Alcanzó la cima del acantilado cuando la embarcación no era más que un punto en la distancia, e inició un trote rítmico y sostenido que sabía por experiencia que conseguiría resistir durante horas, buscando cortar camino atravesando las montañas, consciente de que manteniendo siempre el mar a su derecha acabaría por alcanzar el «fuerte» y la bahía.
Durmió únicamente durante las primeras horas de la noche, a la espera de la ancha luna que iluminaba fantasmagóricamente el desconocido paisaje, limitándose a aplacar la sed en los continuos riachuelos que se cruzaban en su camino y sin perder tiempo en comer porque con el estómago vacío corría más a gusto.
Dosificó sus fuerzas.
Su primera intención fue lanzarse a una carrera desenfrenada, impulsado en gran parte por el miedo y el odio, pero tomó conciencia de la magnitud de la distancia que le separaba de su destino y se impuso un rígido ritmo de zancada, con cortos descansos de no más de diez minutos cada hora.
Tenía catorce años, sus piernas parecían de acero y su corazón latía como una auténtica máquina perfectamente engrasada.
Al amanecer distinguió el mar desde la cima de una alta montaña, y cuando se lanzó ladera abajo podría creerse que le habían crecido alas o le habían dotado de resortes que le permitían brincar cuando apenas había rozado el suelo con los pies.
A media mañana desembocó de improviso en mitad de una aldea que se alzaba en el ancho recodo de un riachuelo, y cuyos atónitos habitantes le observaron como si en verdad fuera un extraterrestre caído de los cielos.
Señaló con el brazo aguas abajo.
—¡Caribes! —gritó—. ¡Caribes! ¡Vienen los caníbales!
Se apoderó de tres mangos del montón que se apilaba bajo un burdo techado, y reemprendió la marcha como una auténtica aparición de otra galaxia mientras los aterrorizados indígenas gritaban desaforadamente, las mujeres tomaban en brazos a sus hijos, y todos juntos se esfumaban en un santiamén internándose en la espesura en dirección a las montañas.
Esa noche, minutos antes de quedarse al fin dormido, el canario no pudo menos que sonreír al imaginar lo que estarían comentando en aquellos momentos unos desconcertados haitianos que de improviso veían irrumpir en su poblado a un hombre perteneciente a una raza de la que probablemente jamás habían tenido la más mínima noticia, para avisarles de la proximidad del peor de los peligros existentes y perderse de nuevo colina arriba como si se tratara de una absurda pesadilla.
Su recuerdo perduraría sin duda en los anales de la tribu, marcando un hito en su historia, que se dividiría a partir de aquel momento en «Antes de la aparición del Angel Vestido» y «Después de la aparición del Angel Vestido».
Durmió tres horas, y como si un reloj interior le marcara los tiempos, apenas la luna asomó su lívido rostro sobre las copas de los más altos árboles, abrió los ojos, se puso en pie de un salto y reanudó la marcha tan fresco y animoso como si llevara toda una semana descansando.
Con el sol cayendo vertical sobre su cabeza, atravesó jadeante la ancha puerta del «fuerte» y se derrumbó junto al que fuera en su tiempo palo mayor de la Marigalante.
—¡Caníbales! —susurró a quienes acudían a agolparse en torno suyo—. ¡Vienen los caribes!
Y necesitó por lo menos diez minutos para recuperar el aliento, permitir que le llevaran en volandas hasta la mayor de las cabañas y contar a grandes rasgos el desastroso final de su aventura.
—¡Dios misericordioso! —acertó a musitar al fin Don Diego de Arana—. ¡Pobres criaturas! —Se volvió a Pedro Gutiérrez—. Reparta las armas y apreste las bombardas —ordenó—. Que tres vigías se suban a los árboles. ¡Y avisa a Guacaraní!
Frente a la evidencia del peligro los españoles parecieron comprender que resultaba imprescindible aceptar un liderazgo por discutible que éste fuese, se olvidaron momentáneamente las rencillas, y hasta el último hombre empuñó las armas, dispuestos a vengar con sangre el espantoso suplicio de sus dos compañeros.
Por su parte, y apenas tuvieron conocimiento de que una partida de caribes rondaba por las proximidades, los nativos optaron por la expeditiva solución de poner tierra por medio huyendo montaña arriba, con la única y honrosa excepción de Sinalinga que acudió de inmediato junto a Cienfuegos dispuesta a consolarle, aunque lo único que el canario necesitaba en aquellos momentos era descanso.
Cayó la noche, las tinieblas contribuyeron a aumentar la inquietud de unos hombres a los que el relato del atroz destino de Dámaso Alcalde y Mesías el Negro había espantado, y resultó por tanto lógico que nadie fuera capaz de pegar un ojo o permitirse una simple cabezada, abrazados a sus armas y con los sentidos atentos a la más mínima señal de peligro.
Morir, era una cosa; acabar devorado otra muy distinta, y pocas veces se debió agradecer tanto la aparición del sol en el horizonte como la agradecieron aquella tranquila y luminosa mañana de mediados de junio un puñado de españoles abandonados en una lejana tierra desconocida de allende el océano.
Una hora después, el gaviero, que había trepado al más alto de los árboles, gritó desaforadamente:
—¡Allí están! ¡Los veo! ¡Los veo!
Allí estaban, en efecto, y pronto todos pudieron distinguirlos remando acompasadamente no lejos de la costa, hasta que de improviso parecieron descubrir la cochambrosa silueta de la frágil empalizada y cesaron al instante de bogar evidentemente desconcertados por tan insólita construcción.
—¡Que nadie se deje ver! —ordenó Don Diego de Arana—. Si descubren que somos más que ellos nos atacarán de frente y corremos el riesgo de tenerlos siempre merodeando por los alrededores.
Los salvajes se aproximaron lo suficiente como para estudiar una edificación que les resultaba totalmente extraña, y fondearon la embarcación casi en el centro de la ensenada, decididos al parecer a aguardar pacientemente la llegada de las sombras.
—No me gusta —refunfuñó malhumorado Benito de Toledo.
—A mí tampoco —admitió Cienfuegos—. Si tenemos que pasar otra noche en vela nos cogerán cansados.
—¡Salgamos a hacerles frente! —aventuró el siempre agresivo Caragato—. Tenemos una barca.
—Capaz para cuatro remeros y dos tripulantes —le recordó despectivo el gobernador—. Pesada, que hace agua y difícil de maniobrar. ¡No quiero suicidios!
—Usaremos los arcabuces.
—Armas viejas que de cada tres disparos fallan dos —negó Don Diego decidido—. Nos quedaremos aquí. Es una orden.
Para la mayoría de los hombres que atisbaban por entre las junturas de las viejas tablas de la Marigalante, la sola idea de tener allí, tan cerca, a las bestias que habían sido capaces de asesinar y devorar a dos de sus amigos, y que además parecían dispuestas a hacer lo mismo con cuantos cayeran en sus manos, sin poder castigarles, constituían en verdad un auténtico suplicio, y más de uno fue de la opinión de que lo mejor que podían hacer era nadar hasta la embarcación para intentar volcarla.
—¡Excelente idea! —masculló irónicamente el maestro armero—. En ese caso los que se darían un banquete serían los tiburones. Aunque sea por una sola vez, el gobernador tiene razón: hay que esperar.
—¡Hundámoslos! —exclamó el Caragato.
—¿Cómo?
—Con las bombardas.
—¿A esta distancia? —se asombró el toledano—. Soy armero, y entiendo más que tú de estas cosas. Haría falta un milagro para rozar siquiera a una embarcación tan baja de borda desde aquí. Lo único que conseguiríamos es que escaparan.
—¡Algo es algo! Me ponen nervioso.
—¡No! —intervino decidido el canario—. Hay que evitar que huyan. Tienen que pagar por lo que han hecho.
—¿Cómo?
—¡Acabando con ellos! —La indignación hacía que Cienfuegos pareciese otro—. Si hubieses visto con cuánta crueldad asesinaron a esos pobres chicos, y cómo les comían el corazón metiéndoles las manos en el pecho mientras aún palpitaba, ni siquiera se te pasaría por la mente la idea de que pudieran escapar. ¡Hay que machacarlos, destrozarlos y aniquilarlos! Lo que sea, pero que no queden impunes.
—¿Pero cómo? —se impacientó el toledano—. Te repito que están demasiado lejos.
—¿Cuánto necesitaríamos que se aproximasen?
—Por lo menos hasta donde comienzan los arrecifes, y aun en ese caso tan sólo Lucas Lo-malo tendría alguna posibilidad de acertarles.
—¡Lucas está proscrito! —se apresuró a intervenir Pedro Gutiérrez que se encontraba a cinco o seis pasos de distancia—. Como se le ocurra aparecer por aquí lo mando ahorcar.
—Habría que ver quién resultaba ahorcado… —fue la seca respuesta del Caragato—. Si hay modo de conseguir que esos hijos de puta se acerquen, haré venir a Lucas y quien se atreva a ponerle la mano encima es hombre muerto. —Cruzó los pulgares y se los besó con fuerza—. ¡Por éstas!
El repostero real hizo ademán de desenvainar su espada, pero un amenazante rumor que se extendió entre la marinería le obligó a reflexionar dejando la mano apenas apoyada sobre el puño del arma, al tiempo que Don Diego de Arana se apresuraba a intervenir conciliador.
—¡Haya paz! —rogó—. No es momento de disputas, sino de olvidar viejas rencillas. Por mi parte, estoy de acuerdo: si conseguimos que esos salvajes se aproximen, perdonaré a Lucas e intentaremos hundirlos.
—Sólo hay un medio de que se acerquen —señaló el gomero—. Ponerles un cebo.
—¿Qué clase de cebo?
—Yo.
—¿Tú? —se asombró el maestro armero—. ¿Te has vuelto loco?
—A punto estuve el otro día, pero aún estoy en mi sano juicio. —Señaló hacia fuera—. Esas bestias me conocen: saben que maté a uno de los suyos y que otro se estrelló al querer atraparme. —Hizo una pausa—. Si un par de hombres me conducen a la playa y me dejan atado allí, esos animales pensarán que me estáis sacrificando a cambio de que os dejen en paz. Me juego la cabeza a que no resistirán la tentación de venir a por mí.
—Parece una buena idea —admitió el Caragato.
—Lo es —insistió el canario.
—Correrás demasiado peligro —se inquietó el toledano—. No me gusta. No me gusta nada.
—No corro ningún peligro —negó Cienfuegos—. Si se acercan más de la cuenta puedes jurar que perderé el culo corriendo hacia aquí. —Se volvió al gobernador—. ¿Qué opina, Excelencia?
Don Diego reflexionó unos instantes y al fin asintió con un leve ademán de cabeza.
—¡De acuerdo! —admitió—. Cualquier cosa es mejor que continuar con esta incertidumbre. Que venga Lucas.
—¿Le concede oficialmente el perdón real? —quiso asegurarse el asturiano.
—Concedido.
—¿Empeña su palabra de honor?
—¡Ya basta, timonel! —se impacientó el otro—. He dicho que está perdonado y lo está. ¡Que venga! ¡Rápido!
El Caragato hizo un leve gesto a uno de sus fieles que echó a correr hacia la espesura para regresar a los pocos minutos en compañía del artillero que se hizo cargo al primer golpe de vista de la difícil situación.
—Tiene razón «maese» Benito —admitió—. No conseguiré acertarles si no cruzan los arrecifes, y aún así los dos primeros disparos tan sólo me servirán de guía. Tendríamos que recargar a toda prisa, antes de que escapasen. —Se volvió al maestro armero—. Tú te encargarás del cañón derecho, yo del izquierdo y que Dios nos dé suerte.
Cinco minutos después, entre el Caragato y el viejo Virutas condujeron a un Cienfuegos supuestamente maniatado y que se defendía dando gritos, patadas y mordiscos, hasta la orilla del agua, donde lo depositaron sobre la arena bien a la vista de los ocupantes de la embarcación para regresar a toda prisa a la empalizada y desaparecer como si realmente se encontraran presos de un miedo cerval.
El canario cumplió a la perfección su papel de víctima, puesto que no cesó de revolcarse intentando al parecer liberarse de sus ataduras, a la par que lanzaba aullidos de terror, llorando y suplicando a los invisibles ocupantes del «fuerte» para que no le sacrificaran de aquel modo.
—¡Buen actor! —admitió el Caragato—. Incluso a mí me está poniendo la carne de gallina.
Sin embargo los caribes no parecieron mostrarse tan impresionables, ya que permanecían inmóviles observando a su víctima, aunque atentos también a cuanto ocurría a su alrededor, como si presintieran una indefinible amenaza.
Una vez más dieron muestras de su infinita paciencia de cazadores natos, ya que tardaron casi media hora en comenzar a moverse, y lo hicieron con total parsimonia, palada a palada, aproximándose a la orilla con tan desesperante lentitud, que más de uno a punto estuvo de sufrir un ataque de nervios en el interior del «fuerte».
Eran como felinos al acecho o tal vez una inmensa anaconda que reptara a ras del agua, con cada sentido y cada músculo listo para emprender la huida a la menor señal de peligro, mientras que al propio tiempo parecían relamerse ante la posibilidad de apoderarse de tan apetitosa presa.
Tumbado cuan largo era junto a las bombardas, Lucas Lo-malo no cesaba de hacer cálculos moviendo apenas las cureñas sin permitirse siquiera el gesto de enjugarse el sudor que le corría por la frente.
—¡Vamos, hijos de puta! —mascullaba nervioso—. ¡Acercaos!
Cienfuegos fingió haberse desmayado o haber perdido hasta el último hálito de fuerza, pero con un ojo entreabierto y el otro cerrado prometió firmemente que, si conseguían su objetivo, aceptaría que el primer cura que se cruzase en su camino le bautizase otorgándole un nombre cristiano.
—¡Mesías! —murmuró seriamente—. Te juro, Señor, que si me permites castigar a esos salvajes, adoptaré el nombre de Mesías en memoria del «Negro». ¡Por favor!
¡Por favor!
Diez metros, veinte, cincuenta y al fin los caribes bordearon los escollos y enfilaron directamente hacia el pelirrojo que contuvo el aliento y a punto estuvo de gritar de alegría.
Lucas Lo-malo aferró con fuerza la mecha encendida.
Una docena de hombres rezaron en silencio.
El caníbal de proa alzó el brazo y detuvo la marcha; olfateaba el peligro.
Tres de sus guerreros se deslizaron al agua y comenzaron a nadar muy despacio hacia Cienfuegos, al que el corazón le dio un gran vuelco.
—¡Dispara! —ordenó el gobernador a Lucas Lo-malo.
—Demasiado lejos —se resistió el artillero.
—¡Dispara he dicho!
—¡Espere!
Los salvajes no eran buenos nadadores, avanzaban despacio y fatigosamente, y el jefezuelo pareció comprender que no llegarían nunca, por lo que haciendo un brusco gesto ordenó a los remeros que se adelantaran unos metros.
—¿Listo para recargar? —inquirió Lucas.
—¡Listo! —replicó el toledano.
—¡Fuego entonces, coño!
Las explosiones, casi simultáneas, atronaron el mundo, las pesadas bolas de piedra trazaron un arco en el cielo emitiendo un sonoro silbido, y la primera destrozó casualmente a uno de los nadadores, mientras la otra levantaba una columna de agua a espaldas del último remero.
Estupefactos y aterrorizados, los caníbales tardaron unos instantes en reaccionar al tiempo que perdían ligeramente el equilibrio a causa de los esfuerzos que hacían los dos hombres que quedaban en el agua por trepar a bordo, y ello permitió que las bombardas se encontraran a punto de disparar nuevamente en el momento mismo en que la larga embarcación comenzó a girar trazando un amplio círculo.
Lucas Lo-malo hizo en esta ocasión honor a su fama, puesto que si bien erró el tercer disparo por cuestión de centímetros, el cuarto acertó de lleno en el costado izquierdo de la oscura embarcación, que pareció dar un brusco salto en el aire, se quebró como una rama reseca y giró de inmediato sobre sí misma arrojando al agua a sus ocupantes.
El canario Cienfuegos se puso en pie de un salto aullando como un poseso, y la totalidad de los españoles surgieron en tropel de la empalizada empuñando sus armas.
Fue un brutal espectáculo.
Brutal, dantesco y escalofriante, pero en cierto modo hermoso a los ojos del gomero, que gritó entusiasmado cuando advirtió cómo los tiburones acudían en bandada al olor de la sangre atacando con saña a los desesperados caribes que trataban de alcanzar una orilla en la que les aguardaban unos españoles armados de afiladísimas espadas que les cercenaban de un solo tajo la cabeza en cuanto se ponían a su alcance.
—¡No los matéis a todos! —gritaba una y otra vez el gobernador sin cesar por ello de repartir mandobles—. ¡No los matéis a todos! Necesito interrogarles.
Nadie parecía escucharle.
Las aguas de la bahía se tiñeron de rojo sin que ni una sola de aquellas alimañas de apariencia humana lanzara un grito o solicitara clemencia, como si tuvieran perfectamente asumido el hecho de que, al igual que mataban sin piedad, corrían el peligro de morir de la más cruel manera.
Se salvaron cuatro que quedaron tendidos en la arena con las manos atadas a la espalda, y allí permanecieron hasta que dos horas más tarde los haitianos aceptaron descender de las colinas y formar un círculo a su alrededor sin atreverse ni siquiera a escupirles.
Su miedo a aquellos míticos caribes de dilatadas piernas que durante generaciones les habían perseguido y devorado era tan grande, que ni aun sabiéndoles inermes y vencidos osaban aproximarse a menos de tres metros de distancia, y bastaba con que uno de ellos alzara de improviso la cabeza y les mostrara los amarillos dientes lanzando un feroz rugido, para que retrocedieran al unísono como si estuvieran convencidos de que les saltarían al cuello inesperadamente.
Los esfuerzos del gobernador por obtener algún tipo de información sobre su lugar de procedencia, y si existía o no oro en sus tierras resultó completamente inútil, puesto que no abrieron la boca más que para gruñir, y podría llegar a creerse que en realidad no se trataba más que de animales de injusta apariencia humana que ni siquiera tuvieran uso de razón o posibilidad alguna de comunicarse entre sí.
—¡Está bien! —se resignó al fin Don Diego de Arana—. No vamos a sacar nada en limpio. ¡Acabad con ellos!
En esta ocasión la escena se le antojó cruel incluso al propio Cienfuegos cuya sed de venganza parecía haberse saciado, y que asistió incómodo y desasosegado al espectáculo, porque una cosa era la lucha y la muerte, y otra el sadismo.
Entre Pedro Gutiérrez, el Caragato y cinco hombres más condujeron a los prisioneros a lo alto de una roca, y desde allí los fueron empujando al mar uno por uno para sentarse a observar cómo los tiburones los despedazaban en cuestión de minutos.
A cada muerte los haitianos lanzaban un sonoro grito de entusiasmo, pero al canario continuó impresionándole el hecho de que hasta el último de los caribes afrontara su espantoso final sin siquiera un lamento.
Realmente, había algo en ellos de inhumano.