente, ¿no?

—No se preocupe por mi salud —dijo Doc Savage, imitando el tono macabro de la Campana Verde.

Pero no dejó de lamentar el no haber conocido el detalle de las gafas verdes.

Había recurrido a los vendajes para disfrazar el color de sus ojos, sabiendo que le hubiera vendido inmediatamente.

El disfraz de la Campana Verde estaba en el paquete que Johnny le arrojó desde el coche. Johnny en persona lo había confeccionado.

—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó Tugg con ansiedad.

—Vengo a que hablemos de la botella de veneno —replicó Doc, buscando algún indicio de lo tratado anteriormente entre la Campana Verde y Tugg.

—Sí, sí —se apresuró a asentir Tugg—. Cuando estuvo usted aquí esta mañana me dijo que no fuese por ella, que Doc Savage aparecería probablemente por allí y sería cogido en una trampa mortal.

Las palabras de Tugg eran completamente luminosas. Doc sabía casi todo lo que necesitaba saber. La Campana Verde se había enterado de que Doc estaba escuchando en las proximidades del granero. El terrible personaje había visitado más tarde a Tugg para modificar las órdenes dadas allí.

—He tenido que cambiar ese plan —dijo Doc con su voz fingida—. Tiene usted que ir en persona por el veneno, conforme le dije primero. La orden era envenenar la conducción de aguas de casa de la Tía Nora. Ha de ejecutar usted esa misma orden.

—¿No ha caído Savage en la trampa? —demandó Tugg.

—Han ocurrido acontecimientos enteramente inesperados. Savage no ha caído en la trampa.

—Pero quizás esté vigilando el lugar donde está escondida la botella.

—No tenga usted miedo.

—Estoy preocupado… —comenzó a decir Tugg, estremeciéndose de pies a cabeza.

—Usted, Tugg, tiene que ir a recoger ese veneno —ordenó Dos: con su voz cavernosa—. Ha de ir en persona. Sobre todo, no envíe usted a nadie en su lugar. ¿Entiende?

—Está bien.

Doc Savage, disfrazado de Campana Verde, había alcanzado su propósito y no quiso abusar de su buena suerte.

Salió de la casa. Tugg estaba decidido a que aquella vez no se le escapase.

Quería seguir a su jefe para averiguar su identidad. Corrió hacia la ventana en el momento mismo en que la sombría figura salía de la estancia.

Pero a pesar de su apresuramiento, el visitante se había desvanecido como si poseyera un poder sobrenatural o una agilidad que le permitiera cruzar cincuenta pasos de jardín en menos tiempo que el otro cruzaba una habitación.

Tugg, exasperado, se sentó en una butaca, después de haber puesto en marcha un ventilador eléctrico.

La visita de la Campana Verde había interrumpido la digestión de la magnífica comida que acababa de hacer.

Algunas veces se preguntaba si de su asociación con la Campana Verde resultaría, al fin y al cabo, nada bueno para él.

Lástima que Slick Cooley hubiera muerto. Slick deseaba averiguar quién era la Campana Verde, para matarle.

Esto hubiera sido muy satisfactorio para Tugg. Slick esperaba hacerse cargo él mismo de la jefatura de la organización. Tugg sonrió al pensar que con facilidad hubiera podido desprenderse de Slick.

Con esta idea vino a la mente de Tugg un desagradable recuerdo acerca de la muerte de Slick. Se enderezó en su butaca y detuvo el ventilador. Estaba ya bastante frío sin necesidad de ninguna refrigeración artificial.

Los periódicos dijeron que Slick se había vuelto loco en su celda y muerto cuando trataba de escapar. ¡Loco! Aquélla era la marca de la Campana Verde.

Slick Cooley había sido muerto porque en manos de la ley representaba un peligro para la organización. Era evidente.

Doc Savage sospechaba que él, Tugg, pertenecía a la banda. ¿No le convertía la sospecha en una amenaza para la Campana Verde?

¿No existía la posibilidad de que buscase el medio de desprenderse de él también?

Estos pensamientos estuvieron atormentando a Tugg toda la tarde.

Envenenaría la conducción de aguas de la Tía Nora (con frecuencia resultaba fatal desobedecer las órdenes de la Campana Verde), pero tendría mucho cuidado.

Poco antes de anochecer, algunas figuras furtivas comenzaron a llegar a casa de Tugg. Eran discípulos de la Campana Verde.

Tugg dio instrucciones a cada uno de que se reuniera con él en un lugar próximo a la casa de la Tía Nora y los fue despachando a medida que llegaban.

Consideraba una humillación para su dignidad verse obligado a tratar con aquella gente.

Hora y media después de haber sido encendido el alumbrado público de Prosper City, Tugg se aproximaba a los cuatro árboles de la falda de la montaña.

Caminaba apresuradamente. Quería acabar cuanto antes su misión.

Registró cuidadosamente las inmediaciones de los árboles y del sendero.

No encontró a nadie acechando.

—Quizás estoy equivocado al pensar que corro peligro —arguyó consigo mismo—. La Campana Verde no se atreverá a asesinar a un hombre de mi importancia para la organización. Sería difícil de reemplazar.

Su soberbia recibió un golpe tremendo cuando algunos momentos más tarde se inclinó para recoger la botella de veneno.

Detrás de él sonó un tableteo ensordecedor. Las balas pasaron por encima de su cabeza, rompiendo las ramas de los árboles y acribillando la tierra.

Tugg se arrojó instintivamente al suelo. Vio la boca del cañón de la ametralladora.

Ignoraba que Doc Savage había apuntado el arma de manera que no pudiera herir a nadie que estuviera en el camino.

No podía saber, en efecto, que Doc Savage hubiera estado allí. Su único pensamiento fue que había sido traicionado. La Campana Verde había tratado de asesinarle.

Corrió frenéticamente por el sendero, recogiendo numerosos cardos en su carrera. El sudor corría a mares por su frente. Empezó a maldecir a la Campana Verde.

—¡Me ha querido matar como a un perro! —rugía.

A Tugg no se le ocurrió que podía haber sido engañado. Hasta pocos minutos antes abrigaba una perversa admiración por la Campana Verde.

La rabia había ocupado su lugar. Rabia y el deseo de devolver el golpe.

¡Venganza! La idea ardía en el cerebro de Tugg. Pero ¿cómo alcanzarla?

Tugg se retorció las manos.

Tomó una grave determinación. El atentado contra su vida significaba que necesitaba protección contra su antiguo jefe. ¿Dónde la encontraría, mejor que en Doc Savage?

Decidió acudir al hombre de bronce, contárselo todo y pedirle protección.

La única protección posible estaba allí.

Ésta era exactamente la reacción que Doc había previsto al colocar la ametralladora y preparar la trampa para Tugg.

Doc era lo bastante psicólogo para calcular que Tugg al tratar de protegerse se volvería contra su jefe.

Doc estaba en aquel momento a menos de cincuenta pasos del asustado y furioso Tugg.

Éste se dirigió en línea recta a casa de la Tía Nora y Doc le dejó ir.

Monk le detuvo. Al ver quién era, sonrió sombríamente y le cogió por el cuello.

Tugg se debatió gritando:

—¡No me haga usted daño! Vengo a ver a Savage.

—¡Ya! —gruñó Monk—. Supongo que no esperaría usted encontrarle aquí después de haberle acusado del asesinato de Clements.

Tugg trató desesperadamente de separar las hirsutas manos que apretaban su cuello, pero al mismo tiempo su cerebro funcionaba activamente.

Puesto que el verdadero asesino de Clements era él mismo, tendría que hacer algún trato. ¡Cualquier trato!

En el peor de los casos, Tugg estaba dispuesto a comparecer ante un tribunal bajo la acusación de homicidio. Creía que, merced a su influencia en Prosper City, podría salir bien del juicio. Tugg era un supremo ególatra.

No se daba cuenta de que su influencia era virtualmente nula.

Pero quizá pudiera hacer un trato con Doc Savage, por el cual, a cambio de sus servicios en la captura de la Campana Verde, a él se le permitiría escapar libremente. Tugg era además optimista por naturaleza. Si hubiera conocido la verdadera personalidad de Doc Savage, la férrea determinación del hombre de bronce, hubiera alimentado escasas esperanzas de hacer tratos con él.

—Creo que me equivoqué acerca de esa muerte —murmuró con voz quejumbrosa.

Monk aflojó la presión de sus manos.

—¿Qué?

—Que tal vez fue un error —repuso Tugg, evasivamente—. Si pudiera ver a Doc Savage y hablar con él reservadamente, tal vez pudiera decir si fue él realmente el asesino.

Aparentemente, en la cabeza de Monk había muy poco sitio para el cerebro, pero poseía una inteligencia muy aguda y se dio cuenta al momento de lo que pretendía Tugg.

—Quiere usted hacer un trato, ¿eh? —dijo.

Tugg no quiso comprometerse.

—Si pudiera ver a Doc Savage —comenzó a decir de nuevo.

Monk le sacudió diciendo:

—Si pudiera usted ver a Doc Savage, ¿qué haría?

Tugg guardó un obstinado silencio.

Los espesos tufos que Monk tenía por cejas se juntaron en su frente. El resultado de sus reflexiones fue que condujo a Tugg al interior de la casa y a presencia del sargento que mandaba el destacamento de la policía que había en ella.

—El ciudadano más prominente de Prosper City cree que se equivocó al decir que Doc Savage era un asesino —declaró, empujando rudamente a Tugg—. ¿No es eso, Fatty?

La insolencia de Monk hirió en el alma al pomposo Tugg. Pero estaba desesperado.

—Tengo que ver a Savage —insistió.

—No hay necesidad de que le vea usted, a menos que jure primero que no fue él quien mató a Clements.

Tugg se debatió, sudó y empezó a tirar nerviosamente de la cadena de oro de su reloj hasta que la rompió.

Sabía que el peligro que corría era terrible y en su desesperación estaba dispuesto a todas las concesiones con tal de entrar en contacto con Doc Savage.

—Creo que fue una equivocación —gimió.

—¿Cree usted? —refunfuñó Monk.

—Estoy seguro de haberme equivocado —confesó Tugg—. Savage no fue el asesino.

Monk dio un agudo silbido. Renny y los demás se acercaron corriendo.

Tugg fue introducido en la casa. Monk anunció a gritos que Judborn Tugg estaba dispuesto a jurar que Doc Savage no era el asesino del jefe de Policía.

Monk hacía presión para no dejar a Tugg la oportunidad de volverse atrás en sus palabras. Las voces interrumpieron una reunión que los industriales de Prosper City estaban celebrando en la casa.

La reunión tenía por objeto discutir la transferencia de sus negocios a Doc Savage. Aunque Doc estaba ausente a causa de la policía, sus cuatro ayudantes trabajaban en los planes para la salvación de Prosper City.

Collison Mac Alter era una de las figuras más prominentes de aquella conferencia.

Monk dejó a Tugg dentro, salió al porche y levantó la voz.

—¡Doc! —gritó—. Tugg está dispuesto a retirar su acusación contra ti, pero quiere hablar. ¿Qué hacemos?

Como contestando a su pregunta, un tiro retumbó en el interior de la casa.