Llovía mansamente.
Llovía en silencio, como sin ganas, pero eran ya tantos los días que aquel agua cálida y quieta se dejaba caer aburridamente sobre la selva y la montaña, que incluso el aire parecía haber sido sustituido por un espeso velo de humedad gris y plomiza que homogeneizaba los contornos como en una vieja acuarela emborronada por los años.
La tierra, oscura masa de lodo y anchas hojas putrefactas, se había transformado en una pasta viscosa y maloliente en la que se hundían los pies o resbalaban como en un millón de cáscaras de plátano, y trepar por las empinadas laderas en busca de una cumbre que jugaba a ocultarse más allá de las nubes se convirtió muy pronto en un martirio incluso para alguien tan acostumbrado a la montaña como él propio Cienfuegos.
A menudo, ascender treinta metros traía de inmediato perder pie, aferrarse a una rama que se quebraba con un seco chasquido y deslizarse otros cien pendiente abajo en un loco tobogán a riesgo de estamparse los sesos contra un árbol, y tan sólo jadeos y reniegos se escuchaban porque incluso el aliento para emitir una palabra se hacía imprescindible atesorarlo avaramente con el fin de utilizarlo en dar un nuevo paso o en izarse a pulso agarrándose a un tronco.
Aquél constituía quizás el primer auténtico enfrentamiento de un europeo con la húmeda selva tropical del nuevo continente, mucho más densa, poblada e impenetrable que todas las selvas africanas que hubiera conocido anteriormente, porque allí, en la interminable cadena de montañas de Haití o La Española, como su Excelencia el almirante Don Cristóbal Colón la había bautizado, los árboles y la maleza crecían apiñados en eterna y feroz disputa por un pedazo de tierra en el que hundir sus raíces o un rayo de sol del que obtener la vida, sin ofrecer a veces ni siquiera un resquicio por el que un hombre medianamente corpulento pudiera introducirse.
Enlodados hasta las mismas cejas, arañados, pringosos, hambrientos y agotados, los tres muchachos no encontraban ni siquiera un repecho en el que detenerse a tomar un bocado y reponer fuerzas, porque podría creerse que aquellas montañas no estaban hechas, como todas las otras montañas de este mundo, de roca y piedras cubiertas de un manto de tierra y vegetación, sino que constituían tan sólo ingentes aglomeraciones de barro eternamente reblandecido y al que incluso las raíces se veían obligadas a aferrarse con la misma desesperación con que lo hacían los hombres.
Todo un largo día emplearon en coronar una cima barrida por una tibia brisa que llegaba del Oeste, para extender al fin la mirada por una interminable y ondulada extensión de elevaciones de un verde intenso que parecían ir a perderse, muy a lo lejos, en un oscuro picacho que al gomero se le antojó casi tan alto como el mismísimo Teide que tantas veces había contemplado desde las vertientes de su isla.
—¡Mierda! —exclamó.
Tomó asiento, luchó con la yesca hasta conseguir encender un grueso tabaco de los que la eficiente Sinalinga le había preparado una abundante provisión, y lanzó por último una burlona mirada a sus sucios compañeros, cuyos cansados ojos eran lo único que destacaba de la masa terrosa en que parecían haberse convertido.
—¡Mierda! —repitió Mesías el Negro, cuyo auténtico color resultaba ahora absolutamente indefinible—. ¡Jamás imaginé que pudiera existir un lugar semejante! Estoy de fango hasta los huevos.
—Pues tenemos para rato —señaló el canario indicando con un gesto el paisaje que se extendía bajo ellos—. ¡Selva, selva y selva! Barro, barro y barro…; montes y montes. —Lanzó un grueso chorro de humo y añadió escéptico—: El que pretenda establecerse aquí, debe estar loco.
—Todo el que se apuntó a esta absurda empresa de cruzar el océano lo estaba ya de antes —sentenció Dámaso Alcalde—. Y aún me pregunto por qué demonios lo hicimos.
—Por hambre.
Se volvió a su inseparable compañero, amigo al parecer desde la infancia, y asintió convencido.
—Por hambre, sí, pero al menos en Moguer teníamos la posibilidad de robar de tanto en tanto una gallina… Aquí, ni eso…: no hay gallinas.
—Los tiempos cambiarán —señaló el Negro seguro de sí mismo—. Encontraremos oro. —Hizo una corta pausa—. O la «Fuente de la Eterna Juventud» que está por aquí cerca… Un indio me contó que tierra adentro se encuentran tribus donde no existen ancianos.
—Será porque se los han comido —sentenció Cienfuegos a quien el humo del tabaco comenzaba a reconfortar haciéndole encontrarse más a gusto y recuperar su sentido del humor—. A mí lo único que de verdad me importa es llegar a Sevilla.
—Sevilla, sin dinero, es aún peor que esto —le hizo notar Dámaso Alcalde—. Jamás regresaré a Sevilla hasta que sea rico. Odio ser pobre.
—Yo nunca he sido pobre —admitió el canario—. Donde vivía no hacia falta dinero. Aquí tampoco. Los indios viven muy bien sin él.
—¡Natural! Son salvajes.
Caía la tarde, y lo hacía con la increíble rapidez con que solía oscurecer en el trópico; rapidez a la que aún no habían logrado habituarse, y que una vez más les sorprendió sin que hubieran conseguido acondicionar tan siquiera un precario refugio, por lo que se vieron obligados a pasar la noche a la intemperie tumbados sobre un empapado suelo y recibiendo encima aquel agua tibia y obsesionante que parecía dispuesta a no cesar ni siquiera un segundo.
Dámaso Alcalde tosió continuamente.
Mesías el Negro tiritaba y maldecía por lo bajo.
El pelirrojo Cienfuegos acostumbrado desde siempre a dormir al aire libre, cerró los ojos, permitió que su mente volara al encuentro de Ingrid, sonrió dulcemente al evocar su luminosa sonrisa, y se quedó dormido en un instante.
Al amanecer, llovía.
Se dejaron deslizar por la resbaladiza pendiente, atentos tan sólo a no cobrar nunca tanta velocidad que acabaran por estrellarse contra un árbol, para ir a precipitarse al fin al centro del cauce de un rumoroso riachuelo de aguas turbias que se entretenía en ir desgajando a su paso hojas y ramas que emprendían de inmediato una loca carrera en busca del océano.
Se lavaron a conciencia despojándose de la infinita cantidad de lodo acumulada en cada poro del cuerpo, y a instancias del gomero se aplicaron luego a la pesada tarea de construir una tosca balsa que les permitiera dejarse arrastrar por la corriente.
Fue un viaje placentero.
La selva, que parecía nacer de las mismas aguas, se alzaba ávidamente en busca de un cielo que iba perdiendo su tonalidad plomiza a medida que descendían hacia los profundos valles, y cuando al fin la espesa bruma dio paso a un violento sol rojo y picante, las mil tonalidades de una jungla que se había mostrado hasta esos momentos de un verde oscuro, monótono y pastoso, estallaron con tal fuerza que incluso dañaba a unos ojos que parecían haberse habituado en exceso a la grisácea penumbra.
Atravesaron un alto farallón por el que el riachuelo se angostaba rugiente, temiendo por un momento que la improvisada y frágil embarcación volcase, pero más allá del estruendo y la espuma las aguas se abrieron, amansándose, por una ancha llanura cubierta de suave hierba que ascendía perezosamente en busca de diminutas colinas en cuyas cimas anidaban millones de grandes garzas de blanco plumaje y rojos ibis de larguísimo pico.
—¡Dios, qué sitio! —exclamó Dámaso Alcalde—. Jamás vi nada igual.
Atracaron en la orilla y se tumbaron sobre la hierba a permitir que el sol les calentara los huesos mientras contemplaban embobados el majestuoso vuelo de unas aves que eran capaces de posarse en la punta de una minúscula rama sin quebrarla.
Cienfuegos encendió otro de sus gruesos tabacos, aspiró profundamente y señaló con un gesto la más alta de las colinas que aparecía dominada por un rojo flamboyán de inmensas flores bajo cuya sombra dormitaba un almiquí de amarilla cabeza, negro cuerpo y afilado hocico que le proporcionaban el más cómico aspecto que hubiera ofrecido jamás mamífero alguno.
—Yo le construiría a Ingrid una casa allí —dijo—. Haríamos el amor bajo aquel árbol contemplando los pájaros y luego bajaríamos a bañarnos al río.
—Yo me pido aquel recodo —intervino Mesías el Negro—. Cultivaría los campos hasta la falda del monte y viviría con cuatro o cinco nativas cariñosas.
—Yo traería cerdos de Huelva —sentenció Dámaso Alcalde—. Y vacas. ¡Me gusta el olor de las vacas! Con estos pastos se pondrían enormes…
—Podríamos hacerlo —puntualizó el canario seriamente—. Aquí hay tierra para todos; mucha más tierra de la que pueda tener el mismísimo vizconde de Teguise. Es sólo cuestión de decir: «Es mía», y no permitir que nadie te la quite.
—No es tan fácil.
—¿Por qué?
—Están los Reyes.
—Ningún rey va a venir a disputártelas —replicó el pelirrojo seguro de sí mismo—. A ellos lo único que les importa es el oro y los honores. Si les enviásemos oro nos permitirían quedarnos con las tierras.
—¿Y de dónde sacaríamos el oro?
—De donde lo haya. —Aspiró de nuevo el humo regodeándose en el placer que significaba mantenerlo en la boca, caliente y oloroso, y tras lanzarlo al aire con un estudiado gesto en el que no podía evitar entrecerrar levemente los ojos, añadió—: Me juego la cabeza a que muy pronto miles de muertos de hambre vendrán a apoderarse de todo cuanto existe bajo la capa de estos cielos sin importarle un pimiento que pueda pertenecer a los haitianos, el Gran Kan, o a los mismísimos Reyes. Será una «rifatiña».
—Nada se mueve sin el permiso de los Reyes —puntualizó Dámaso Alcalde.
—En España… —replicó serenamente el gomero—. Pero ese océano es muy ancho y muy profundo. —Se puso en pie de un salto y lanzó al agua lo poco que quedaba de su cigarro—. Aunque al fin y al cabo… —añadió—. Nada de eso me preocupa: esto es muy bonito, pero a mí lo único que me importa es llegar a Sevilla. ¿Nos vamos?
Embarcaron de nuevo y de tanto en tanto cruzaban frente a un grupo de chozas o una solitaria cabaña alzada sobre pilotes junto a las mismas aguas, mientras familias de desnudos nativos salían a contemplarles, incapaces de reaccionar ante la extraña aparición de unos sorprendentes hombres de piel clara, coloridos ropajes y ojos de cielo que se limitaban a agitar la mano mientras su inestable embarcación navegaba río abajo, para perderse en la próxima curva como un mal sueño que jamás hubiera existido realmente.
En cierta ocasión, y a la vuelta de uno de esos recodos se toparon de frente con una frágil canoa tripulada por dos chicuelos que al verlos venir dieron un grito de horror y se lanzaron de cabeza al agua nadando velozmente hasta la orilla, para desaparecer entre los árboles como si el mismísimo demonio les pisase los talones, pero aparte de ellos, jamás advirtieron un gesto hostil ni escucharon una simple palabra de amenaza, y les llamó poderosamente la atención el hecho de que nadie exhibiese nunca ningún tipo de arma.
—¡Buena gente! —sentenció el Negro—. Si me obligaran a jurar, diría que aquí mismo debió estar el Paraíso.
La tierra continuaba mostrándose fértil, alternando las colinas y algunas cadenas de montañas con anchos valles cultivados y extensas planicies, y muy a lo lejos, hacia el Sur, se distinguía casi siempre la confusa silueta de aquel macizo picacho que debía superar los tres mil metros. Los colibríes surcaban el aire como flechas multicolores y las garzas de largo pico recto, blanco pecho y dorso oscuro se extendían a ambas orillas y sobre las copas de los árboles como regimientos de disciplinados granaderos que rindieran honores al paso de un cortejo.
Más tarde hicieron su aparición los primeros pelícanos anunciando con su pesado vuelo la cercanía del mar, y al poco desembocaron en un tranquilo estuario que se abría a uno y otro lado en arenas muy blancas, largas filas de altísimos cocoteros y al final de la ancha bahía un alto acantilado que caía verticalmente sobre un agua azul y profunda que se perdía de vista en el horizonte.
—Éste es el sitio —señaló el gomero fascinado—. Cuesta creerlo, pero es tal como lo describió el gobernador, con el puerto, el río e inmensas tierras fértiles apenas habitadas… ¿Qué os parece?
—¡Santo Cielo!
La exclamación, de Mesías el Negro, no se debía, como cabría imaginar, al entusiasmo que le producía el hallazgo de un enclave tan idóneo, sino al hecho de que acababa de descubrir a una veintena de indígenas que surgiendo de la espesura a poco más de doscientos metros de distancia, corrían silenciosamente hacia ellos blandiendo pesadas mazas y rudimentarias hachas de piedra.
Eran de baja estatura, fornidos y rechonchos, más oscuros de piel que la mayoría de los nativos que habían encontrado hasta el presente, con largas melenas que se agitaban al viento, negros dibujos geométricos que les cubrían de los pies a la cabeza y deformes piernas de anchísimas pantorrillas que les conferían un inconfundible y amenazante aspecto.
—¡Caribes! —musitó horrorizado Cienfuegos—. ¡Dios nos asista, mirad esas piernas! ¡Son caníbales!
Desenvainó la espada sin abandonar por ello su inseparable pértiga, pero al instante advirtió que sus dos compañeros habían comenzado a correr desprendiéndose de cuanto les estorbaba, y comprendiendo de inmediato que ninguna posibilidad de defensa le quedaba frente a la numerosa partida de salvajes que se le echaba encima, dio media vuelta y se lanzó en pos de los dos andaluces que habían ganado ya más de cuarenta metros de ventaja.
Tanto Mesías el Negro como Dámaso Alcalde eran hombres de mar, ágiles y fuertes, pero poco acostumbrados a correr, dados los estrechos límites de una cubierta, mientras que por su parte el isleño, que era además más joven, había pasado la mayor parte de su vida persiguiendo cabras, por lo que no tardó en darles alcance haciendo desesperados gestos para que acelerasen la marcha señalando hacia el extremo de la playa:
—¡Al acantilado! —gritó—. Al acantilado. ¡Rápido!
Los caribes ganaban terreno.
El pánico ponía alas en los pies de los aterrorizados muchachos, pero aquella pandilla de auténticas bestias parecían contar con una resistencia de caballo, ya que ni siquiera la pesadez de la arena hacía mella en ellos, que continuaban aproximándose metro a metro sin que se escuchara más que el acelerado golpear de sus pasos y el jadear de sus entrecortadas respiraciones.
—¡Vamos! —aullaba una y otra vez Cienfuegos—. ¡Por el amor de Dios, más aprisa, más aprisa!
Dámaso Alcalde fue el primero en desfallecer, comenzó a toser y sollozar dando alaridos y con un traspiés cayó de bruces echándose a llorar presa de un ataque de nervios incapaz de dar un solo paso pese a que Cienfuegos se esforzó por obligarle a alzarse:
—¡No te pares! —le suplicó—: ¡Arriba! ¡Arriba!
El otro alzó el rostro cubierto de lágrimas y arena y le miró con los ojos desorbitados.
—¡No puedo! —susurró apenas—. ¡No puedo! ¡Santísima Virgen del Rocío, ayúdame! ¡Ayúdame!
Era como si le hubieran cortado las piernas o quebrado el espinazo, concluyendo por abalanzarse sobre la arena como si escondiendo en ella el rostro pudiera impedir que le atraparan.
El primer caribe se encontraba ya tan cerca y su aspecto era tan feroz; que el gomero comprendió que nada más podía hacer por su amigo, y dando media vuelta reanudó su veloz carrera en pos de Mesías el Negro cuyas fuerzas comenzaban a flaquear también visiblemente.
Poco más de cuatrocientos metros les separaban aún del acantilado, pero sus perseguidores se encontraban ya tan cerca que percibían, perfectamente sus sordos gruñidos, como de furiosos jabalíes lanzados al ataque.
Cienfuegos volvió un instante el rostro, advirtió cómo un grupo de caníbales se lanzaba sobre Dámaso Alcalde golpeándole sañudamente con sus hachas y mazas, y decidió no preocuparse más que de intentar salvar su propia vida, desentendiéndose por completo de Mesías que daba continuos bandazos a punto ya de caer fulminado.
Una especie de corta lanza de afiladísima punta cruzó sobre sus cabezas y fue a caer a pocos metros.
El gomero apretó los dientes, aferró con más fuerza su fiel garrocha y aceleró el ritmo de su carrera hasta el punto de que en cuestión de segundos consiguió distanciarse varios pasos de sus perseguidores.
A menos de cincuenta metros de las primeras rocas Mesías el Negro lanzó un alarido de desesperación y cayó de rodillas.
Un salvaje que llegaba corriendo le destrozó la cabeza de un brutal mazazo para continuar en pos del pelirrojo en cuyos oídos retumbó, como un trueno, el estallido del cráneo del andaluz al quebrarse como una enorme nuez aplastada por un puño gigante.
Pensó en Ingrid.
Su sonrisa le confirió las fuerzas que le faltaban y el recuerdo de aquel cuerpo inimitable que le aguardaba en algún lugar del mundo le lanzó hacia delante, olvidando por completo que las piernas comenzaban a convertírsele en plomo.
La bestia de las pantorrillas deformes y la maza ensangrentada gruñó a sus espaldas.
Veinte metros les separaban del alto farallón.
Cienfuegos se fue hacia él directamente, como dispuesto a estrellarse contra la pared de piedra, y de improviso clavó el extremo de la pértiga en la arena y se elevó unos cuatro metros en el aire para ir a caer con matemática precisión sobre un minúsculo saliente de roca quedando inmóvil en inconcebible equilibrio sobre la cabeza del caníbal que se detuvo atónito, incapaz de entender cómo su última víctima se le había escurrido entre las manos.
Nuevos salvajes se le unieron y Cienfuegos se apresuró a trepar por el acantilado clavando las uñas en las ranuras y alzándose a pulso metro a metro en un desesperado intento por ponerse a salvo de las lanzas mientras sus perseguidores le imitaban decididos a capturarle a toda costa.
La caza continuó farallón arriba, pero aquél era un terreno en el que el gomero llevaba ventaja.
Cuando a los diez minutos se detuvo para mirar hacia abajo se encontraba ya a más de ochenta metros de altura, y comprobó que tan sólo uno de sus enemigos —aquél que destrozara la cabeza de Mesías el Negro— perseveraba en su empeño de capturarle mientras el resto de sus compañeros emprendía el descenso hacia la playa.
Comprendió que se encontraba momentáneamente a salvo, y se sentó a tomar aliento estudiando la progresión del caribe que jadeaba y gruñía enseñándole los amarillos dientes como si con ello pretendiera aterrorizarle aún más de lo que ya lo estaba.
Abajo, en la playa, dos salvajes arrastraban por los pies el ensangrentado cuerpo de Dámaso Alcalde —que aún se debatía chillando como un cerdo a punto de ser degollado— para aproximarlo al de Mesías el Negro que había corrido mejor suerte, ya que había quedado de rodillas, reventada la bóveda craneal por el feroz mazazo y con los sesos al aire.
El caníbal continuó trepando fatigosamente hasta que de improvisto perdió el equilibrio y a punto estuvo de precipitarse al vacío, lo que impidió aferrándose a una arista de roca y tanteando con el pie en busca de un punto de apoyo que le permitiera elevarse nuevamente.
Cienfuegos le miró.
Observó luego cómo el resto de los caribes se arremolinaban en torno a los cuerpos de sus desgraciados amigos destrozándolos con sus afiladas hachas de piedra, y tomando una súbita decisión, apoyó el extremo de la pértiga en un repecho de no más de un metro de anchura que se encontraba a casi cinco metros bajo él, para dejarse deslizar suavemente con aquella inaudita habilidad que había causado el asombro del capitán León de Luna y lo causaba ahora entre los salvajes que cesaron por un instante en su macabra tarea para alzar el rostro y contemplarle.
Se encontraba a no más de cuatro metros por encima de su perseguidor, que al descubrirle pareció comprender que súbitamente había pasado de cazador a víctima, pese a lo cual su romo cerebro necesitó un tiempo infinitamente largo para reaccionar y adaptarse a la nueva situación.
Muy lentamente, casi regodeándose en lo que hacía, Cienfuegos se tumbó cuan largo era sobre el repecho y enfiló cuidadosamente con la aguzada punta de la pértiga el ojo derecho del salvaje que lanzó un rugido de impotencia.
Con un golpe seco, poniendo en él toda la ira y el odio de que era capaz, y que jamás volvería a sentir con tanta intensidad, empujó con fuerza. El globo ocular estalló como un huevo, parte de la masa encefálica brotó de la órbita y con un aullido de dolor y agonía la inmunda bestia pintarrajeada cayó de espaldas precipitándose al vacío para ir a estrellarse con un golpe seco a no más de treinta metros del cadáver del muchacho al que acababa de matar.
Los caribes lanzaron al unísono un ronco grito amenazándole con sus armas, e incluso le arrojaron algunas piedras a sabiendas de que nunca conseguirían alcanzarle, por lo que el gomero se limitó a recostar la espalda contra el muro y permanecer sentado, con los pies colgando sobre el abismo en un esfuerzo por dominar el incontenible temblor de rodillas que acababa de atacarle.
Rompió a llorar.
Lloró como un niño puesto que durante los últimos minutos había padecido todos los sufrimientos y emociones que se sentiría capaz de soportar cualquier ser humano en el transcurso de una larga vida, y al igual que un cable demasiado tenso estalla al fin culebreando y destrozándolo todo a su paso, así sus nervios reventaron azotándole el cuerpo y dejándole desmadejado y roto como una marioneta abandonada.
Durante unos minutos —nunca supo cuántos— permaneció lejos del mundo, inmerso en su dolor, su estupor y su miedo, con la mente en blanco e incapaz de hilvanar un solo pensamiento, consciente de que había sido víctima y testigo de la más espantosa escena que jamás hubiera podido vivir nadie, y convencido de que después de aquello ya nada más le quedaba por ver en este mundo.
Pero se equivocaba.
Se equivocaba y tan sólo tardó unos minutos en advertir su error, puesto que cuando consiguió al fin sorber las lágrimas, detener el temblor de sus rodillas y serenar el enloquecido latir de su corazón, miró hacia abajo y lo que vio a punto estuvo de lograr que por primera vez en catorce años de existencia el vértigo le invadiera y a punto estuviera de precipitarse al abismo.
Allá abajo, a menos de cien metros de distancia y casi a sus mismos pies, la partida de salvajes había tomado asiento en torno a los restos de Dámaso Alcalde y Mesías el Negro, a los que habían descuartizado y estaban devorando crudos en una indescriptible y demoníaca orgía en la que parecían complacerse especialmente en permitir que la sangre les escurriera por las fauces, el cuello, los brazos y el pecho.
Comenzó a gritar.
Gritó y gritó desesperadamente, presa de un incontenible ataque de histeria, clamando a Dios para que lanzase sobre aquellas alimañas los rayos de su justa ira, o abriese la tierra y se las tragase enviándoles directamente a los fuegos del infierno.
Alzaron el rostro y le miraron.
No había burla ni odio en sus ojos, sino tan sólo una especie de despectiva indiferencia, o tal vez una vaga promesa de que muy pronto pasaría a formar parte del macabro festín que estaban disfrutando.
El estupor, el asco o la furia dejó paso nuevamente al terror más profundo. Observar cómo aquellos dos infelices chiquillos cargados de ilusiones, que apenas media hora antes hacían divertidos planes sobre su futuro en un mundo paradisíaco habían pasado a convertirse en simples trozos de carne que unas deformes bestias de injusta apariencia humana masticaban con prisas para engullir ruidosamente, a punto estuvo de hacer estallar su mente en mil pedazos, y el canario Cienfuegos abrigó siempre la certeza de que si aquella malhadada tarde en Haití no perdió la razón definitivamente, nada de cuanto pudiese ocurrirle en un futuro conseguiría enloquecerle.
Apoyó la nuca en la pared de roca y cerró los ojos llamando una vez más en su auxilio al sereno rostro de Ingrid, rogándole que acudiera a liberarle del mal sueño en que parecía haberse transformado su vida y devolviéndole a los hermosos paisajes de su isla y a las inolvidables horas que pasaron en ellos.
Concluido su dantesco banquete y dejando sobre la arena tan sólo dos cabezas y algunos sucios despojos, los caribes se pusieron lentamente en pie, lanzaron una última mirada al gomero como calculando las posibilidades que tendrían de atraparle, y recogiendo el cadáver de su compañero se alejaron playa adelante hacia el punto de la espesura del que tan inesperadamente habían surgido.
Sin saber muy bien por qué Cienfuegos los contó.
Eran veintitrés.
Cuando a los pocos minutos reaparecieron, cargaban una inmensa canoa, labrada a fuego sobre un gigantesco tronco oscuro, y lanzándola al agua treparon a ella y comenzaron a bogar hacia el acantilado para observarle atentamente a no más de doscientos metros de distancia.
Los contó de nuevo.
Eran dieciocho.
En aquel momento no tuvo tiempo de agradecerle a «maese» Juan de la Cosa sus enseñanzas, ya que tan sólo acertó a comprender que cinco caníbales se habían ocultado en la espesura y probablemente en aquellos momentos corrían por la selva rumbo a la cima del acantilado con la intención de cortarle la retirada atrapándole en mitad de la vertical pared de roca.
Calculó la altura, el tiempo que tardaría en llegar arriba, y las posibilidades que tenía de escapar antes de que le cerraran el paso.
Eran mínimas.
Por lo menos sesenta metros de difícil escalada le aguardaban antes de poner pie en terreno libre, y allí, en mitad de la selva que coronaba la agreste costa, sus probabilidades de eludir a sus perseguidores se le antojaron nulas.
La sola idea de abrirse paso dificultosamente entre la espesa maleza, consciente de que en cualquier momento una de aquellas demoníacas criaturas podía saltarle encima destrozándole el cráneo de un solo golpe de maza, devolvió el incontrolable temblor a sus rodillas, y tras meditar unos minutos esforzándose por mantener la claridad de sus ideas, llegó a la conclusión de que estaba más seguro colgando sobre el abismo que en tierra firme.
Consiguió sobreponerse.
La innegable evidencia de que se encontraba solo en este mundo y su supervivencia dependía únicamente de la calma que fuera capaz de demostrar o de su capacidad de reacción ante el peligro, obraron el milagro de despejar su mente, serenar su ánimo y concederle un aplomo que se convertiría a partir de aquel instante en una de las principales y más valiosas virtudes de su carácter.
Fue aquella misma tarde cuando realmente el canario Cienfuegos se transformó en un auténtico hombre.
Respiró a pleno pulmón, comprobó que los tripulantes de la piragua parecían dispuestos a aguardar a que cayera mansamente en sus manos, y tras calcular cuánto tiempo le quedaba de luz, comenzó a moverse muy despacio buscando en la pared de roca un lugar en el que defenderse.
Quince minutos más tarde abrigó la absoluta certeza de que sus enemigos se encontraban ya sobre su cabeza, y rogó para que el sol que comenzaba a aproximarse a la línea del horizonte acelerase su carrera hacia el ocaso.
Una piedra rebotó muy cerca de su mano. Alzó el rostro y pudo verlo, intentando divisarle a su vez, unos cuarenta metros más arriba, y por la expresión de su rostro comprendió que al salvaje no le gustaban las alturas y jamás se decidiría a bajar a atraparle.
Sobre la pared de roca no temía a nadie.
Continuó su marcha, siempre hacia la derecha, buscando la protección de un repecho que impedía que pudieran alcanzarle nuevas piedras, y aunque cruzó ante una estrecha cueva de boca casi invisible, siguió de largo y se detuvo en el punto que había elegido de antemano, a la vista de los tripulantes de la canoa, pero protegido de los de arriba, a cuatro o cinco metros de un nido de gaviotas que graznaron furiosas.
El sol rozó la línea del horizonte.
Desde el mar los salvajes hacían gestos a sus compañeros indicándoles el punto en que se encontraba, pero las primeras sombras se adueñaron del mundo y sus perseguidores continuaban sin decidirse a descender.
Un zambo emplumado, de pantorrillas aún más deformes que las de sus compañeros y que parecía comandar la partida, gritó una seca orden desde proa.
Pasaron los minutos.
La noche, la verdadera noche con sus tinieblas protectoras aún no acababa de llegar. El tiempo se hacía infinito.
De pronto un cuerpo humano se precipitó pesadamente al vacío, pasó a no más de diez metros de Cienfuegos para ir a estrellarse contra el agua, que se lo tragó en el acto como si llevara mil años esperándole, y el pelirrojo comprendió que por aquel día el peligro había pasado.
Aún aguardó hasta que no pudo distinguir sus propias manos, y luego, muy despacio, tanteando cada punto de apoyo volvió sobre sus pasos y se introdujo en la diminuta cueva de la que inmediatamente escaparon media docena de asustadas gaviotas.
Apartó con cuidado algunos huevos procurando no romperlos, se acurrucó como lo hubiera hecho en el vientre de su madre, cerró los ojos y se quedó dormido.
Tan sólo la luna vino a verle.
Era grande, redonda, luminosa y fría.
Se arrastró muy despacio, asomando apenas el rostro y atisbó hacia abajo para descubrir la sombra de la embarcación, que continuaba en el mismo punto, mecida apenas por un mar de plata que hubiera sido hermoso en cualquier otra circunstancia.
Permaneció largo rato allí, a solas con su miedo, odiando a todas y cada una de aquellas confusas siluetas cuyos estómagos digerían en aquellos momentos los cuerpos de sus dos compañeros, y preguntándose por qué era tan caprichoso un destino que parecía haberse empeñado en zarandearle, jugueteando con él como el viento jugaba con aquellas diminutas semillas de plumas blancas que en verano corrían de un lado a otro cubriendo de falsa nieve los bosques de su isla.
Él no había aspirado nunca a ser más que un humilde cabrero solitario sin mayor ambición que ver pasar los días iguales a sí mismos disfrutando en silencio de riscos y montañas, pero en alguna parte del universo alguien se empeñaba en empujarle con el dedo al igual que él empujara en su día a los escarabajos peloteros, obligándole a moverse hacia donde no deseaba y sometiéndole a mil pruebas absurdas en un estúpido afán por poner una y otra vez en entredicho su entereza.
Se sentía como un pez que hubiera mordido imprudentemente el portentoso cebo del cuerpo de su amada, para verse ahora en la necesidad de luchar ciegamente contra el fuerte sedal que pugnaba por arrancarle de su tranquila cueva, obligándole a combatir en mar abierto, allí donde su ignorancia le impedía defenderse.
Amaneció muy pronto.
Cabría pensar que aquel caprichoso destino tenía prisa por someterle a otro largo día de martirio, y observó cómo el alba escogía lentamente los colores con que dibujar una vez más el agreste paisaje, sin olvidar señalar el negro trazo de la infernal piragua que se mantenía pacientemente anclada frente a la costa.
No tuvo miedo porque la muerte no se le antojaba ya temible, siempre que no llegara de la mano de aquella pandilla de salvajes, porque lo que en verdad le aterrorizaba era tener el mismo fin que habían tenido sus amigos. Había llegado a la conclusión de que ningún caníbal se atrevería nunca a bajar en su busca, y si de algo estaba seguro, era de que prefería morir allí encerrado que arriesgarse a caer en manos de sus perseguidores.
Era ya por lo tanto una cuestión de paciencia.
Y el concepto de paciencia se encontraba por lógica directamente ligado a la vida de un pastor de La Gomera.
Se bebió dos huevos de gaviota y se sentó a esperar.
El sol comenzó a ganar altura en el horizonte y a calentar la tierra.
Y el mar.
A bordo de la embarcación los caribes sudaban con la vista clavada en la pared de roca, tratando de averiguar el punto en que se ocultaba su enemigo, pero desde donde se encontraban resultaba imposible distinguir la minúscula entrada de la gruta.
También ellos daban muestras de paciencia.
Fue un largo día.
Cienfuegos dormitaba a ratos. Sus enemigos se turnaban en la vigilancia.
El sol comenzó a mostrarse implacable, pero no fue el sol, sino un fresco viento del Este, que comenzó a soplar a media tarde, el que acudió en ayuda del isleño agitando un mar que había permanecido inmóvil hasta ese instante y que se fue volviendo más y más incómodo para los que aguardaban a medida que las espumeantes olas ganaban altura para chocar cada vez con más fuerza contra el muro de piedra y regresar cabrilleando en busca de la piragua.
La bestia de proa, agitó por fin su pesada maza, dio un grito gutural que sonó a orden inapelable, y los remeros se pusieron en movimiento poniendo rumbo a la playa.
Cienfuegos ni se movió siquiera pese a que su corazón parecía querer estallar de alegría.
Media hora después cuatro caníbales surgieron de entre los cocoteros, treparon a bordo, y la embarcación puso proa a mar abierto para trazar una ancha curva y continuar hacia el Oeste a poco más de dos millas de la costa.
El canario llegó a la conclusión de que, si mantenían aquel rumbo, pronto o tarde se encontrarían frente al desprevenido «Fuerte de la Natividad».