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Otra trampa

La delegación de policía de Prosper City estaba instalada en un edificio de ladrillo en forma de «T». El palo de la T contenía las celdas destinadas a los detenidos y la cruz a las oficinas.

EL despacho de Clements no tenía nada de lujoso. Circulares referentes a criminales que eran buscados por la policía adornaban las paredes en lugar de cuadros. Había varios archivos de metal, todos grandes y viejos.

Encima de la mesa había una caja de cigarros baratos. El sillón de Clements estaba ocupado por Slick Cooley.

Detrás de él había una ventana abierta. Slick no se preocupaba de ella, pues el despacho estaba situado en el segundo piso. La brisa de la noche arrancaba espirales de humo gris de su cigarro.

Súbitamente, la brisa trajo una especie de nube de bronce, que envolvió a Slick y se convirtió en algo tan efectivo y tan duro como cables de acero.

El aire se escapó ruidosamente de los pulmones de Slick, que fue colocado impotente encima del escritorio y despojado de sus dos pistolas.

Trató de resistir, pero era como un ratón entre las garras de un gato.

La pared de ladrillos de la delegación de policía no había sido un gran obstáculo para Doc.

Los ladrillos estaban gastados y entre ellos se producían hendiduras bastante profundas para que Doc, con su tremenda agilidad, pudiera subir por ellas sin más dificultades con que otra persona cualquiera hubiera ascendido por unas escaleras.

Doc guardó un absoluto silencio, aun después de haber desarmado a Slick.

Sus dedos de bronce comenzaron a recorrer el cuerpo de Slick, clavándose aquí y allá, y Slick se encontró misteriosamente despojado del uso de la palabra, por una extraña parálisis de los centros nerviosos.

—Vas a morir —le dijo entonces Doc, pero sin mencionar la fecha en que tal cosa había de suceder.

Slick presumió, naturalmente, que Doc quería decir enseguida. Sin embargo, Doc no tenía la menor intención de matar a Slick.

Se había limitado a mencionar un hecho natural, dejando a su prisionero hacer las deducciones que mejor le parecieran.

Los dedos de Doc siguieron trabajando sobre el cuerpo de Slick, que experimentó unos tremendos dolores, hasta el punto de hacerle creer que ya estaba muriendo.

—¿Quién es la Campana Verde? —preguntó Doc.

Accionó de nuevo sobre los centros nerviosos y Slick recobró el uso de la palabra.

Trató de mentir.

—No sé nada de ninguna Campana Verde.

—Mentira —insistió Doc—. Usted es uno de sus agentes, podría usted ser la Campana Verde en persona, salvo por el hecho de que no parece que sea usted lo bastante inteligente.

—Está usted loco —protestó Slick.

—No tan loco como usted esperaba cuando puso aquella caja en mi habitación.

—Yo no…

—En el cuarto había escondida una cámara fotográfica que registró todos sus movimientos.

Slick recordó los intrincados aparatos eléctricos que había visto en la habitación y lamentó no haberlos examinado con más atención.

—No colgarán a un hombre por eso —murmuró.

—No —convino Doc—. A usted no le colgarán nunca.

Slick tembló, pensando que esto era una amenaza y cambió de táctica.

—Escuche, Savage, tal vez pudiéramos trabajar juntos.

—¿Quién es la Campana Verde?

—No lo sé.

—¿Pero usted es uno de sus hombres?

Slick se dio cuenta de que era inútil negarlo y lo confesó.

—Usted fue uno de los que asesinaron a Jim Cash.

Ésta era sencillamente una suposición de Doc, pero Slick, al ver las facciones impasibles del gigante de bronce, llegó a la conclusión de que Doc estaba enterado de todo.

—¿Y qué? —exclamó con violencia—. No puede usted probarlo.

—Judborn Tugg es también de la cuadrilla —prosiguió diciendo tranquilamente Doc.

—Desde luego. —Súbitamente se le ocurrió a Slick que Doc le estaba haciendo hablar y empezó a gritar desesperadamente—. ¡No puede usted probar nada de lo que le he dicho!

La puerta se abrió de pronto y una voz dijo:

—No necesita probarlo.

Clements estaba en el umbral de la puerta. Estaba pálido y con los labios caídos, pero no parecía resentirse de las horas de sueño producidas por la droga de Doc.

Las metálicas facciones de Doc no mostraron ninguna sorpresa. Hacía algunos momentos que había oído los pasos de alguien que se acercaban a la puerta, y que fueron inadvertidos por Slick.

—Debía usted de haber esperado fuera un poco más —dijo Doc—. Quizá se hubiera enterado de otras cosas.

Clements tenía la expresión de un hombre que se acaba de enterar del incendio de su casa. Se enjugó la frente con mano temblorosa.

—Me han estado tomando el pelo —murmuró.

—A todos nos lo toman alguna vez —le dijo Doc sin malicia.

Estas palabras no parecieron consolar a Clements. Cruzó las manos y se empezó a morder el bigote.

—He visto —dijo—, el número extraordinario del periódico y me he enterado de lo que hizo usted en aquella reunión de anoche. Dio usted alimentos y ropas a muchos amigos míos.

Clements era un hombre testarudo, pero honrado, y acababa de darse cuenta de que estaba equivocado. Trataba de excusarse.

Doc quiso sacarle de su embarazosa situación.

—No se acuerde usted más de ello —le dijo—. Usted hacía lo que creía su deber y nadie está obligado a más.

Clements sonrió agradecido y se reanimó un poco.

—De ahora en adelante trabajaré a su lado —declaró—. Lo que acabo de oír demuestra que no es usted el asesino de Jim Cash. No sólo no le detendré sino que, por el contrario, le protegeré contra todo el que intente hacerlo en esta ciudad. Además, voy a detener a Judborn Tugg, pues lo que he oído a Slick prueba que es un cómplice de la Campana Verde.

—Me temo que con las pruebas que tenemos ningún tribunal condenaría a Tugg.

Clements miró a Doc con desaliento.

—¿Quiere usted decir que tal vez sea mejor no encerrar a Tugg, por ahora?

—Tugg puede ser la Campana Verde en persona. Lo mejor sería que le vigilemos estrechamente. Si no es él la Campana Verde, por él podremos descubrir su identidad. Con la valiosa ayuda de usted creo que podremos resolver este problema.

Las últimas palabras eran en parte un cumplido, aunque, sin duda, la ayuda de Clements facilitaría mucho la misión de Doc.

—Vamos a meter a este pájaro en el calabozo y después hablaremos —dijo Clements, poniendo las esposas a Slick, que fue conducido a una celda.

Doc había sonreído todo el tiempo en honor a Clements. Al quedarse solo dejó de hacerlo, pero la luz de sus ojos demostraba que estaba satisfecho con el curso de los acontecimientos.

Clements regresó a poco, con la cabeza erguida y pisando fuerte.

—Quisiera que me informara usted de algo acerca de la situación en Prosper City, señor Savage. Debo confesar que ese fanfarrón de Tugg me tenía ciego.

—No es mucho lo que sé —confesó Doc.

Y a continuación, en las menos palabras posibles, le contó lo que sabía.

Mencionó la captura de los siete agentes de la Campana Verde en Nueva York, pero no lo que les había ocurrido al final.

Nadie, salvo el personal empleado en ella, conocía la existencia de la extraña institución mantenida por Doc.

—De manera que Jim Cash fue asesinado porque sabía quién es la Campana Verde —murmuró Clements—. Pobre muchacho. Le conocía muy bien, lo mismo que a su hermana. El joven Slater le hace el amor ahora.

—¿Sabe usted algo de Ole Slater?

—Nada malo. Le he investigado muy bien.

—¿Por qué?

—Cuando Tugg me hizo pensar que la Tía Nora Boston podía ser la causa de todos los males busqué los antecedentes de todos. No encontré nada de particular en el pasado de Slater. Ha escrito un par de comedias, que han sido estrenadas en Broadway, y nada más.

La conversación versó a continuación sobre los planes para el porvenir.

Clements sugirió que los hombres contratados para la protección de las minas y fábricas podrían ser agregados a la policía de Prosper City.

La idea le pareció excelente a Doc. Clements declaró que podría darles armas a casi todos ellos.

—Me gustaría tener a los prisioneros —pidió Doc.

—¿Para qué? ¿Qué va usted a hacer con la cuadrilla de la Campana Verde, si los agarramos? ¿Por qué no dejarlos ir a la cárcel?

—Mi tratamiento es más eficaz que la cárcel y que la silla eléctrica —afirmó Doc.

Clements miró al hombre de bronce con inquietud. Tuvo la impresión de que Doc pensaba matar a los prisioneros.

—No morirá ninguno de ellos —prometió Doc.

—No es legal, pero si los quiere usted se los entregaré —accedió Clements.

En la parte del edificio donde estaban instalados los calabozos retumbó un disparo. Doc salió corriendo hacia la puerta seguido por Clements.

Un largo corredor acababa en una puerta forrada de planchas de acero. Clements la abrió.

Más allá se extendía una galería de cemento con celdas enrejadas a cada lado. Los presos acercaban la cara a los barrotes y hacían excitadas preguntas.

Una escalera de hierro conducía a las celdas del primer piso.

La reja de una de las celdas, situada en el centro de la segunda galería, estaba abierta. Dos celadores miraban desde fuera, rígidos e inmóviles.

Las luces de la galería proyectaban la sombra de los barrotes sobre el suelo de cemento de la celda. Y las sombras parecían serpientes negras que se arrastrasen sobre las dos figuras que había en ella.

Una era la de un celador. Llevaba en la mano una pistola automática. Una cápsula vacía brillaba en el suelo y el olor a pólvora impregnaba la atmósfera.

El otro hombre estaba en el suelo y su posición era tan violenta que parecía como si hubiera sido descuartizado y luego arrojado los trozos de su cuerpo en un montón.

Tenía los labios cubiertos de espuma y los ojos vueltos de manera que parecían bolas de mármol blanco. Una bala le había destrozado la parte superior de la cabeza.

Era Slick Cooley. Sus fechorías habían acabado.

El carcelero se apartó del cadáver.

—Le ha pasado algo raro —exclamó con voz aguda—. Le dio un ataque y me quitó la pistola. Cuando yo trataba de recuperarla se disparó un tiro. Creo que se había vuelto loco de pronto.

Doc Savage dio media vuelta y retrocedió rápidamente por el mismo camino que había venido. Llegó a la puerta de metal.

Una pequeña herramienta de acero pulido apareció en su mano. La empleó brevemente en la puerta, que se abrió como impulsada por un poder misterioso.

Clements llegó también a la puerta y se quedó con la boca abierta. Hubiera jurado que estaba a prueba de toda clase de ganzúas.

Salió al exterior, sacudiendo la cabeza como una gallina ciega. Tardó más de un minuto en acostumbrarse a la oscuridad y distinguir la figura de Doc.

El terreno alrededor de la Delegación de Policía estaba sembrado de hierbas altas. Doc caminaba sobre ellas.

Una serie de pequeñas ventanas enrejadas indicaban el lugar en que se encontraban las celdas. Doc se detuvo debajo de una de ellas, por la cual salían las voces de los empleados reunidos alrededor del cuerpo de Slick Cooley.

La hierba había sido recientemente aplastada por unos pies. Clemente llegó junto a Doc.

—La Campana Verde ha vuelto loco a Slick, por medio de un aparato especial —anunció el último.

—Pues hemos perdido el único testigo que podía probar que usted no es el asesino de Jim Cash —dijo Clements.

Doc no pareció oír las palabras del jefe de Policía.

—Voy a casa de Tugg. ¿Quiere usted llevarme?

Clements asintió y fue corriendo a buscar su coche.

El distrito más aristocrático de Prosper City estaba situado en una colina conocida entre los revolucionarios de la localidad por el nombre del Cerro de la Plutocracia. Como correspondía a un hombre que quería figurar entre los principales de la ciudad, Tugg ocupaba la parte más destacada del barrio.

La casa era blanca, de estilo español, con aleros anchos, y rejas de hierro forjado. El jardín era frondoso y en él abundaban los arbustos.

Clements detuvo el coche a poca distancia del blanco edificio. Doc se apeó.

—Gracias —dijo—. Ahora puede usted regresar a la Delegación.

Clements se mordió los bigotes e inició una protesta.

Pero el hombre de bronce se esfumó silenciosamente entre las sombras de la noche.

Clements tuvo la intención de llamarle en voz alta, pero se contuvo. Las voces podían alarmar a Tugg. Esperó allí, disgustado, pues hubiera preferido tomar parte en las investigaciones de Doc.

El hombre de bronce fascinaba al jefe de policía.

El recuerdo de cómo había sido engañado por Tugg encendió la cólera del pobre hombre, que decidió súbitamente hacer algunas investigaciones por cuenta propia.

Si consiguiera averiguar la identidad de la Campana Verde, su estupidez no sería tan reprensible. Se le ocurrió que tal vez podría estorbar los planes del hombre de bronce, pero pensó que tendría cuidado para no hacerlo.

Se apeó del coche y se deslizó por entre los arbustos, consiguiendo hacer poco ruido. Siguiendo la sombra de un seto llegó hasta una de las puertas laterales del palacio blanco.

A unos diez pasos de ella se acurrucó, pensando qué haría a continuación.

El problema se resolvió por sí solo.

La puerta se abrió y en ella apareció Judborn Tugg. Al parecer, quería tomar un poco el aire antes de acostarse.

Tugg encendió uno de sus cigarros de a dólar y arrojó la cerilla en la dirección de Clements. No se apagó al caer y la llama descubrió la figura del jefe de Policía.

Tugg se arrojó sobre él, sacando al mismo tiempo una pistola. Luego advirtió la identidad del intruso.

—Mi buen amigo Clements —exclamó pomposamente—. ¿Qué diablos está usted haciendo aquí?

Clements se levantó. Durante la última hora se había acumulado en su espíritu un gran rencor hacia aquel hombre. Clements tenía un genio muy violento.

—No me llame usted amigo —exclamó con furia. Tugg saltó como si le hubieran dado un puntapié. Su cabeza pareció hundirse más en la grasa de su cuello. Había sido advertido de que Clements sería un enemigo mortal si algún día llegaba a saber la verdad.

El jefe de Policía hablaba como si la supiera.

Armándose de dignidad, Tugg comenzó a decir:

—Mi querido amigo, que…

—¡Asesino! —gritó Clements—. No trate usted de seguir engañándome.

Clements había gritado así en su cólera, pero Tugg creyó que se trataba de una acusación que el jefe podía probar. El terror se apoderó de él.

En su desesperación decidió ensayar una trampa, en la cual cayó bonitamente el jefe de Policía.

—Llame usted a sus guardias —dijo—. Me entrego.

—No tengo guardias aquí —repuso Clements.

Esto era lo que Tugg quería saber. Levantó su arma y apretó el gatillo. Las balas atravesaron el corazón y los pulmones de Clements.

Tugg continuó disparando hasta vaciar el cargador de su pistola. Luego, con el rabillo del ojo, distinguió lo que era para él una aparición terrible.

Un gigante de bronce. La figura venía corriendo por la hierba en su dirección.

Tugg apretó el gatillo dos veces más, apuntando a Doc, pero el arma estaba ya vacía. Volvió la espalda y corrió hacia su casa pidiendo socorro.

En la casa había varios de los esbirros de la Campana Verde. Algunos de ellos acababan de asistir a la siniestra reunión celebrada en el establo.

Otros eran sencillamente agitadores que estaban haciendo compañía a Tugg.

Empuñando sus armas acudieron todos en auxilio de su jefe. Cuando Doc Savage apareció en la puerta, hicieron una descarga.

El plomo arrancó astillas del marco de la puerta o silbó en el aire para perderse en la distancia. Ninguna de las balas tocó a Doc, pues éste había visto el peligro a tiempo y se había apartado.

Los secuaces de la Campana Verde salieron nerviosamente por la puerta o se descolgaron por las ventanas próximas.

El hombre de bronce no era visible, pero había muchos arbustos en donde podría estar escondido.

Dentro de la casa, Tugg corrió al teléfono y llamó a la Delegación de Policía de Prosper City.

—Doc Savage acaba de asesinar a Clements en el jardín de mi casa. Tengo media docena de testigos que le han visto cometer el crimen —gritó.

Habló con voz bastante fuerte para que las palabras llegasen hasta Doc Savage, que estaba escondido cerca, y que al oírlas se apartó rápidamente de aquella vecindad.

Toda la policía de Prosper City estaría allí al cabo de cinco minutos. Nadie sabía que Doc y Clements habían hecho las paces y todo el mundo creería las palabras de Tugg. Se iba a organizar una persecución terrible.

La acusación de haber asesinado al jefe de Policía sería difícil de combatir.

Corriendo a toda velocidad se dirigió Doc a las afueras de la ciudad, donde la Tía Nora Boston tenía su casa.