La noche estaba en calma.
El mar, como un espejo.
Existían dos lunas al reflejarse la auténtica en aquellas mansas aguas, y una brisa muy suave empujaba las naves transportando desde la orilla un denso olor a flores, papayas, mangos, guayabas y tierra húmeda y caliente.
Jamás existió una noche tan perfecta.
El Niño-Dios había nacido.
Los hombres habían pasado el día celebrándolo, y con el anuncio de las primeras sombras un viento favorable que era casi un suspiro que abultaba apenas los vientres de las velas invitó al almirante a ponerse en camino rumbo al Este, abandonando la tranquila bahía en que habían conmemorado tan señalada fecha en compañía de más de un centenar de hospitalarios indígenas.
La marinería estaba cansada.
Había bebido en exceso, y tras un largo día de fuerte sol, mar, mujeres y unos gruesos tabacos a los que la mayoría aún no había conseguido acostumbrarse, muchos optaron por dejarse caer sobre las literas o en la misma cubierta para roncar sonoramente en cuanto las proas enfilaron la bocana y comenzaron a navegar sin ni tan siquiera un leve balanceo por aquellas tibias y cristalinas aguas que se dirían de seda.
Acodado en la borda, Cienfuegos fumaba en silencio disfrutando de la magia del hermoso momento, ya que su natural fortaleza, el hecho de no beber alcohol, y el estar más habituado a los efectos del tabaco, hacía que se encontrase en bastante mejor estado que la mayoría de sus compañeros, lo que le permitía concentrarse en el recuerdo de la maravillosa mujer que continuaba ocupando todos sus pensamientos y con la que quizá muy pronto conseguiría reunirse nuevamente.
¡Regresaban a Sevilla!
Oficialmente Colón aún no había dado la orden, pero corría el rumor de que Juan de la Cosa empezaba a preparar la nave —«su» nave— para la larga y tal vez difícil travesía del Océano.
El almirante aún pretendía explorar un poco más las costas de «La Española» en un desesperado intento por encontrar oro y a la espera de un posible regreso de La Pinta, pero era ya cosa sabida que con los primeros días del nuevo año pondrían definitivamente rumbo al Este, de regreso a España.
Y en España estaba Sevilla.
Y en Sevilla, Ingrid.
El canario —tan inocente en todo— jamás abrigó la duda de que la vizcondesa cumpliera su promesa de buscarle, y estaba plenamente convencido de que al llegar a puerto lo primero que distinguiría entre la multitud sería su hermosa melena rubia agitándose al viento y sus profundos ojos azules invitándole en silencio a poseerla.
Y es que a pesar de ser uno de los primeros seres humanos que habían atravesado de parte a parte el inmenso «Océano Tenebroso», para el infeliz cabrero el mundo continuaba siendo algo realmente pequeño en el que a la hora de la verdad apenas tenía cabida algo más que su amor por la alemana y el maravilloso universo particular que habían sabido crearse juntos. El hecho por tanto de que ella se encontrase en Sevilla y supiese que llegaba a bordo de la Marigalante se le antojaba absolutamente lógico por más que Luis de Torres pudiese juzgarlo una imbecilidad de tamaño gigante.
Observó la larga hilera de palmeras que iban desfilando a estribor y que parecían barrer con las sombras de sus penachos un mar hecho de plata, y no pudo evitar evocar aquellas otras palmeras de su isla, ¡tan distintas!, a cuyos pies más de una vez se amaron locamente.
¡Qué lejos se encontraba!
¡Qué lejos y, sin embargo, qué cerca la sentía!
¡Pronto estaría a su lado!
¡En Sevilla!
—¡Guanche! —llamó una aborrecida voz inoportuna que le obligó a volver a la realidad—. ¡Ven aquí un momento!
—¡Déjame en paz!
—¡Ven te digo! —insistió el Caragato—. Sólo un momento.
Acudió de mala gana junto al rijoso asturiano que parecía a punto de caer desplomado a causa del sueño y la bebida, y que se limitó a ponerle en la mano la caña del timón.
—¡Llévalo tú! —pidió—. Yo es que no veo.
El muchacho dio un paso atrás horrorizado.
—¿Yo? —repitió con hilo de voz—. ¿Te has vuelto loco?
En mi vida he tocado un timón. ¡Llama a otro!
—Todos están durmiendo. O borrachos. —Hipó sonoramente—. Y yo ambas cosas. ¡Aguanta aquí! —ordenó malhumorado—. No tienes más que mantenerlo a la vía. Va solo y sin problemas.
—¡No!
—¡Cógelo, coño!
—¡Te repito que no!
—¡Tú verás lo que haces! —fue la desabrida respuesta del de Santoña que abandonó su puesto dejándose caer sobre un montón de lonas—. ¡Hasta aquí llegué!
Al instante cerró los ojos y pareció como si le hubieran propinado un mazazo en la cabeza, puesto que a pesar de que el cabrero le agitó violentamente no fue capaz de reaccionar ni tan siquiera para lanzar un leve gemido.
—¡Caragato! —casi sollozó el pelirrojo atemorizado—. ¡No me hagas esto, Caragato…! Yo no sé un coño de esto.
Sus empeños resultaron inútiles aunque trató de ponerle en pie alzándolo por los sobacos, ya que el timonel parecía haberse convertido de improviso en un informe saco de huesos deslavazados.
El barco dio un bandazo.
El timón derivó levemente, el viento restalló contra las velas, la botavara de popa bailó por un instante y el asustado Cienfuegos optó por dejar caer al Caragato y lanzarse sobre la caña a intentar enderezar la nave obligándola a regresar a su primitivo y pacífico rumbo.
Resultó más sencillo de lo que hubiera imaginado nunca porque, con semejante mar y un viento tan liviano y sin malicia, la Marigalante se comportaba con tal docilidad que incluso un niño hubiera sido capaz de gobernarla.
A los diez minutos, pasado el primer susto, Cienfuegos ganó confianza.
Luego le tomó gusto al trabajo.
Era algo grandioso encontrarse en pie en el alcázar de popa del más hermoso navío que hubiera visto nunca, deslizándose dulcemente sobre un cristal bruñido y viendo pasar a estribor un ejército de palmeras que parecían saludarle, hipnotizado por el rielar de la luna en el agua y embriagado por los mil perfumes del mar y de la selva.
Le hubiera gustado que ella le viera en aquellos momentos.
Nunca en su vida se sintió tan importante.
Ni fue tan hombre.
A popa, siguiendo su estela a tiro de bombarda, navegaba dulcemente La Niña, y en los sollados, las camaretas o sobre cubierta, más de un centenar de hombres descansaban soñando quizá con el regreso a unos hogares que habían quedado muy lejos.
Él, humilde cabrero de la isla de La Gomera, velaba sus sueños y los conducía de vuelta a casa.
Fue aquél, sin duda, el más hermoso momento de su vida que no hubiera compartido con Ingrid, y por primera vez entendió plenamente el amor que muchos de aquellos hombres sentían por el mar.
El contacto con la caña del timón le ayudaba a ser importante.
Y libre.
Luego la puerta de la camareta de popa se abrió y el almirante hizo su aparición sobre cubierta.
Al canario le invadió de inmediato el pánico, puesto que las más estrictas órdenes de a bordo señalaban que bajo ningún concepto se dejara el timón en manos de un grumete.
Permaneció muy quieto, sin respirar apenas, como estatua de sal o piedra buscando que la sombra de la vela ocultara su rostro y Colón no pudiera distinguir si era el Caragato o cualquier otro timonel el que se encontraba a menos de cinco pasos de distancia, y tan sólo se sintió más tranquilo cuando advirtió cómo se encaminaba a proa donde permaneció largo rato observando el mar y las estrellas según su eterna costumbre.
Pero en esta ocasión, y sin que nunca pudiera saber por qué, el almirante se entretuvo más de lo normal.
Durante el resto de su vida el isleño abrigaría inquietantes dudas sobre la auténtica razón de tal demora.
Pero en aquellos instantes lo único que le preocupó fue el hecho de que «el hombre que olía a cura» regresara meditabundo, ascendiera pesadamente los cortos escalones del alcázar de popa y se detuviera frente a él como si se pretendiera darle una orden.
Se miraron. De frente, cara a cara, a menos de tres pasos de distancia, y pese a que el gomero tuvo la absoluta certeza de que le había reconocido, el almirante no hizo gesto alguno ni pronunció una sola palabra, limitándose a permanecer como en otro mundo, sumido en la complejidad de sus oscuros pensamientos.
Su rostro se le antojó totalmente inescrutable.
Su expresión, ausente.
Fue aquél un momento clave.
Tal vez uno de los más importantes en la vida de Cienfuegos.
Pero no ocurrió nada.
Absolutamente nada.
Don Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana y Virrey de las Indias se limitó a mirarle a los ojos, agitar levemente la cabeza y penetrar de nuevo en su camareta cerrando la puerta a sus espaldas.
El canario lanzó un suspiro de alivio.
Sus rodillas dejaron poco a poco de temblar, su pulso se serenó, y su mano se aferró con más fuerza que nunca a la caña del timón.
El mar seguía en calma.
El manso viento traía olor a guayabas.
La luna hacía que la visibilidad fuera perfecta.
El Niño-Dios había nacido.
Regresaban a casa.
A Sevilla.
¡A Ingrid!
El mundo estaba en paz consigo mismo y todo, ¡todo!, se le antojó en aquellos momentos armonioso y perfecto.
La Marigalante se estremeció de punta a punta.
Una mano gigante, de uñas de acero le arañó las entrañas obligándole a lanzar un hondo gemido de dolor y protesta.
Algo se le quebró en el alma.
Cienfuegos se precipitó hacia delante, y al recobrar el equilibrio advirtió que la nave se le moría entre los dedos.
Se escucharon gritos de espanto.
Llamadas.
Carreras.
Arrancados de su profundo sueño los hombres surgieron de sus agujeros como larvas vomitadas por inmensas bocas negras, y en un principio nadie acertó a descubrir qué era lo que en realidad estaba ocurriendo.
—¡Nos hundimos!
—¡Dios nos proteja! ¡Naufragamos!
El recuerdo de la ferocidad de los tiburones acudió de inmediato a todas las mentes, y un hondo lamento de terror colectivo ascendió hacia la pálida luna que contemplaba indiferente la tragedia.
El almirante hizo su brusca aparición sobre el alcázar.
—¿Qué ha ocurrido? —gritó.
—Hemos encallado, Excelencia —replicó desde proa la temblorosa voz de Juan de la Cosa.
—¿Arena?
—¡Arrecifes!
—¡Dios nos asista! ¡Botes al agua! Un disparo para llamar la atención de La Niña. Que cuatro hombres bajen a las sentinas a inspeccionar los daños.
Era un buen marino. Aquél era su auténtico mundo y sabía dar órdenes en un tono seco y autoritario que no daba opción a réplica, por lo que pronto todos a bordo tomaron plena conciencia de cuál era su misión y qué era lo que tenían que hacer para intentar salvar la nave.
Pero la Marigalante estaba herida de muerte.
Inclinada levemente sobre su costado de babor se estremecía y cada una de sus destrozadas cuadernas chirriaba bajo una insoportable presión para concluir por estallar con un gemido que obligaba a pensar en los sollozos de un fiel animal moribundo.
Sentado en el suelo y aferrado aún a la ya inútil caña del timón, el atónito Cienfuegos unió su llanto al de la nave.
A las cuarenta y ocho horas del accidente, todo el contenido de las bodegas de la nao se encontraba debidamente guardado y protegido en las cabañas de los indígenas de la región sin que faltase ni tan siquiera una aguja.
La Marigalante, o Santa María —¡qué poco le había durado tan sonoro y respetable nombre!— descansaba en la playa aparentemente intacta pero definitivamente perdida para los mares y las largas travesías, en una quieta bahía en que no había hombres que supieran devolverle la vida ni medios para intentarlo.
El inmutable Juan de la Cosa, aquél que había sido capaz de construirla con sus propias manos en su Santoña natal, vagaba de un lado a otro de la playa, macilento y demacrado, incapaz de aceptar que lo más valioso que había poseído en este mundo no fuera ya más que un montón de inservible madera, y el resto de la tripulación se esforzaba por salir de su estupor, preguntándose ansiosamente qué futuro les aguardaba en aquel perdido confín del universo.
Nadie tuvo una sola palabra de reproche para el joven Cienfuegos.
Ni tan siquiera para el desesperado Caragato.
Era como si hasta el último grumete aceptase con obligada resignación, que había sido la mano de Dios la que empuñara el timón conduciendo directamente la proa de la nave hacia el único bajío de las aguas circundantes.
—¿Qué va a ocurrir ahora?
La pregunta del canario, no obtuvo en principio más que un leve encogimiento de hombros por parte de Luis de Torres.
—No tengo ni la menor idea —señaló al cabo de un rato—. El almirante y sus pilotos lo están decidiendo en estos momentos, pero «maese» Juan de la Cosa asegura que la nao no tiene arreglo y él es quien mejor puede saberlo.
—¿Entonces?
—Queda La Niña.
—No soportará el peso de todos. ¡Si al menos regresara La Pinta!
—Dudo que lo haga. Tal vez, como Colón asegura, esté ya camino de Sevilla.
—Un Pinzón nunca haría eso.
—¿Qué sabes tú? ¿Qué sabe nadie de por qué la gente hace las cosas que hace? —meditó unos instantes con sus acerados ojos clavados en un punto perdido en el horizonte y añadió sin mirarle—. ¡Repíteme lo que ocurrió la otra noche! —pidió.
—¡Ya se lo he contado diez veces! —protestó Cienfuegos—. No fue culpa de nadie.
—¿Estás seguro?
—Todos dormían.
—¿Todos?
Había una intención tan marcada en aquella pregunta, que el muchacho no pudo por menos que sentirse incómodo.
—Todos menos yo… —hizo una corta pausa—. Y el almirante.
… Que pasó un largo rato en proa. —Ante el mudo asentimiento inquirió—: ¿Y estás seguro de que no pudo ver el bajío?
—Si lo hubiera visto, me hubiera ordenado variar el rumbo. ¿O no?
—Eso es lo que continuamente me pregunto —señaló el converso preocupado—. Anoche di un paseo hasta la punta; a la luz de la luna y con la mar en calma, el bajío se adivina en la distancia. A un buen marino nunca le hubiera pasado inadvertido. Y el almirante siempre fue un buen marino.
—Me inquieta lo que pretende insinuar.
—A mí también, muchacho… —fue la intrigante respuesta—. A mí también, pero por más que lo intento no puedo dejar de pensar en ello.
Esa misma noche se conocieron las conclusiones del cónclave que el almirante había mantenido con sus pilotos. Si como resultaba evidente, la Santa María no navegaría nunca más y La Niña no disponía de capacidad suficiente como para devolverlos a todos a casa con unas mínimas garantías de seguridad, la única solución viable estribaba en que parte de la tripulación se quedara en «La Española», fundando una ciudad y aguardando el regreso de Don Cristóbal Cólón que empeñaba su palabra y su honor jurando estar de vuelta antes de un año.
Don Diego de Arana, un hombre gris y sin carisma, cuyos únicos méritos se limitaban al hecho de ser primo segundo de Doña Beatriz Enríquez, amante del recién nombrado Virrey de las Indias, quedaría al frente del que sería llamado a partir de aquel momento «Fuerte de la Natividad» y como segundo en el mando se imponía al repostero real Pedro Gutiérrez, curiosamente el único miembro de toda la expedición que aseguraba haber visto una luz en tierra en el momento en que el almirante se la indicó la noche del once de octubre.
Unos veinte miembros de la tripulación, en su mayoría aquéllos que menos estaban relacionados con el mar, y la casi totalidad de los que tenían cuentas pendientes con la justicia española decidieron quedarse voluntariamente, buscando rehacer sus vidas en aquella hermosa tierra fértil y acogedora, pero por desgracia tal cantidad no bastaba, y se hacía necesario que al menos otros tantos permanecieran en la isla de grado o por la fuerza.
—¿En virtud de qué criterio se decidirá; quiénes serán condenados a alejarse —tal vez para siempre— de sus hogares y sus familias, si no sabemos cuándo volveremos y si algún día realmente volveremos?
La pregunta de «maese» Juan de la Cosa quedó flotando en el aire de la choza en que se había mantenido la reunión, y todos los ojos se volvieron al virrey que era en quien recaía tamaña responsabilidad, pero una vez más Don Cristóbal Colón consiguió eludirla con aquella extraña habilidad que demostraba para esquivar los problemas difíciles:
—Que lo decidan ellos —dijo.
—¿Cómo? —se asombró el mayor de los Pinzones—. ¿Por qué ellos?
—Porque son los que deben hacerlo —fue la seca respuesta—. Excepto Caragato, el timonel que abandonó su puesto y que debe lógicamente pagar sus culpas, y tres o cuatro revoltosos que prefiero dejar en tierra, los restantes deben decidir por votación quién se queda y quién se va.
—¡Acabarán matándose!
—Intentaremos impedirlo. Quiero esos nombres sobre mi mesa mañana porque dentro de cinco días levaremos anclas rumbo a España. Cuanto antes nos vayamos, antes estaremos de vuelta.
A aquellas alturas era ya oficialmente virrey de las Indias, podía ordenar lo que quisiera e incluso ejecutar a quien le viniera en gana sin tener que dar cuentas de sus actos, y resultaba evidente que tampoco había nadie que tuviera un excesivo interés en discutir sus decisiones.
Descontados los voluntarios y los obligados, se calculó por tanto en doce el número de los que tendrían que quedarse «por las buenas o por las malas». Pero en contra de la opinión del almirante, la elección no tuvo lugar democráticamente, sino que se llevó a cabo por un procedimiento que estaba mucho más en consonancia con la lógica teniendo en cuenta la personalidad de los involucrados: se lo jugarían a las cartas.
Excepto los más ancianos, los enfermos o aquéllos de los que se sabía sin lugar a dudas que eran padres de familia numerosa, los hombres se fueron encaminando por grupos a la más apartada de las cabañas del poblado, lejos de la vista del almirante o de sus incondicionales, para tomar asiento en torno a una sucia manta sobre la que el Caragato —que por no tener ya nada que perder quedaba libre de toda sospecha— ejercía las funciones de «croupier» de la trascendental partida.
No obstante, y para tratar de investir de unas mínimas dosis de lógica al sorteo, se decidió agrupar a los participantes según sus misiones a bordo, de forma que los contramaestres se enfrentaran a los contramaestres, los gavieros a los gavieros, los carpinteros a los carpinteros y los grumetes a los grumetes.
Fue así como, por mor de la suerte y de su ínfimo grado como miembro de la tripulación, el canario Cienfuegos se vio abocado a enfrentarse en último lugar y por la única plaza que quedaba a bordo de La Niña, con Pascualillo de Nebrija, que al igual que él, había ido perdiendo uno tras otro sus sucesivos envites.
—¡Bien! —exclamó sonriente el resabiado Caragato al que parecía divertir el papel de árbitro de los destinos ajenos—. ¡Veamos quién completa la docena de los condenados a pudrirse en este miserable agujero…! —Barajó una y otra vez las cartas regodeándose en mantener el suspense el mayor tiempo posible y añadió—: ¡A ver, tú! —ordenó dirigiéndose a un grasiento cocinero llamado Simón Aguirre—: ¡Corta!
El buen hombre lo hizo con mano temblorosa, y sentados uno a cada lado del timonel asturiano, Pascualillo de Nebrija y el isleño contuvieron la respiración mientras el corazón parecía a punto de estallarles en el pecho. Ambos sabían muy bien lo que se estaban jugando, y sobre todo el canario tenía plena conciencia de que si permanecía por lo menos un año a aquel lado del océano, jamás volvería a reunirse con Ingrid.
—Como siempre, a la carta mayor… —especificó el Caragato—. Y no se aceptan reclamaciones. Tú primero, Pascualillo. —Señaló, y centímetro a centímetro comenzó a voltear el naipe hasta que, de improviso, y con un golpe brusco, lo lanzó sobre la vieja manta.
—¡Dama!
La exclamación de alegría partió de los labios del nebrijano al tiempo que el pelirrojo advertía cómo un sudor frío le corría por la frente, ya que sabía perfectamente que según las reglas establecidas tan sólo con un rey podía vencer. Tenía por lo tanto doce posibilidades en contra y sólo una a favor.
Con desesperante parsimonia, el improvisado «croupier» destapó una nueva carta:
—¡Dama!
Un sordo rumor se extendió por la cabaña ante el inesperado empate, y todos los cuellos se estiraron tratando de captar mejor la escena.
—Ahora te toca a ti en primer lugar, Guanche —señaló el asturiano—. ¡Ahí va!
—¡¡DAMA!!
En esta ocasión se trató de un auténtico rugido de asombro y entusiasmo, ya que se había dado el inaudito caso de que tres cartas seguidas fueran exactamente iguales, lo que hacía que, de forma sorprendente, se volvieran las tornas, y el hasta pocos instantes antes sonriente Pascualillo de Nebrija apareciera ahora lívido y a punto de estallar en sollozos.
El Caragato le dirigió una larga mirada de burla y desprecio, y mientras comenzaba a lanzar la carta espetó ásperamente.
—¡No seas mierda, coño! No llores y compórtate como un hombre.
El naipe cayó sobre la manta.
—¡¡REY!!