Cuando la popa de La Niña se perdió definitivamente en la distancia, rumbo al Este, un profundo silencio planeó como una inmensa gaviota negra sobre las cabezas de los treinta y nueve hombres que permanecían al borde del agua contemplando cómo el cordón umbilical que les unía a su mundo se cortaba en dos definitivamente.
Un vacío y una angustia indescriptibles se adueñó incluso de los corazones más insensibles, afectando de igual modo a quienes se habían visto obligados a quedarse a la fuerza en la isla, y a quienes habían elegido voluntariamente renunciar a su país y su pasado.
Una vida humana no está hecha únicamente de carne, sangre, huesos y esperanzas de un futuro mejor, sino también, y de forma muy especial, de recuerdos y vivencias, y aquel triste puñado de hombres solos parecía definitivamente condenado a cortar con una parte tan importante de su existencia, adaptando sus mentes a un «Nuevo Mundo» del que apenas habían entrevisto la más superficial de sus envolturas.
Recostado sobre el torcido tronco de una caprichosa palmera que habiendo nacido en tierra jugaba a dejar caer sus frutos sobre el mar a base de extenderse casi horizontalmente sobre la blanca playa, Cienfuegos se iba haciendo más y más hombre a medida que aprendía a controlar sus emociones impidiendo que unas amargas lágrimas vencieran en su enconada lucha por saltarle a los ojos.
Él era sin duda, de entre los treinta y nueve condenados, quien más perdía al no haber conseguido plaza a bordo de la nave que se alejaba, porque él era el único que estaba perdiendo la posibilidad de volver a amar como pocas veces se había amado en este mundo.
No era un hogar, una familia, honores o riquezas lo que le aguardaban al otro lado del océano, pero lo era también todo al propio tiempo, porque para el humilde cabrero de La Gomera, el cuerpo, los ojos y la voz de Ingrid Grass constituían sin lugar a dudas su hogar, su familia, y la mayor gloria y fortuna que un hombre hubiera podido obtener a lo largo de toda una vida.
Deseaba llorar, y no lloraba.
Deseaba gritar y guardaba silencio.
Deseaba morir y seguía respirando.
Era como si la vesícula le hubiera estallado mansamente para que una amarga bilis inundara sus venas extendiéndose arteramente por cada partícula de su cuerpo, envenenando su sangre y sus pensamientos, y produciéndole un dolor tan hondo y tan sordo que el cerebro no alcanzaba a encontrar una forma de expresarlo abiertamente.
Odiaba al mundo y se preguntaba por qué razón el destino se había empeñado en jugar con él de una manera tan absurda, ofreciéndole lo mejor que un ser humano se atreve a soñar para quitárselo luego bruscamente y lanzarle de improviso a una desquiciada carrera sin objeto, como si un furioso vendaval hubiese arrancado un árbol de raíz para arrastrarlo por los aires y plantarlo de nuevo en mitad del desierto.
Miró a su alrededor y no distinguió más que seres humanos igualmente desolados que tomaban asiento sobre las arenas o las rocas contemplando ya sin ver la estela de la nave que se llevaba su pasado.
Oscuros presagios de tragedia se habían adueñado poco a poco de todas las voluntades, y la que hasta sólo unas horas antes se le antojara maravillosa tierra de promisión en la que algunos imaginaban que les aguardaba un hermoso futuro, se había transformado como por arte de hechicería en hostil presidio del que nadie conseguiría escapar nunca con vida.
Lo quisieran o no, no eran ya más que náufragos burdamente disfrazados de colonos; andrajosos marinos abandonados a su suerte lo más lejos que jamás estuvo nadie hasta aquellos momentos de su lugar de origen, juguetes de los caprichos de un hombre que no dudaba en sacrificarlos fríamente en aras de sus mezquinos intereses.
—¡Lo consiguió! —fue lo primero que comentó el Caragato al tomar asiento a su lado señalando con un gesto el ahora vacío horizonte—. Ya tiene una disculpa para volver.
—¿Qué quieres decir?
—¡No te hagas el tonto, Guanche! —fue la desabrida respuesta del timonel—. Lo sabes muy bien. Al no encontrar ni oro, ni al Gran Kan, sino tan sólo unos cuantos papagayos y salvajes desnudos, necesitaba algo con que convencer a los Reyes de que le permitieran regresar, y ese algo hemos sido nosotros.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —quiso saber Cienfuegos—. En La Niña no cabíamos todos.
—Eso va en opiniones. Y la mía es que las cosas le han salido a pedir de boca.
—¿Incluso el naufragio?
El otro asintió convencido.
—Sobre todo el naufragio. El día oportuno, en el momento oportuno, sin el menor peligro y tras haber permitido por primera vez durante el viaje que toda una tripulación bebiera hasta reventar.
—Era Navidad.
—¡Lo sé! Era Navidad. Un día en que a ningún capitán sensato se le ocurriría la peregrina idea de zarpar con una tripulación borracha cuando no perdía ninguna marea ni tenía prisa por llegar a parte alguna.
—Fuiste tú quien abandonó el timón —le recordó el canario.
—¡Sí! —admitió el asturiano hoscamente—. Fui yo… Pero cualquier otro hubiera hecho lo mismo en las mismas circunstancias. Por primera vez en mi vida me sentía incapaz de mantener los ojos abiertos y te juro por mi madre que después de tantos años de trasegar jarras de vino conozco bien sus efectos. Había algo más.
—El tabaco.
—Yo no pruebo esa mierda.
—El sol y las mujeres.
—Un timonel tiene que estar habituado a aguantar más sol que una veleta, y las mujeres no tiran a toda una tripulación bajo las mesas. Había «algo más»…
—Prefiero no escucharte —replicó Cienfuegos con un tono de voz extrañamente serio—. Lo que insinúas puede convertirse en una acusación que te lleve a la horca.
—No me asusta la horca… —replicó el otro con calma—. Lo que teníamos que haber hecho era tirar a ese sucio judío por la borda hace ya mucho tiempo. Pero os dio miedo, y ahora estamos aquí, a merced de esos salvajes y sin la más mínima posibilidad de regresar a casa.
—¡Volverá!
—¡Sí, desde luego! Volverá, de eso estoy seguro… Pero de lo que no lo estoy, es de que consiga volver a tiempo.
—¿A tiempo de qué? ¿Qué puede ocurrir?
—¡Muchas cosas, muchacho! Probablemente, demasiadas.
Se alejó por la playa tal como había venido, sin aparente prisa por llegar a parte alguna puesto que no había allí lugar alguno al que ir, y Cienfuegos advirtió cómo al fin iba a tomar asiento junto a uno de los gavieros, para volver a señalar de nuevo el horizonte y repetir sin duda idénticas acusaciones.
¿Podía asistirle alguna razón en lo que había insinuado?
Más que nadie, Cienfuegos disponía de suficientes elementos de juicio como para considerar seriamente el punto de vista del asturiano, puesto que hora tras hora se preguntaba qué era lo que en verdad cruzaba por la mente del almirante aquella aciaga noche en que se detuvo frente a él, le miró como si se encontrase a miles de millas de distancia, pareció a punto de darle una orden o inquirir por qué razón se había consentido que el más inexperto de los grumetes gobernase la nave capitana, para acabar por guardar silencio y encerrarse en su camareta.
¡Era todo tan confuso!
Tal vez, de haber sabido que días más tarde La Pinta y La Niña volverían a encontrarse frente a las costas de La Española, y de que a pesar de la repetida insistencia de sus capitanes de regresar en busca de los que habían quedado en el mal llamado «Fuerte de la Natividad», el virrey se había opuesto a volver, las ideas del cabrero hubieran concluido por aclararse definitivamente.
En La Pinta había espacio suficiente para treinta y nueve hombres más, y a partir de aquel momento no existía ya la disculpa de las prisas por adelantar a Martín Alonso Pinzón, pero no obstante la orden de Colón fue poner rumbo a España sin pérdida de tiempo, despreciando las vidas de quienes se habían visto obligados a quedarse atrás.
El virrey de las Indias jamás accedió a dar explicaciones sobre la razón de un acto tan cruel e insensato, e incluso cuando mucho más tarde tuvo ante sus ojos la innegable evidencia de la terrible tragedia que había provocado, se negó a aceptar su indiscutible responsabilidad sobre los hechos, considerando tal vez —como suelen hacerlo la mayoría de los gobernantes— que todo sufrimiento ajeno está plenamente justificado siempre que convenga a los fines de quienes se consideran elegidos por el dedo del destino.
Pero aquellos detalles carecían ahora de importancia.
Ahora, allí, en la isla, arrinconados entre una espesa selva desconocida y un tranquilo océano infestado de tiburones, lo único que importaba era esforzarse por sobrevivir por lo menos un año, y concluir un improvisado «fuerte» utilizando los restos de la que había sido la altiva y fiel Marigalante.
Diego de Arana, sumiso y mustio servidor del almirante durante los largos meses de travesía, hasta el punto de que casi nadie a bordo parecía haber reparado en la existencia de aquel hombrecillo encorvado y calvo con más trazas de sacristán o escribano que de marino, pareció descubrir de improviso —cuando ya ni las velas de La Niña se avizoraban por parte alguna— que en lo más profundo de su escuálido pecho había dormido siempre un auténtico conductor de multitudes, por lo que se apresuró a impartir inapelables órdenes de cómo y dónde debían alzarse las empalizadas y los fosos, y cuáles eran las nuevas obligaciones de cada uno de sus súbditos.
—¡Disciplina! —fue su norma—. Trabajo y disciplina.
Comenzó por tanto a cometer errores, y quizás el más grave de entre todos ellos fue el de abrigar el convencimiento de que si no quería dejarse arrebatar aquel dulce poder que el amante de su prima le había otorgado tan caprichosamente, lo primero que tenía que hacer era ejercerlo para imbuir en el ánimo de todos la absurda idea de que sin él no era concebible abrigar esperanza alguna de supervivencia.
—Planta el palo mayor de la Marigalante en el centro del patio —le ordenó a su lugarteniente, Pedro Gutiérrez—. Y advierte a todos que quien desobedezca permanecerá una semana atado a él tras recibir veinte latigazos. Y al que reincida, lo ahorco.
Al obtuso repostero real, que jamás había hecho otra cosa que asentir a cuanto un superior insinuase, ni siquiera se le cruzó por el reblandecido cerebro la más mínima duda de que aquélla fuese la mejor forma de tratar a unos hombres que aún no habían salido del profundo estupor que significaba acostumbrarse al hecho de que los habían abandonado a su suerte, y cuanto hizo por tanto fue actuar como desafinada caja de resonancia, desmesurando, con broncas voces e intempestivas amenazas, la inoportuna orden.
Dos días más tarde, y cuando un estrábico granadino apellidado Vargas, acudió a hacerles notar que se había quedado voluntariamente en la isla, no para ejercer funciones de soldado o constructor de fortalezas, sino con la pacífica intención de levantar una casa y cultivar unos campos como hombre libre y sin obligaciones militares, la respuesta inmediata fueron los ya citados latigazos y una semana abrasándose al sol.
Los nativos no salían de su asombro.
De pronto descubrían que aquellos extraños «semidioses» de absurda vestimenta a los que con tanta simpatía habían acogido y con quienes habían disfrutado de una especie de maravillosa y divertida luna de miel hecha de fiestas y regalos, podían comportarse de una forma cruel y despiadada, actuando como si de la noche a la mañana se hubieran convertido en sus peores enemigos.
El «fuerte» alzaba sus hostiles muros de cara a sus humildes chozas, y a las anchas sonrisas y la eterna bienvenida a bordo sucedían ahora miradas de recelo y agrias palabras, como si los extranjeros no fueran capaces de advertir que ellos siempre habían carecido de armas, pertenecían a la tribu más pacífica del mundo, y nada tuvieron nunca en común con aquellos temidos caribes o caníbales que de tanto en tanto acudían a robar mujeres o a devorar a sus hijos.
¿Cómo era posible que un hombre azotase brutalmente a otro por un simple intercambio de palabras?
¿Cómo podían permitir que un ser humano se consumiese bajo un sol de fuego mientras las moscas se cebaban en su sangre y el pus de sus heridas?
¿Actuaban siempre así los extranjeros dueños del trueno y de los mil objetos portentosos?
Ellos, que habían llorado al asistir al desastre de la gran casa flotante, y que se habían ofrecido de todo corazón para ayudar en cuanto estaba en su mano a los infelices náufragos, se sorprendían ahora al observar cómo la sincera amistad de los primeros días parecía ir dejando paso a una latente animadversión, que comenzaba extrañamente en la propia relación entre los mismos semidioses.
Cienfuegos, observaba.
Infantil e inocente aun en lo más profundo de su ser, los vertiginosos y desagradables acontecimientos que se habían ido desarrollando ante sus ojos en los últimos tiempos comenzaban poco a poco a carcomer su ánimo, obligándole a hacerse hombre a toda prisa incluso en contra de sus más íntimos deseos.
Echaba de menos a Luis de Torres.
El astuto intérprete y el afable Juan de la Cosa habían llegado a convertirse con el paso del tiempo en sus mejores amigos y se sentía como huérfano y sin protección desde el instante en que se despidiera de ambos en la playa.
—¡Cuídate! —suplicó el converso—. Yo volveré a por ti.
—No se preocupe —replicó el gomero agradecido—. Ya ha hecho bastante por mí. —Se interrumpió un instante—. Pero necesito un último favor.
—¿Qué le comunique a tu amada dónde estás? —sonrió el otro comprensivo—. No te inquietes: tenía pensado hacerlo. —Le colocó afectuosamente la mano sobre el hombro—. Pero a cambio quiero que me prometas algo.
—Lo que usted diga.
—Para cuando vuelva tienes que saber leer y escribir correctamente. He hablado con «maese» Benito de Toledo, el maestro armero, y está dispuesto a ayudarte.
—Cuente con ello.
Cienfuegos no era de los que hacían falsas promesas y por ello cada anochecer, en cuanto concluía el trabajo diario y no le correspondía turno de guardia, se encaminaba al chamizo en que el obeso toledano había establecido la armería y se aplicaba durante una larga hora a dibujar letras sacando mucho la lengua, o a tratar de descifrar un manoseado libro que el otro accedía a prestarle siempre que lo leyera sobre la mesa, y sin tocarlo, hasta el punto de que cuando el canario concluía una página tenía que llamarle para que le pasara cuidadosamente la hoja.
«Maese» Benito era un tipo pintoresco y bondadoso aunque algo maniático, y formaba parte del grupo de los que habían optado por quedarse en el «Nuevo Mundo» convencidos de que el antiguo ya nada tenía que ofrecer. Misógino e introvertido, se decía que había asesinado a su mujer en el transcurso de una discusión religiosa, aunque otras versiones aseguraban que en realidad su esposa, una atractiva muchacha judía, había preferido compartir el exilio con los de su raza, a convertirse al cristianismo para poder continuar a su lado.
Cienfuegos sospechaba que al menos cinco de los miembros de la tripulación que habían decidido desembarcar por propia voluntad, eran en realidad judíos o ladinos que fingían haber abrazado una fe que no sentían, y que abrigaban la esperanza de que a este lado del océano las imposiciones de los Reyes y la Iglesia no fuesen tan estrictas.
Luis de Torres le había hablado a menudo del dantesco y bochornoso espectáculo que constituyeron en su día las caravanas de judíos, que por culpa de una ley injusta y racista se habían visto obligados a abandonar sus hogares y la patria de sus antepasados en una masiva emigración hacia las costas del norte de África, expulsados por el fanatismo de unos reyes que abrigaban el absurdo convencimiento de que únicamente quien creyera ciegamente en Cristo podía engrandecer a su patria.
Nadie se atrevió a advertir a los todopoderosos soberanos que con aquel cruel y estúpido acto de barbarie condenaban a su país a un negro e interminable período de estancamiento, ya que los judíos habían detentado, por tradición, la mayoría de los oficios directamente relacionados con la ciencia y la cultura.
Obsesionados por los efectos de una larguísima contienda para liberar a la Península del dominio musulmán, los cristianos se habían concentrado preferentemente en la práctica de las artes marciales, relegando a un lado las humanísticas, y ahora, cuando ya el último bastión árabe había caído, en lugar de volver los ojos hacia quienes podían transformar una sociedad eminentemente guerrera en otra más pacífica y evolucionada, los expulsaban.
Mal aconsejados, y cegados sin duda por su reconocida soberbia, Doña Isabel y Don Fernando no habían sabido calcular los demoledores efectos de tan insensata orden, menospreciando a todas luces la firmeza de las creencias de todo un pueblo, hasta el punto de que, cuando al fin comprendieron la magnitud del daño que estaban causando, no demostraron poseer el coraje suficiente como para enmendar su gigantesco error.
La estructura de toda una sociedad se vino por tanto súbitamente abajo, puesto que de pronto desapareció un altísimo porcentaje de sus intelectuales, arquitectos, médicos, científicos y artesanos más cualificados, a la par que un gran número de familias se destruían al impedirse que seres de distintas creencias pudieran compartir un mismo techo.
Si había sido ése el caso de «maese» Benito de Toledo, o si por el contrario se trataba de un simple crimen pasional, el canario jamás conseguiría averiguarlo, pero lo cierto fue que con el transcurso del tiempo aprendió a tomarle un especial afecto al gordinflón toledano, por más que nunca llegara a ocupar el puesto del converso Luis de Torres.
El maestro armero, crítico observador desde su mesa de trabajo de todo cuanto sucedía en el «fuerte», no tardó tampoco en pronosticar que un sinfín de irremediables desgracias se cernían sobre las obtusas cabezas de la diminuta comunidad, lamentando profundamente el hecho de que los seres humanos fueran tan proclives a llevar consigo sus peores instintos y sus más feas costumbres por lejos que pudieran trasladarse.
—Estamos aquí —dijo una noche en que una lluvia caliente y torrencial se desplomaba a chorros sobre la bahía impidiendo poner un pie fuera del tosco chamizo— en otro país y otro clima, rodeados de plantas, animales y hombres diferentes, y en lugar de aprovechar la maravillosa oportunidad que se nos brinda de construir un mundo nuevo y más perfecto, nos limitamos a importar antiguos vicios, esforzándonos por crear una pésima caricatura de nuestra más decadente sociedad.
—No puedo entender de qué me habla —replicó convencido el cabrero—. Yo siempre viví solo.
—¡Dichoso tú, y maldito el día en que decidiste abandonar tu soledad! —fue la respuesta—. Porque de todas las desgracias que pueden ocurrirle a un hombre, el noventa por ciento le suelen acontecer por culpa de otros hombres… —sonrió apenas—, o de una mujer.
Una de estas mujeres había hecho una vez más su aparición en la vida del joven Cienfuegos, cuyo destino parecía marcado por la innegable atracción que, sin proponérselo, ejercía sobre la mayoría de ellas, ya que desde el momento en que la pequeña Sinalinga le descubrió cortando un grueso tronco de roble con el torso desnudo, jadeante y sudoroso, no cejó ni un instante hasta acabar compartiendo con él una ancha hamaca.
Fue ésta en principio una aventura en cierto modo frustrada, ya que pese a que el cabrero había admirado desde su llegada a Guanahaní la aparente comodidad de las extrañas redes en las que los nativos acostumbraban a dormir a salvo de la humedad y el ataque de hormigas, alacranes o escorpiones, jamás se había decidido a utilizarlas, y mucho menos aún en compañía de una mujer.
Hacer por tanto el amor sobre una de ellas se le antojó empresa más propia de funambulistas que de seres normales, y las tres primeras intentonas concluyeron dando con sus huesos en tierra, lo que trajo aparejado de inmediato la falta de concentración en el acto y la consiguiente decepción por parte de la ardiente nativa.
Era ésta una mujer de corta estatura pero rotundas formas, cintura estrecha, magníficas caderas y un firme trasero que causaba la admiración y provocaba los silbidos de la marinería, pero era al propio tiempo una mujer que sabía muy bien lo que buscaba, puesto que al advertir que la aventura de la hamaca no daba el resultado apetecido, se apresuró a aferrar al muchacho por las muñecas arrastrándolo al suelo y llevando a feliz término su primitivo propósito hasta el punto de que al día siguiente el orondo Benito de Toledo no pudo por menos que asombrarse ante el demacrado aspecto y las notorias dificultades con que su único alumno parecía moverse.
—¿Qué te ocurre? —inquirió preocupado.
—Nada. ¿Por qué?
—Tienes un aspecto horrible. ¿Estás enfermo?
—Me caí de un «chinchorro» —fue la extraña respuesta—. Y lo peor no estuvo en la caída, sino en lo que me esperaba abajo. A poco más no me levanto nunca.
—¿La indiecita?
—La indiecita es como toda una tribu hambrienta, y a veces me pregunto si no tendrá algo de sangre de esos caribes de los que se comen a la gente.
—Pues ándate con ojo porque tengo entendido que es hermana del cacique Guacaraní, y ése es un pájaro de cuenta del que no me fío un pelo: sonríe demasiado.
—Es que es amable.
—«De los tipos amables líbreme Dios, que de los jodidos ya me libraré yo» —sentenció el cazurro toledano—. Cada vez que aparece por aquí puedo advertir cómo sus ojillos chispean de codicia, porque debe estar convencido que si se apoderara de tanta chuchería como guardamos en el almacén, se convertiría en el reyezuelo más poderoso de la región. Le gusta más un espejo que a un cura un entierro con caballos.
A decir verdad, Cienfuegos tampoco simpatizaba con el pintarrajeado jefezuelo de la tribu, un tipo untuoso y servil por el que el almirante había demostrado siempre una especial deferencia, pero que desde que éste había desaparecido en el horizonte había comenzado a modificar sensiblemente su amistosa actitud.
Una cosa debía parecerle mostrarse hospitalario con los gigantescos «semidioses» que realizaban una corta visita a sus costas ofreciendo maravillosos regalos a cambio de unos cuantos adornos de oro o multicolores papagayos, y otra muy distinta tenerlos como ruidosos e incómodos vecinos que no cejaban ni un momento en su empeño de molestar a las mujeres o pedir más y más alimentos.
Para Guacaraní lo que las muchachas solteras hicieran o dejaran de hacer con los ansiosos españoles era cosa que tan sólo a ellas incumbía, pero cuando alguno de sus guerreros acudía a quejarse de que los extranjeros habían asaltado en la espesura a su mujer disponiendo de ella contra su voluntad, comenzaba a inquietarse.
Él era realmente un gran cacique, pero si como tal tenía derecho a exigir respeto y un trato especial, también tenía la obligación de proteger la vida, la hacienda y el honor de los miembros de su tribu y estaba claro que los recién llegados no se mostraban muy dispuestos a respetar gran cosa.
En especial, a las mujeres.
O a los niños.
Una tarde el cadáver de un muchachito apareció oculto entre la espesura. Debía llevar por lo menos tres días allí y resultaba evidente que, había sido golpeado, violado y estrangulado, lo que provocó de inmediato que un clamor de ira se extendiera como una inmensa ola sobre el poblado indígena, y al poco el desnudo y emplumado Guacaraní acudió al «fuerte» en compañía de media docena de ancianos consejeros, exigiendo aclaraciones por parte de sus nuevos vecinos.
Don Diego de Arana montó en cólera lanzando espumarajos por la boca y amenazando con despellejar vivo al maldito salvaje que osara acusar de asesino y sodomita a un español bajo su mando, puesto que era cosa bien sabida que «El pecado nefando no existía ni existiría nunca» entre los católicos súbditos de sus Católicas Majestades.
Resultaba difícil aclararle a un nativo que apenas entendía media docena de palabras castellanas un concepto semejante, y todo cuanto se consiguió fue calmarle con un sinfín de regalos para él y para la familia del muchacho, pese a que el gobernador Arana insistió en señalar que no debían considerarse como una especie de pago o reparación, ya que su gente nada tenía que ver con semejante hecho, sino tan sólo una muestra de afecto y simpatía ante tan sensible pérdida.
Despidieron al jefezuelo con la reiterada recomendación de que buscase dentro de su comunidad al autor de tan execrable crimen, pero apenas los indios hubieron traspasado la ancha puerta de la empalizada, Diego de Arana llamó urgentemente a Pedro Gutiérrez, Benito de Toledo, Sebastián Salvatierra y un viejo carpintero al que apodaban Virutas, para encerrarse con ellos a estudiar durante toda una larga noche la desagradable y comprometida situación.
Tanto entre los miembros del citado cónclave, como entre el resto de los hombres que permanecían en los chamizos y barracones, las opiniones se radicalizaron de inmediato entre dos versiones totalmente contrapuestas: la de quienes aseguraban que aquél no era más que un problema interno de unos viciosos y amorales salvajes desnudos, que intentaban cargarles el muerto aprovechando la ocasión para obtener algún beneficio en forma de regalos, y los que aceptaban la posibilidad de que el asesino se encontrara en el «fuerte».
El Caragato, era el más firme defensor de esta segunda opción.
—«Ellos» aceptan la sodomía —dijo—. La aceptan e incluso la practican abiertamente, ya que hemos visto a media docena de «locas» que se mueven y comportan como auténticas mujeres sin ningún tipo de rubor o cortapisa… Y un sodomita que tiene libertad para mantener una relación con otro hombre, no tiene por qué cometer un crimen semejante…
—¿Lo dices por experiencia? —inquirió con intención el malencarado aragonés con el que una vez estuviera a punto de matarse—. ¿Qué sabes tú de sodomitas?
—Menos que tú, probablemente, hijo de puta… —fue la agria respuesta—. Pero yo tengo una cabeza que me sirve para algo más que para llevar cuernos y boina. Y me apuesto la paga de este año a que quien mató a ese niño no puede ser más que un maldito «ocultón» malnacido que ha sabido siempre que si llegaran a descubrir su vicio le cortarían el nabo para obligarle a comérselo ¿Alguien acepta la apuesta?
Se hizo un pesado silencio, roto tan sólo por el batir del mar contra la playa, puesto que aunque el rijoso timonel fuese un tipo desagradable y áspero, todos reconocían que era probablemente el más inteligente de entre ellos, y entraba muy dentro de lo posible que en aquel caso concreto tuviese toda la razón del mundo.
—Supongamos que sea como dices —intervino por último Cienfuegos—. ¿Qué podemos hacer?
—Descubrir al culpable y hacer que se coma sus propios huevos antes de colgarle del palo mayor.
Hubo un largo, pesado e incómodo intercambio de miradas, y por último, el granadino Vargas que por haber pasado una semana encadenado y encontrarse aún postrado en un jergón e incapaz de moverse era el único que quedaba libre de toda sospecha, señaló:
—Sembrar semejante semilla de desconfianza, no puede conducir a nada bueno. Os recuerdo que tenemos que pasar juntos por lo menos un año, y que ese hijo de perra de Arana no piensa hacernos la vida nada fácil. Si no nos andamos con cuidado, esto puede convertirse en un infierno. ¡Y yo sí que lo sé por experiencia!
A la tarde siguiente, el canario no pudo por menos que comentar con «maese» Benito la escena que había tenido en el barracón, a lo que el cachazudo maestro armero no hizo más que asentir con gesto pesimista:
—Razón tiene el granadino —admitió—. Y algo así me venía temiendo hace días, aunque nunca imaginé que llegara a ser tan sucio. No cabe duda de que el «civilizado» no puede evitar llevar consigo la corrupción donde quiera que vaya.
—¿Y quién puede haber sido? Por más que busco a mi alrededor no se me ocurre nadie.
—¡Olvídalo! —replicó el otro con rapidez—. Ni lo pienses siquiera, porque el simple hecho de pensarlo te llevará a desconfiar de todos, y por ese camino acabaríamos odiándonos los unos a los otros. ¿Quién te asegura que no pude ser yo, por ejemplo? ¿Qué sabes en realidad de mí y de mis aficiones? ¿Cómo podrías sentarte a mi lado o quedarte dormido sobre la mesa imaginando que en cualquier momento puedo asesinarte?
—¡No diga tonterías!
—¿Por qué tienen que ser tonterías? ¿Porque me conoces? —Hizo un amplio ademán con las manos, abriéndolas en una especie de gesto de impotencia—. Aquí los conoces a todos, quien quiera que sea, oculta su culpa en lo más íntimo de su corazón, y allí no conseguirás llegar nunca. ¡Olvídalo! —repitió—. Obsesionarte con ello no conduce a nada.
Era sin duda un buen consejo, pero muy difícil de seguir, ya que la sombra del crimen se había establecido como un gigantesco torreón que dominara el «fuerte» envenenando la relación entre sus habitantes, que no conseguían liberarse de la sensación de crispación que se había apoderado de la mayoría por el hecho de imaginar que quien dormía a su lado podía ser un sucio asesino homosexual.
—No me importaría morir en un naufragio —musitó una tarde el viejo Virutas—. Ni que me mataran de un navajazo en una riña o en lucha abierta con los salvajes de ahí enfrente, pero la sola idea de que alguien me estrangule para darme luego por el culo, me quita el sueño.
—¿Culo? —se asombró el Caragato divertido—. ¿Qué culo, Virutas? Tú el culo te lo debiste dejar hace cien años en algún sillón que vendiste en Pamplona. —Le dio una afectuosa cachetada en la granujienta mejilla—. ¡Duerme tranquilo! —añadió—. No eres mi tipo y tu culo está a salvo.
—¿Cómo puedes bromear con algo tan terrible? —se sorprendió Cienfuegos—. No lo entiendo.
—Yo soy capaz de bromear hasta con el cadáver de mi padre, Guanche —replicó el timonel con absoluta sinceridad—. Cuando murió, y como siempre había sido un borrachito sin remedio, decidimos montarle el velorio en la taberna, pero hacia la medianoche, y ya con demasiadas copas encima, a alguien se le ocurrió preguntar si el ataúd flotaba. ¡La que se armó! Dejamos al viejo recostado contra la barra, nos fuimos todos a la playa a comprobarlo, y cuando regresamos nos encontramos a otro borrachito muy cabreado porque llevaba más de media hora contándole chistes a mi viejo sin conseguir que sonriera ni siquiera una vez. ¿Qué te parece?
—Que eres muy bestia.
—Tengo que serlo. Siempre fui más pobre que las ratas, nunca me acosté más que con putas, y salvo mi padre, todos los hombres de mi familia murieron ahogados. Mis cuatro hermanos durante la gran galerna del ochenta y siete… Si tienes hermanos sabrás lo que eso significa.
—No tengo hermanos. —El canario hizo una corta pausa—. Nunca tuve a nadie.
—¿A nadie? —se sorprendió el otro cambiando bruscamente el tono—. ¿A nadie de nadie?
—A nadie de nadie. Mi madre murió siendo yo un niño, y me crie casi completamente solo en las montañas.
—Eso no es bueno, muchacho —sentenció el timonel—. Nada bueno, pero no me negarás que al menos ofrece una ventaja: te impide sufrir el dolor de ir perdiendo a los seres que amas.
Era en verdad un tipo extraño el Caragato; uno de esos individuos que tienen la rara habilidad de provocar de inmediato odios o afectos, consiguiendo una atracción total o un absoluto rechazo, pues a pesar de ser un hombre de no muy fuerte complexión, potente voz o especial presencia, su particular sentido de la observación y una inquietante habilidad para encontrar siempre la frase más hiriente en el momento más oportuno le convertían en un personaje especialmente temido y admirado por el conjunto de una tripulación por lo general bastante obtusa.
Cienfuegos tampoco había tenido nunca muy claro qué era lo que en verdad sentía por él, ya que si bien en un par de ocasiones habían chocado frontalmente, el timonel no demostraba guardarle rencor por ello, siendo quizás aquél el único defecto del que jamás solía hacer gala.
Odiaba eso sí, callada o abiertamente a mucha gente, en especial al gobernador Diego de Arana y a su sumiso lacayo Pedro Gutiérrez, más conocido por el Guti, aunque tal vez más que odio a las personas en sí, lo que el atravesado asturiano sentía era un instintivo rechazo hacia todo aquello que representase de algún modo cualquier tipo de autoridad.
«Maese» Benito por su parte lo despreciaba abiertamente.
—Es un liante —solía decir cada vez que el isleño lo mencionaba—. Y mi consejo es que te apartes de él y todos los de su «cuerda». Este lugar es muy pequeño, y me temo que pronto no habrá sitio para los Caragatos y los Aranas.
—No le entiendo.
—¡Ya entenderás, muchachito! Ya entenderás. Acostúmbrate a la idea de que, vayas donde vayas, el mundo se divide siempre en facciones, y todos pretenderán que te adhieras a una. Somos tipos gregarios a los que tan sólo nos dejan solos para aquello que jamás desearíamos estarlo: morir.
A menudo el cabrero no conseguía captar la totalidad de los conceptos que el maestro armero trataba de imbuirle, pero le agradaba escucharle porque era un hombre al que la vida le había ido revelando con el paso del tiempo muchos de sus secretos, proporcionándole una fatigada sabiduría que no parecía en absoluto interesado en emplear ya más en su propio provecho.
Lo que sí estaba claro, era que aquella profunda división que había pronosticado comenzó muy pronto a concretarse, ya que frente al pequeño grupo de los dispuestos a aceptar a ojos cerrados la suprema autoridad de Don Diego, que le venía otorgada por el propio virrey, lo que era tanto como decir de los mismísimos Reyes de España y casi de Dios, iba tomando cuerpo un compacto bloque de disidentes que empezaba a plantearse la auténtica validez de semejante autoridad.
—Si éstas son en verdad las tierras del Gran Kan, los Reyes no tienen ningún derecho sobre ellas —argumentaba el timonel en buena lógica—. Y si no lo son, pertenecen a quienes se aposenten en ellas y las trabajen. Y ésos somos nosotros.
—Habrá oro, tierras y honores para todos cuando Colón regrese —puntualizaba el gobernador—. Él le entregará a cada cual lo que le corresponda.
—¿Y si vuelve con nuevas gentes que pretenden disputarnos lo que es nuestro?
—Nada es nuestro —fue la firme respuesta—. Todo pertenece de momento a la Corona, o en su defecto, a los nativos. Tan sólo cuando el almirante tenga a bien hacer las «reparticiones» tendremos derecho a considerarlo nuestro.
Pero muchos no estimaban justo que fuera el hombre que los había abandonado a su suerte en el último rincón del mundo el que tuviera que regresar a señalarles con qué pedazo de ese mundo podían quedarse, y ya eran varios los que, sin contar desde luego ni con el gobernador ni con los nativos, se habían adjudicado a sí mismos la mayor parte de las tierras, bosques, y ríos de las proximidades.