—¡Aguas libres a proa!
El grito, lanzado al amanecer por el vigía de cofa, alegró los espíritus más deprimidos y consiguió esperanzar a una tripulación cuya desesperanza rayaba los límites de lo humanamente soportable, puesto que algunos comenzaban ya a musitar que incluso una muerte rápida y noble era más digna que aquella triste condena a vagar eternamente por un infinito mar de hierbas nauseabundas.
Cuando al fin se cerraron sobre las estelas los últimos sargazos, y el rumor del agua libre cantó con su alegría de siempre contra las rodas y los cascos, la indescriptible felicidad de unos hombres que tenían la impresión de haber dejado definitivamente atrás una oscura e irrepetible pesadilla les impulsó a respirar a pleno pulmón un aire oloroso y cálido, suave y distinto; un aire que parecía querer hablarles de mundos diferentes; de aromas hasta aquel momento insospechados; de paisajes luminosos y tan nuevos que nadie anteriormente había osado siquiera manchar con su presencia.
Cardúmenes de minúsculos pececillos saltaban ahora airosamente ante la proa de las naves, grandes y hermosos «dorados» —la salvación del náufrago—, se dejaban atrapar sin oponer apenas resistencia, y en la noche se hacía necesario mantenerse a cubierto porque enloquecidos peces voladores de notable tamaño acudían a precipitarse sobre cubierta, amenazando con propinar un mal golpe o dejar tuerto a quien tuviera la estúpida ocurrencia de interponerse en su largo y tembloroso vuelo.
Todo era paz y armonía en aquel rincón del desconocido mundo de Poniente, puesto que la gran frontera de hierba verdeazulada ejercía función de barrera amansando las aguas y permitiendo que los vientos impulsaran las naves como si de inmensos albatros se tratara.
Ahora sí que la tierra parecía estar cerca.
Se palpaba ya en el aire su presencia; se dejaba sentir como el inaprehensible espíritu de una persona amada; como el de ese viejo sueño que se tiene la certeza de que muy pronto va a cumplirse, pero aún juega caprichosamente a escurrirse entre los dedos.
Los hombres se quemaban los ojos de mirar al Oeste. Existía la promesa de la Reina de un jubón de seda y una renta vitalicia de diez mil maravedíes para quien divisara en primer lugar las deseadas costas del Oriente, y un centenar de pobres indigentes que jamás habían poseído más que un remendado pantalón y una vieja camisa se mordían los labios de impaciencia aspirando a conquistar para sí semejante fortuna.
Cientos de aves, miles tal vez, surcaban ya los cielos y su rumbo seguía siendo el mismo: Sudoeste, como si una y otra vez se empeñaran en señalar a aquellos tristes seres, cuyos pies se veían obligados a permanecer indefectiblemente clavados a las vetustas cubiertas de sus naves, que el paraíso tan soñado se encontraba a su izquierda; una cuarta a babor y en el punto hacia el que eternamente se emperraba en empujarlas el firme y dulce viento.
Pero la inquebrantable obstinación del almirante no admitía discusiones: él buscaba el Cipango, Catay o las costas de la India, y sus mapas secretos y los relatos de Marco Polo y otros muchos viajeros que habían intentado hallar por las tierras del Este el anhelado camino del Oeste, le confirmaban que se encontraba en la latitud deseada.
Un pájaro multicolor; un ave extraña, de fuerte y curvado pico que mostraba a las claras que no se alimentaba de peces sino de frutos y semillas, se posó unos minutos sobre el bauprés emitiendo estridentes chillidos que podían confundirse en un cierto momento con airadas voces humanas que reclamaran atención, y, aunque Pascualillo de Nebrija se aventuró a darle caza, todo cuanto consiguió fue un susto, un chapuzón, y una dura reprimenda por parte del adusto contramaestre que a punto estuvo de arrancarle una oreja al sacarlo del agua. Luego el parlanchín pajarraco se alejó con un vuelo pesado e impreciso, y aquéllos que habían recorrido tiempo atrás las costas de Guinea no dudaron en señalar que sus congéneres de África jamás solían alejarse de la costa.
Pero el rumbo continuó invariable y creció el descontento. Hacía ya un largo mes que las cumbres de La Gomera habían desaparecido por la popa, y los más acobardados comenzaban a sentirse profundamente inquietos ante la posibilidad de continuar navegando para siempre rumbo al sol, dejando a barlovento tierra firme, por culpa únicamente del terco empecinamiento de un impasible extranjero al que importaban mucho más sus estúpidas teorías que el destino de sus hombres.
En realidad, Colón parecía estar absolutamente convencido de encontrarse navegando por entre aquel lejanísimo «Archipiélago de las Mil Islas» a que con cierta frecuencia se habían referido los viajeros de Oriente, y que según los más fiables cosmógrafos se encontraba al Este de las costas de la India y del Catay. Pero no constituía aquel archipiélago a su modo de ver un lugar que mereciese una especial atención, y perder tiempo en explorarlo tan sólo conduciría a retrasar su arribo al mítico imperio del Gran Kan y sus templos de oro.
No cabe duda de que si —tal como él imaginaba— el mundo hubiera sido considerablemente más pequeño de lo que era en realidad, en aquellos momentos, y navegando como lo hacía a unos veinticuatro grados de latitud norte, debería encontrarse frente a las costas de China, de la que únicamente le separaría ya la isla de Formosa, tras haber dejado muy atrás, a barlovento el archipiélago de Hawai.
Era un error disculpable en quien no disponía de los elementos necesarios como para hacerse una idea precisa de las auténticas dimensiones del planeta, pero era al propio tiempo un error que inquietaba a sus hombres, ya que venía a sumarse a los muchos errores que se habían ido cometiendo hasta el presente.
—¿Estás con nosotros o contra nosotros?
La pregunta tomó absolutamente por sorpresa al joven Cienfuegos, que había bajado al sollado de proa con la sana intención de jugar a las cartas y se enfrentaba a los rostros hostiles de un puñado de excitados tripulantes.
Aquélla sería una pregunta muy concreta a la que tendría que enfrentarse demasiado a menudo a lo largo de su azarosa existencia, y con el tiempo aprendería que los hombres —y muy en especial sus compatriotas— se mostraban con frecuencia firmemente partidarios de exigir a sus interlocutores una elección rápida e inapelable sin ofrecerles posibilidad alguna de optar por posiciones más moderadas o intermedias.
—¿De qué se trata? —quiso saber al menos.
—De plantearle un ultimátum al almirante para que cambie el rumbo al Sudoeste o nos devuelva a casa.
—No me entero de nada —admitió el pelirrojo desconcertado—. ¿Qué diablos es eso de un… —dudó, incapaz por completo de repetir la extraña palabra— como se llame…?
—¡Ultimátum, animal! —repitió un timonel de Santoña al que todos llamaban Caragato y que era quien llevaba la voz cantante—. Hay que obligarle a que nos desembarque cuanto antes. Hace ya una semana que podríamos haber tocado tierra si no fuera por su maldita cabezonería…
En parte el rijoso asturiano tenía razón, ya que si Colón hubiera aceptado los consejos de Vázquez de la Frontera, o incluso las indicaciones de los más expertos navegantes de su armada, los vientos alisios le hubieran conducido tiempo atrás a las playas de Guadalupe o Martinica ahorrándose atravesar el mar de los Sargazos, e incluso a aquellas alturas un leve desvío de una cuarta a estribor hubiera conseguido acortar notablemente el pesadísimo viaje.
Sin embargo, para el cabrero canario, ignorante de cuanto se refiriese a las artes de la navegación e indiferente a cualquier destino que no fuese el tan anhelado de Sevilla, la sola idea de tratar de imponerle al hombre que olía a cura una decisión tal vez equivocada, se le antojó totalmente improcedente y una estúpida pérdida de tiempo.
—¡A mí déjame de bobadas! —fue su sincera respuesta—. Me subí a este barco por error y me trae sin cuidado adónde vaya.
—¡Eres un burro que déjase conducir como una acémila!
El gomero extendió la mano y le aferró firmemente por el pescuezo. No tenía más que catorce años y el timonel era ya un hombre maduro, pero le doblaba en tamaño y su fuerte manaza parecía muy capaz de quebrarle el cuello de un solo golpe.
—¡Escucha, Caragato! —le advirtió—. Mientras esté a bordo de un barco me dejaré conducir por quienes saben navegar, porque contigo al mando estoy seguro de que nos íbamos al fondo. ¡Así que déjame en paz o te rompo la crisma!
Fue aquélla la primera ocasión en que el pastor Cienfuegos, también conocido por El Guanche, dejó entrever que pese a lo afable de su trato y su rostro infantil y un tanto soñador, no se dejaba avasallar y poseía un carácter agrio en los momentos difíciles.
Sus manos, como mazas, imponían un indudable respeto, y de todos era conocida su agilidad y la diabólica habilidad con que era capaz de manejar un largo palo que tanto le servía para dar saltos y salvar precipicios como para atacar o protegerse.
La «lucha o juego del palo» había sido desde los más remotos tiempos una práctica común entre los aborígenes del archipiélago canario, y los pastores de las altas montañas de La Gomera continuaban manteniendo la tradición hasta el punto de convertirla en un auténtico arte de la autodefensa.
Nadie osó por tanto volver a incomodarle con el tema del conato de motín que comenzaba a fraguarse en los sollados, pero se palpaba en el aire un creciente malestar que conseguía que incluso el propio Juan de la Cosa arrugase preocupado el entrecejo y mantuviese un discreto cambio de impresiones con los hermanos Pinzón.
La sola idea de que se mencionase la posibilidad de una rebelión a bordo de naves de Sus Majestades los Reyes Católicos repugnaba a los pilotos y capitanes españoles, y la mayoría fue de la opinión de que lo mejor que podía hacerse era cortar por lo sano ahorcando a una docena de los más señalados cabecillas, pero el almirante —que se mostraba siempre mucho más tímido en sus enfrentamientos con los seres humanos que con la Naturaleza— se inclinó abiertamente por la conciliación, restándole importancia a las protestas.
Por primera vez decidió por tanto descender en pleno día al castillo de proa y dialogar sin reservas con los más descontentos en una aparentemente estéril intentona de hacerles copartícipes de sus sueños, enseñando —también por primera vez— sus más secretos mapas de las costas de Oriente en un último esfuerzo por convencerles de que el Cipango y Catay se encontraban al alcance de la mano.
—¡Palabras!
—¡Palabras y promesas!
—¡Promesas y mentiras!
—¡Nos conduce directamente a la muerte!
—¡A un viaje sin retorno!
—¿Por qué tendría que hacerlo? —inquirió desconcertado el gomero—. También está en juego su vida.
—Por odio y por venganza. Aunque se niegue a admitirlo, todos sabemos que es judío, y conducir al desastre a una armada de sus Majestades no es más que una forma de vengarse por la expulsión de sus hermanos de raza.
A Cienfuegos semejante explicación se le antojó una estupidez de colosales características, pero aun así aprovechó la siguiente hora de estudio con Luis de Torres para inquirir abiertamente:
—¿También el almirante es converso?
El otro le observó de reojo con sus penetrantes ojillos maliciosos e inquirió ásperamente:
—¿Y a ti qué coño te importa? Los cristianos tenéis la mala costumbre de clasificar a los hombres más por sus creencias que por su valía, y así no se llega nunca a parte alguna.
—Yo no soy cristiano.
—¿Cómo que no eres cristiano? —se asombró el otro bajando instintivamente la voz como si temiera que alguien más pudiera oírles—. ¿Qué eres entonces? ¿Judío o musulmán?
—No soy nada. Una vez intentaron bautizarme pero salí corriendo. Mi madre era guanche, casi una salvaje según dicen, y creo que mi padre ni se enteró que había nacido. Para la mayoría de los «godos» los guanches ni siquiera tienen alma y cuando los capturan en Tenerife los tratan como animales. Yo, por lo tanto, aún no sé si oficialmente tengo alma, y si vale o no la pena que me bautice.
El intérprete real pareció sinceramente impresionado por lo que acababa de oír, y durante unos instantes reflexionó sobre ello hasta comentar al fin con toda seriedad:
—¿Sabes que ésa es la frase más larga que has dicho nunca? Y la más inteligente. Tengo la ligera impresión de que en el fondo no eres tan estúpido como pretendes hacernos creer demasiado a menudo.
—Para navegar en este barco es mejor izar el pabellón de estúpido, que de listo. «Listos» ya hay demasiados.
—Haré de ti un caballero…
—No tengo ningún interés en convertirme en caballero.
—¡Escucha, cabeza de chorlito! —le espetó el otro en tono desabrido—. Existen cosas que resultan mucho más fáciles de conseguir para un caballero que para un cabrero analfabeto. Entre ellas conservar el amor de una hermosa vizcondesa. Con lo que te cuelga entre las piernas no basta. Ayuda, pero no es todo. Hay que ser importante.
El converso sabía muy bien cómo tratar a su joven discípulo, y tenía plena conciencia de que el tema de Ingrid era su punto débil y el único que le mantenía de alguna forma atado a una realidad a la que con demasiada frecuencia el isleño parecía mostrarse completamente ajeno. Si pretendía de alguna forma convertir aquel valioso diamante en bruto, que se había cruzado inesperadamente en su camino, en una preciada joya apta para sus fines, el indestructible amor que parecía sentir por la alemana constituía, a su modo de ver, su mejor instrumento.
—Pronto podrás escribirle una carta —señaló—. Le dirás cuánto la amas, y dónde y cuándo os encontraréis.
—De poco va a valerme —replicó sonriente el pastor—. No habla un carajo de español.
—Yo te la traduciré.
—Pues para eso me la escribe usted directamente y me ahorro el trabajo de aprender.
Por toda respuesta recibió un sonoro coscorrón y la orden de copiar ese día cuatro veces más palotes de los que solía, lo cual tuvo la virtud de obligarle a ocultarse en un rincón de la bodega a cumplir el castigo, aislándose por completo de los mil problemas de la nave.
Al amanecer del día siguiente le despertó no obstante un lejano cañonazo ya que desde La Niña que marchaba en vanguardia notificaban alborozados que el vigía había divisado tierra, pero aunque se agradeció a los cielos tal portento con una sonora Salve que la mayoría rezó de hinojos, pasaron las horas y la dulce promesa se diluyó en una oscura nube que al final demostró que en su seno no ocultaba más que un agua que empapó las cubiertas.
El mar traía sin embargo hermosos augurios de un próximo final feliz en forma de cañas, ramas recientemente desgajadas de los manglares, e incluso una vara en la que se habían labrado a fuego cabalísticos signos que únicamente podían deberse a la mano del hombre.
La esperanza anidó por fin en todos los corazones.
Los amargos presagios de destrucción, muerte, descontento y motín se disiparon y de nuevo la única preocupación se centró en alcanzar la gloria de ser el primero en avistar el Cipango y adueñarse de un jubón de seda y una renta vitalicia.
El domingo, siete de octubre, el día en que La Niña disparó erróneamente su bombarda, Juan de la Cosa lamentó por primera vez no llevar a bordo un sacerdote que oficiara una misa, convencido como estaba de que con tan sencilla ceremonia se conseguiría que los cielos se mostraran totalmente propicios, y muchos veían en esa carencia la mano de converso del almirante, que había preferido no compartir el supremo honor de arribar por primera vez a las costas de Oriente, o que temía que la Iglesia tratase de arrogarse de inmediato la tarea de imponer el cristianismo a los paganos del Cipango y Catay.
Desde el oscurecer del jueves once estuvieron oyendo cruzar sobre sus cabezas nutridas bandadas de pájaros, y en mitad de las tinieblas, poco antes de la medianoche, Cienfuegos acudió al alcázar de popa para señalarle al insomne Luis de Torres.
—Huele a tierra. Estoy seguro de que se encuentra justamente frente a nosotros por la cuarta de babor. ¿Me entregaría el almirante el jubón de seda y los diez mil maravedíes si le doy la noticia?
El otro le observó unos instantes, descolgó de su cinturón la pesada bolsa que jamás abandonaba y la hizo tintinear repetidas veces ante sus narices.
—Si hueles tierra, cóbrate con el sonido, rapaz —replicó burlón—. ¡Me asombra tu inocencia! El mandato de los Reyes especifica que el premio será para quien divise en primer lugar las costas de Oriente. Para nada hace mención a los olores.
Pese a la cruel respuesta el canario permaneció con los ojos muy abiertos, seguro como estaba de sus apreciaciones, hasta que el cansancio del fatigoso día acabó por rendirle obligándole a descabezar un corto sueño, que duró apenas hasta que en la quietud de la noche, cerca ya de las dos de la mañana, resonó jubilosa la potente voz de un vigía de La Pinta al que todos llamaban Rodrigo de Triana aunque no fuera ése al parecer su verdadero nombre:
—¡TIERRA! ¡Tierra por la cuarta de babor!
Su Excelencia don Cristóbal Colón, que a partir de esos momentos recibía ya el fabuloso título de Almirante de la Mar Océana y Virrey de las Indias, atajó de inmediato su alborozo.
—Hace más de tres horas que divisé una luz en ese punto —gritó—. Se lo avisé a don Pedro Gutiérrez y me reservo por tanto el derecho a la recompensa.
Cuentan las leyendas que tras mucho pleitear inútilmente por sus despojados derechos, Rodrigo de Triana concluyó por emigrar a Argel abjurando de su patria y religión para abrazar el islamismo y dedicar el resto de su vida a una feroz lucha contra quienes habían cometido con él una notoria injusticia que había indignado igualmente al resto de la tripulación:
—Ver una luz, es como oler tierra —señalaría más tarde Cienfuegos—. Y el almirante podría cobrarse por tanto con el brillo de una moneda. Me duele en el alma, si es que la tengo, descubrir que las leyes, incluso las que imparten personalmente los Reyes, no tengan idéntico valor para todos.
—El que manda, manda… —fue la desencantada respuesta del converso—. Aprende la lección y recuerda lo que siempre te dije: lo importante es ser importante. Lo demás es mierda.