Una nueva tierra, grande, montañosa, verde y lujuriante, que podría tratarse muy bien de un continente apareció al fin ante la proa.
Los indígenas que venían a bordo, y algunos otros que encontraron por el camino en islas menores, no dudaron en admitir —tal como el almirante deseaba— que aquél era sin duda el reino de Cuba-y-Can, o del Gran Kan, en el que se encontraban «Las fuentes de las que nace el oro», dándole nombre así a la que más tarde sería «Perla del Caribe», y sumando un nuevo error al incontable rosario de ellos que conformarían a la larga aquel confuso viaje que perduraría con letras de oro en la historia de los hombres.
Pero la más lamentable de todas aquellas equivocaciones pudo ser, de cara al futuro, la inexplicable decisión que Colón tomó de desviar por primera vez su rumbo al Sudoeste en el preciso momento en que se encontraba en un punto equidistante entre las costas de Cuba y la península de La Florida.
De haber seguido como siempre hacia el Oeste lo más probable es que la flota hubiese ido a topar directamente con el enclave que ocupa actualmente la ciudad de Miami, con lo que resulta muy plausible que en ese caso los españoles se hubieran asentado definitivamente en lo que son hoy los Estados Unidos procediendo a su inmediata colonización en lugar de permitir que fueran los ingleses los que acometieran tal empresa un siglo más tarde.
Pero debido a un simple capricho del almirante, fue en la costa norte de Cuba donde al fin desembarcaron y donde el intérprete Luis de Torres recibió órdenes de adentrarse en la selva en busca de noticias del Gran Kan y «Las fuentes del oro».
Como acompañante le proporcionó a un tal Rodrigo de Jerez, un hombrecillo vivaracho y parlanchín con fama de astuto, pero el converso, que abrigaba serias dudas sobre su propia capacidad de comunicarse con los nativos, optó por llamar aparte al isleño rogándole que se brindara voluntariamente a unirse al grupo.
—El almirante no me lo permitirá —fue la sincera respuesta—. Me tiene ojeriza porque asegura que lo tergiverso todo.
—No tiene por qué enterarse —replicó el otro ladinamente—. Bastantes problemas tiene como para reparar en un grumete. Cuando nos vayamos dejas pasar un rato, y nos sigues sin que nadie lo advierta. Te estaremos esperando…
Fue así como el gomero Cienfuegos, también conocido por El Guanche se inició en un vicio que habría de acompañarle hasta la tumba, ya que a la caída de la tarde y cuando las rápidas sombras del trópico amenazaban con impedirles continuar avanzando, el trío alcanzó las lindes de un minúsculo poblacho de no más de quince chozas de techo de palma, en la que unos indios muy semejantes a los de Guanahaní les recibieron con amplias muestras de afecto pasado el primer momento de asombro ante la desconcertante indumentaria de los recién llegados.
Les ofrecieron de comer asando sobre las brasas una especie de enorme lagarto de repugnante aspecto pero sabrosa carne al que llamaban iguana, para tomar luego asiento ceremoniosamente en torno a un fuego del que el más anciano apartó con sumo cuidado una tea encendida.
Una mujerona inmensa repartió entonces entre los presentes una especie de gruesos rollos de una hierba de color castaño, y tras el anciano todos fueron aplicando el carbón a uno de sus extremos mientras aspiraban profundamente por el otro.
Los españoles les observaban asombrados.
—¿Qué coño están haciendo? —inquirió horrorizado Rodrigo de Jerez—. ¡Se van a abrasar los pulmones!
Al poco los indígenas expulsaron el humo con manifiesta satisfacción, y pronto un extraño olor, entre agrio y dulzón, denso y desconocido, se extendió por el poblado.
—Debe ser para espantar los mosquitos —aventuró el canario—. Nunca los vi tan grandes.
—O para matarse los piojos —insinuó el converso—. ¡Mira cómo se fumigan los unos a los otros!
—¡Magia! —sentenció el jerezano.
La mujer, cuya ancha sonrisa mostraba sin recato su penuria de dientes, entregó al poco a los tres españoles sendos canutos de hierba que éstos aceptaron con innegable aprensión.
—«Ta-ba-co», —señaló la mujer golpeándoles alternativamente el pecho con el dedo—. Tabaco.
—Tabaco… —repitió Rodrigo de Jerez haciendo girar entre los dedos aquel extraño envoltorio de hojarasca—. ¿Qué diablos querrá decir con eso?
—Probablemente pretenden que también echemos humo —aventuró Luis de Torres—. Parece ser que esto de fumigarse mutuamente es aquí señal de aprecio.
—¡Ni que fuéramos jamones! —protestó el jerezano—. Yo me niego.
Cienfuegos había aceptado gustosamente sin embargo la tea encendida que uno de los nativos le ofrecía, y tras dudar unos instantes la aplicó al extremo del canuto y sopló con fuerza.
Las chispas cayeron en cascada sobre Rodrigo de Jerez que dio un violento salto sacudiéndose las ropas.
—¡La madre que te parió! —exclamó furibundo—. ¡Mira qué eres bruto, carajo!
—¡Perdona! —se disculpó el pelirrojo—. No es tan sencillo como parece.
Lo intentó de nuevo aspirando ahora profundamente, y de inmediato cayó de golpe hacia atrás tosiendo con tanta desesperación que se diría que se encontraba a punto de ahogarse.
—¡Dios bendito! —exclamó el intérprete real fuera de sí—. ¿Qué te han hecho estos salvajes? ¿Te han envenenado?
Los indígenas por su parte habían estallado en divertidas carcajadas, y un par de ellos acudieron a ayudar a erguirse al muchacho al tiempo que le palmoteaban la espalda.
Congestionado y con lágrimas en los ojos, el gomero aún tosió largo rato aunque sin abandonar por ello el tabaco que al fin observó con profundo detenimiento.
—¡Qué cosa tan rara! —dijo al fin—. Pero resulta divertido.
—¿Divertido? —se asombró el de Jerez—. ¡Casi te mueres!
—Debe ser cuestión de acostumbrarse —fue la respuesta del isleño al tiempo que volvía a intentarlo con más cuidado—. ¡Me gusta! —admitió al fin tras inclinar levemente la cabeza—. ¡Ya lo creo que me gusta! ¡Pruébalo!
—¡Quítame eso de delante! —protestó vivamente el jerezano—. ¿Crees que estoy loco? Esas magias están bien para ti, que eres tan salvaje como ellos.
Tal vez los indios opinaron también que el muchacho «era tan salvaje como ellos», o tal vez el simple hecho de advertir que les imitaba en una costumbre tan arraigada entre los de su raza, les invitó a sentirse más inclinados hacia él, puesto que de inmediato se apresuraron a demostrarle sus preferencias, dejando un tanto de lado a sus acompañantes que aún continuaban con los apagados cigarros en la mano.
Cienfuegos, que no cesaba de echarle humo a la cara al que parecía más importante de entre los nativos, se volvió al converso y comentó alegremente:
—Me parece, señor, que si pretende hacer amistad con estas buenas gentes para que nos conduzcan hasta donde se encuentran el oro y el Gran Kan, no le va a quedar más remedio que ahumarse un poco.
—Me da la impresión de que éstos saben tanto de oro y del Gran Kan, como yo de la «Fuente de la Eterna Juventud» —fue la agria respuesta del converso.
El gomero, que empezaba a sentir una leve y agradable somnolencia, sonrió divertido.
—Puede que en verdad no sepan nada —admitió—. Pero me caen muy bien, y esto del «ta-ba-co» o comoquiera que se llame es estupendo. —Hizo un significativo gesto hacia una choza cercana—. Y con su permiso me voy a ahumar un poco a aquella jovencita que hace rato que no me quita ojo.
Se puso pesadamente en pie para desaparecer al poco en las tinieblas en compañía de una linda nativa de larguísima melena, seguido por la complacida sonrisa del resto de los indios y el desconcierto de sus compañeros de fatigas que al fin, y tras intercambiar una larga mirada de resignación, estudiaron de nuevo sus cigarros.
—Me parece que no nos va a quedar más remedio que intentarlo —señaló Luis de Torres.
—Eso veo —admitió el otro—. Aunque tengo la impresión de que esto no puede ser bueno para la salud.
A la mañana siguiente les estallaba la cabeza y experimentaban un amargo sabor de boca con la lengua gruesa y pastosa, como de corcho, pese a lo cual Cienfuegos y el converso aceptaron de inmediato un segundo cigarro, mientras Rodrigo de Jerez, que se había pasado la noche vomitando, juró que jamás volvería a fumar aunque le fuese en ello la vida.
Decidieron quedarse dos días más con aquellos amables y simpáticos nativos que se ofrecieron a mostrarles las increíbles bellezas de su tierra, conduciéndoles entre risas y bromas por hermosos campos cultivados, verdes colinas, tranquilos ríos, altivas montañas y diminutos poblados de gentes igualmente pacíficas y afectuosas, sin que a todo lo largo de tan encantador recorrido turístico descubriesen rastro alguno de las «Fuentes del oro», y muchísimo menos, desde luego, del poderoso Cuba-y-Kan y sus inmensos palacios.
—El almirante puede cantar misa… —sentenció el canario durante uno de los continuos altos que solían hacer para tomar un corto refrigerio o fumigarse alegremente con notorio entusiasmo—. Pero a mí me da la impresión de que, siguiendo por estos caminos, antes llegamos a Sevilla que al Cipango.
—¡Yo opino lo mismo! —se apresuró a señalar el jerezano—. ¡Y deja de echarme el humo a la cara! ¡Me da náuseas!
—¡Disculpa! —fue la irónica respuesta—. ¡Qué delicado te has vuelto!
—¡Ni delicado, ni mierda! ¡Ésa porquería apesta! Y te repito que no puede ser buena para la salud.
—¡Ya está bien! —intervino Luis de Torres conciliador—. No vamos a pelearnos por culpa del tabaco… Estoy de acuerdo con el hecho de que por aquí no vamos a ninguna parte y lo mejor que podemos hacer es regresar y hacerle comprender al almirante que esto no es más que una isla grande…
—Se va a enfadar porque jura que estamos ya en un continente y detesta que le demuestren que se equivoca.
—Pues que se enfade si quiere, pero los nativos aseguran que al otro lado de aquellas montañas se encuentra el mar y que más allá hay tierras muy altas de donde llega el oro.
—¡Sí! —se lamentó el jerezano—. Todos aseguran siempre que el oro viene de más lejos. ¿Pero cómo de lejos?
Ésa fue, casi exactamente, la pregunta del almirante don Cristóbal Colón cuando Luis de Torres le puso al corriente de cuanto creía haber conseguido averiguar en el interior de Cuba.
—¿Cómo de lejos?
—Lo ignoro, Excelencia. Y dudo que alguien lo sepa.
—Me habéis decepcionado, Torres… —fue la agria respuesta—. Confié ciegamente en vuestra capacidad como intérprete y habéis demostrado una sorprendente ineficacia. Nos encontramos en tierra firme; el Cipango, Catay o la India tienen que estar a menos de doscientas leguas de distancia, pero no habéis conseguido que nadie os señale el rumbo exacto. Tendré que ingeniármelas solo. ¡Como siempre! —Se volvió con gesto altivo a Juan de la Cosa que había asistido, visiblemente incómodo, a la entrevista—. ¡Levamos anclas! —señaló—. Navegaremos hacia el Este, a la vista de la costa, hasta que encontremos un puerto importante.
—¡Puerto importante! —se lamentaría poco después el converso a solas con Cienfuegos—. Estos salvajes han demostrado que jamás habían visto una embarcación mayor que sus tristes canoas, pero el Señor Almirante insiste en que a menos de doscientas leguas tiene que existir un puerto con palacios y templos de oro. ¡Está loco! —Cambió bruscamente el tono—. ¿Tienes uno de esos tabacos? Me ayuda a relajarme…
El isleño fue a buscar el único que le quedaba y lo compartieron amistosamente mientras observaban cómo la marinería izaba el velamen y levaba anclas para que las naves comenzaran a moverse lentamente sobre un mar en calma empujadas por un suave viento de Poniente.
Caía la tarde y sobre la superficie de las quietas aguas tan sólo destacaban algunas gaviotas y las triangulares aletas de una veintena de tiburones azulados que merodeaban en torno a las embarcaciones poniendo nerviosos a los hombres que se veían obligados a desplazarse por las jarcias en peligroso equilibrio sobre el vacío.
El contramaestre, al advertir la innegable repercusión que la presencia de los escualos tenía sobre la rapidez con que se llevaban a cabo las maniobras de a bordo, no tuvo mejor ocurrencia que tratar de ahuyentarlos arponeando al más próximo, lo que trajo como inmediata reacción que al verle sangrar varios de sus congéneres se lanzaran sobre el herido destrozándolo a dentelladas.
En cuestión de minutos un dantesco espectáculo tuvo lugar en torno a la Santa María, ya que de inmediato docenas y casi centenares de otros tiburones acudieron desde los cuatro puntos cardinales y, como si aquella simple ruptura del equilibrio natural hubiera sido el toque de arrebato para una cruel batalla, comenzaron a devorarse los unos a los otros con insaciable saña.
Fue una auténtica carnicería; una desesperada lucha sin cuartel en la que nadie parecía respetar a nadie, hasta el punto de que las aguas se enturbiaron tiñéndose de rojo, y no se advertían más que violentos coletazos, enormes mandíbulas de ensangrentados dientes y veloces cuerpos aerodinámicos que cruzaban como flechas bajo la quilla.
Los hombres saltaron de inmediato a cubierta, blancos como el papel y temblando de miedo, e incluso Caragato, el timonel, estuvo a punto de lanzar la nave contra un arrecife de coral incapaz por unos instantes de dominar sus nervios.
—¡Dios nos asista! —gritó alguien—. ¡Vámonos de aquí!
¡Vámonos de aquí!
Cuando al fin las velas consiguieron adueñarse del viento y la embarcación aceleró su andadura alejándose del lugar de la contienda, cien pares de ojos horrorizados permanecían clavados en el rojo punto en que las salvajes bestias continuaban agrediéndose desesperadamente, y pocos fueron los que esa noche consiguieron dormir sobre cualquiera de las tres carabelas, porque en el recuerdo de todos perduraba la impresión de la terrible escena, y en su ánimo la idea de lo que podría sucederle a un ser humano que tuviese la mala ocurrencia de caer en tales aguas.
El contramaestre fue castigado de inmediato con la pérdida de dos semanas de salario por su estúpida imprudencia, lo cual provocó que su ya notorio mal carácter se acentuase con lo que los pobres grumetes pagaron las consecuencias a la hora de sacar más brillo que nunca a las cubiertas.
El incidente de los tiburones y el hecho indiscutible de que —dijera lo que dijera el almirante— ni el Cipango ni Catay con sus Fuentes del Oro estaban cerca, contribuyó a crear un visible clima de malestar entre los tripulantes, que de nuevo comenzaron a murmurar en los sollados de proa.
Un calor pegajoso y denso, unido a continuos chubascos que en lugar de refrescar el ambiente aumentaban de forma notable la molesta humedad, exacerbaron aún más los ánimos, hasta el punto de que por primera vez tuvo lugar una auténtica pelea en el sollado, cuyos protagonistas, el Caragato y un violento aragonés ex presidiario, a punto estuvieron de abrirse las tripas con inmensas navajas, y si no lo hicieron fue porque el contramaestre, única autoridad de a bordo, testigo del incidente, impuso una vez más su peculiar sentido de la justicia obligándoles a despojarse de las camisas y propinarse alternativamente latigazos en la espalda hasta que uno de ellos solicitara clemencia.
Era tal sin embargo la inquina y la ira que les iba invadiendo a medida que sufrían los golpes, que el canario llegó a temer que acabaran matándose, por lo que agradeció en el alma la oportuna aparición de «maese» Juan de la Cosa, quien puso fin al feroz espectáculo lanzando los rebenques por la borda y amonestando duramente al malhumorado vasco.
Los días siguientes transcurrieron en un monótono vagabundear por las costas de Cuba en una inútil búsqueda de ciudades, o de la mítica Isla de Babeque en la que, según los indígenas que llevaban a bordo: Existía tanto oro que se recogía en las playas como si fueran conchas y fue durante ese ir y venir sin rumbo fijo, cuando La Pinta, al mando de Martín Alonso Pinzón, se perdió un atardecer en el horizonte sin que a pesar de las desesperadas señales que se le hicieron, o las luces que se dejaron toda la noche encendidas, volviera a hacer su aparición.
A la mañana siguiente resultó evidente que la pequeña carabela no había sabido encontrar el camino de regreso, y aunque la estuvieron aguardando hasta el oscurecer e incluso salieron en su busca, no volvió a dar síntomas de vida.
El almirante, siempre desconfiando de cuantos le rodeaban, acusó de inmediato a Martín Alonso Pinzón de haber desertado para apoderarse de los tesoros de Babeque, y durante un cierto tiempo pareció dudar entre salir en su persecución y disputarle el oro, o continuar con su primera idea de alcanzar las tierras del Gran Kan.
Cinco días más tarde alcanzaron el extremo sur de Cuba, desde donde consiguieron avistar la silueta de una nueva tierra, alta y escarpada, que según el almirante tenía todos los visos de pertenecer también al continente en que deberían asentarse la India y el Catay.
Tras toda una noche de agitada navegación empujados por un viento propicio aunque zarandeados por un agitado mar de leva, anclaron al amanecer en una abrigada rada rodeada de altas montañas cubiertas de suave hierba, estilizados árboles y abundantes matojos, en lo que constituía un tranquilo paraje que, por primera vez desde que zarparon de La Gomera, se les antojó auténticamente familiar.
Don Cristóbal Colón fue de la opinión que era aquél el más hermoso lugar que hubiera visto nunca, y que por su semejanza con algunas regiones de la península Ibérica bien merecía el nombre de La Española, despreciando el de Haití con que la conocían los indígenas y que en su idioma venía a significar: «Tierra de Montañas».
Los haitianos —fuertes, hermosos y que igualmente recordaban a los primitivos guanches de las Canarias por sus rasgos y el color de la piel— continuaban formando parte de la familia de los araucos o azawan, en contraposición con los feroces caribes o caníbales con los que los españoles aún no habían mantenido afortunadamente el más mínimo contacto pese a que recibían continuas noticias de ellos y de sus frecuentes razzias en busca de esclavos o carne humana.
Tan amables y hospitalarios como los habitantes de Cuba o Guanahaní, acudieron de inmediato a recibirles descendiendo de un amplio poblado que se extendía casi en las faldas de la montaña, y pese a que anduvieran también desnudos, sus cuerpos aparecían pintarrajeados con múltiples colores lo que les proporcionaba un curioso aspecto que invitaba a imaginar que se encaminaban a una alegre fiesta de carnaval.
También se encontraba muy arraigada entre ellos la pintoresca costumbre de fumar, cosa que alegró tanto a Cienfuegos como a Luis de Torres, a pesar de que apenas el primero hubo dado un par de chupadas a uno de los enormes cigarros que el cacique les regalara, comentó convencido:
—Me gusta más el tabaco de Cuba.
—Pues éste no está mal —replicó el converso meditabundo—. Más suave, pero de mejor aroma. Quizás el problema estribe en que lo aprietan demasiado.
—O que aún está algo verde.
—Es otro tipo de hoja.
—Yo creo que se debe más bien a la forma de elaborarlo.
—Tal vez sería un buen negocio llevarse a España alguna de estas matas, cultivarlas y acostumbrar a la gente a fumar —comentó meditabundo Luis de Torres.
—¿Pagando? —se sorprendió el cabrero—. ¡Qué bobada! ¿Quién sería tan estúpido como para gastarse el dinero en algo a lo que va a prenderle fuego?
—¡Yo mismo! —fue la sincera respuesta—. Ayer, sin ir más lejos, hubiera sido capaz de dar cualquier cosa por uno de estos tabacos… Me encontraba nervioso —dudó—. ¡Me hacía falta!
—Los indígenas aseguran que cuando te acostumbras ya no puedes dejarlo. Que es un vicio como entre algunos marineros la bebida. ¿Usted lo cree?
—En absoluto. Les ocurre porque son gentes primitivas y sin cultura. Ningún civilizado se enviciaría realmente con esto.
En los postreros días de su vida, cuando, con un grueso cigarro siempre entre los dientes, el canario Cienfuegos solía sentarse en el porche de su casa a pasar revista a los acontecimientos que habían marcado su existencia y recordar a cuantos personajes curiosos había conocido, y hasta a qué punto habían influido en su destino, sonreía a menudo para sus adentros evocando aquella absurda charla con el converso Luis de Torres, y cuán equivocado se encontraba el día que aseguró que ningún ser civilizado se enviciaría jamás con el tabaco.
—Podríamos habernos hecho ricos… —musitaba en voz muy baja agitando incrédulo la cabeza—. ¡Inmensamente ricos!
Pero aquella otra mañana de principios de diciembre se limitaron a continuar sentados sobre una roca fumando apaciblemente, mientras observaban cómo el almirante se esforzaba una vez más por entenderse sin ayuda de nadie con toda una pléyade de indios pintados de rojo, negro o verde, en un vano intento de averiguar dónde nacían «Las Fuentes del Oro», o detrás de cuál de aquellas altivas montañas se ocultaba el palacio del poderoso emperador de los hombres amarillos.
La Pinta de Martín Alonso Pinzón continuaba sin hacer su aparición y Colón comenzaba a inquietarse temiendo que el español hubiera decidido emprender el regreso a España para apuntarse los méritos del descubrimiento, sobre todo si —como empezaba a sospechar— había tenido la suerte de encontrar en su camino aquella fabulosa isla de Babeque que le habría permitido atiborrar de oro sus bodegas.
Entre un andaluz que llegaba nadando en oro; y un genovés que arribaría mucho más tarde sin otra fortuna que algunos salvajes y animales exóticos, no cabía duda alguna de que las simpatías de reyes y banqueros se inclinarían de inmediato por el primero, arrebatándole al segundo toda la gloria a que creía en buena lógica tener derecho en exclusiva.
Una sorda ira y un hondo rencor iban anidando por tanto día tras día en el ánimo del almirante que, encerrado en su camareta, se obsesionaba durante horas ante la disyuntiva de continuar su fatigosa aventura en pos de lo que en realidad venía buscando: la corte del Gran Kan, o emprender un acelerado viaje de retorno a Sevilla, a notificarle a Isabel y Fernando que al fin había conseguido alcanzar las puertas mismas del Cipango.
¿Pero eran aquellas islas de gentes desnudas esa puerta?
En honor a la verdad se debe reconocer que el almirante jamás se planteó la posibilidad de estar equivocado, y por su mente nunca cruzó la idea de haber errado en sus cálculos puesto que confiaba ciegamente en su capacidad como marino.
Él estaba exactamente donde tenía que estar: a unos veintitantos grados de latitud Norte y al otro lado del «Océano Tenebroso», y si el Cipango o Catay no se encontraba aún ante su proa, se debía evidentemente a su incapacidad de comunicarse con los nativos, y nunca a un fallo en su arte de navegar.
Era cuestión de días, tal vez semanas, poder entregarle al Gran Kan las cartas que los reyes de España le enviaban, pero por desgracia el sucio Martín Alonso Pinzón le estaba robando su tiempo, y el simple hecho de imaginarle navegando rumbo a Levante le impedía conciliar el sueño.
—¡Traidores! —se repetía una y otra vez casi mordiendo las palabras—. ¡Todos traidores!