El Nuevo Mundo comenzó muy pronto a causar estragos entre los recién llegados.
Aquel paraíso, a buen seguro el más hermoso y plácido lugar que ningún español hubiera contemplado hasta el presente, ocultaba, sin embargo, infinidad de inimaginables peligros, y más allá de las azules y cristalinas aguas, los hermosos arrecifes de coral, la cortina de altivas palmeras de rumorosas copas y la espesa, verde y luminosa vegetación salpicada de orquídeas, monos y cacatúas, pululaban desconocidos enemigos, que venían a demostrar a los haitianos que en realidad los semidioses eran tan vulnerables o más que ellos mismos.
El primero en caer fue Sebastián Salvatierra, ya que una mañana hizo su aparición corriendo aterrorizado al tiempo que gritaba que una serpiente le había mordido, para aferrarse desesperadamente al palo mayor, vomitar por tres veces y derrumbarse entre terribles convulsiones cambiando de color hasta quedar de un tono entre grisáceo y morado para entregar su alma a Dios maldiciendo como un poseso endemoniado.
La terrible impresión dejó a todos sin aliento, dado que a pesar de múltiples calamidades sufridas durante el viaje ninguno de los hombres que zarparan de España había muerto hasta el presente, y aquél constituía sin duda un terrible precedente y un mal augurio de nuevas e incontables desgracias.
Como para concederles la razón a los más pesimistas, una semana más tarde, el ibicenco «Gavilán», un vigía con fama de vista de lince pero más aún de vagancia de oso, tuvo la mala ocurrencia de quedarse dormido bajo una especie de manzanillo de pequeños frutos verdes de rayas negras, sin percatarse de que sus rugosas hojas oscuras iban destilando un jugo blanco y pegajoso que le cubrió el pecho de rojizas ronchas que muy pronto comenzaron a llagarse y supurar haciéndole fallecer presa de altísimas fiebres que le obligaban a delirar llamando a gritos a un tal Miguel, que nadie logró nunca averiguar quién era.
Luego le tocó el turno al granadino Vargas.
Azotado y abandonado durante toda una larga semana al sol del trópico, su estado físico y su aspecto fueron durante un tiempo lamentables, aunque poco a poco comenzó a recuperarse, excepto por el detalle de unas pequeñas ampollas que se le habían formado en los pies y a las que en un principio no concedió excesiva importancia. Más tarde, y como si de una especie de molesta sarna se tratase, el mal se extendió por los tobillos y la pierna izquierda hasta el punto de impedirle casi andar.
Una tarde en que Cienfuegos estaba intentando ayudarle a dar unos pasos por el amplio patio central del «fuerte», Sinalinga reparó en las ampollas y no pudo por menos que lanzar una violenta exclamación de desagrado:
—¡«Niguas»! —señaló—. ¡Malo! ¡Muy malo!
Obligó al granadino a que se tumbara en el suelo, y con ayuda de una espina abrió por completo una de aquellas oscuras bolsas del tamaño de un garbanzo de la cual surgió de inmediato un chorro de un líquido espeso y viscoso y una especie de diminuta pulga que huyó dando saltos.
—¡«Nigua»…! —repitió señalándola, y luego, entremezclando palabras castellanas, términos de su propia lengua a los que ya el canario había logrado habituarse, e infinidad de gestos y aspavientos, consiguió darle a entender que la tal «nigua» era un bichejo odioso que se introducía bajo la piel dejando allí sus huevos que se multiplicaban por millares invadiendo y pudriendo la carne hasta llegar al hueso.
Ya a solas con el gomero, su explicación no dejó lugar a dudas: o Vargas perdía la pierna o perdía la vida.
Cienfuegos había aprendido bien pronto que Sinalinga no era una mujer, a la que se pudiera acusar de exagerada o alarmista y sabía mucho más de la vida de lo que cabía esperar de una «desnuda salvaje» de una isla perdida, tal vez por el hecho de ser hermana del cacique Guacaraní, o simplemente por poseer una inteligencia fuera de lo común entre los de su raza.
—Lo que ocurre es que es una marimandona con muy mala leche —señaló en cierta ocasión «maese» Benito, cuyos juicios solían ser bastante acertados—. O mucho me equivoco, o te va a costar Dios y ayuda quitártela de encima.
—De momento no tengo ningún interés en quitármela de encima —fue la sincera respuesta del muchacho—. Me siento bien con ella.
—¡Tiempo al tiempo, chaval! Tiempo al tiempo —sentenció el maestro armero haciendo ademán de amenazarle con una lima—. Si a tu edad consientes que una mujer te domine, acabarás jodido.
Aunque acostumbraba aceptar los consejos de su bonachón amigo, en esta ocasión el canario no quiso tomarlos muy en cuenta, ya que aunque admitía que la nativa se mostraba a menudo un tanto exigente y resabiada, en conjunto sabía hacerle la vida increíblemente agradable, sobre todo en cuanto se refería a unas relaciones sexuales en las que demostraba ser maestra indiscutible.
No es que a aquellas alturas de la vida, y tras su maravillosa relación con la alemana, Cienfuegos estuviese necesitado de muchas enseñanzas pero a la larga no le quedaba más remedio que admitir que el universo sexual de una criatura de apariencia terriblemente primitiva ofrecía no obstante una gama tan amplia de insospechadas novedades que en otras circunstancias jamás le hubiera cruzado por la mente la idea de que pudiera existir.
Libre de los tabúes impuestos por la rígida moral cristiana, y sin otros límites aceptados que el del propio placer o el que consiguiera proporcionarle a su pareja, la haitiana sabía dar rienda suelta a su imaginación hasta unos extremos tan disparatados, que con frecuencia el isleño no podía por menos que lanzar rugidos de entusiasmo, para pasar luego largas horas imaginando lo que ocurriría el día en que tuviera ocasión de transmitirle aquel ingente cúmulo de nuevas experiencias a la mujer que seguía amando sobre todas las cosas de este mundo.
Si en un momento determinado de su vida Ingrid Grass le enseñó a ser un hombre, él soñaba ahora con la posibilidad de enseñarle a ser algún día una auténtica mujer, por lo que no le importaba gran cosa permitir entretanto que la agresiva indígena se considerara en ciertos aspectos su dueña y su esclava al propio tiempo.
Por el momento quedó muy pronto patente que cuanto había asegurado con respecto al pobre granadino se cumplía al pie de la letra ya que, tras un largo conciliábulo, «maese» Benito y el viejo Virutas llegaron a la conclusión de que si no se le cortaba la pierna, la gangrena acabaría indefectiblemente con la difícil vida del desgraciado Vargas.
La reacción inmediata de gran parte de la marinería, azuzada en la sombra por el intrigante Caragato, fue culpar de la terrible desgracia al gobernador por el injusto y desmesurado castigo a que había sometido al granadino, lo que trajo aparejado, en buena lógica, que el abismo que dividía a ambas facciones se ensanchase considerablemente.
Maese Benito de Toledo emitió por ello a la tarde siguiente una de sus personalísimas sentencias:
—Esto puede acabar como el rosario de la aurora.
Y las cosas empezaron en verdad a ponerse incómodas a partir del momento en que el Caragato se aproximó a Cienfuegos una mañana en que éste pescaba tranquilamente en lo alto de una roca, para espetarle de entrada y sin más preámbulos:
—¿Estás con nosotros, o contra nosotros?
—¡No jodas! —se asombró el canario—. ¿Otra vez?
—Desde luego. Y ahora no tienes disculpa de que nos encontramos en mitad del océano. Tendrás que decidirte.
—¿Sobre qué?
—Sobre continuar aceptando las órdenes de ese hijo de puta que nos trata como a siervos, o enviarle al infierno y hacer una repartición de tierras y nativos para que nadie pueda discutir nuestros derechos el día de mañana.
—¿Derechos? —se asombró Cienfuegos—. ¿Qué derecho tenemos sobre los nativos o sobre unas tierras que son suyas?
—Tomamos posesión de ellas en nombre de los Reyes.
—En ese caso, supongo que serán los Reyes los que tendrán que decidir. —Dejó a un lado la caña, desentendiéndose de momento de una actividad que le proporcionaba un insospechado placer, y se volvió al asturiano tratando de mostrarse lo más razonable posible—. ¡Escucha, Caragato! —señaló—. Yo no entiendo un carajo de derechos y obligaciones, y lo único que pretendo es llegar cuanto antes a Sevilla. —Se encogió de hombros mostrando su extrañeza—. ¿Para qué quiero unas tierras que no me podré llevar, ni a unos indios que no me servirán de nada?
—Te pagarían bien por ellos.
—¿Por los indios? —se horrorizó el cabrero—. ¿Acaso son cerdos? ¿Qué dirías si de pronto se les ocurriera agarrarnos por el cuello y vendernos a los caníbales para que nos convirtieran en filetes?
—¿Cómo puedes comparar? ¡Son salvajes!
—Menos que nosotros, digo yo, ya que ni siquiera se les ocurre semejante barbaridad. Y lo tienen más fácil.
—¡Que lo intenten! —replicó el timonel súbitamente agresivo—. Me gustaría que lo intentaran para poder demostrarles quién manda aquí.
El isleño le observó desconcertado, ya que ni siquiera lograba concebir que existiesen seres que se plantearan seriamente la posibilidad de esclavizar a sus semejantes por el simple hecho de que hubieran nacido al otro lado del mar, anduviesen desnudos o practicasen diferentes costumbres. Su experiencia de la vida era aún escasa y tenía plena conciencia de la magnitud de sus limitaciones y la abismal profundidad de su ignorancia, pero pese a ello una voz en su interior le dictaba normas de comportamiento que se le antojaban lógicas, y que eran a su entender las que debía seguir hasta que estuviera en condiciones de aprender otras más válidas.
—Jamás me adueñaré de nada que pertenezca a otros —señaló al fin en un tono de voz que no dejaba lugar a dudas—. Y jamás esclavizaré a nadie bajo ninguna circunstancia. Si eso significa estar contra vosotros lo lamento, pero ésa es mi forma de pensar, y no creo que cambie.
—¡De acuerdo! —admitió el de Santoña—. Si te quieres comportar como un imbécil, es tu problema y respeto tu actitud: ¿Qué hay de lo otro?
—¿Qué otro?
—El gobernador.
—¿Qué pasa con el gobernador?
—Que somos muchos los que no estamos dispuestos a aceptarlo. ¿Estás de su parte?
—No. No estoy de su parte, pero tampoco de la vuestra. —Hizo una pausa—. Haz lo que quieras, pero a mí no me metas en líos, y déjame en paz que tengo que llevarle la comida a Sinalinga.
—¡Me gusta esa india! ¿Por qué no me la prestas?
El gomero alargó la mano con intención de atraparle por el cuello, pero el otro dio un ágil salto y se alejó al tiempo que le dedicaba un sonoro corte de mangas.
—Algún día me la tiraré sin que te enteres, Guanche de mierda —gritó mientras se encaminaba al «fuerte»—. Esa golfita tiene aspecto de ser muy cachonda.
—¡Si te agarro te rompo un hueso!
Le lanzó una piedra lamentando no tener a mano la honda con la que habría conseguido quebrarle una pierna a aquella distancia, para esforzarse luego por dedicar toda su atención a los peces olvidando la desagradable charla y cuanto traía aparejado la propuesta del asturiano.
Algo muy grave se estaba gestando en aquel tranquilo rincón del paraíso y lo sabía, porque a la clara división que ya existía entre los españoles, se añadía ahora una nueva escisión en el seno del «Consejo de Ancianos» de los nativos que comenzaban a plantearse la necesidad de exigirle a sus molestos vecinos que abandonaran definitivamente los territorios de la tribu.
Para los frugales y tranquilos haitianos, acostumbrados a vivir en paz y armonía consigo mismos y con la Naturaleza, hasta el punto de que en el transcurso de cientos de años de existencia su entorno o hábitat apenas había experimentado cambio alguno, la fiebre destructiva de los recién llegados, y su voraz e irrefrenable ansia de comida, oro, alcohol, tierra o mujeres se les antojaba en verdad auténtica locura, y no parecían entender a qué venía tanta prisa por quemar una vida que estaba puesta allí para ser disfrutada con calma y con paciencia.
El cacique Guacaraní, que aún soñaba con las campanillas, las telas de colores, los espejos, los rojos bonetes y los collares de vidrio que le permitirían erigirse en líder indiscutible de las tribus vecinas, se mostraba abiertamente partidario de que los semidioses continuasen al alcance de sus ávidas manos, pero tres de los ancianos de más clara influencia del «Consejo» consideraban que la presencia de los malolientes extranjeros no acarreaba más que desgracia, y su opinión comenzaba a cobrar fuerza entre la mayoría de los miembros de la tribu.
Y quedaba por último el difícil problema de la mujer de Guarionex y Lucas Lo-malo.
El viejo y seboso Guarionex, hermano de Sinalinga y del gran cacique Guacaraní, estaba injustamente casado con Zimalagoa, una jovencísima y preciosa muchachita de aspecto realmente angelical, pero atacada de tan insaciable ansia sexual que hacía que continuamente escapase a la vigilancia de su celosísimo esposo para acudir a rondar las cercanías del «fuerte» en busca de cualquier hombre.
La mayoría de los alborotados españoles habían tenido ya más de una aventura en la playa o entre la espesura con la descocada criatura, y tal vez sus locas aventuras no hubieran acarreado mayores consecuencias, de no haber sido por el inoportuno hecho de que el infeliz Lucas Lo-malo cometió el absurdo error de enamorarse de ella.
Lucas, el artillero de mejor puntería de la Armada, gozaba de la simpatía y el aprecio personal de cuantos le conocían, ya que era un hombre esencialmente bondadoso, amable y servicial; una especie de rubicundo angelote caído del cielo con el que nadie se sentía nunca capaz de tener una palabra fuerte ni un gesto agrio.
Su sobrenombre le venía dado por el curioso detalle de que, pese a sus muchas e indudables virtudes, siempre había alguien que solía comentar: —«Lo malo de Lucas es que bebe demasiado» o «Lo malo de Lucas es que juega demasiado» o tal vez, «Lo malo de Lucas es que es muy vago» y llegaron a ser tantos y tan diversos los pequeños defectos que se le encontraron —y que nadie le tuvo nunca en cuenta— que acabó siendo únicamente conocido por el extraño apodo de Lo-malo.
Y lo malo de Lucas una vez más fue que en esta ocasión perdiera la cabeza por una preciosa golfilla de cara de ángel, con lo que su bondadoso carácter comenzó a cambiar hasta el punto de amenazar de muerte a quien osara volver a mancillar la honra de la «inocente» Zimalagoa.
Resultó inútil que incluso su buen amigo el viejo Virutas tratara de hacerle comprender que la honra de Zimalagoa estaba ya más perdida que la propia Marigalante, convencido como se hallaba el desgraciado de que habían sido únicamente la felonía y las sucias artimañas de los hombres, las que sedujeran a una virginal muchachita cuya natural bondad le impedía negar un favor a quien se lo solicitara.
Otro cualquiera hubiera sufrido lógicamente las más crueles burlas por parte de una marinería que no se caracterizaba en absoluto por su sentido de la caridad cristiana, pero visto el grado de obnubilación a que Lucas Lo-malo parecía haber llegado con respecto a una cuestión tan idiota, se estableció una especie de pacto de honor destinado a no volver a tocar en su presencia el delicado tema de la voraz Zimalagoa.
Pero no le bastó con eso.
Su siguiente paso fue encaminarse a la gran choza del archicornudo Guarionex, a exigirle que dejara en libertad a una esposa a la que resulta evidente que no sabía hacer feliz, con el fin de que —tras recibir una oportuna educación y las aguas bautismales— pudiera casarse con él cristianamente.
El resultado fue que el furibundo Guarionex amenazó a su hermano con unirse al grupo de los disidentes decididos a despojarle de su autoridad si no expulsaba de una vez por todas a los indeseables extranjeros, Guacaraní corrió a quejarse de inmediato a Don Diego de Arana, y éste ordenó a Pedro Gutiérrez que azotara al pobre Lucas Lo-malo encadenándole al palo mayor, y provocando por tanto las iras de sus incontables amigos.
—Cuestión de faldas —sentenció una vez más Benito de Toledo—. Aunque la gente ande en pelotas es siempre cuestión de oro, poder o faldas.
—¿Qué va a ocurrir ahora?
—¡Cualquiera sabe! —fue la sincera respuesta—. Si estos salvajes fueran más belicosos puedes estar seguro de que antes de un mes nos habrían pasado a cuchillo, pero por fortuna se trata de la gente más pacífica que haya existido nunca, y aún tendremos que joderles mucho antes de que se decidan a actuar.
Quienes sí se apresuraron a actuar fueron los partidarios del Caragato, ya que al amanecer del día siguiente, cuando Don Diego de Arana abrió la ventana de su barracón y se dispuso a contemplar el maltrecho cuerpo de Lucas Lo-malo encadenado al palo mayor; se encontró con la desagradable sorpresa de que el rubicundo artillero se había esfumado y en su lugar aparecía, ahorcado de lo más alto de la cruceta, un muñeco de paja cubierto con su casaca predilecta.
Fue un duro golpe para alguien tan pusilánime como el primo de Doña Beatriz Enríquez, al que la muda pero elocuente advertencia pareció hacer comprender de improviso que detentar una absolutista autoridad traía aparejados graves riesgos que nunca antes se le habían pasado siquiera por la mente.
Entre los hombres que habían decidido quedarse voluntariamente en Haití, y que eran —lógicamente— los que con más insistencia exigían el reparto de indios y tierras que les permitiera iniciar una nueva vida lejos de España, se encontraban media docena de fugitivos de la Justicia de los que era cosa sabida que tenían sobre sus conciencias más de un delito de sangre, por lo que continuar enfrentándose a ellos acarreaba el riesgo de que cualquier oscura noche el grotesco muñeco fuera alevosamente sustituido por aquél a quien tan evidentemente estaba representando.
El miedo le descompuso de inmediato el estómago obligándole a encerrarse durante casi una hora en la minúscula letrina de la esquina del patio, para llamar luego en su ayuda a Pedro Gutiérrez y tres de sus más fieles seguidores.
La reunión se mantuvo en secreto, pero en el patio los diversos corrillos comentaban que sin duda en aquellos momentos se estaba discutiendo el futuro de la recién nacida colonia, y los principios de autoridad que tan erróneamente había implantado el desafortunado e inexperto gobernador.
Más de uno aprestó en secreto sus armas.
Otros, Cienfuegos y Benito de Toledo entre ellos, se desentendieron por completo del asunto.
Ocultos en una diminuta cala al Este de la amplia bahía, a menos de una legua de distancia, el Caragato, Lucas Lo-malo y ocho «rebeldes» más se mantenían a la expectativa decididos a no dejarse sorprender, mientras desde las márgenes del villorrio los nativos, que parecían haberse dado perfecta cuenta de que algo grave estaba ocurriendo, aguardaban con los ojos fijos en el muñeco de paja que colgaba del palo mayor, y resultaba evidente que las disputas de los semidioses les fascinaban.
Tras varias horas de tensión y cerca ya del mediodía, hizo su aparición Pedro Gutiérrez, que tras guiñar los ojos al violento sol del trópico pidió voluntarios para organizar una expedición hacia el Sur en busca de nuevas tierras para que pudieran ser repartidas entre aquellos españoles que habían decidido establecerse definitivamente en Haití.
—Hacia el Sur se encuentran los territorios de Canoabó —le hizo notar Cienfuegos.
—¿De quién?
—Del Gran Cacique Canoabó, mucho más poderoso y agresivo que Guacaraní —insistió el gomero—. Sinalinga asegura que todos le temen, y establecernos en sus tierras sería como saltar de la sartén para caer al fuego.
—Guacaraní es nuestro aliado, y amigo personal del almirante —replicó el repostero real secamente—. Repartirnos sus tierras significaría arriesgarse a que dentro de un año el virrey nos obligara a devolvérselas.
—Pero Canoabó es muy peligroso. Al parecer es de raza caribe, aunque llegó aquí muy joven y ya no practica el canibalismo.
—Pactaremos con él. Por las buenas o por las malas.
—Un pacto nunca puede hacerse por las malas —intervino Benito de Toledo—. Aparte de que no creo que nos encontremos en situación de imponerle condiciones a nadie. Aquí no hay más de veinte hombres en auténtica capacidad de empuñar las armas, y apenas la mitad con verdaderas ansias de empuñarlas.
—Yo me limito a transmitir órdenes —replicó secamente Pedro Gutiérrez—. Y ahora lo que necesitamos son tres voluntarios. —Se volvió a mirar directamente a Cienfuegos—. Tú eres el que mejor se entiende con esos salvajes y el que mejor sabe desenvolverse por riscos y montañas. Serás uno de ellos.
—¿Voluntario? —ironizó el pelirrojo.
—¡Llámalo como quieras! —fue la agria respuesta—. Al fin y al cabo no eres más que un polizón al que nadie invitó a venir y aún no se te ha castigado por ello. Considéralo una forma de rehabilitación.
Se le unieron dos animosos muchachos de Palos de la Frontera que acostumbraban andar siempre juntos; Mesías «el Negro» y Dámaso Alcalde a los que al parecer apetecía mucho más lanzarse a la aventura de explorar nuevas tierras que continuar como hasta el presente ayudando en la cocina o cavando zanjas.
Entre los tres no contaban siquiera medio siglo y el mayor, Mesías, acababa de cumplir dieciocho años, pero al fin y al cabo formaban parte de la tripulación que había cruzado por primera vez el «Océano Tenebroso» sobreviviendo a un naufragio, y demostrando más entereza de ánimo que la mayoría de los hombres que habían conseguido la dudosa gloria de morirse de viejos.
Les proporcionaron espadas, escudos, algunas baratijas y provisiones para dos semanas, y su Excelencia el gobernador Diego de Arana les asesoró personalmente sobre los auténticos fines de su misión recomendándoles encarecidamente que evitaran cualquier tipo de enfrentamiento armado con los aborígenes, ya que la suya era sin duda una expedición exploratoria de fines eminentemente pacíficos.
—Necesitamos un lugar en el que la tierra sea buena tanto para el cultivo como para el ganado, cerca de una bahía y en la desembocadura de un río. Si no se encuentra habitada, mejor que mejor. ¡Que Dios os acompañe!
—Espero que lo haga —masculló a la salida Dámaso Alcalde—. Porque sin toda su ayuda no sé cómo coño vamos a encontrar un lugar semejante. ¡Este gobernador es un iluso!
—¡No! —sentenció Cienfuegos—. De iluso no tiene un pelo. Lo que pretende es que nos pasemos una temporada dando vueltas por ahí mientras las cosas se calman en el «fuerte». Si cuando volvamos ha conseguido hacerse de nuevo con el control de la situación, le importará un carajo lo que hayamos podido o no encontrar.
—¿Crees que en ese caso vale la pena arriesgarse? —quiso saber Mesías el Negro, que en realidad era más bien oliváceo y un tanto agitanado—. Mi madre no me parió para héroe muerto.
—Supongo que la mía tampoco —admitió el gomero—. Y lo mejor que podemos hacer es encaminarnos hacia levante, evitando en lo posible a las gentes de Canoabó. Por lo visto los costeños suelen ser bastante más pacíficos que los de tierra adentro.
Emprendieron por tanto la marcha al amanecer del día siguiente, apenas la primera luz del sol se anunció en el horizonte, alejándose pesadamente monte arriba, para detenerse una hora más tarde en el último recodo del sendero, a contemplar en silencio el ancho valle de un verde lujuriante, la amplia y tranquila ensenada que se abría al Nordeste, los techos del poblado indígena, y la anárquica y un tanto informe silueta de las empalizadas del desvencijado «Fuerte de la Natividad».
Guardaron silencio porque en su ánimo estaba el hecho de que se encontraban a punto de romper todo contacto con los últimos vestigios de su mundo, para adentrarse en una tierra absolutamente ignota y en la que les podían acechar los más fantásticos peligros y las más monstruosas criaturas que la mente humana fuera capaz de imaginar.
Tribus hostiles, bestias desconocidas, oscuras selvas, altísimas montañas y abismos sin fondo, no serían más que los enemigos ciertos que les estaban aguardando, y a los que se unirían probablemente nuevas e insospechadas dificultades y fantasmagóricas criaturas de las que no tenían en aquellos momentos ni siquiera noticias.
El miserable «fuerte» de carcomidas tablas rescatadas de un naufragio y alzado en el confín de una playa perdida, se les antojaba por lo tanto, visto desde allí, un cálido y acogedor refugio al que tal vez jamás regresarían y del que se alejaban ahora con tanto o más dolor del que experimentaran al separarse meses antes de sus auténticos hogares para emprender la imprevisible travesía del océano.
Sin embargo, para el pelirrojo Cienfuegos que jamás había poseído más casa ni familia que los riscos y montes de su isla, sentir de nuevo bajo sus pies las piedras de empinados senderos, asomarse a los abismos, y aspirar el limpio aire dé las alturas, fue como regresar al fin a su lugar de origen —el único auténtico «hogar» que había conocido—, el lugar y paisaje en que siempre se había sentido a gusto y en el que se sabía a salvo de todos los peligros.
No había que olvidar que «Ha-i-tí» quería decir «Tierra de Montañas», y en la montaña el agilísimo pastor de La Gomera se había considerado siempre indestructible.
Buscó una rama larga, fuerte y flexible, se fabricó una pértiga, y con ella en la mano se sintió tan seguro como si empuñara el arma más mortífera que jamás se hubiera inventado.
Cuando reemprendieron la marcha rumbo a lo desconocido no le temía ya a nada ni a nadie en este mundo.