Abrió los ojos y presintió una proximidad extraña.
Todo estaba a oscuras, fuera la noche no ofrecía más que el rumor de la lluvia que apagaba cualquier otro sonido y un denso olor a tierra mojada, que lo llenaba todo, pero que no bastaba para encubrir aquel otro olor a sudor agrio que se advertía muy cerca.
Tuvo miedo, pero se esforzó por dominarlo y fingió que aún dormía aunque permaneció con todos los sentidos alerta, hasta que al fin no le cupo duda alguna de que algo se movía en el más alejado de los rincones.
—¿Quién anda ahí? —dijo.
—Soy yo, señora. No se asuste —susurró una voz desconocida—. Bonifacio Cabrera.
—¿Quién?
—El cojo Bonifacio: el amigo de Cienfuegos.
Se irguió sin acordarse siquiera de cubrir su desnudez, y observó atentamente al muchacho que había avanzado hasta situarse a los pies de la cama.
—¿Y qué haces aquí? —inquirió—. Si te sorprende mi marido, te mata.
—Lo sé, pero Don Luis de Torres me pidió que le dijera que la espera a la entrada del bosque.
Tuvo la sensación de que el corazón pretendía escapársele del pecho.
—¡Don Luis de Torres! —exclamó—. ¡No es posible!
Zarpó esta mañana.
—Pues aún está aquí.
—¿Y qué es lo que quiere?
—No lo sé, tan sólo dijo que es muy urgente; que tiene que reunirse con él antes de que amanezca.
La vizcondesa de Teguise se puso en pie de un salto y abrió el armario buscando un vestido que ponerse, pero tan sólo en ese instante recordó que toda su ropa se encontraba desparramada por el jardín, juguete primero del viento y ahora del agua y el fango.
—¡Vámonos! —dijo a pesar de ello.
—¿Así? —se asombró el muchacho.
—Recogeré algo abajo. ¿Por dónde has entrado?
—Por el balcón, pero es peligroso.
—No te preocupes —señaló encaminándose hacia allí—. Si tú has sido capaz de subir, yo seré capaz de bajar.
Lo hizo pese a la oscuridad y la lluvia, agradeciendo que el capitán León de Luna hubiese tomado tanto cariño en sus dogos que les permitiese dormir en la habitación de la torre, y cuando puso al fin el pie en tierra comenzó a tantear a su alrededor buscando algo con que cubrirse, sin importarle que sus vestidos se hubiesen convertido en sucios guiñapos que rezumaban agua.
—¡Vamos! —insistió luego al pobre Bonifacio que renqueaba tembloroso—. Vamos. ¡Aprisa!
—¿Aprisa? —se sorprendió el otro—. A mí esta pierna ya no me la cura ni la Virgen de Covadonga. Bastante hago con llegar.
Saltaron el muro dejándose jirones de piel y ropa en las enredaderas, y anduvieron chapoteando por el enfangado sendero, cayendo, resoplando y volviéndose a levantar hasta alcanzar las lindes del bosque desde donde un chorreante Luis de Torres, que sostenía de la brida a dos inquietos caballos, hacía grandes aspavientos para que se apresuraran.
—¡Aquí! —chistó—. ¡Aquí!
—¡No corra tanto! —suplicó el renco—. Se me está acalambrando la pata sana…
Ella le tomó del brazo ayudándole a acelerar la marcha, al tiempo que el converso se aproximaba tirando de las cabalgaduras que se resistían a avanzar en la oscuridad.
Cuando al fin se reunieron, la alemana inquirió de inmediato:
—¿Qué significa esto, Don Luis? Os imaginaba en alta mar.
—Prometí ayudaros y cumplo mi promesa. Una chalana nos espera al sur de la isla.
—¿Para ir adónde? —se sorprendió ella—. No pretenderéis alcanzar la flota en mar abierto. Sería una locura.
—No, desde luego. En mar abierto no. Pero a última hora el almirante decidió hacer una corta escala en El Hierro, y le pedí a «maese» Juan de la Cosa que me desembarcara cerca de la costa. ¿Aún estáis dispuesta a venir?
—¡Desde luego!
—En marcha entonces. La escuadra tiene previsto zarpar al anochecer. Disponemos por tanto de menos de veinticuatro horas para encontrar la barca y llegar hasta El Hierro.
La ayudó a montar en la primera de las bestias y trepó luego ágilmente a la segunda, al tiempo que el cojo Bonifacio se aferraba fuertemente a sus botas.
—¡Señor! —sollozó el muchacho—. No me abandone aquí, señor. Estoy muy cansado y tengo miedo.
—¡Está bien! —admitió el intérprete real tendiéndole la mano para que se acomodara tras él—. Te dejaré cerca del pueblo.
Se alejaron todo lo aprisa que les permitían la oscuridad, los árboles y el fango, y cuando al fin desembocaron en un sendero ancho y despejado, a la vista ya de las primeras casas, el converso detuvo su montura y extrajo de la bolsa dos pesadas monedas.
—¡Toma! —señaló ofreciéndoselas—. Lo que te prometí.
—Preferiría que no me pagara de ese modo, señor —fue la sincera respuesta del muchacho—. ¡Llévenme con ustedes!
—¿Adónde?
—Adonde está Cienfuegos: al Cipango.
—¿Te has vuelto loco?
—No más que ustedes. Aquí nunca seré más que un pobre cojo hambriento. Tal vez en ese «Nuevo Mundo» consiga comprarme algún día un buen caballo.
—En ese «Nuevo Mundo» no hay caballos.
—Los habrá —replicó el muchacho convencido, y luego extendió la mano hacia la vizcondesa—. ¡Por favor, señora! —pidió—. Seré un buen criado.
Ingrid Grass se volvió entre interrogativa y suplicante a Luis de Torres, que concluyó por encogerse de hombros.
—¡Qué diablos! —exclamó—. Allí lo que hace falta es gente, aunque sea coja. ¡Andando!