XVIII

A medianoche robaron una bombarda.

El descubrimiento de que alguien podía deslizarse en el interior del «fuerte» y cargar con tan pesado armatoste incluidas cureña, pólvora y municiones, no sólo hizo montar en cólera al gobernador, sino que le obligó a tomar conciencia una vez más de la evidente debilidad de su posición, y de que, llegado el momento, apenas podría oponer resistencia a sus enemigos, cualesquiera que éstos fuesen.

Su primera intención fue armar a sus hombres y encaminarse directamente al campamento de los rebeldes exigiendo la inmediata devolución del arma, pero Pedro Gutiérrez le hizo notar que, probablemente, el Caragato le recibiría a cañonazos.

—¿Qué propones entonces?

—Negociar —fue la convencida respuesta—. A estas alturas la única opción que nos queda es negociar. O presentamos un frente unido, o dentro de una semana estaremos todos muertos.

—¿Me estás pidiendo que ceda el mando? —se asombró Don Diego de Arana—. ¿Precisamente tú?

—Cuando regrese el almirante habrá llegado el momento de recuperarlo —replicó astutamente el otro—. Y si no regresa, poco importará quién gobierne sobre un montón de cadáveres.

—Lo pensaré.

—No le queda mucho tiempo para pensar.

La respuesta fue agria y sin opción a la respuesta.

—¡He dicho que lo pensaré y basta!

El repostero real, envejecido en pocos días y perdida toda su estúpida arrogancia ante la cada vez más notoria evidencia de un catastrófico final, se encaminó cabizbajo a la cabaña de «maese» Benito de Toledo, en la que se dejó caer sobre un banco visiblemente abatido.

—Morir por un ideal es una cosa; morir porque no queda más remedio, otra distinta, pero morir por culpa de la estupidez ajena se me antoja de imbéciles.

—Pues sí que has tardado en darte cuenta… —le hizo notar el maestro armero—. Tú siempre has sido de los que con más apasionamiento defendías al gobernador.

—Y aún lo defiendo —admitió el otro sin dejar de contemplarse las destrozadas botas por cuyas puntas le asomaban los dedos—. Sigue siendo la única autoridad legalmente establecida, pero no soy tan lerdo como para no darme cuenta de que en estos momentos el Caragato se ha hecho con el poder.

—¿Y tú prefieres el poder a la autoridad?

—Supongo que ése es un dilema que a menudo se le presenta al ser humano. ¿O no? —Se volvió a Cienfuegos que acuclillado en un rincón de la estancia se limitaba a escuchar en silencio fumando uno de aquellos gruesos cigarros de los que ya parecía incapaz de prescindir—. ¿Te queda alguno? —quiso saber.

El muchacho asintió alargándole el pequeño cesto de mimbre en que Sinalinga acostumbraba guardárselos bien envueltos en hojas de plátano, e inquirió a su vez.

—¿Piensa unirse al Caragato?

—¡No! —fue la firme respuesta—. Eso nunca; me mantendré junto al gobernador pase lo que pase, pero creo que debe ser él quien salve la situación. —Alzó el demacrado rostro hacia «maese» Benito y casi imploró abiertamente—. ¿Por qué no intenta convencer al Caragato para que lleguen a algún tipo de acuerdo aceptable por ambas partes?

—Porque ya lo he intentado y no escucha. Está convencido de que lleva las de ganar.

—¿Ganar qué? ¿Qué ganancia hay en la muerte de treinta hombres?

Fue la incontestable lógica de aquella pregunta, lo que impulsó al joven isleño a encaminar aquella misma tarde sus pasos hacia las cuevas de los rebeldes, para enfrentarse al timonel asturiano que se encontraba enfrascado en una animada partida de naipes.

—¡Hombre! —exclamó el Caragato con gesto exageradamente alborozado—. ¡Mira quién está aquí: el hijo pródigo! ¿Vienes a unirte a nosotros?

—No —replicó el pelirrojo suavemente tomando asiento sobre una roca—. Sabes bien que no me presto a esas cosas. Pero me gustaría intentar hacerte comprender que por este camino pronto estaremos todos en las tripas de los tiburones. Eso es lo que he oído que piensan hacer con nosotros: arrojarnos desde lo alto de la roca y ver cómo nos destrozan a dentelladas.

—¿Quién? —rio el de Santoña—. ¿Los salvajes? ¡Vamos Guanche, no seas estúpido! En cuanto me líe a cañonazos pierden el culo montaña arriba.

—¿Estás seguro? —replicó el gomero dirigiéndose más a los presentes que a su interlocutor—. ¿Tienes idea de cuántos guerreros están a punto de llegar? Yo te lo diré: dos mil. ¡El mismísimo Canoabó viene hacia aquí con dos mil hombres armados de arcos, flechas, lanzas y mazas de piedra! ¿Crees de verdad que podrás matarlos a todos?

—¡Eso es ridículo! —protestó el Caragato aunque resultaba evidente que la cifra le había impresionado, e impresionaba sobre todo a la mayoría de sus hombres que habían cambiado súbitamente de color—. ¿De dónde has sacado esa cifra?

—De Sinalinga.

—Ningún salvaje sabe contar más de diez.

—Si quieres, ven y te enseñaré cuántas veces ha impreso las manos en el suelo para darme a entender el número de guerreros de Canoabó…

El timonel paseó la mirada por los atribulados rostros de sus hombres y por último concluyó por encogerse de hombros.

—En ese caso acabarán con nosotros tanto si estamos juntos como si continuamos divididos. —Hizo una significativa pausa—. Y personalmente prefiero morir como hombre libre que como miserable esclavo de un imbécil. ¿O no?

La tibia respuesta de sus secuaces no fue todo lo unánime que hubiera deseado, lo que le obligó a fruncir levemente el ceño.

—¡Bien! —admitió—. Supongamos que tienes razón: dos mil indios son demasiados indios incluso para nosotros, y tendríamos más posibilidades de derrotarlos si nos agrupáramos. ¿Qué propone el inútil de Don Diego?

—Supongo que eso deberías discutirlo con él.

—¡Yo no pierdo tiempo con imbéciles!

—¡Por favor!

—¡He dicho que no! —fue la seca respuesta—. Ve y dile que ya conoce mis condiciones: si me cede el mando le garantizo que mañana mismo esos salvajes se estarán arrepintiendo de haber nacido. —Se cruzó los dedos besándoselos sonoramente según su costumbre—. ¡Por éstas!

—Tú sabes bien que no puede aceptarlo. —El isleño hizo una pausa—. ¿Y qué ocurriría cuando regresara el almirante? Lo más probable es que te colgara del palo mayor.

—Tú preocúpate de tu gañote, Guanche, que yo me preocuparé del mío. —El Caragato sonrió divertido y lanzó los naipes sobre la tosca mesa ante la que se encontraba sentado—. Te propongo un trato —dijo—. Nos lo jugamos a las cartas: si ganas, acepto volver a entrevistarme con ese cretino e intentar ser razonable… Si gano yo, me vendes tu alma; es decir; te unes a mí y no discutes mis órdenes. ¿Vale?

—Eso es jugar con ventaja: sabes que siempre pierdo.

—¡Por eso mismo lo hago, no te jode! ¡A ver si te has creído que soy tonto! —Barajó ostensiblemente y le guiñó un ojo a sus hombres que parecieron volver a animarse—. ¡Venga! No seas cagueta…: algún día tiene que cambiar tu suerte.

—Dudo que hoy sea ese día… ¿Y quién me garantiza que cumplirás tu trato? Jamás has sido razonable en nada.

—¿Y quién me garantiza a mí que te quedarás si pierdes? Nuestra palabra de hombres de honor, es lo único que nos queda en este puto rincón del mundo. —Sonrió ampliamente—. Yo acepto la tuya. ¿Por qué no puedes tú aceptar la mía? —Desparramó la baraja sobre el tablero y le invitó con un gesto—. ¿A la carta mayor?

El isleño dudó de nuevo pero no cabía duda de que el juego continuaba ejerciendo sobre él una invencible fascinación, y la posibilidad de conseguir un acercamiento entre dos grupos tan abiertamente enfrentados, le tentaba. Observó uno por uno a los hombres que le observaban a su vez, la mayor parte de ellos sonriendo burlonamente, y al fin asintió con un gesto:

—¡De acuerdo! —dijo—. ¡A la carta mayor! ¿Quién levanta primero?

—¿Por qué no los dos al mismo tiempo?

—¿Por qué no…?

Lo hicieron y las cartas cayeron a la par sobre la mesa mientras cantaban el punto al unísono:

—¡Dama!

—¡Diez!