VIII
Una voz de la tierra

A unos doscientos metros de la casa de la Tía Nora Boston, un hombre se reía, subido a un árbol. El terror que la Campana Verde inspiraba a los reunidos en el jardín, a él le causaba gran alegría.

Por fin consiguió dominar su siniestra risa. Se guardó unos gemelos con que miraba al jardín de la Tía Nora y descendió del árbol.

Evitando cuidadosamente el camino, se encaminó hacia el Norte. Al cabo de algún tiempo, volvió a la carretera, por donde el caminar era más fácil.

Un perro se acercó a él y le ladró. Slick le arrojó una piedra y continuó.

El perro había salido de la última casa de la ciudad. Más allá se extendía una gran pieza de tierra pantanosa. Un rico agricultor trató en otro tiempo de desecar aquel terreno para cultivarlo, pero tuvo que renunciar a la empresa.

El terreno estaba completamente invadido por matorrales y espesos arbustos.

Un coche alcanzó a Slick y se detuvo a su lado. Era el automóvil de Tugg, quien estaba en persona detrás del volante.

Slick se sentó a su lado.

—La Campana ha asustado de veras a aquella gente —dijo.

—No puedo comprender lo que le ha ocurrido a Clements —repuso Tugg—. Le he visitado en el hospital y parece estar solamente dormido, pero no hay modo de despertarle.

—Si yo estuviera en su lugar, me pasaría sin Clements —aconsejó Slick.

—¿Por qué?

—Porque el día menos pensado se enterará de que no es usted tan santo como parece, y un hombre tan terco como él puede ser un mal enemigo.

—Eso son tonterías —repuso altivamente Tugg—. Clements es demasiado estúpido para sospechar nunca nada y además es muy valioso para mí.

Slick dirigió una curiosa mirada a Judborn Tugg.

Tugg advirtió la mirada y se apresuró a añadir:

—Quiero decir, valioso para la Campana Verde.

El coche se metió por un estrecho sendero a través de los arbustos. Al poco trecho dejaron el auto y continuaron a pie.

Slick caminaba en silencio. Pensaba en la posibilidad de que Tugg fuera la Campana Verde en persona. Cierto que en algunas ocasiones, un hombre encapuchado, afirmando ser la Campana Verde, se había presentado ante ambos. Así había ocurrido en el coche en Nueva York.

Pero estas apariciones podían estar a cargo de otros miembros de la banda, Slick mismo había recibido en una ocasión la orden de ponerse una capucha negra para hacer el papel de la Campana Verde. Tugg podía ser muy bien el jefe.

Súbitamente recordó Slick la imprudente observación que se le había escapado en Nueva York, acerca de matar a la Campana Verde y ponerse él mismo en su lugar, en cuanto conociera la verdadera identidad del individuo.

Slick pensaba así en realidad, pero en aquel momento le pesó haberlo dicho.

Se estremeció varias veces. Si Tugg era el jefe desconocido podía darse por muerto.

Un viejo granero apareció en la oscuridad. Golpearon la puerta de una manera especial.

—¡Adelante! —gritó una voz hueca y extraña.

El viejo local tenía el suelo de cemento. Entre las sombras de la parte posterior se sentaba con las piernas cruzadas una figura negra y siniestra.

El ropaje que llevaba la cubría de pies a cabeza, y estaba ligeramente recostada contra la pared.

Algunos rayos de luna penetraban a través de las rendijas de aquella pared.

La mayor parte de la iluminación de la estancia procedía de dos velas colocadas a algunos pies de distancia de la figura.

Estas velas eran verdes y la llama daba una luz también verde, que prestaba un color bilioso a la Campana Verde que la siniestra aparición llevaba pintada sobre el pecho y las gafas con que se cubría los ojos.

No se pronunció ni una palabra más.

Slick Cooley y Judborn Tugg sacaron capuchas negras y se las pusieron.

Poco después llegó un grupo de ocho hombres y luego fueron compareciendo otros grupos de tres y cuatro. Cada uno de ellos iba cubierto por la misma ropa negra.

Todos guardaron silencio y permanecieron en pie a la misma distancia de la extraña figura sentada, que no hizo el más leve movimiento ni pronunció una palabra.

Todos aquellos secuaces de la Campana Verde habían acudido allí en respuesta de la llamada lanzada a través de la radio.

—¿Están todos presentes? —preguntó una voz hueca y retumbante, una voz que parecía imposible que procediera de una garganta humana.

Slick contó a los reunidos.

—Sólo falta media docena —contestó.

—Hable más fuerte —ordenó la voz.

Slick repitió a gritos su información.

—Está bien. ¿Dónde está Judborn Tugg?

—Aquí —gritó Tugg adelantándose.

Siempre ocurría lo mismo. La Campana Verde pretendía estar un poco sordo.

Slick pensó que la tétrica figura podría no ser tampoco la Campana Verde.

Tal vez se trataba de algún miembro de la cuadrilla, que había recibido la orden de hacer el papel de jefe.

—No estoy satisfecho de algunas de las cosas que se han hecho hoy —siguió diciendo la Campana Verde—. Por ejemplo, era preciso que se convenciese a Clements de que detuviese a Doc Savage.

—¿Y qué culpa tengo yo de eso? —protestó Tugg—. Yo hice lo que tenía que hacer, pero Clements es tan estúpido que ha caído en una trampa que le ha tendido Doc.

—No estoy seguro de que la estupidez de Clements tenga la culpa de lo ocurrido —dijo la voz—. Envié a Nueva York siete hombres con el encargo de matar a Savage y los siete hombres se han desvanecido completamente. Ninguno de ellos era un estúpido. Lo que ocurre es que Doc Savage es un enemigo muy peligroso.

Tugg hizo el gesto de limpiarse el sudor de la frente. Tenía la cara cubierta con la capucha y el gesto resultó absurdo.

¡Savage peligroso! ¡Bien lo sabía él!

—He hecho lo que he podido —gritó.

—Que no ha sido mucho. ¿Dónde está Slick Cooley?

—¡Presente! —replicó Slick a gritos.

A Slick no le importaba que su nombre fuera mencionado. Él conocía a todos los presentes, aunque muchos de ellos no estaban relacionados entre sí.

La figura que los presidía no hacía ningún movimiento perceptible.

—Su trabajo me satisface —dijo la fantástica voz—. Fue un acierto vigilar la casa de la Tía Nora Boston con los gemelos desde aquel árbol. Así pudo usted distinguir la imagen de Doc Savage en un espejo.

Slick se sobresaltó un poco. Era la primera vez que oía una alabanza de labios de la Campana Verde y el hecho le inquietó más que otra cosa.

—También he hecho lo que he podido —gritó.

Sobrevino un breve silencio. Nadie se movió. Los rayos de luna que penetraban por las rendijas de la pared daban a la escena un aire espectral.

—Necesito un hombre de confianza para un trabajo delicado —declaró la Campana Verde—. Le elijo a usted para este trabajo y si tiene éxito en él, recibirá un bono de cincuenta mil dólares, además de su paga ordinaria. Oculto entre las hierbas que crecen a la puerta de este granero encontrará usted mi aparato para producir la locura. Ha de colocarlo en la habitación de Doc Savage, si es posible cerca de la cabecera de su cama.

—Pero yo no sé cómo funciona —murmuró Slick.

—¿Qué?

Se había olvidado de hablar fuerte.

—Que no sé cómo funciona —repitió gritando.

—Es muy sencillo. El aparato sólo lleva un botón y hay que apretarlo una vez. Tenga cuidado de no hacerlo accidentalmente, mientras lo lleva en la mano, y en cuanto lo haya hecho aléjese rápidamente, pues sólo necesita algunos segundos para alterar las funciones de un cerebro humano.

—Está bien —gritó Slick.

—Con la caja encontrará usted diez mil dólares en billetes —continuó la voz de la Campana Verde—. Después de dejar la caja ha de llevar usted esa suma a Clements, como premio que se ofrece para quien presente a Doc Savage muerto o vivo. Esta precaución es para el caso de que usted fracase.

—Está bien —repitió Slick.

—Nada más, entonces. Todos los demás debéis permanecer en contacto con Slick y con Tugg, para poder recibir órdenes rápidamente en caso de necesidad.

Todos los presentes asintieron y partieron apresuradamente, como si tuvieran prisa de alejarse de la siniestra presencia de la Campana Verde.

Slick Cooley permaneció cerca del granero, fingiendo que examinaba la caja hallada junto a la puerta. No era muy grande y estaba construida con un material negro y brillante. Conforme había dicho la Campana Verde, sólo llevaba un botón encima.

Había también un fajo de billetes que Slick se guardó.

Volvió a dejar la caja oculta entre los arbustos y esperó con los ojos fijos en la puerta del granero. Quería ver salir a la Campana Verde. Pensaba seguir a su misterioso jefe para averiguar su identidad.

Pasaron varios minutos sin que apareciera nadie. Los minutos se convirtieron en media hora.

Slick, impaciente, se acercó a la puerta del granero y miró por una hendidura. La misteriosa forma negra no se había movido. Las velas verdes estaban casi consumidas.

Slick meditó un momento y por fin decidió dar un paso desesperado. Sacó las dos pistolas de debajo de los brazos y entró en el granero.

—¡Arriba las manos! —gritó.

La figura no se movió.

Slick repitió la orden sin obtener tampoco respuesta ni ser obedecido. Se excitó y disparó con ambas pistolas a la vez sin resultado aparente.

La aparición permaneció sentada e inmóvil.

Francamente aterrorizado, Slick se precipitó sobre ella y descargó la culata de una de las pistolas sobre la encapuchada cabeza.

La figura se desmoronó con gran ruido. No era más que un armazón de madera.

Maldiciendo febrilmente, Slick se puso a examinar la casa. Descubrió un agujero en el suelo, que hasta entonces había estado oculto por el negro ropaje.

Encendió una cerilla y examinó el agujero. Era un desagüe subterráneo.

Slick se dio cuenta de la estratagema. El granjero que en otro tiempo había tratado de cultivar aquella tierra pantanosa, había instalado un intrincado sistema de desagües subterráneos.

El agujero del suelo era la entrada de uno de ellos y sin duda había muchos más en la vecindad. La Campana Verde podía estar hablando desde cualquier punto de la marisma y de aquí la necesidad de hablar fuerte, para que la voz llegase hasta él a través del laberinto de cañerías.

Slick recompuso cuidadosamente el armazón de palos que sostenía la ropa negra. Era conveniente que su traición no fuera descubierta.

Poco después apareció Slick en la vecindad de la residencia de la Tía Nora Boston. La distribución de alimentos y ropas estaba muy adelantada, a juzgar por el espectáculo.

En las dos grandes tiendas del circo y esparcida por el jardín había una gran multitud.

Los que ya habían recibido su parte no se marchaban, pues querían asistir a la reunión que se celebraría cuando hubiese acabado el reparto.

Especialmente deseaban ver y escuchar al extraordinario hombre de bronce.

Los alimentos y las ropas que tenían en las manos eran pruebas de que hablaba en serio. Doc sabía que la distribución causaría este efecto y por eso la había dispuesto para antes de los discursos. Necesitaba la confianza y la cooperación de aquella gente.

La batalla contra las fuerzas insidiosas de la Campana Verde acababa de empezar.

A Slick le fue fácil mezclarse con la multitud, con la sola precaución de calarse el sombrero hasta los ojos. Se acercó a la casa de la Tía Nora.

La atención de todos estaba concentrada en las tiendas del circo. Slick entró en la casa sin que nadie le viese.

Llegó furtivamente hasta la habitación en que por casualidad había visto a Doc Savage desde su observatorio del árbol, pensando que aquél sería su dormitorio.

Algunas prendas pertenecientes al hombre de bronce colgadas en un armario, le demostraron que había acertado en su suposición.

En la habitación había además numerosos aparatos mecánicos y eléctricos.

Slick sólo pudo identificar un aparato de radio portátil.

Todo lo demás era demasiado complicado para sus limitados conocimientos.

Slick no tocó nada. Tampoco encendió la luz. La luna le suministraba iluminación suficiente para lo que trataba de hacer.

Junto a la cabecera de la cama había un armario grande y muy viejo, que, según todas las apariencias, no se utilizaba para nada. Faltaban las puertas y en su lugar habían puesto una cortina de cretona de colores.

«Éste es el sitio más apropiado —pensó Slick—. Dejaré aquí mi juguete y luego me iré a la oficina de Clements para esperar a que aparezca».

Colocó la caja negra detrás de la cortina, apretó el botón y salió corriendo de la estancia. Consiguió salir de la casa sin ser observado.

Antes de salir de la habitación miró hacia la tienda. Los lados habían sido levantados a causa del calor. Doc Savage estaba dirigiendo la palabra a la multitud.

—Ese individuo estará loco perdido antes de mañana —murmuró. Y se alejó de la vecindad a toda prisa. El mirar, aunque fuera desde lejos, al hombre de bronce le hizo estremecerse de pies a cabeza.