XI

Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise por su matrimonio con el capitán León de Luna, cayó muy pronto en cuenta del terrible error que Cienfuegos había cometido, ya que durante aquel primer mes en que quedó patente que el cabrero había abandonado La Gomera, tan sólo tres buques —las tres carabelas de aquel iluso genovés que aseguraba que iba a encontrar un camino hacia las Indias a través del «Océano Tenebroso»— habían zarpado de la isla.

Fue ese convencimiento el que le impidió embarcar en la próxima nave con destino a un puerto español, ya que abrigó de inmediato la absoluta certeza de que el hombre a quien tan apasionadamente amaba y sin el cual la vida se le antojaba inútil no podría reunirse con ella —de momento— en Sevilla.

En buena lógica llegó a la conclusión de que si —como el almirante aseguraba— San Sebastián de La Gomera era el último puerto hacia el Oeste, probablemente sería en ese mismo puerto en el que recalaría a su vuelta, y tomó por ello la hermosa costumbre de levantarse cada día poco antes de que comenzara a clarear para ascender a lo más alto del acantilado y otear el horizonte a la espera de aquellas tres viejas embarcaciones que le devolverían el prodigioso cuerpo y los inimitables ojos de su amado.

Pasaba allí sentada varias horas, inmersa en la contemplación del mar o en estudiar un libro que le enseñaba el idioma que le permitiría expresar al fin lo que en verdad sentía, y extrañamente el tiempo no consiguió apagar el fuego que devoraba sus entrañas, sino que, por el contrario, fue transformando hora tras hora la primitiva pasión en un amor tan hondo que amenazaba con trastornar su mente hasta el punto de que incluso su marido llegó a temer por su salud y por su suerte.

Apenas comía, la eterna y dulce sonrisa que había sido el principal adorno de su rostro se esfumó para siempre, y las noches de insomnio marcaron bajo sus ojos oscuras sombras de desdicha.

El capitán la amaba más que nunca.

La sencillez con que una noche le comunicó que estaba dispuesta a renunciar a su título, su posición y su fortuna por compartir su vida con un cabrero analfabeto sin importarle en absoluto la miseria, la deshonra o el desprecio, no consiguieron más que reafirmarle en la idea de que había tenido la inmensa suerte de casarse con una criatura realmente excepcional, y no podía por tanto permitirse el lujo de rechazarla.

Dejó a un lado su espada y su ballesta, y se armó de cariño y de paciencia.

De encontrarse en la capital, sujeto a las críticas y la maledicencia de una sociedad retrógrada e intransigente, tal vez se hubiese comportado de un modo diferente, pero habitando en lo que constituía la última frontera conocida del universo, y sabedor de que si perdía a aquella inimitable mujer, el resto de su vida no sería más que un vagar por bosques y montañas eternamente en busca de su recuerdo, le hizo tomar conciencia de lo que en verdad era importante para su futuro, y decidió por tanto amordazar su orgullo e intentar salvar un matrimonio sin el cual nada de cuanto pudiera ocurrir merecería la pena.

No volvió a tocarla nunca.

La dejó sola en el inmenso dormitorio matrimonial, y se retiró a una de las torres que miraban al mar y en la que a menudo pasaba las noches contemplando el balcón al que ella solía asomarse, envidiando íntimamente a un miserable bastardo que nada poseía en este mundo más que un amor por el que él hubiera dado hasta la vida.

Algunas noches se vio incluso en la obligación de cerrar por dentro la gruesa puerta de roble y lanzar la llave al jardín para evitar la tentación de atravesar enloquecido los oscuros pasillos y salones, penetrar en la tibia estancia y hundir su rostro una vez más entre los muslos que ocultaban la única gloria que había conocido, y durante aquellos meses el vizconde de Teguise demostró más que nunca ser un hombre de temple manteniendo su entereza siempre a la espera de que un día fuera ella la que le invitara a regresar a su alcoba.

Si alguna vez alguien tuvo sobradas razones para desear que la expedición que habría de concluir con el descubrimiento de un nuevo mundo concluyera en un sonoro fracaso, y nadie regresara jamás de semejante aventura, ese alguien fue sin duda el poderoso capitán León de Luna, señor de «La Casona», dueño de media isla de La Gomera y emparentado por línea materna con el rey Don Fernando el Católico.

Y si alguien rezó día y noche para que la loca empresa alcanzara éxito o que al menos todos sus participantes regresaran con vida, ésa fue su esposa Ingrid, que comenzó a frecuentar una iglesia en la que el pobre Don Gaspar de Tudela se esforzaba por pasar lo más inadvertido posible, avergonzado por la parte de culpa que le correspondía en la desgracia y la deshonra de su joven feligresa.

Luego, una soleada mañana de abril, los tripulantes de una carraca malagueña trajeron la sorprendente noticia de que dos de los navíos de la escuadra de Colón habían regresado a Cádiz, donde se hablaba ya de nuevas y maravillosas tierras que demostraban que efectivamente el mundo era redondo y La Gomera y El Hierro no constituían el confín del Universo.

Por primera vez desde que su amante se marchara, la vizcondesa regresó a la laguna del bosque y fue a tumbarse sobre la hierba en el punto exacto en que tantas veces se entregaron el uno al otro, y le habló como casi a diario solía hablarle; como si no les separasen un inmenso océano y dos idiomas muy distintos, pidiéndole consejo sobre lo que debía hacer a partir de aquel momento, ya que en lo más íntimo de su ser la alemana se sentía protegida por Cienfuegos pese a que le superase en edad, poder y experiencia, puesto que al fin y al cabo, ella no era más que una mujer enamorada, y él sería siempre su hombre.

Al regresar a casa buscó a su marido en la torre que daba al mar, y le espetó sin más preámbulo:

—Me voy…

El capitán León de Luna, que se encontraba sentado junto a la chimenea con los dos enormes dogos a sus pies, dejó a un lado el libro que estaba leyendo, y tras invitarle con un gesto a que se acomodara, replicó con absoluta calma:

—¿A dónde?

—A Sevilla.

—Si te vas, te seguiré. Me resultará más fácil que a ti localizar a ese bastardo, y en cuanto lo encuentre, lo mataré. —La miró fijamente—. Sabes que lo haré, ¿verdad?

—Sí. Sé que lo intentarás, pero aun así tengo que irme.

—No pienso aceptarlo —fue la firme respuesta—. He sufrido más de lo que imaginé soportar nunca, e incluso estoy dispuesto a esperar el tiempo que haga falta hasta que se te pase esa locura, pero mi sentido del honor no admite que vuelvas a reunirte con él. Puedes jurar que ninguno vivirá para verlo.

—Nunca he deseado hacerte sufrir —musitó ella dulcemente—. Eres un hombre bueno y un magnífico esposo; pero hay cosas contra las que a menudo no podemos luchar, y ésta es una de ellas.

—Lo olvidarás.

—Lo dudo. Yo soy la primera en desearlo, pero lo dudo.

—Continuamente me pregunto qué pudiste ver en él para que te endemoniara de esa forma: es casi una bestia.

—Te equivocas; es una de las criaturas más tiernas de este mundo, pero eso tú no puedes entenderlo. —Se puso lentamente en pie y se encaminó de nuevo a la salida—. Tan sólo he querido advertirte, para que no te sientas nuevamente engañado: haré cuanto esté en mi mano para volver a reunirme con él.

Por unos instantes el capitán León de Luna, vizconde de Teguise, estuvo a punto de darle una seca orden a sus perros, que no hubieran dudado un segundo a la hora de destrozarla a dentelladas, pero se limitó a observar cómo abandonaba la estancia cerrando la puerta a sus espaldas, e infinidad de veces tuvo que arrepentirse en los años venideros de no haber seguido aquel primer impulso que le hubiera ahorrado innumerables sufrimientos.

Dos días más tarde, cuando la alemana se encontraba sentada sobre un viejo árbol del bosque más cercano a «La Casona», inmersa como siempre en estudiar uno de aquellos libros que se habían convertido en silenciosos cómplices de su necesidad de comunicarse con la persona a la que tanto amaba, un hombre extraordinariamente flaco, que vestía ropas de marino y se cubría con una vieja gorra desteñida, hizo su aparición entre la espesura encaminándose directamente a ella.

—¿La vizcondesa de Teguise?

Asintió en silencio.

—Me llamo Tragacete; Domingo de Tragacete, segundo oficial del «Buenaventura». —Se presentó el otro quitándose la gorra—. Traigo un mensaje para usted de Don Luis de Torres.

—No conozco a ningún Luis de Torres —replicó Ingrid Grass en su dificultoso castellano—. ¿Quién es?

—El intérprete real de la escuadra del almirante Colón. Vino a verme dos días antes de zarpar de Cádiz.

Las manos de la vizcondesa temblaron visiblemente y el libro estuvo a punto de resbalar al suelo, pero aferrándolo con fuerza indicó al recién llegado que tomara asiento a su lado.

—Usted dirá… —pidió.

El llamado Tragacete obedeció, y tras unos instantes en que resultó evidente que le intimidaba la nobleza de la hermosa extranjera, añadió:

—El señor De Torres me pidió qué le comunicara que durante el viaje hacia el Cipango hizo amistad con un grumete llamado Cienfuegos, por el que al parecer usted siente un gran interés.

—¿Le ha ocurrido algo? —La voz de Ingrid Grass pareció a punto de quebrarse—. ¿Algo grave?

—No, que yo sepa, pero según el señor De Torres fue uno de los tripulantes de la nao capitana que tuvieron que quedarse en un enclave llamado «Fuerte de la Natividad» que su Excelencia el almirante fundó al otro lado del océano.

Mein Gott!

—¿Cómo ha dicho?

La alemana, que había palidecido hasta quedar de color ceniciento, hizo un supremo esfuerzo y concluyó por agitar la cabeza como esforzándose por desechar un mal pensamiento.

—Nada. No es nada. Continúe por favor. ¿Qué más sabe?

—No mucho; el tal Cienfuegos asegura que se encaminará a Sevilla en cuanto le sea posible, pero se supone que eso no ocurrirá hasta que el almirante esté en condiciones de organizar una nueva expedición.

—¿Tiene alguna idea de cuándo piensa hacerlo?

—Lo ignoro, señora, pero conociendo el mar dudo que sea antes del otoño, cuando los vientos soplen hacia Poniente.

—¡Otoño! —se horrorizó ella—. ¡Pero para eso aún falta más de medio año!

—En efecto. Pero todo marino sabe que antes de esa época navegar hacia el Oeste por estas latitudes resulta casi imposible.

—Entiendo. —Le miró a los ojos—. Vuelva mañana a esta misma hora y le compensaré por las molestias.

—No es necesario, señora —replicó el otro—. Zarpamos al amanecer y ya me pagaron por ello. —Sonrió levemente—. Y en todo caso, el simple placer de serle de utilidad ya es compensación suficiente. ¡Suerte!

Se alejó por donde había venido dejándola inmersa en confusos y amargos pensamientos, ya que las noticias de las que había sido portador tenían la virtud de destruir todos sus proyectos, obligándola a replantearse las posibilidades de encontrarse con el hombre que se había adueñado de hasta el último rincón de su corazón y de su mente.

Saber que le habían abandonado al otro lado del llamado «Océano Tenebroso», en una tierra desconocida de la que se decía que se encontraba poblada por extrañas bestias y salvajes desnudos que incluso se devoraban entre sí, la sumió de pronto en una profunda angustia, y consiguió que pese a la firme promesa que se había hecho de no volver a llorar nunca, pesadas lágrimas fueran a ensuciar las páginas del libro que aún mantenía sobre su regazo.

Alzó luego el rostro hacia los altos riscos que caían a pico sobre el mar, y se preguntó si no sería mejor trepar hasta ellos y acabar de una vez con todos sus sufrimientos, porque era tal el dolor que sentía al no poder hacer el amor con aquel muchacho que parecía haberse convertido en su única droga, que más soportable se le antojaba la muerte que continuar padeciendo por más tiempo una separación sin esperanzas.

Cuando al oscurecer emprendió, muy despacio, el regreso a «La Casona», arrastraba pesadamente los pies y aparecía encorvada como si de improviso hubiera envejecido treinta años.