El Caragato hizo honor a su palabra y se avino a mantener una nueva entrevista con el gobernador en la que se mostró mucho más flexible en sus pretensiones, no tanto quizá por cumplir su deuda de juego, como por el hecho de haber tomado clara conciencia de que la situación se estaba volviendo insostenible y muchos de sus hombres comenzaban a inquietarse ante la posibilidad de que su rebeldía no tuviese en verdad otra salida que acabar en las fauces de los tiburones.
—Estoy dispuesto a regresar al «fuerte» y aceptar su autoridad, pero yo ocuparé el lugar del Guti y las decisiones importantes las tomaremos a medias.
—¿Qué consideras tú decisiones importantes? —quiso saber Don Diego de Arana.
—Aquéllas que se refieren al enfrentamiento a los salvajes y al reparto de tierras.
—Puedo autorizar el reparto de tierras —admitió el gobernador—. Pero lo que no puedo es garantizar que el virrey lo refrende a su regreso.
—Si nos entrega un título de propiedad, yo me ocuparé de hacerlo valer el día de mañana —señaló el asturiano ásperamente—. Les va a costar mucho trabajo echarnos cuando nos hayamos establecido, y no creo que el almirante esté dispuesto a provocar disturbios. ¿Qué hay de los salvajes?
—Esperan el momento oportuno para atacarnos.
—Pues ataquemos antes con todo lo que tenemos: bombardas, arcabuces, ballestas, espadas. ¡Lo que sea!
Si nos lanzamos sorpresivamente sobre ellos les invadirá tal pánico que correrán tres días.
—¿Con qué disculpa?
El timonel le observó desconcertado.
—¿A qué se refiere? —quiso saber—. ¿De qué clase de disculpa habla?
—De la que necesitamos para lanzarnos de pronto sobre alguien que se supone que es nuestro aliado. El virrey selló un pacto con el cacique Guacaraní, y mi obligación es respetarlo.
—¡Pamplinas!
—¿Cómo que pamplinas…? —se indignó el gobernador—. Recuerda que represento a Doña Isabel y Don Fernando, soberanos de una nación civilizada que no puede cometer la infamia de atacar a un pueblo amigo sin una razón muy poderosa.
—¡Pamplinas! —insistió tercamente el de Santoña—. Si Doña Isabel y Don Fernando no dudaron a la hora de mandar al matadero a un pueblo tan tradicionalmente amistoso como el judío, menos dudarían a la hora de meter en cintura a un puñado de salvajes que andan buscando camorra.
—Tal vez, pero yo no puedo aceptar semejante responsabilidad sin causa justificada.
—¿Y cuál sería esa causa justificada…? —se impacientó el otro—. ¿Qué nos ataquen en el momento y el lugar que ellos elijan…? ¡No! —negó convencido—. Eso sería un suicidio… Según El Guanche pronto serán más de dos mil y nos tendrán a su merced.
—¡Qué sabe ese animal!
—En este caso, más que nosotros, ya que es el que mejor se entiende con ellos. Si esperamos a que llegue Canoabó con el grueso de su gente, todo estará perdido. —Su tono cambió hasta el punto de hacerse casi suplicante—. ¡Compréndalo; Excelencia! Éste no es momento de consideraciones, sino de encarar los hechos, poner los cojones sobre la mesa, y salvar el pellejo.
—Necesito pensarlo.
—¡No tenemos tiempo!
—Es mucho lo que está en juego.
—¡La vida, Excelencia! Usted mismo lo dijo el otro día: la vida que es en realidad lo único que de verdad nos pertenece.
Don Diego de Arana, pobre estúpido al que continuaba viniendo grande cualquier cargo que se le otorgase y cualquier responsabilidad que se pusiera en sus manos, se mesó una y otra vez el poblado mostacho retorciéndose las puntas con gesto nervioso, para rogar al fin casi con un hilo de voz:
—¡Dame veinticuatro horas! —exclamó—. Regresa con tu gente al «fuerte», estudiemos un plan de defensa, y déjame un día para decidir si pasamos al ataque. ¡Sólo un día!
El Caragato le observó con gesto despectivo, concluyendo por encogerse de hombros con aire de fatalista resignación.
—¡De acuerdo! —dijo—. Un día. Ni una hora más.
De vuelta al campamento, ordenó a sus hombres que lo dispusieran todo para instalarse en el «fuerte», pero apartando a un lado al llamado Barbecho, el más fiel —y más bestia— de sus seguidores, comentó en voz baja:
—El memo del gobernador necesita una disculpa para plantarle cara a esos salvajes. ¡Dásela!
—¿Cómo?
—¿Sabes manejar un arco? —Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: Quítale uno a un indio y cárgate esta noche al Guti. —Hizo una corta pausa—. Y si no encuentras al Guti, cárgate al Guanche.
—¿Y si tampoco encuentro al Guanche?
—¡Cárgate a la madre que te parió, pero procura que no sea de los nuestros! ¿Está claro?
—Muy claro, aunque lo de mi madre va a resultar difícil porque se quedó en Carmona…
Cuando a la mañana siguiente el repostero real Pedro Gutiérrez apareció clavado contra un árbol con una larga flecha indígena atravesándole certeramente el corazón, Don Diego de Arana, que no dejaba de ser a todas luces un inepto, pero no por eso incapaz de razonar a veces, llegó a la conclusión de que la brutal agresión llegaba en un momento demasiado oportuno, pese a lo cual se abstuvo de hacer comentarios, agradeciendo en el fondo de su alma que alguien le brindara la ocasión de pasar al ataque eximiéndole de cualquier responsabilidad futura.
—Que venga el Guanche —fue todo lo que dijo, y cuando el pelirrojo se presentó ante él, ordenó escuetamente—: Entérate de cuándo llegará Canoabó.
Pero en el momento en que el pelirrojo le pidió a Sinalinga que le dijese cuanto sabía sobre los guerreros de Canoabó, la muchacha se limitó a replicar:
—Olvídate ahora de Canoabó. Viene «El Espíritu del Mal».
—¿Quién?
—«El Espíritu del Mal» que todo lo destruye… —tiró de él sin darle oportunidad de protestar—. ¡Ven! —insistió—. En la choza del bosque estaremos seguros.
Recorrieron aprisa el intrincado sendero, y Cienfuegos no pudo por menos que advertir que algo extraño ocurría, puesto que un pesado calor parecía haberse adueñado de la selva, y una quietud de muerte hacia que incluso las hojas de los árboles semejasen de piedra.
Los animales se habían esfumado de la faz de la tierra, las omnipresentes garzas habían abandonado las copas de los árboles, y no se escuchaba ni el trino de un ave, ni aun el continuo y excitado chillido de los loros.
—¿Pero qué diablos ocurre? —inquirió al advertir cómo la muchacha comenzaba a cerrar y apuntalar hasta la más mínima entrada a la cabaña—. ¿A qué viene tanto miedo?
—Pronto estará aquí —musitó ella como si temiera incluso alzar la voz—. Es «Hur-ha-cán», «El Espíritu del Mal».
—«Hur-ha-cán» —repitió el isleño desconcertado—. ¿Y eso qué es?
—Viento. «El Rey del Viento».
—¡Pero si todo está en calma!
—Porque los vientos pequeños huyen aterrorizados ante la presencia del que todo lo puede. ¡Ayúdame! —pidió—. Tenemos que bajar agua y comida.
Había alzado una especie de trampa hecha de troncos dejando a la vista una fosa de poco más de dos metros de lado por uno y medio de alto, y al advertir que se disponía a descender a ella, inquirió horrorizado.
—¿No pretenderás que nos metamos ahí?
—Si es necesario, sí. El viento es muy capaz de llevarse la choza.
—¡No puedo creerte!
Pero una hora después el canario tuvo que admitir, a su pesar, que sí podía creerlo.
Un viento como jamás soñó siquiera que existiese se había apoderado del mundo hasta tal punto que cabía imaginar que nada había más allá de las paredes que ese viento y su llanto, puesto que todo lo que no fuera él debía haber volado ya hasta las nubes, elevado por una fuerza irresistible que amenazaba con succionar hacia los cielos hasta las entrañas de la tierra.
El estruendo era tan grande que ni aun a gritos conseguían entenderse, y los gruesos muros de un barro espeso y duro se estremecían vibrando como la hoja de una espada al rebotar furiosamente contra una roca.
La sensación de impotencia ante tal derroche de poder resultaba tan angustiosa que no valía siquiera la pena esforzarse por mantener la calma y fingir un valor que las primeras ráfagas habían arrastrado ya muy lejos, y tan sólo gritar a pleno pulmón buscando romper la tensión de unos nervios que atenazaban el estómago, conseguía traer una cierta paz al espíritu por unos brevísimos instantes.
Durante todo un día y una noche la vida se hizo ruido.
Luego llegó una súbita y pegajosa calma hecha de un silencio aún más doloroso, y cuando el isleño pretendió averiguar si el peligro había pasado, Sinalinga le apretó la mano al tiempo que negaba firmemente.
—Ahora «El Espíritu del Mal» descansará para regresar con más furia. —Le tendió un cuenco que contenía un líquido espeso y dulzón—. ¡Toma! —pidió—. Te ayudará a soportarlo.
—¿Qué es?
—Jugo de caña con miel —musitó tras dudar unas décimas de segundo—. Te hará bien.
—No me apetece.
—Bebe aunque no te apetezca. Es tu primer Hur-hacán y no podrás soportarlo sin su ayuda.
Estuvo a punto de rechazarlo nuevamente presintiendo algún oculto peligro indefinible, pero ella le empujó la mano con firmeza obligándole a apurar hasta la última gota.
Cuando las nuevas ráfagas comenzaron a cantar su amenazante melodía sobre las copas de los árboles, experimentó una dulce sensación de bienestar y somnolencia que le obligó a buscar el cómodo refugio de la ancha hamaca.
Su cerebro se pobló de fantasmas.
La tensión acumulada durante las difíciles horas anteriores parecieron dar paso a un relajamiento total en el que se diría que su cuerpo se convertía en plomo, y por su mente cruzaron en loco tropel sueños y realidades; verdad y mentira; pasado y futuro; deseos y frustraciones en tan compleja amalgama, que podría llegar a creerse que emprendía un largo repaso a lo que había sido su corta vida, y una corta ojeada a lo que podría haber llegado a ser una larga existencia.
El rostro de Ingrid prevalecía sobre todos los otros rostros conocidos, pero se confundía a menudo con la pétrea personalidad de Sinalinga, la enrojecida cara de un recién nacido, los aguzados ojos de Luis de Torres, la aviesa expresión del Caragato, las horribles piernas de los caribes, y la bonachona socarronería de «maese» Benito de Toledo.
Luego se sumió en un pozo sin fondo y le asaltó la angustiosa sensación de que descendía en vida a una profunda tumba, oscura, húmeda y fría, en la que muy pronto se encontró rodeado por la presencia, casi palpable, de los muertos.
«El Espíritu del Mal» esparció por los aires la frágil estructura del mal llamado «Fuerte de la Natividad», cuyos endebles muros, malamente alzados aprovechando el tablazón y las cuadernas de la difunta Marigalante, no estaban en absoluto pensados para resistir la brutal furia destructora de unos vientos de los que ni tan siquiera los más experimentados marinos de Cantabria tenían la más leve noticia.
Ninguna feroz galerna de las que hundían las flotas o destrozaban los espigones de los puertos del Norte; ni tan siquiera aquella inigualable del invierno del ochenta y siete que se llevó por delante las vidas de los hermanos del Caragato, soportaba dignamente la más leve comparación con la demoníaca violencia incontrolable de aquel «Hur-ha-cán» tropical, que semejaba una zarpa gigantesca que disfrutara triturando al mundo entre sus aceradas garras dotadas de largas uñas invisibles.
Las cuevas en las que las gentes del Caragato habían tenido su refugio hasta el día anterior quedaron sumergidas bajo las aguas, y aquella otra, más protegida, en que se ocultaba la barca, se inundó hasta el punto de poner a flote la embarcación y zarandearla violentamente contra los muros de piedra amenazando con desmembrarla de un mal golpe.
Tres hombres murieron durante las dos primeras horas de tormenta, uno arrastrado al mar por una ola gigantesca, otro aplastado por un árbol, y el tercero, Quico el Mudo atravesado de parte a parte por una aguzada tabla que voló más de cincuenta metros para ir a rajarle las tripas con diabólica precisión, mientras los restantes españoles buscaban protección donde buenamente podían, acurrucándose entre las rocas, las raíces de las más altas ceibas, las chozas más sólidas e incluso las simples grietas del terreno.
La primera y corta sensación de calma, al pasar sobre ellos el ojo del huracán fue probablemente la causa de su definitiva perdición, ya que cuando dos días más tarde la auténtica paz llegó por fin, tardaron en reaccionar temiendo que se tratara de un nuevo descanso, y eso fue lo que permitió a los guerreros de Canoabó abandonar mucho antes sus escondites e irlos cazando uno por uno sin darles tiempo a tomar sus armas, reagruparse, y organizar seriamente la defensa.
Inermes, desconcertados aún por la terrible experiencia que acababan de sufrir, e incapaces muchos de ellos de recuperar ni tan siquiera el sentido de la orientación, se dejaron abatir sin ofrecer apenas resistencia, alanceados en los propios escondites, sorprendidos en mitad de la espesura cuando buscaban el camino de regreso, o a las mismas puertas del maltrecho «fuerte» al que pretendían llegar en busca de sus desperdigados compañeros.
Fue una masacre alevosa y carente de gloria, batalla sin victoria; guerra sin enemigo y triunfo sin vencido; un múltiple asesinato en el que tan sólo el asturiano Caragato, el brutal Barbecho, y Cándido Bermejo, el calafate, tuvieron una mínima oportunidad de defenderse, plantando cara en el centro del patio y espalda contra espalda, a un centenar de indígenas que acabaron por clavarles aún en vida contra el antaño altivo palo mayor de la Marigalante.
El feroz Canoabó eligió como trofeo la cabeza de su Excelencia el gobernador Diego de Arana, mientras sus hombres se conformaban con las ropas y las armas de los difuntos, o con los cascabeles, las cuentas de colores y los redondos espejos del almacén que el viento se había encargado previamente de desparramar hacia los cuatro puntos cardinales.
Cuando la alegre tropa se alejó por fin rumbo a sus montañas, nada quedó en lo que fuera en su día primera ciudad española del «Nuevo Mundo», más que destrucción, desgarrados cadáveres casi irreconocibles, y un denso olor a flores y savia fresca que jugaba a mezclarse con el del furioso mar y la caliente sangre que empapaba la tierra.
Poco a poco, los impresionados miembros de la pacífica tribu del cacique Guacaraní, amigo y aliado del virrey de las Indias, Almirante de la Mar Océana, Excelentísimo Señor Don Cristóbal Colón, comenzaron a regresar de sus madrigueras de tierra adentro, para contemplar, con aire idiotizado, lo poco que quedaba de los antaño semidioses extranjeros, señores del trueno y de la muerte.