XI
Pistas destruidas

Los relojes de la ciudad daban las cuatro de la mañana cuando Doc Savage se aproximaba a la residencia de la Tía Nora.

Cerca de la casa, Monk daba instrucciones a un grupo de sus hombres.

Al otro lado había una veintena de individuos que miraban hacia arriba. Su atención estaba concentrada en la ventana de la habitación de Doc.

Esta ventana estaba completamente limpia de cristales y con el marco desencajado y colgando.

Monk se acercó a Doc con aire colérico.

—Ha habido una explosión en tu cuarto —le dijo—. La mayor parte de tus aparatos han sido destruidos.

—¿Y la caja de la Campana Verde?

—No queda ni rastro de ella.

Doc recibió esta información con la misma tranquilidad que si le hubieran hablado del tiempo. El dominio que tenía sobre sí mismo era perfecto. Podía soportar las mayores desgracias sin emoción.

La causa de la destrucción de la caja era clara. En ella estaban las huellas dactilares de la Campana Verde o de alguien que conocía su identidad.

—La bomba ha sido colocada desde fuera —siguió diciendo Monk—. La descolgaron desde una ventana del ático por medio de una cuerda, que hemos encontrado.

Doc entró en la casa y subió a su cuarto. La puerta estaba hecha pedazos.

—Renny estaba de guardia —explicó Monk— y ha sido proyectado contra la pared.

—¿Está herido? —inquirió Doc.

—¿Renny? No, nada le hace daño a ése.

Doc examinó la habitación. Todos sus aparatos científicos habían quedado destrozados. Su importe ascendía ya a varios miles de dólares. Algunos de los mecanismos eran tan complicados, que sólo Doc podría reconstruirlos.

Grandes manchas pardas cubrían casi todo lo que quedaba en la estancia y parecían devorar rápidamente las cosas. Un olor acre llenaba la casa.

—No toques nada —advirtió Doc.

—Sí, ya sé —dijo Monk—. Esas manchas son de ácido y quemarían a quien las tocase. Debía haber varias botellas atadas a la bomba.

—Estaba destinado a destruir la caja de las ondas ultracortas, en caso de que la explosión no lo hiciese —decidió Doc.

Doc buscó trozos del aparato mencionado. Encontró por fin un fragmento insignificante.

Doc lo llevó al cuarto de baño y lo lavó cuidadosamente para quitar el ácido.

Lavó también el voraz líquido de las suelas de sus zapatos, pues estaba disolviendo el cuero.

Algunos momentos después se acercó bruscamente a la ventana y escuchó.

A lo lejos, hacia el centro de la ciudad, se oían disparos.

Monk se acercó también.

—¡Malo! —murmuró—. Esto quiere decir que Renny y los demás han sido atacados.

—¿Adónde han ido?

—Se me había olvidado decírtelo. Ham ha telefoneado desde Nueva York, diciendo que había enviado por ferrocarril el cuerpo del pobre Jim Cash. Renny y todos los demás han ido a la estación para acompañar a la pobre Alice. Todos menos yo, que no he querido verla sufrir.

—Vamos allá nosotros también —ordenó Doc.

Se metieron en uno de los coches que Doc había alquilado y que tenía siempre a mano para su uso. Doc se ocultó en la parte posterior y Monk se puso al volante.

Un guardia silbó frenéticamente cuando el coche pasó por delante de él como un meteoro.

Cuando los tiempos eran buenos, Prosper City había construido una estación nueva. Era un edificio cuadrado y gris que parecía un mausoleo.

Delante de la estación vieron un coche fúnebre, dos automóviles y una excitada multitud. Entre la gente se veían también los uniformes azules de la policía.

Monk se acercó y detuvo el coche. Doc se apeó y se mezcló con la muchedumbre, casi rozando el codo de un guardia, que estaba demasiado ocupado para advertir su presencia.

Aunque la aurora teñía ya de rojo el horizonte, aún reinaba la oscuridad en las proximidades de la estación. Por ello y porque la atención de todo el mundo estaba concentrada en el coche fúnebre, Doc no fue descubierto.

Renny y Ole Slater hablaban con los agentes de la autoridad.

En uno de los automóviles, Alice Cash sollozaba apoyada en el hombro de la Tía Nora.

Long Tom y Johnny evitaban que la gente se acercase demasiado a las dos mujeres.

Doc encontró a un hombre corpulento y se fundió en su sombra. Dirigió su voz hacia la carroza fúnebre y, no queriendo denunciar su presencia, habló en lengua maya.

—¿Qué ha ocurrido aquí, Renny?

Renny pensó brevemente cómo dar la explicación que se le pedía sin despertar sospechas. Por fin encontró el medio.

—Quiero que se enteren ustedes bien de lo que ha pasado aquí —les dijo a los guardias en voz alta—. Hemos venido para recibir los restos mortales del pobre Jim Cash, que han sido enviados desde Nueva York. Apenas habíamos…

—Ya nos ha contado usted todo eso antes —le interrumpió uno de los guardias.

—¡Calle usted! —tronó Renny—. Apenas habíamos sacado el ataúd del tren, cuando la cuadrilla nos atacó. Todos llevaban unos capuchones negros con la Campana Verde pintada sobre el pecho. Empezaron a disparar y tuvimos que buscar refugio a toda prisa.

Renny levantó la voz para que las palabras más importantes de su explicación llegasen bien a los oídos de Doc.

—La cuadrilla de la Campana Verde se limitó a examinar el cuerpo. No me pareció que se llevasen nada de él.

Aquí acabó la explicación de Renny.

Doc sacó del bolsillo un puñado de objetos pequeños, que parecían barritas rojas con cintas blancas colgando de uno de los extremos.

Aplicó un fósforo encendido a una de las cintas y las dejó caer al suelo.

Tan grande era el interés que la multitud ponía en la narración de Renny, que nadie se dio cuenta de las acciones de Doc.

Con cuidado para no llamar la atención, se acercó al coche fúnebre. Un momento después se produjeron en el lugar en donde acababa de estar una serie de violentas explosiones.

Doc llevaba siempre en el bolsillo un puñado de petardos ordinarios con mechas largas, que le habían sido de utilidad en muchas ocasiones.

La multitud empezó a gritar y distraída por las explosiones no observó la figura de bronce que subía al coche fúnebre.

Con una lámpara de bolsillo que proyectaba un hilo de luz blanca, Doc hizo un breve examen del cadáver.

En el brazo izquierdo de Jim Cash, por encima del codo había escritas algunas palabras. Por su color metálico, parecían escritas con la punta de una bala de plomo, pero Doc sabía que había sido pintada por una sustancia química, y destinadas a permanecer invisibles hasta que la aplicación de otro producto las hiciera aparecer.

Decía así:

«EN MI ARMARIO DE LA FABRICA».

Esto era, pues, lo que la horda de la Campana Verde buscaba.

Doc saltó de la carroza fúnebre al suelo y en aquel momento le falló la buena suerte que hasta entonces acompañara sus atrevidas maniobras. Un policía le vio.

Dio un grito y trató de meterle una bala en la cabeza.

La bala pasó a un metro por encima de Doc. Éste se dejó caer y andando a gatas echó a correr a una velocidad increíble a través de una selva de piernas.

Una estela de gritos y de gente derribada marcó su camino. Algunos individuos trataron de asirle, pero fueron rechazados. Otros le pegaron con los pies, pero se encontraron con una armazón casi tan sólida como el metal.

Monk sacó una de las pequeñas ametralladoras y empezó a disparar al aire.

Renny y Long Tom empezaron a gritar y a correr de un lado para otro.

Todo este tumulto estaba encaminado a facilitar la huida de Doc.

Éste salió de entre la multitud, corrió hacia la estación y llegó casi antes de que la policía tuviera tiempo de verle.

Los guardias tenían necesidad de salir de la muchedumbre para poder emplear sus armas y mucho antes de que lo consiguieran, Doc estaba en el interior de los andenes.

En el interior de la estación no había ni viajeros, ni mozos, ni nadie, pues todo el mundo estaba fuera atraído por los sucesos que se estaban desarrollando.

En una de las vías había formado un tren que sin duda había de partir más tarde. Doc se metió en el último coche y corrió a lo largo de los vagones, cerrando las puertas de comunicación para dificultar una posible persecución.

Al otro extremo bajó.

Aunque la salida del sol era inminente, la estación estaba aún lo bastante oscura para simplificar el resto de su huida.

Saltó una pared de cemento y como para coronar la serie de siniestras eventualidades de aquella noche, se encontró en un cementerio. Una larga avenida entre tumbas de mármol blanco le llevó hasta una calle lateral.

Jim Cash había sido empleado en la fábrica de Collison Mac Alter, hasta que la situación les había obligado a suspender los trabajos.

Las extrañas palabras en el brazo de Jim se referían a su armario en aquella fábrica y hacia ella se dirigió Doc.

Estaba bastante lejos, hacia el sur de la ciudad, y Doc corrió sin descanso, buscando calles poco frecuentadas.

No intentó tomar un taxi, pues vio que la policía, estacionada en lugares estratégicos, detenía a todos los coches que pasaban.

Hacía ya muchas horas que no dormía ni descansaba, pero su paso no había perdido su habitual elasticidad.

Por una vida de ejercicios intensos, que practicaba dos horas diarias, Doc había conseguido una fuerza y una resistencia casi sobrehumana.

Los edificios de que se componía la fábrica de Collison Mac Alter eran grises con tejas rojas. Una alta cerca de alambre los rodeába.

Se ascendía por una ancha entrada con puertas de hierro. A un lado, por la parte interior, estaba la garita del portero.

Un individuo se asomó a la puerta de esta garita, un individuo pálido y al parecer asustado.

—¿Quién es usted? —preguntó—. ¿Qué desea?

—Déjeme entrar —le ordenó Doc—. El señor Mac Alter no dirá nada.

El portero vaciló.

—El señor Mac Alter está aquí ahora —murmuró por fin—. Iré con usted para ver si quiere verle.

El portero salió del todo de su garita, cerrando la puerta detrás de sí.

Llevaba un traje de dril blanco muy sucio. Mantuvo una mano en el bolsillo de la chaqueta, pero el bulto que hacía era mucho mayor del que correspondía a la mano.

Abrió la puerta.

Los ojos dorados de Doc le dirigieron una breve mirada. Luego extendió súbitamente un brazo.

Cogió al portero de la muñeca y le obligó a sacar la mano del bolsillo. En ella llevaba una pistola de grueso calibre. La mano de bronce de Doc le arrancó el arma de entre los dedos.

El hombre trató de huir, pero un empujón que le hizo pensar en una locomotora, le envió contra la pared de su garita.

Doc abrió la puerta, le empujó dentro y le siguió.

Apoyado en un rincón, en donde era invisible desde el exterior, había sentado un hombre. Un reloj que llevaba colgado del cuello demostraba que aquél era el verdadero vigilante nocturno de la casa. Estaba sin sentido a causa de un golpe en la cabeza y aún permanecería así algún tiempo.

—Este individuo es mi ayudante —gritó el prisionero de Doc—. No sé quién le ha puesto así.

—¿Tenía usted puesta la capucha de la Campana Verde cuando agredió al vigilante? —le preguntó secamente Doc.

—Yo no sé qué… —comenzó a tartamudear el hombre.

Doc extendió una mano y le retiró del hombro un largo hilo negro.

—Este hilo no procede de las ropas que lleva usted ahora —murmuró—. Es de seda.

—Es de la corbata —dijo el otro con desesperación.

—La corbata que lleva usted es amarilla —le recordó Doc.

El bandido intentó escapar.

Doc hizo un rápido gesto para recapturarle. Pero su mirada siempre alerta se fijó un momento en el edificio de la fábrica. Lo que vio le indujo a tirarse al suelo apresuradamente.

La fábrica tenía grandes ventanales de cristal. Tres de ellos se habían abierto silenciosamente y por ellos aparecían los cañones negros y amenazadores de varias ametralladoras.

Las balas atravesaban sin dificultad las delgadas paredes de madera de la garita del vigilante. Tocaron un cajón que estaba debajo de la ventana.

El contenido se esparció por el suelo. Guantes, cosas pertenecientes al vigilante y una capucha negra con la Campana Verde. Sin duda había sido escondida allí cuando se advirtió la presencia de Doc.

El falso vigilante quedó muerto por la primera descarga. Las balas le acertaron repetidas veces hasta destrozarle.

Doc cogió de los pies al verdadero empleado de la casa, que estaba sin conocimiento a consecuencia del golpe en la cabeza, y le arrastró al suelo, donde quedó tendido e inerte.

El suelo era de cemento, y a su alrededor había una pared baja también de cemento, que servía de base a las tablas. Las balas no lo podían atravesar.

Las ametralladoras continuaron su mortífera tarea. Los bandidos que las manejaban estaban completamente decididos a quitar de en medio al hombre de bronce.

En su ferocidad habían muerto a sangre fría a su propio compañero.

El plomo arrancaba astillas de las paredes y rompía las tejas del techo. Un polvo gris se levantaba de la pared de cemento. En algunos puntos se rajó.

Pero resistió la tormenta y siguió protegiendo a los dos hombres.

Por fin acabó la lluvia de balas. Hubo un momento de silencio y luego se oyó como algunas personas salían de la fábrica.

Doc levantó la cabeza y vio que dos hombres se acercaban corriendo a la garita, para, comprobar sin duda los efectos de su fuego. Ambos iban armados y cubiertos por las capuchas de la Campana Verde. Doc requirió la pistola que había arrebatado al falso vigilante. Él rara vez llevaba armas.

Sostenía la opinión de que cuando un hombre lleva un arma de fuego se expone a contar demasiado con ella y, por lo tanto, si le desarman queda más indefenso.

Disparó tan rápidamente que las dos detonaciones parecieron casi simultáneas. La pareja cayó como si les hubieran quitado el suelo de debajo de los pies.

Si Doc no llevaba armas no era por falta de destreza en su uso. Los dos hombres habían sido heridos en las piernas.

Las ametralladoras de la fábrica abrieron de nuevo el fuego contra la garita.

Doc se arrojó al suelo. Hubiera sido una locura contestar.

El fuego continuó durante algunos minutos que parecieron interminables.

La pared de cemento se iba haciendo cada vez más delgada. Una bala llegó a atravesarla.

Pero el fuego cesó una vez más.

Doc vio que los dos hombres heridos por él habían sido retirados. Oyó que uno se quejaba.

A la espalda de la factoría sonaron dos o tres misteriosas descargas.

Doc se expuso un momento. Nadie hizo fuego contra él. Salió de la garita y corrió hacia la fábrica. Llegó a ella y le dio la vuelta. Como había supuesto, los agentes de la Campana Verde se batían en retirada.

Habían empleado sus ametralladoras para romper la cerradura de una puerta posterior. Huían, llevándose a sus dos heridos, y pronto se perdieron entre las altas hierbas y los arbustos de los alrededores.

A poco salieron dos coches entre la espesura y se alejaron por un camino lateral en medio de una nube de polvo.

Doc entró en la factoría. Conocía la distribución general de todas las fábricas por el estilo y no tardó en encontrar la dependencia en que se encontraban los armarios de los empleados.

Los armarios eran unas cajas altas, de metal pintado de verde. Cada uno llevaba el nombre del empleado a quien pertenecía, escrito sobre una tarjeta sostenida en un marco apropiado.

Uno de los armarios había sido arrancado de su sitio.

Doc lo volvió para poder leer el nombre de su dueño:

JlM CASH

Pero lo que hubiera habido guardado en él había desaparecido.

Una voz metálica gritó de pronto detrás de Doc:

—¡Manos arriba!