—Pero ¿qué ha ocurrido? —demandó Tía Nora—. ¿Quién los ha hecho dormir de esa manera?
Monk se encargó de explicárselo, probablemente para que le oyera la simpática Alice.
—Las bolas de cristal que ha arrojado Doc, contenían un gas anestésico que produce un efecto instantáneo, pero que al cabo de un minuto de estar mezclado con el aire se vuelve inofensivo.
Doc Savage accionó varias palancas instaladas en la pared del almacén y las barreras de cristal se hundieron sin ruido en el suelo.
—Meted a las Campanas Verdes en el aeroplano grande —ordenó Doc—. La policía llegará atraída por los disparos y es preciso que estemos lejos de aquí para cuando llegue.
La orden fue llevada rápidamente a cabo.
La Tía Nora saltaba en la excitación producida por la rápida sucesión de los recientes acontecimientos.
—Este hangar, esos aeroplanos y la casa en que vive usted en Nueva York, le debe costar una fortuna —le dijo a Doc—. Debe usted ser inmensamente rico.
El hombre de bronce le contestó con una de sus raras sonrisas.
La fantástica verdad acerca de sus riquezas seguiría siendo un misterio para la Tía Nora, lo mismo que lo era para el resto del mundo.
Doc poseía un montón fabuloso de oro. Sus minas estaban ocultas en la remota soledad de las montañas de una república de Centro América.
Los descendientes de la antigua raza maya que poblaban el valle se encargaban de la extracción del precioso metal.
Cuando Doc necesitaba fondos, sólo tenía que radiar algunas palabras en lengua maya, a cierta hora. Las palabras eran recogidas por una sensible estación instalada en el valle perdido y pocos días después, una caravana de asnos cargados de oro aparecía en la capital de la república.
La carga se depositaba en un banco a nombre de Doc y era raro el viaje en que el tesoro transportado no ascendía a cuatro o cinco millones de dólares.
El suelo del almacén formaba un declive que terminaba en un estanque. El avión fue rápidamente puesto a flote.
Doc tomó los mandos. Los motores se pusieron en marcha. Pocos minutos después, el aparato se cernía a gran altura sobre la superficie del Hudson.
Los compañeros de Doc pudieron ver, por medio de gemelos, un hormiguero de luces rojas alrededor del almacén de donde acababan de salir.
Era la policía que había llegado tarde.
Prosper City estaba hacia el Oeste, pero Doc siguió volando hacia el Norte. Pronto entregó los mandos a Renny. Todos los ayudantes de Doc eran expertos aviadores.
Doc se acercó a los siete prisioneros, que aún estaban bajo los efectos del gas, y los despojó de sus negros ropajes.
La Tía Nora reconoció en todos ellos, a gente maleante de Prosper City.
Alice Cash asintió a las declaraciones de la Tía Nora, pero siguió guardando un triste silencio, profundamente afectada por la muerte de su hermano.
Ole Slater hizo un gesto que restó a sus facciones algo de su buen aspecto y dijo:
—Yo también he visto a estos individuos holgar en Prosper City.
Doc, por medio de una jeringuilla hipodérmica, administró un estimulante a uno de los cautivos, que pronto recobró los sentidos.
El bandido empezó a gritar, lleno de terror al ver al gigante de bronce. Doc le cogió la cabeza entre sus poderosas manos y le empezó a mirar fijamente a los ojos.
Los demás comprendieron enseguida lo que estaba haciendo. Quería servirse del hipnotismo, pero su víctima estaba demasiado asustada para tratar de resistir el poder de los extraños ojos dorados o darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.
Por fin permaneció inmóvil, mirando a Doc como un pájaro mira a una serpiente.
—¿Quién es la Campana Verde? —le preguntó Doc con tono imperioso.
—No lo sé —replicó el hombre—. Ninguno de nosotros lo sabe.
En condiciones normales, Doc no le hubiera creído, pero entonces sabía que sólo podría decir la verdad.
—¿Quién les ordenó que nos atacasen en el almacén? —insistió.
—La Campana Verde nos telefoneó. Nos mandó que le siguiéramos y le matásemos en cuanto se presentase la oportunidad. Teníamos que matar también a sus hombres, pero no a Ole Slater ni a las dos mujeres.
—¿Por qué no querrían quitarnos de en medio ni a mí ni a Alice ni a Ole Slater? —preguntó la Tía Nora.
—A causa del efecto que sus muertes hubieran producido en la gente de Prosper City —murmuró el esbirro de la Campana Verde—. Hubieran linchado a Judborn Tugg, y Tugg es necesario para llevar a cabo el plan, cualquiera que éste sea, que yo lo ignoro.
—¿Pertenecen Tugg y Cooley a la cuadrilla de la Campana Verde? —siguió interrogando Doc.
—No lo sé, pero supongo que sí.
Doc hizo una pregunta más.
—¿Le envió la Campana Verde para asesinarme a mí?
—No lo creo. Nos quiso tener cerca para el caso de que fuéramos necesarios, pero su primera idea fue contratarle a usted. Creyó que lo podría hacer fácilmente.
—¿Fue usted y sus compañeros quienes asesinaron a Jim Cash?
—No. Fueron otros de los que trabajan para la Campana Verde.
Doc no pudo obtener más información de aquel hombre. Despertó e interrogó a los otros seis, pero no obtuvo de ellos ningún dato de valor.
Renny dirigió el aeroplano hacia la parte montañosa y poco poblada del Estado de Nueva York. El aparato volaba a unos trescientos kilómetros por hora, pues era uno de los aviones más rápidos en su clase.
Doc se acercó al transmisor de la radio y envió un breve mensaje.
Más tarde, cuando aterrizaron en un claro del bosque, tres ambulancias les esperaban, ya que habían sido llamadas por el mensaje de Doc.
Algunos hombres vestidos de blanco cargaron a los siete prisioneros en las ambulancias. Pocas palabras se cambiaron.
Las ambulancias partieron y el aeroplano se elevó de nuevo.
La Tía Nora estaba cada vez más asombrada.
—¿Qué les ocurrirá a esos hombres ahora? —preguntó.
—Serán atendidos por mi gente —dijo Doc, y no dio más explicaciones.
Doc tenía una manera original de atender a los malhechores que capturaba.
En la soledad de aquellas montañas mantenía una extraña institución. Los siete hombres serían sometidos allí a una operación del cerebro que les haría olvidar su pasado.
Luego se les enseñaría a ser ciudadanos honrados y se les enseñaría también un oficio. A continuación se les pondría en libertad, convertidos en gente honesta e ignorante de sus criminales actividades pasadas.
Ningún bandido tratado de esta manera había vuelto a cometer el crimen más insignificante.
La institución de Doc hubiera causado sensación en el mundo entero si se hubiera conocido su existencia.
El aeroplano prosiguió su viaje a través de la noche, llevando al extraño hombre de bronce, a sus cuatro extraordinarios auxiliares y a los tres desgraciados a quienes se proponía ayudar.
Poco antes del amanecer aparecieron debajo de ellos las luces de Prosper City.
—El aeropuerto está al Norte de la población —advirtió Alice Cash.
Las luces del aeródromo estaban apagadas y no se veía en él a nadie. Doc posó su aparato en el suelo con extraordinaria suavidad y se detuvo a unos cincuenta metros de los hangares.
Se abrieron las puertas de uno de ellos y por ellas salieron varios hombres que vestían el uniforme de la policía. Un hombre altísimo y huesudo capitaneaba la fuerza. Usaba bigote y tenía una cara roja y muy pequeña.
La combinación sugería la idea de una cereza con una gran oruga encima.
—Es Slem Clements, el jefe de policía —dijo Tía Nora—. Apostaría cualquier cosa a que le han dicho que somos criminales y se lo ha creído.
Slem Clements llevaba en la mano un documento de aspecto oficial.
Doc Savage no necesitó mirarlo de cerca para saber que se trataba de una orden de arresto contra él.
La deducción de que el hombre de bronce se dirigía a Prosper City no debió ser difícil para la misteriosa Campana Verde, y había tomado medidas para ocasionar más molestias a Doc Savage.
Doc decidió que lo más sencillo era evitar a Clements por el momento.
Miró a su alrededor desde el asiento del piloto. Hacía mucho tiempo que no llovía en Prosper City. El suelo del aeródromo estaba cubierto de polvo.
Un huracán de polvo cegó a Clements y a sus hombres. Empezaron a gritar y a disparar tiros al aire.
Mientras, Doc descendió del aeroplano, y se alejó de las inmediaciones como un espectro.
Clements se acercó al aparato, frotándose los ojos y soplándose el polvo del bigote.
—Lo han hecho ustedes a propósito —gritó lleno de ira y con una voz metálica. Renny asomó la cara por una ventana.
—No habíamos pensado en el polvo —dijo suavemente, lo cual no era verdad, pues Doc había pensado precisamente en el polvo.
—Buscamos a un asesino que se llama Doc Savage —siguió diciendo Clements.
A Renny se le escapó un suspiro de alivio. El polvo había cegado de tal manera a la policía que la partida de Doc Savage había sido completamente inadvertida para ellos.
—¿Quién le ha enviado a usted aquí? —preguntó furiosa Tía Nora.
El Jefe de Policía miró a la buena señora como si le hubieran salido cuernos de pronto.
—A usted no le importa —replicó con la misma furia.
—Siempre habrá sido Judborn Tugg —insistió la Tía Nora, saltando al suelo desde el aeroplano.
El jefe se tiró de las puntas del bigote, dando la impresión de que la oruga se enroscaba.
—No empiece usted a difamar a Tugg —protestó—. Es un hombre de bien y el mejor ciudadano que tenemos en Prosper City. Si me ha telegrafiado desde Nueva York, diciéndome que usted andaba mezclada con un asesino que se llama Doc Savage, ha hecho lo que debía.
—Judborn Tugg no ha hecho nada bueno en su vida —rugió la Tía Nora.
—Yo creo que es usted la promotora de todas las desgracias que ocurren en esta ciudad y como pueda tener la prueba la meteré en la cárcel —amenazó Clements.
—Eso me parece un consejo que procede también de Tugg —replicó la Tía Nora, poniéndose en jarras.
—Si encuentro a Doc Savage en ese aeroplano, la detendré a usted por ayudar a escapar a un asesino —gritó fuera de sí el jefe de Policía.
—Si encuentra usted a Doc en ese aparato iré a la cárcel de muy buena gana —desafió la Tía Nora.
Todos los ocupantes del coche guardaban silencio cuando se pusieron en marcha de nuevo. Los cuatro compañeros de Doc se dieron cuenta del poder de la organización con que iban a enfrentarse.
Vieron claramente el siniestro poder de la misteriosa Campana Verde.
Pronto vieron otras pruebas de las terribles condiciones que imperaban en Prosper City. En más de un callejón vieron figuras furtivas de individuos que buscaban por el suelo algún resto de comida.
—Se mueren de hambre —explicó la Tía Nora.
—Es horrible —murmuró Ole Slater—. Si describiera estas cosas en la función que estoy escribiendo, nadie las creería en otras ciudades. Dirían que era imposible. Y lo peor es que no sabemos quién es el causante de todo.
Johnny, el geólogo, se quitó los lentes y preguntó:
—¿No hay aquí ninguna institución que se encargue de remediar tanta miseria?
—Se han agotado los fondos desde hace mucho tiempo —le informó Alice Cash—. Nueve hombres de cada diez están sin trabajo. Parece increíble, pero es verdad.
El coche continuó su camino. Volvió varias esquinas con vacilación, como si el conductor no conociera bien el camino.
—Por aquí no vamos a mi casa —protestó la Tía Nora.
El chofer se encogió de hombros.
—¿Por dónde se va? —preguntó.
—¿No lo sabe usted? —preguntó con asombro la Tía Nora.
—No —contestó el chofer.
—Parece como si no hubiera usted estado nunca en Prosper City.
—Así es.
La Tía Nora se levantó y acercó su cara a la del chofer para mirarle de cerca.
—¡El cielo me valga! —exclamó—. ¡Usted es Doc Savage!