IV
Testigos acusadores

En sus habitaciones del piso ochenta y seis del rascacielos, Doc Savage escuchaba el relato de la Tía Nora Boston y de Alice Cash. Monk permanecía en segundo término, admirando furtivamente la hermosura de Alice.

—Mi hermano ha desaparecido —decía la joven pálida de espanto—. Se nos acabó la gasolina en Nueva Jersey y él fue andando hasta un surtidor. Es la última vez que le hemos visto.

—Creímos oírle gritar —agregó la Tía Nora—, pero no pudimos encontrarle.

Alice se llevó los dedos a los descoloridos labios y dijo por entre ellos:

—Poco antes habíamos oído a la Campana Verde por radio.

—La voz de la Campana Verde por la radio siempre significa la muerte de algún inocente —aclaró la Tía Nora.

—¡Pobre Jim! —murmuró Alice llorando—. Tengo la impresión de que algo terrible le ha sucedido.

Doc Savage podía hacer cosas notables con su poderosa voz. Habló con un tono tranquilo y suave, encaminado a calmar la excitación de las dos mujeres.

—Su relato es un poco inconexo —les dijo—. Lo mejor será que empiecen ustedes a contarme las cosas desde el principio.

La Tía Nora cerró los puños, y mirándoselos fijamente comenzó a hablar.

—Las desgracias en Prosper City empezaron hace muchos meses, cuando Tugg y Compañía redujeron los salarios. Con ello empezó la primera serie de huelgas…

—Tudborn Tugg me ha contado ya todo eso —interrumpió Doc Savage—. Todos los negocios en Prosper City se hallan paralizados. Una cuadrilla de agitadores quema y destruyen todas las fábricas o minas que pretenden reanudar las operaciones, y aterrorizan a la gente que intenta volver al trabajo. Tugg me ha dicho también que usted era el jefe de los agitadores.

—¡Embustero! —rugió la Tía Nora—. Todo lo que yo he hecho ha sido organizar una sociedad benéfica para auxilio de algunos de los desgraciados que se encuentran sin trabajo.

—La Tía Nora ha salvado a mucha gente de morirse de hambre —interpuso Alice Cash—. Ha gastado todo su dinero y todo el que le han prestado en dar de comer a esos desgraciados.

—Tú te callas —ordenó ásperamente la Tía Nora.

—No me callaré —protestó Alice—. Creo que Mr. Savage debe conocer toda la verdad y saber que ha sido usted un ángel bienhechor.

La Tía Nora se puso encendida y no supo contestar.

—¿Y quiénes son esos agitadores, causa de todos los males? —preguntó Doc.

—Desde luego, son bandidos a sueldo —declaró la Tía Nora—. Pero nadie sabe exactamente quiénes son. Siempre se presentan vestidos con ropajes negros que llevan una campana verde pintada en el pecho.

—¿No saben quién es su jefe?

—No. Alice, su hermano y Ole Slater me han auxiliado en la empresa de tratar de averiguarlo.

—¿Quién es Ole Slater? —demandó Doc.

—Un joven que cree que puede escribir comedias y que está enamorado de Alice. Está reuniendo datos para una función y se hospeda en mi casa. Olvidé decirle que tengo una casa de huéspedes.

—¿Y cree usted que Slick Cooley y Judborn Tugg pertenecen a la banda de la Campana Verde? —siguió preguntando Doc Savage.

—No tengo pruebas —confesó la Tía Nora—. Pero deben pertenecer. Uno de los dos puede ser la Campana Verde en persona.

Monk intervino en la conferencia, preguntando suavemente:

—¿Y el jefe de Policía de Prosper City no ha hecho nada en relación con este asunto?

—¡Ese viejo idiota! —rezongó la Tía Nora—. Se llama Slem Clements y tiene a Judborn Tugg por el hombre más grande y más honrado del mundo. No creo que Clements sea un bribón, pero desde luego es tonto.

—¿Y cómo es que Tugg tiene tanta influencia? —demandó Monk.

—Judborn Tugg presume de ser el hombre de negocios más importante de Prosper City y tiene engañados a muchos incautos, entre ellos a Clements. Ha difundido la historia de que soy yo la Campana Verde y ha conseguido que Clements y muchos otros le crean. He temido muchas veces que me metieran en la cárcel.

—No se han atrevido a tanto —aclaró Alice—. La pobre gente a quien la Tía Nora ha socorrido quemaría la cárcel para sacarla de ella. Y creo que no se han atrevido a hacerle ningún daño por la misma razón.

La Tía Nora se echó a reír.

—Le he dicho a todo el mundo que si me ocurre algo será obra de Tugg, de manera que si la Campana Verde me asesina o me vuelve loca, mis amigos lincharán a Tugg. Por eso no me ha ocurrido nada.

—¿Qué quiere decir eso de que la volviera loca? —interrumpió Doc Savage.

Alice Cash tembló:

—Es una cosa horrible que les ocurre a los trabajadores que insisten en volver a ocupar sus puestos en las fábricas. Nadie sabe cómo se hace, pero el hecho es que se vuelven locos. Ha ocurrido más de una docena de veces.

Doc y Monk meditaron durante algunos momentos acerca de la historia que acababan de oír. Era tanto más asombrosa, puesto que el motivo de todos aquellos hechos no resultaba claro.

—¿Cómo es que no ha intervenido el Gobierno Federal? —inquirió Monk.

—Clements afirma que domina la situación —dijo Alice Cash—. Hemos llegado a ella de una manera gradual; un forastero que acabase de llegar a Prosper City creería que se trataba solamente de huelgas sin importancia.

La Tía Nora, que desde hacía algunos instantes mantenía un estricto silencio, explotó al fin.

—Jim Cash nos confesó haber descubierto quién es la Campana Verde —aclamó—, y eso me hace suponer que ha sido asesinado.

Alice Cash exhaló un gemido y se cubrió la cara con las manos. Monk se adelantó como para consolarla.

En el corredor, junto a la puerta de la habitación, se produjo de pronto un gran tumulto.

Doc saltó a la puerta y la abrió de par en par.

En el corredor había dos hombres con las manos levantadas, frente a un tercero que empuñaba una pistola automática.

Las manos que uno de los dos primeros mantenía en el aire eran tan enormes que parecía imposible que no le hiciera perder el equilibrio.

Cada una de ellas estaba formada por mucho más de dos kilos de hueso y músculo.

Este individuo era el coronel John Renwick, conocido entre sus amigos por el nombre de Renny. Era, entre otras cosas, un ingeniero de fama mundial y millonario.

Su afición principal era romper puertas a puñetazos.

El que estaba junto a él con los brazos en alto, era delgado y de mal color; rubio y de ojos claros. Al lado de su poderoso compañero parecía un niño.

Era Long Tom. Entre los especialistas en electricidad le llamaban el Comandante Thomas J. Roberts, un verdadero mago en su profesión.

Renny y Long Tom eran dos de los cinco ayudantes de Doc Savage.

El de la pistola era un individuo a quien Doc no había visto en su vida. Era alto, atlético y de buen aspecto. Retrocedió hasta un ascensor; saltó dentro de él y desapareció.

Renny y Long miraron desconcertados a Doc.

—Hemos sorprendido a ese pájaro escuchando en la puerta —dijo Renny con una voz poderosa, que recordaba el rugido de un león en cerrado en una jaula—. Le hemos querido detener, pero ha sacado la pistola sin darnos tiempo de nada.

Doc corría por el pasillo, mientras escuchaba las palabras de su compañero. Llegó al último ascensor. Apretó un botón secreto y las puertas se abrieron solas.

Este ascensor era reservado para uso exclusivo de Doc Savage y estaba dotado de una maquinaria especial que funcionaba a una velocidad tremenda.

El descenso fue tan rápido que el suelo se separó algunos centímetros de los pies de Doc, que apenas volvieron a tocarlo durante los primeros cuarenta pisos. Luego vino el tremendo impacto de la parada.

Los cinco ayudantes de Doc, todos ellos hombres fuertes, solían caer de rodillas en este momento. Los músculos de las piernas de Doc eran tan poderosos que resistieron la sacudida sin esfuerzo aparente.

Salió al vestíbulo del edificio. El ascensor que conducía al joven de la pistola aún no había llegado, pero apareció a los pocos momentos.

El fugitivo salió de espaldas para seguir amenazando con su arma al empleado encargado de aquel ascensor. Doc le cogió por los brazos y sus dedos de bronce se hundieron en la carne del joven, que lanzó un grito de dolor. Dejó caer el arma, pues sus dedos se extendieron involuntariamente bajo la presión de la mano de Doc.

Trató de defenderse con los pies, pero el dolor le paralizó enseguida. Dejó caer la cabeza sobre el pecho y los ojos se le pusieron vidriosos. Estaba a punto de desmayarse.

Doc le cogió por debajo de un brazo, se metió con él en el ascensor especial y regresó al piso ochenta y seis.

Alice, la Tía Nora y los demás, le esperaban en el corredor.

El prisionero de Doc apenas se podía tener en pie. Doc le sostuvo por un brazo para que no se desplomase en el suelo.

La Tía Nota le miró con los ojos desorbitados de asombro. El mismo sentimiento se reflejó en las bellas facciones de Alice.

—¿Le conocen? —preguntó Doc.

—¡Es Ole Slater! —exclamó Alice—. Mi… Nuestro amigo de Prosper City.

Ole Slater recobró el uso de la palabra cuando le depositaron en una de las grandes butacas del despacho de Doc.

—Estaba preocupado por ustedes y las seguí hasta Nueva York —dijo a la Tía Nora y a Alice.

—No debía usted haberse puesto a escuchar detrás de esa puerta —le informó severamente la Tía Nora.

—No es necesario decírmelo. —Ole Slater se tocó los brazos con precaución y luego miró las metálicas manos de Doc, como asombrado de que pudieran haberle hecho tanto daño—. Me detuve un momento a escuchar junto a la puerta, por precaución. Entonces cayeron sobre mí esos dos hombres y perdí la cabeza. Creí que eran campanas verdes.

La Tía Nora sonrió a Doc.

—Este joven es amigo nuestro —le dijo—. Estoy segura de que no intentaba nada malo.

—Desde luego —añadió Alice en defensa de su amigo.

—Siento mucho lo ocurrido —dijo humildemente Ole Slater—. Estaba muy preocupado por la Tía Nora, Alice y Jim.

El dolor se volvió a reflejar en las facciones de la pobre Alice.

—Jim ha desaparecido, Ole.

Ole Slater escuchó la historia de lo ocurrido en Nueva jersey, comenzando por el siniestro tañido de la Campana Verde a través de la radio.

La Tía Nora agregó algunos detalles más acerca de la situación de Prosper City.

Doc la interrogó minuciosamente, pero poco pudo agregar a lo que ya había manifestado. Alice Cash era secretaria de Collison Mac Alter, propietario de unas hilaturas que eran el principal competidor de Tugg y Compañía, pero que entonces estaban cerradas como casi todos los negocios de la ciudad.

La Campana Verde, por alguna razón aún desconocida, mantenía todas las industrias de Prosper City paralizadas por medio del terror.

Hacía media hora que estaban hablando de la situación, cuando dos hombres entraron precipitadamente en la estancia.

Uno de ellos gritó, agitando un bastón negro que llevaba en la mano.

—¡Estás en un aprieto tremendo, Doc!

El bastón que agitaba este hombre tenía un aspecto completamente inocente, pero llevaba dentro una hoja del más fino acero de Damasco. El que lo llevaba era alto, delgado, de frente alta y vestía con gran elegancia.

Había alcanzado durante la Gran Guerra el grado de general y era el abogado más hábil que había salido de su universidad.

Su elegancia era tan notoria, que los sastres le seguían por la calle para ver sus trajes. Sus amigos le llamaban Ham de apodo.

—Te acusan de asesinato, Doc —explicó el segundo de los recién llegados.

Éste era un hombre tan alto y tan delgado, que sólo parecía tener piel y huesos. Llevaba unas gafas con el cristal izquierdo mucho más grueso que el derecho. El cristal izquierdo era en realidad un poderoso lente de aumento.

Su dueño había perdido el ojo izquierdo durante la guerra y puesto que necesitaba un lente de aumento en su profesión de geólogo y arqueólogo, lo llevaba en el lado izquierdo de sus gafas para tenerlo siempre a mano.

Se llamaba William Harper, y disfrutaba de una fama casi universal entre los de su profesión. Entre sus amigos, se le conocía por el sobrenombre de Johnny.

Con estos dos hombres estaba completo el grupo de los cinco extraordinarios ayudantes de Doc Savage. Cada uno de ellos tenía pocos iguales en su carrera y todos adoraban las aventuras, de las cuales disfrutaban en abundancia en compañía de su jefe.

Doc parecía buscar siempre los caminos más peligrosos.

Indudablemente lo más notable en aquella compañía de aventureros, era la capacidad de Doc, que sobrepasaba en sus profesiones respectivas a sus cinco amigos. Sabía en efecto más sobre electricidad que Tom, y ejercía la misma supremacía en química, geología, derecho e ingeniería.

—¿Quién dice que soy yo un asesino? —preguntó Doc.

—La policía de Nueva Jersey tiene una orden de detención contra ti —le informó Ham, quitando aún su bastón—. Tienen cinco testigos que dicen haberte visto arrojar a un hombre contra el tercer riel de un ferrocarril eléctrico para electrocutarle.

—Y traen consigo a los testigos para que le identifiquen —añadió Johnny—. Están a punto de llegar.

Ham asintió con vehemencia.

—No tardarán. Un agente de Nueva Jersey, sabiendo que yo me ocupo siempre del aspecto legal de nuestros contratiempos, me ha dicho lo que ocurría.

—¿Y a quién dicen que he asesinado? —preguntó Doc.

—A un individuo cuyo nombre no he oído en mi vida —repuso Ham—. Jim Cash.

Alice se hundió en un sillón, ocultó la cara entre las manos y comenzó a sollozar convulsivamente.

Monk, que estaba mirando por la ventana, dijo bruscamente:

—Mirad.

Doc se acercó a su lado.

Un automóvil, se había detenido a la puerta del edificio. De él se apearon nueve individuos. En el techo del vehículo se leían los símbolos de la policía de Nueva jersey.

—La policía con los testigos —murmuró Monk.