El contramaestre de la Marigalante, un bronco vasco cuya principal afición parecía ser patear costillas o estirar orejas de grumetes remolones, demostró también una inimitable capacidad para encontrar soluciones que impidieran que la numerosa tripulación de la nave cayera en la peligrosa trampa de la inactividad —la más temible en toda la larga travesía— y gracias a su inagotable inventiva el pobre Cienfuegos no dispuso en los días siguientes ni de un solo minuto de descanso que le permitiera reflexionar a gusto sobre el nuevo y desconcertante rumbo que tomaba su vida.
Tan sólo en las primeras horas de la noche, cuando buscaba refugio a proa dejándose caer derrengado entre las lonas y los fardos, encontraba la paz necesaria como para dedicar un recuerdo a su amada y preguntarse qué estaría haciendo en aquellos instantes, pero al poco tiempo le interrumpía indefectiblemente la llegada del misterioso hombre que olía a cura, que con matemática precisión se detenía a su lado, observaba largo rato el horizonte y mascullaba algo en voz muy baja para desaparecer de nuevo en las tinieblas como si de un auténtico fantasma se tratara.
El mar continuaba en calma, de un azul-añil denso y profundo, y un persistente viento que llegaba del Nordeste inflaba las velas y empujaba la nave dulcemente y sin descanso.
El pastor, criado en las cumbres de La Gomera y buen conocedor de la Naturaleza, sabía por experiencia que ese viento soplaba siempre de setiembre a enero en idéntica dirección y casi con idéntica fuerza, y comprendió por tanto desde el primer momento, que si como aseguraban era ese viento el que más convenía para alcanzar rápidamente el fantástico país de los palacios de oro, no se podía haber elegido mejor estación del año para intentar la empresa.
Al tercer día de navegación aprendió a medir el tiempo, ya que el contramaestre le condujo a popa, le colocó ante un extraño artilugio de vidrio estrangulado en su centro y en el que un montoncito de arena iba pasando sin descanso de un recipiente al de abajo y señaló:
—Esto es un reloj. Cuando la arena se acaba significa que ha transcurrido media hora. Tu misión es darle la vuelta y esperar. Cuando lo hayas hecho ocho veces habrá acabado tu guardia y llamas a Pascualillo para que te releve. —Le observó de improviso atentamente con el torvo y severo ceño fruncido—. ¿Sabes contar? —inquirió desconfiado.
—No.
—Me lo temía.
Desapareció sin decir palabra y al poco regresó con un montoncito de almendras que colocó sobre la mesa.
—Aquí hay ocho almendras —puntualizó—. Cada vez que le tengas que dar vuelta al reloj, te comes una. Cuando las hayas acabado llamas a Pascualillo. Pero recuerda que estaré vigilando y si te las comes antes de tiempo te daré veinte latigazos. Y te garantizo que veinte latigazos son muchos latigazos.
Al poco pasó por el alcázar «maese» Juan de la Cosa que descubrió al gomero sentado en el suelo y con la vista clavada en la arena como si se encontrara en trance.
—¿Qué haces? —inquirió sorprendido.
—Mido el tiempo —replicó muy serio el muchacho.
—¡Ya! ¿Y las almendras?
—Es que no sé contar.
—¿Nada de nada?
—Nada de nada.
—¡Pues sí qué eres bruto! —Y agitó la cabeza negativamente, como si le costara un increíble esfuerzo aceptar que pudiera existir alguien tan obtuso, y tras meditar unos instantes le tomó la mano obligándole a extenderla en el suelo con los dedos muy abiertos para írselos señalando uno por uno—: Repite conmigo —ordenó—. ¡Uno!
—Uno.
—Dos.
—Dos.
—Tres.
—Tres.
—Cuatro.
—Cuatro.
—Y cinco…
—Y cinco.
—Bien. Ahora repítelo tú solo hasta que los aprendas. Si cuando vuelva no te los sabes, te daré veinte latigazos…
Le dejó allí, estúpidamente sentado con la vista clavada en el hilo de arena que caía y golpeándose uno tras otro los dedos de la mano izquierda con el índice de la derecha mientras repetía incansablemente como en una absurda letanía: Uno, dos, tres, cuatro, cinco… Uno, dos, tres…
En esa posición le descubrió el malhumorado contramaestre cuando acudió poco después a vigilarle, lo que le obligó a exclamar roncamente:
—¿Se puede saber qué coño haces?
—Aprendo a contar.
—¡Ah, sí…! ¿Y cuánto tiempo ha pasado?
—No lo sé.
—¿Cuántas almendras te has comido?
—No lo sé.
—¿Cuántas quedan, animal? —exclamó furioso.
Cienfuegos se aproximó, las observó atentamente, y por último las fue señalando firmemente con el dedo: Una, dos, tres, cuatro y cinco. Meditó unos instantes y tras darle muchas vueltas llegó a una brillante conclusión:
—Más de cinco —admitió convencido.
El paticorto y malencarado vasco le observó unos instantes absolutamente perplejo. Se llevó la mano a la frente dándose una sonora palmada con la que intentó mostrar la magnitud de su asombro y dando media vuelta se alejó hacia proa sin cesar de refunfuñar ni un solo instante.
—¿Al Cipango? —exclamó—. ¡A la mierda vamos con semejante tripulación!
Tal vez el veterano y experimentado contramaestre no se encontrase demasiado desacertado en sus apreciaciones sobre el futuro de la nave, pero lo que sí se vio en la obligación de admitir aun en contra de sus más íntimos convencimientos, fue que el pelirrojo y desconcertante rapazuelo que se había embarcado como polizón en La Gomera cumplía a la perfección todos sus cometidos y al día siguiente acudió a comunicarle que podía llevar a cabo la guardia ante el reloj puesto que ya había aprendido a contar perfectamente hasta veinte.
—Es por si algún día tienen que azotarme —concluyó—; sabré que no se pasan.
Le cayó bien el muchacho. Tal vez no aparentara ser el más listo de a bordo, pero demostraba no obstante una inconcebible facilidad para aprenderlo todo y una natural predisposición para el trabajo, que procuraba llevar a cabo con meticulosa precisión, haciendo gala al propio tiempo de una prodigiosa agilidad que le permitía trepar a los palos o deslizarse por las jarcias como un auténtico chimpancé. El día en que le permitieron hacerse con una de las largas pértigas de abordaje comenzó a saltar de un lado a otro como un titiritero de feria en un auténtico derroche de facultades que hizo de inmediato las delicias de la tripulación.
Fue su aguda vista la que descubrió una mañana un inmenso tronco que flotaba a estribor, y cuando se aproximaron a estudiarlo de cerca muchos se impresionaron al comprobar que en realidad se trataba de los restos del palo mayor de una nave portuguesa cuyo tonelaje debió superar en mucho al de la propia Marigalante.
Cundió el pánico entre los más pusilánimes y esa noche volvieron a escucharse los sollozos de quienes continuaban convencidos de que el fin de la travesía estaba próximo y habían llegado al punto en que todo barco que se aventurase por el «Tenebroso Océano Desconocido» sería arrastrado a los abismos por las inmensas bestias que lo poblaban y que protegían celosamente los confines del universo.
Pascualillo de Nebrija formaba parte de esa nutrida legión de asustadizos sobre los que las sombras de la noche parecían ejercer una maligna e invencible influencia, pese a que durante las horas en que lucía el sol destacara como líder de los grumetes e indiscutible cabecilla de las pequeñas conjuras que solían tener lugar en el sollado de proa.
Allí tenían lugar también las semiclandestinas partidas de naipes, y fue él quien iniciara al joven pastor isleño en el complejo mundo del juego, con lo que consiguió involuntariamente hacerle el más flaco favor imaginable.
Fue a la tarde siguiente.
Aún estaba fresco en la memoria de todos el incidente del palo de la nao portuguesa, y mientras en el castillo de popa se discutía acaloradamente sobre el tema, en el sollado de proa se organizó una partida a la que por casualidad asistió un desprevenido Cienfuegos al que extrañamente no se le había encargado en esos momentos tarea alguna.
Desde el primer instante le llamaron poderosamente la atención los naipes, a los que dio vueltas una y otra vez entre los dedos, maravillado al parecer por sus coloreadas figuras y por el extraño significado de unos dibujos a los que atribuyó de inmediato un confuso significado.
Reyes, damas, caballeros, ases y números de distintos palos y valoraciones que podían intercambiarse en una variopinta cantidad de combinaciones de sonoros nombres jamás oídos anteriormente, se le antojaron poco menos que fabulosos seres dotados de vida propia que consiguieron fascinarle como no lo habían hecho hasta aquellos momentos más que los ojos o el inimitable cuerpo de su amada.
Descubrió su alma de empedernido jugador casi desde el momento mismo en que se sentó a la mesa, y descubrió también de inmediato que las únicas damas de este mundo que jamás le prodigarían sus favores serían las de la baraja.
Por un inexplicable sortilegio que comenzó aquella misma tarde, siempre y a todo lo largo de su azarosa vida, el cabrero Cienfuegos se vería perseguido por la curiosa circunstancia de que, indefectiblemente y fuera cual fuera su suerte, hasta ese instante, en cuanto en un momento determinado le caía una dama de la baraja en las manos, perdía hasta la camisa si es que en esos momentos era dueño de alguna.
En aquella ocasión no poseía desde luego camisa; no poseía nada más que su tiempo y su inagotable capacidad de trabajo, y fue por ello por lo que en una sola sentada perdió las guardias de ocho días viéndose en la penosa obligación de tener que pagar un corto rato de diversión con la casi totalidad de sus horas de sueño de toda una semana.
No le sirvió de escarmiento. Jamás, nada de cuanto hiciera en el futuro le apartaría por mucho tiempo de una mesa de juego, y a menudo se preguntó años más tarde cuál hubiera sido su auténtico destino, y cuántos trances amargos podría haberse ahorrado si aquel maldito día a bordo de la Marigalante no hubiera tenido la nefasta ocurrencia de enamorarse de las cartas.
Los cinco días siguientes los pasó, por tanto, yendo de un lado a otro con el fin de cumplir con sus tareas y las de dos grumetes, semejante a una máquina comandada a distancia, agotado e incapaz de reaccionar a la orden más simple.
—¡Este chico es tonto!
Incluso el amable Juan de la Cosa o el malhumorado contramaestre, que habían aprendido a creer en él, comenzaron a desconfiar de su auténtica capacidad mental, ignorantes como estaban de que su casi total ineficacia era debida a que trabajaba veinte horas seguidas sin apenas descanso y sin probar más que unos cuantos bocados de una hedionda comida que continuaba antojándosele totalmente intragable.
Tan sólo el avispado Luis de Torres, un hombretón de ojos negros y ganchuda nariz que le conferían el inquietante aspecto de una gran ave de presa, pareció captar qué era lo que le estaba ocurriendo en realidad, ya que al ejercer el curioso oficio de futuro intérprete ante el Gran Kan o los restantes reyes de las costas del Cipango, no tenía de momento tarea alguna que realizar a bordo, y dedicaba por ello la mayor parte de su tiempo a observar como un gigantesco halcón cuanto ocurría sobre la cubierta de la nave.
—¡Ven aquí! —le llamó un día obligándole a subir al alcázar de popa—. ¿Cómo se explica que no pares un minuto de faenar mientras tus compañeros se dedican a pescar o a tomar el sol en la toldilla? ¿Es que realmente eres tan tonto como dicen?
El isleño dudó puesto que el juego no estaba bien visto a bordo y admitir que a veces se celebraban partidas en el sollado de proa podía acarrearle problemas al resto de la tripulación, pero ante la insistencia del intérprete y su aparentemente irreductible decisión de no permitirle alejarse sin recibir una convincente explicación, acabó por confesar cuanto había ocurrido.
—Decididamente eres tonto… —señaló Luis de Torres en un pintoresco castellano que evidenciaba su ascendencia levantina—. ¿Cuánto debes aún?
—Dos días de trabajo.
—No vas a resistirlo —sentenció el otro convencido—. En cualquier momento te caerás del palo mayor y te romperás la cabeza. —Metió la mano en la bolsa de cuero que colgaba de su cinturón y le entregó tres monedas—. Paga con esto —señaló—. Cuando cobres me devolverás cinco monedas. Si pasan treinta días, seis, si cuarenta, siete. ¿Está claro?
El muchacho pareció a punto de rechazar la oferta, pero al fin extendió la mano y se apoderó de las monedas.
—Muy claro… ¿Por casualidad es usted judío?
—Converso… —admitió el otro con una leve sonrisa de complicidad.
—Pues aún debe oler a agua bendita.
—Es posible… Me bauticé justo el día antes de zarpar de Sevilla.
—¿Cómo es Sevilla?
—Muy grande y muy bonita. Una de las ciudades más bellas del mundo con un precioso río que la atraviesa por completo:
—Algún día iré a Sevilla —señaló el muchacho convencido—. En realidad yo creía que la Marigalante iba a Sevilla, pero cuando descubrí su destino era ya demasiado tarde.
—No la vuelvas a llamar Marigalante —le advirtió el converso bajando mucho la voz—. Al almirante le molesta. Ya sé que la mayoría de la tripulación prefiere mantener su antiguo nombre pero a él le pone furioso.
—¿Por qué? —se sorprendió el isleño—. ¿Qué importancia puede tener el nombre de un barco?
El otro indicó las dos pequeñas carabelas que navegaban siempre a la vista, y que a la caída de la tarde solían aproximarse a recibir instrucciones.
—Una es La Niña y la otra La Pinta —dijo—. Si ésta continuara llamándose Marigalante, más pareceríamos una alegre excursión de prostitutas a la caza de aventuras picantes que una seria expedición en busca del Gran Kan… Por eso el almirante le cambió el nombre por el más conspicuo y reverente de Santa María.
—Pues lo que es a mí, uno u otro me traen sin cuidado… Marigalante o Santa María ni una ni otra me llevarán de momento a Sevilla.
—¡Tómalo con calma! Eres muy joven y Sevilla siempre estará en el mismo sitio.
—¿Y qué ocurrirá si cuando llegue la persona que tengo que ver allí ya se ha marchado…?
—Que encontrarás a otra. Se trata de una mujer, ¿no es cierto? Pues te garantizo que con tu aspecto no van a faltarte nunca. Te lo dice alguien que siempre se interesó por las mujeres, aunque ninguna se interesara nunca por él. —Se golpeó levemente la sien con una sonrisa irónica—. Nada importa que aquí dentro puedan estar todos los conocimientos científicos e intelectuales de este mundo, e incluso que consiga hablar correctamente nueve lenguas. Eso no les importa: prefieren a los tipos como tú.
—Ella es distinta. Distinta a todas.
—¿Tiene tres piernas?
—¡Naturalmente que no!
—Entonces es igual que todas, créeme. Y ahora vete; pero recuerda que me debes dinero y deberle dinero a un converso es peor que debérselo al mismísimo demonio…
—Lo tendré muy presente.
—¡Y que no se te ocurra jugártelo!
El cabrero dudó un instante porque tal vez había sido ésa su primera intención, pero reparó en la severidad de los ojos de halcón y asintió al tiempo que de un salto caía ágilmente sobre la cubierta principal:
—¡Descuide, señor…! No me los jugaré. ¡Y gracias!
Esa noche pudo dormir por primera vez a pierna suelta en varios días, y tal era su agotamiento, que ni siquiera reparó en la cercana presencia del hombre que olía a cura, que en esta ocasión permaneció mucho más tiempo del acostumbrado observando el horizonte y las estrellas, a la par que murmuraba por lo bajo frases cada vez más confusas.
A la mañana siguiente, sin embargo, tuvo conocimiento bien pronto de lo que le sucedía, ya que tanto los pilotos de las tres naves como algunos de los más veteranos timoneles habían comprobado aterrorizados que, incomprensiblemente, las brújulas noresteaban casi una cuarta.
—¿Y eso qué diablos significa? —quiso saber.
—Que en lugar de señalar directamente a la estrella Polar, como siempre ha ocurrido, declinan unos quince grados, lo cual tan sólo puede deberse a que la estrella ha cambiado de lugar, cosa impensable, o que todas las brújulas se han averiado a un tiempo, posibilidad harto improbable.
El isleño no hizo comentario alguno ya que a decir verdad aún no se había hecho una idea muy clara de cómo funcionaba y para qué servía una brújula, y en cierto modo se le antojaba demoníaca brujería que un pedazo de metal acabase siempre por apuntar en una dirección exacta por más vueltas que se le diera.
Decidió, por tanto, desentenderse del tema, pero esa noche nadie pareció capaz de descansar a bordo puesto que todos los ojos permanecían clavados en aquella rutilante estrella que mantenían siempre por la banda de estribor.
Resonaron una vez más los lamentos, ya que el eterno coro de los asustadizos consideró un síntoma de terrible agüero que aquella hermosísima estrella, que había demostrado a través de los siglos una inquebrantable fidelidad a los hombres de mar, decidiera traicionarles abandonándoles a su suerte en pleno corazón del «Tenebroso Océano».
—¡Volvamos! —suplicaba la mayoría—. La Polar nos está dando el definitivo aviso de que Dios no desea que sigamos adelante.
Pero el almirante Colón, aquél que según Cienfuegos hedía a cura y a ropa polvorienta, y apenas abandonaba su minúscula camareta más que para tomar la altura de las estrellas o calcular la velocidad de las naves, reunió a sus pilotos y capitanes para comunicarles que en su opinión el inquietante hecho nada tenía que ver con designios divinos, sino tan sólo con algún desconocido fenómeno astronómico.
—Tal vez la Tierra no sea absolutamente redonda sino en forma de pera —dijo—. Lo cual explicaría que al pasar de una determinada latitud, la posición de la estrella sufre una ligera variación. Sea como sea, lo que puedo asegurar es que una cuestión tan nimia no va a hacer variar ni un ápice mis planes. Seguiremos rumbo al Oeste.
—Con todos los respetos… —se decidió a intervenir Vicente Yáñez Pinzón que estaba considerado como el más experimentado de los pilotos de la escuadra—. Alterar levemente el rumbo al Sudoeste favorecería en mucho la andadura de las naves. El viento sopla insistentemente en esa dirección y al tomarnos de popa nos permitiría avanzar más aprisa y con menos quebranto para unos cascos y unos aparejos ya de por sí muy castigados.
—Según mis cálculos, el Cipango y las costas de Catay están frente a nosotros —fue la tajante respuesta del almirante— y hacia allí nos dirigimos. Todo desvío de la ruta se me antoja una inútil pérdida de tiempo.
—A mi modo de ver —puntualizó el andaluz sin dar su brazo a torcer a las primeras de cambio—, nuestro principal objetivo es encontrar tierra y tranquilizar de ese modo a la tripulación. Una vez en ella podremos indagar la mejor forma de continuar hasta el Cipango.
—La mejor forma de llegar al Cipango es seguir el rumbo marcado. En diez días avistaremos sus costas.
Nadie volvió a argumentar de momento ni una sola palabra, ya que al fin y al cabo el genovés continuaba siendo, por mandato real, el almirante indiscutible de la flota.
Ello no impidió sin embargo que entre una parte de la marinería cundiera el descontento, ya que los más expertos habían advertido que el hecho de abandonar la ruta natural de los vientos dominantes —que años más tarde acabaría por denominarse «Ruta de los Alisios» y convertirse en el auténtico «Camino Real» de las travesías hacia las costas del «Nuevo Mundo»— les iba adentrando cada vez con mayor frecuencia en una región de grandes calmas, y para un navegante experimentado ningún peligro más temible existía que el de quedarse sin viento en mitad de un caluroso y desconocido océano completamente inmóvil.
Algunos aprovecharon para recordar los últimos consejos que les diera el viejo Vázquez de la Frontera, quien cuarenta años atrás y en el transcurso de un viaje exploratorio hacia el Oeste patrocinado por el monarca portugués Enrique «el Navegante», había caído en idéntica trampa. Vázquez de la Frontera confesaba que más tarde se había tropezado con una inmensa barrera vegetal que convertía el agua en una especie de masa impenetrable, lo cual le impidió, a su modo de ver, alcanzar las costas del Cipango cuando las tenía ya casi al alcance de la mano.
—¡Al Sudoeste! ¡Siempre al Sudoeste! —gritó cuando se alejaban de las costas andaluzas rumbo a Canarias—. ¡Dejaos llevar por el viento! ¡El viento nunca engaña!
Para algunos —el almirante entre ellos—, Vázquez de la Frontera no había sido nunca más que un viejo charlatán enredador que apenas había superado en unas cincuenta leguas el cabo de La Orchila de la isla del Hierro, confín del mundo conocido hasta aquellos momentos, pero muchos otros —entre ellos el severo Juan de la Cosa— eran de la opinión de que el anciano sabía muy bien de lo que hablaba, aceptando a pies juntillas que los resecos hierbajos que con tanto mimo conservaba habían sido extraídos realmente del mítico mar de los Sargazos y no eran, como sus detractores afirmaban, simples algas marinas jareadas al sol.
Por desgracia, sus casi setenta años habían impedido al veterano marino enrolarse como era su deseo en la arriesgada expedición que seguiría sus pasos de tanto tiempo atrás, y sus sabios consejos no eran ya más que un añorado recuerdo al que los supremos mandatarios de la escuadra no parecían dispuestos a prestar la más mínima atención.
Al despreocupado e ignorante Cienfuegos, por su parte, todas aquellas cuestiones parecían tenerle absolutamente sin cuidado, puesto que ya se había hecho a la idea de que nadie pensaba llevarle a Sevilla, igual le daba Oeste que Sudoeste, Norte que Sur, y bastantes problemas tenía con sobrevivir y procurar que no continuaran arrebatándole en el juego lo poco que obtenía con su trabajo.
Esa indiferencia con respecto a la ruta a seguir, y el hecho de que se hubiera subido a un barco que marchaba en dirección completamente opuesta a la que pretendía, hacía que la marinería le gastase constantes bromas sobre su extraño sentido de la orientación, cosa que no le molestaba en absoluto, puesto que se diría que estaba hecho de una pasta especial que hacía que aparentemente tan sólo dos cosas le importaran en este mundo: Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise, y un mazo de cartas de baraja.
Seguía jugando:
Y seguía perdiendo.
Le debía dinero al converso Luis de Torres, y horas de trabajo a cuatro o cinco grumetes, pero ya sabía contar hasta mil e incluso era capaz de sumar y restar operaciones de dos cifras. La mayoría de las gentes de a bordo le apreciaba por su predisposición a ayudar en todo y hacer favores, aunque no carecía de enemigos a los que parecía molestar su innegable prestancia y en especial el envidiable órgano viril que había quedado claramente a la vista la mañana en que aprovechando una calma chicha, la mayor parte de la tripulación decidió lanzarse al agua tal como había venido al mundo.
Los agudos ojillos del intérprete real, que seguían sin perder detalle sobre cuanto sucedía a su alrededor, hicieron que poco más tarde le llamara aparte para comentar sin manifiesta mala intención:
—Entiendo ahora que exista una dama dispuesta a seguirte a Sevilla e incluso al fin del mundo… Y que prefiera lo que tú le ofreces a mis conocimientos de árabe o caldeo. Si algún día regresamos a la Corte, cosa que empiezo a poner en duda, un tipo como tú, asesorado por alguien como yo, podría llegar muy lejos teniendo en cuenta que, aunque la mayoría lo niegue, a este mundo lo gobiernan las mujeres. En España, sin ir más lejos, pesa más la opinión de doña Isabel que la de don Fernando.
—Yo no sé más que cuidar cabras, silbar y fregar cubiertas —fue la inocente respuesta del pelirrojo—. Incluso cumplir correctamente la guardia del reloj me cuesta un gran esfuerzo. Malamente podré convertirme por tanto en caballero.
—Siempre resultará más fácil hacer de ti un caballero, que de un caballero un tipo como tú… —sentenció seriamente el converso—. Yo pertenezco a un pueblo al que hace más de catorce siglos todos se empeñan en cambiar. Ahora, por una simple orden de la reina, nos han privado de todo; incluso del derecho a vivir en la tierra en que nacimos. Si han conseguido hacer de mí un cristiano, ¿por qué no puedo hacer yo de ti un caballero? Háblame de tu dama.
—¿Qué quiere que le diga?
—Quién es, cómo la conociste ¿qué piensa hacer por ti?
—La conocí en una laguna, no supe que estaba casada y era noble hasta el último momento, y jamás he pretendido que haga nada por mí, más que volver a mi lado. Yo la amo.
—A tu edad el amor es siempre algo transitorio. Pero lo que una mujer llegue a sentir por ti puede muy bien ser permanente. ¿Te gustaría aprender a leer y escribir?
—¿De qué me serviría?
—Es el primer paso para soñar con convertirte algún día en algo parecido a un caballero.
—Nunca soñé con ser caballero. Lo único que en verdad desearía es regresar a mis montañas, y estar siempre junto a Ingrid.
—¡Escucha rapaz! —la respuesta no admitía réplica—. Sí hay algo de lo que yo entienda en esta vida es de seres humanos, y sé muy bien que no has nacido para cuidar cabras en las montañas de La Gomera. Le pediré al contramaestre que te deje una hora libre al día para enseñarte a leer y escribir. Empezarás mañana.
Fue de ese modo, sin desearlo en un principio, como el pastor Cienfuegos, también conocido por El Guanche, se inició en el mundo de las letras, pero quedó bien patente desde el primer momento que su innata curiosidad y su casi intacta inteligencia natural consiguieron que en pocos días se entusiasmara por el hecho de descifrar los extraños signos que el converso iba trazando sobre un improvisado pizarrón de madera, y no resultaba por lo tanto extraño descubrirle atareado a todas horas dibujando palotes con ayuda de un aguzado pedazo de carbón.
Pascualillo de Nebrija le observaba perplejo.
—¿Qué conseguirás con eso? —repetía una y otra vez desconcertado—. Aunque la mona se vista de seda, mona se queda, y aunque el borrico aprenda a leer, siempre rebuzna.
El isleño se limitaba a hacer caso omiso a sus pullas, empeñado día y noche en una dura lucha con círculos y rayas, decidido como estaba a aprovechar la oportunidad que se le ofrecía de escapar de aquella agobiante sensación de profunda impotencia que le asaltó en un tiempo, cuando teniendo entre sus manos el precioso rostro de la mujer que amaba, se consideró totalmente incapaz de expresarle cuanto en verdad sentía por ella.
En principio no dispuso sin embargo de demasiado tiempo para dedicarse de lleno a su nueva tarea, puesto que a la cuarta noche de haber noresteado la brújula, el aguzado oído de los marinos percibió claramente que la andadura de la nave disminuía de forma notable pese a que el viento no parecía haber perdido fuerza.
Al poco se escuchó a Juan de la Cosa lamentarse de que el timón no obedecía con la presteza a que les tenía acostumbrados, y en conjunto podría creerse que una gigantesca mano se entretuviera en aferrarles desde el fondo, o que súbitamente el mar se hubiera espesado hasta convertirse en un denso puré difícilmente navegable.
Antes del alba ya todos los cuerpos aparecían inclinados sobre la borda, y la primera claridad del día les sorprendió observando atónitos un pacífico mar que parecía haberse convertido en una infinita y ondulante pradera de hierba de largas hojas lanceoladas y color azul verdoso, semejantes a las grasientas plantas que acostumbran a crecer sobre las rocas que deja al descubierto la bajamar, y con muy poco en común con las algas marinas.
¡El mar de los Sargazos!
Allí estaba, rodeándoles en cuanto alcanzaba la vista, tal como lo describiera el viejo Vázquez de la Frontera y en el lugar exacto que él marcara, al Norte de la ruta de los vientos que soplaban firmemente hacia el Sudoeste.
¿Quién podía dudar ahora de que había estado allí y las resecas plantas que conservaba provenían de aquel lugar?
¿Quién se atrevía a negar que habían caído ciegamente en la trampa de la que con tanta insistencia les previno?
—Recuperemos la ruta del Sudoeste —rogó Juan de la Cosa—. Tal vez los vientos nos saquen de este cepo.
—El Cipango y Catay están al Oeste… —fue la inmutable respuesta—. Esto no puede ser más que la vegetación que crece sobre un bajío de roca… ¡Largar la sonda!
Y fue naturalmente a Cienfuegos a quien le tocó una vez más el pesado trabajo de echar al agua la larga liña y agitar continuamente el brazo, buscando tocar un fondo al que nunca alcanzarían porque en realidad se encontraba miles de brazas más abajo.
Muchos a bordo no acertaban sin embargo a creérselo y se mantenían pendientes del más mínimo detalle que revelase que se hallaban a punto de estrellarse contra un traicionero arrecife a flor de agua.
—Esta noche moriremos… ¡Todos moriremos!
Una vez más la eterna cantinela obsesionante; el miedo que reptaba por la borda como una oscura víbora que se iba apoderando de los espíritus de los hombres que no pertenecían a la raza de auténticos marinos, sino a la de los hambrientos de tierra adentro que vieron en la expedición una postrer oportunidad de escapar a la miseria.
Las gentes de la Marigalante —o de la Santa María como el almirante Colón exigía que se la llamase—, así como los de La Pinta y La Niña, se dividían claramente en dos grupos perfectamente diferenciados por su origen y su comportamiento: los auténticos marinos para los que el viaje no constituía más que un arriesgado paso en la eterna conquista de nuevas rutas comerciales, y los miserables desesperados —e incluso un diminuto puñado de fugitivos de la Justicia— para los que embarcarse tan sólo constituyó en su día una especie de terrorífica huida hacia delante.
Para la mayoría de estos últimos, el mar sería siempre un elemento hostil y peligroso del que mil asechanzas sin nombre cabía esperar continuamente; en especial en aquel «Océano Tenebroso» del que nada más que negras historias de muerte y destrucción habían oído contar hasta el presente.
Todo resultaba para ellos factible cuando las naves se arriesgaban más allá de la última punta de la Isla del Hierro; desde la posibilidad de que las aguas se precipitasen de improviso en un abismo sin fondo, a que monstruos marinos altos como montañas devorasen los barcos, o éstos fueran condenados a navegar eternamente por una ilimitada extensión de aguas muy quietas adentrándose en la mansa y obsesionante eternidad de las almas en pena.
Ahora estaban allí, apresados por una maraña de hierbajos de aspecto repelente; un viscoso mejunje contra el que las proas luchaban bravamente, pero que al aferrarse al timón amenazaban con bloquearlo de una vez para siempre.
—¿Fondo?
—¡No hay fondo!
La pregunta y la respuesta se repetían de forma obsesiva, del alcázar a proa, y luego los ojos se alzaban a inquirir noticias del vigía que respondía de igual modo la machacona cantinela:
—¡Sargazos hasta el confín del horizonte!
De noche las embarcaciones pequeñas acudían a buscar cobijo muy cerca de la nao capitana, se arriaba el trapo hasta dejarlo al mínimo, y cuatro hombres permanecían con los ojos y el oído atentos a la aparición de las rompientes que constituían según todos el origen del mal que les amedrentaba.
Nadie parecía querer aceptar el hecho, desconocido hasta el presente, de que aquella espesa maleza tuviera su origen en sí misma a flor de agua, o que ascendiese desde los miles de metros de un abismo insondable.
Los días se hicieron más largos.
Y las noches eternas.
El reloj de arena tan sólo giraba cuarenta y ocho veces pero cabía imaginar que el paso de una a otra burbuja se había estrangulado, puesto que su ritmo no parecía corresponder en absoluto al ritmo de los hombres.
La desidia se apoderó de las naves y la desgana de sus tripulaciones, cuyos nervios parecían haber aflorado hasta la superficie, y no resultaba extraño por lo tanto que surgieran de continuo disputas por los más nimios motivos.
El malencarado contramaestre se vio en la obligación de echar mano a toda su autoridad de vasco malhablado, y el contemporizador Juan de la Cosa a su innegable diplomacia, mientras encerrado en su camareta el almirante repasaba una y otra vez sus cálculos, y empezaba a temer por el éxito de una empresa de la que en apariencia jamás había dudado. Su fe en que el mundo era redondo y se podía llegar al Este por el camino del Oeste se mantenía evidentemente intacta, pero tal vez empezaba a temer que invencibles obstáculos se interpusieran empecinadamente en su camino.
Entretanto, el pelirrojo pastor dedicaba las horas que no pasaba en la sonda o en la guardia del reloj a aprender nuevas letras, consiguiendo completar por primera vez su nombre la misma tarde en que un indecente alcatraz se posó en un obenque para cagarse justo sobre la rosa de los vientos.
De dónde había salido y por qué diantres eligió semejante lugar para hacer sus necesidades cuando tenía a su entera disposición mil millas cuadradas de mar abierto nadie pudo averiguarlo, aunque quizá fuera pura casualidad o una deliberada exhibición de magnífica puntería.
Pascualillo de Nebrija lo consideró no obstante una vez más preludio de desgracias, pese a que los más experimentados marineros prefirieron suponer que se trataba de una original y desvergonzada forma de darles la bienvenida a tierras que debían encontrarse lógicamente muy cercanas.
Se alejó hacia el Sudoeste.
Juan de la Cosa y Pedro Alonso Niño quisieron ver en ello una señal inequívoca de que había sido enviado por los cielos para reclamar de forma harto evidente su atención e indicarles el camino a su nido de la costa, pero el rumbo de las naves continuó pese a ello inalterable, abriéndose camino como buenamente podían a través de aquel sucio potaje de berros como muy gráficamente lo describió un castizo.
Nadie sabía exactamente cuánto habían avanzado, ni a qué distancia se encontraban ya de las costas canarias.
Cada noche el almirante apuntaba en su Diario la estimación de las leguas recorridas, pero al propio tiempo en un cuaderno aparte iba anotando las millas, restándole siempre una pequeña parte al camino hecho durante la jornada, pues de ese modo pretendía tranquilizar a la tripulación haciéndole creer que se habían alejado menos de lo que era en realidad, al tiempo que conservaba para sí el secreto de en qué punto se encontraba tierra firme cuando al fin pusieran pie en ella.
Había sin embargo otros hombres a bordo duchos en calcular la velocidad de unos navíos en los que habían navegado largos años, y ni los hermanos Pinzón, ni Juan de la Cosa, ni el mismo Pedro Alonso Niño se dejaban engañar por aquel truco inocente, pese a que en apariencia dieran por buenas las acotaciones de Colón.
De todo ello se discutía a menudo en los sollados, entre dados, barajas, vino y trifulcas, pero a todo ello permanecía por completo ajeno el gomero, que disfrutaba ahora con un espeso mar absolutamente en calma que había conseguido que el malestar de los primeros días quedase olvidado, y el suave balanceo de cubierta se le antojase a menudo incluso agradable.
Las bazofias de la cocina de a bordo continuaban siendo no obstante su mayor enemigo y de continuo tenía que ingeniárselas para conseguir un poco de pestilente queso agusanado o unos frutos secos con que engañar el estómago, ya que cada vez que intentaba aplacar su hambre con los grasientos guisos de judías, lentejas o garbanzos se veía en la obligación de correr a buscar acomodo en los toscos y cada vez más frecuentados retretes que se alzaban a popa.
Luego, un caluroso mediodía hizo su aparición una gigantesca y solitaria ballena de grandes manchas blancas, y resultaba un curioso espectáculo observarla emerger de las profundidades cubierta de unos sargazos que le conferían un aspecto fantasmagórico, para descubrir esa misma tarde que entre la espesa vegetación pululaban cientos de diminutos y vivarachos cangrejos.
Tenían que existir rocas muy cerca.
—¿Fondo?
—¡No hay fondo!
—¿Vigía?
—¡Mar en calma en todas direcciones!
¿Quién podía explicar tal cúmulo de anomalías?
La Pinta, la más veloz de las tres naves, se adelantaba en las horas diurnas, zigzagueaba, iba y venía en misión exploratoria tratando de avistar al fin un rastro de tierra o una pequeña rompiente semioculta, pero a la caída de la tarde regresaba con la eterna evidencia de que continuaban aún en mitad de la nada.
Tan sólo octubre estaba cerca.