James McKenzie silbó complacido. Si bien le aguardaba una misión delicada, nada había ese día que pudiera afectar su buen humor. Hacía dos días que había regresado a las llanuras de Canterbury y su reencuentro con Gwyneira había colmado todos sus deseos. Era como si todos los malentendidos y los años que habían transcurrido desde su amor de juventud no hubieran pasado. James sonreía ahora satisfecho al pensar en los esfuerzos que había hecho Gwyn antaño para evitar siempre hablar de amor. Ahora lo hacía con toda naturalidad y, además, ya nada se percibía en ella de aquella mojigatería de princesa galesa.
¿Ante quién iba ahora a avergonzarse Gwyn? La gran mansión de los Warden les pertenecía a ella y a él. James experimentaba una extraña sensación al entrar en la casa ya no como un empleado al que se le toleraba el acceso, sino tomando posesión de ella. Así como de las butacas del gran salón, los vasos de cristal, el whisky y los nobles cigarros de Gerald Warden. James, sin embargo, todavía seguía sintiéndose más a sus anchas en la cocina o en los establos, y ahí era donde pasaba más tiempo con Gwyneira. Seguían sin tener empleados maoríes y los pastores blancos eran demasiado caros y, sobre todo, demasiado orgullosos para realizar labores sencillas. Gwyneira transportaba por sí misma el agua, cosechaba las verduras del huerto y recogía los huevos del gallinero. Todavía no tenía carne y pescado frescos, carecía de tiempo para pescar y no conseguía romperles el pescuezo a los pollos. Por eso el menú era más variado desde que James estaba junto a ella. Él se alegraba de hacerle la vida más fácil, aun si todavía se sentía como un invitado cuando entraba en su dormitorio, más propio de una muchacha. Gwyneira le había contado que Lucas había decorado la habitación para ella. Aunque las coquetas cortinas de puntillas y los delicados muebles no se correspondían en realidad con el estilo de Gwyn, ella los conservaba para honrar la memoria de su marido.
¡Lucas Warden debía de ser una persona peculiar! Ahora se percataba James de lo poco que lo había conocido y de lo mucho que se habían aproximado los comentarios de los trabajadores a la verdad. Pero Lucas había amado algo en Gwyneira o, al menos, la había respetado. Y también los recuerdos que Fleurette conservaba de su supuesto padre estaban llenos de cariño. James empezaba a sentir pena y compasión por Lucas. Un ser bueno, aunque vulnerable, nacido en el tiempo y el lugar equivocados.
James dirigió su caballo hacia el poblado maorí que yacía junto al lago. En realidad podría haber ido a pie hasta allí, pero se presentaba en misión oficial, como negociador de Gwyneira, por decirlo de algún modo, y se sentía más seguro, y sobre todo más importante, a lomos del símbolo de estatus de los pakeha. Y por añadidura, le encantaba su caballo. Fleurette se lo había regalado: un hijo de la yegua Niniane y un caballo de carreras, semental de sangre árabe.
A decir verdad, McKenzie había esperado encontrarse antes con una barrera en el camino entre Kiward Station y el poblado maorí. A fin de cuentas, McDunn había contado algo así y también Gwyn estaba enfadada porque intentaban cortarle el acceso a Haldon.
Sin embargo, James llegó al poblado sin obstáculos. Pasó junto a los primeros edificios y ante su vista apareció la gran casa de asambleas. No obstante se respiraba un ambiente extraño en el lugar.
Nada había del rechazo abierto y provocador del que habían hablado no sólo Gwyneira, sino también Andy McAran y Poker Livingston. Sobre todo, no se respiraba ningún aire triunfal a causa de la sentencia del gobernador. James percibía más bien una tensa espera. La gente no lo rodeaba amistosa y parlanchina como en anteriores visitas, pero su actitud no era amenazadora. Si bien distinguió algunos hombres aislados con tatuajes de guerra, llevaban en general pantalones y camisas, y no el traje tradicional ni tampoco lanzas. Un par de mujeres realizaban las labores cotidianas y se esforzaban por no dirigir la mirada al visitante.
Finalmente, Kiri salió de una de las casas.
—Señor James, he oído decir que usted volver —saludó de manera formal—. Es una gran alegría para Miss Gwyn.
James sonrió. Siempre había sospechado que Kiri y Moana lo sabían.
Pero Kiri no le devolvió la sonrisa, sino que miraba a James con expresión grave mientras seguía hablándole. Elegía las palabras con cuidado, incluso con cautela.
—Y quiero decirle…, me da pena. También lo sienten Moana y Witi. Si ahora hay paz, nosotras volver con gusto a la casa. Y sentir señor Paul. Marama dice él cambiar. Buen hombre. Para mí, buen hijo.
James asintió.
—Gracias, Kiri. Es algo bueno también para el señor Paul. Miss Gwyn espera que vuelva pronto. —Se sorprendió cuando Kiri le volvió la espalda.
Nadie más le dirigió la palabra hasta que James llegó ante la casa del jefe. Desmontó. Estaba seguro de que Tonga ya estaría al corriente de su llegada, pero era evidente que el joven jefe quería hacerse rogar.
James alzó la voz.
—¡Tonga! ¡Debemos hablar! Miss Gwyn ha recibido el fallo del gobernador. Quiere negociar.
Tonga salió lentamente de la casa. Llevaba la indumentaria y los tatuajes de guerrero, pero ninguna lanza, sino el hacha sagrada de su cargo. James reconoció en su rostro las huellas de una pelea. ¿Acaso el joven jefe ya no era incuestionable? ¿Tenía competidores en su propia tribu?
James le tendió la mano, pero Tonga no se la estrechó.
James se encogió de hombros. Si no quería… En su opinión, Tonga se comportaba de modo infantil, pero ¿qué cabía esperar de un hombre tan joven? James decidió no participar en el juego y actuar, en cualquier circunstancia, de manera afable. Tal vez sirviera de algo apelar al honor del muchacho.
—Tonga, pese a tu juventud, ya eres jefe. Esto significa que tu gente te considera un hombre razonable. También Miss Helen te aprecia mucho y lo que has conseguido con el gobernador es digno de admiración. Has dado prueba de valor y de capacidad de resistencia. Pero ahora debemos llegar a un acuerdo. El señor Paul no está, pero Miss Gwyn negociará por él. Y responde a que él se atendrá a lo convenido. Así deberá hacerlo, pues el gobernador ya ha declarado su sentencia. Así pues, ¡demos por terminada esta guerra, Tonga! Incluso por el bien de tu propia gente. —James mostró las manos extendidas, no iba armado. Tonga tenía que reconocer que acudía en son de paz.
El joven jefe se irguió todavía más, en la medida que ello era posible considerando su ya elevada estatura. Aun así, era más bajo que James. Incluso más bajo que Paul, algo que le había preocupado durante los años de su infancia. Pero ahora le correspondía la dignidad de jefe. ¡No tenía que avergonzarse de nada! Ni siquiera del asesinato de Paul…
—Dile a Gwyneira Warden que estamos preparados para negociar —anunció con frialdad—. No nos cabe la menor duda de que los acuerdos serán respetados. Desde la última luna llena, Miss Gwyn es la voz de los Warden. Paul Warden está muerto.
—No fue Tonga… —James sostenía a Gwyneira entre sus brazos y le contaba la muerte de su hijo. Ella gemía sin llorar. Era incapaz de derramar ni una sola lágrima y se odiaba por ello. Paul había sido su hijo, pero no podía llorar por él.
Kiri depositó ante ellos, en silencio, una tetera sobre la mesa. Ella y Moana habían acompañado a James a la casa. Con toda naturalidad, ambas mujeres tomaron posesión de la cocina y de las salas.
—No debes recriminárselo a Tonga o es probable que fracasen las negociaciones. Creo que él mismo se hace reproches. Por lo que he entendido, uno de sus guerreros perdió el dominio de sí mismo. Vio que peligraba el honor de su jefe y clavó la lanza a Paul, por la espalda. Tonga tiene que estar muerto de vergüenza. Y además, el asesino ni siquiera pertenece a la tribu de Tonga. Éste no tiene pues ninguna autoridad sobre él. Por eso no pudieron castigarlo. Sólo lo ha enviado de vuelta con su gente. Si quieres, puedes investigar este asunto de forma oficial. Tanto Tonga como Marama fueron testigos y no mentirían ante un tribunal. —James sirvió té y mucho azúcar en una taza e intentó que Gwyneira la cogiera.
Gwyneira rechazó con un gesto.
—¿Qué cambiaría esto? —preguntó en voz baja—. El guerrero vio amenazado su honor, Paul vio amenazada a su esposa, Howard se sintió ofendido…, Gerald se casó con una muchacha a la que no quería… Una cosa lleva a la otra y esto nunca se detiene. Todo esto me entristece tanto, James. —Temblaba de la cabeza a los pies—. Y me hubiera gustado tanto decirle a Paul que lo quería…
James la estrechó contra él.
—Él habría sabido que mentías —susurró—. Y no lo puedes cambiar, Gwyn.
Ella asintió.
—Tendré que vivir con eso y me odiaré cada día que pase. Hay algo extraño en el amor. Yo no podía sentir nada por Paul, pero Marama le amó…, con la misma naturalidad con la que respiraba, sin poner reparos, sin importarle lo que Paul hiciera. ¿Has dicho que era su esposa? ¿Dónde está? ¿Le ha hecho Tonga algo?
—Supongo que de modo oficial era la esposa de Paul. Tonga y Paul, en cualquier caso, se pelearon por ella. Tu hijo, por lo tanto, se lo había tomado en serio. No sé nada del paradero de Marama. No conozco la ceremonia del duelo de los maoríes. Probablemente enterró a Paul y se marchó. Tendremos que preguntar a Tonga o a Kiri.
Gwyneira se enderezó. Con manos todavía temblorosas consiguió calentarse los dedos con la taza y acercársela a los labios.
—Debemos averiguarlo. No debemos permitir que le suceda algo a la muchacha. De todos modos, he de ir al poblado lo antes posible, quiero acabar con esto. Pero por hoy es suficiente. No esta noche. Necesito esta noche para mí. Quiero estar sola, James…, debo reflexionar. Mañana, cuando el sol esté en lo alto, hablaré con Tonga. ¡Lucharé por Kiward Station, James! Tonga no se quedará con ella.
James abrazó a Gwyneira y la condujo, protector, a su dormitorio.
—Lo que tú quieras, Gwyn. Pero no te dejaré sola. Yo estaré ahí, también esta noche. Puedes llorar o hablar de tu hijo…, también debes de guardar buenos recuerdos. Alguna vez te habrás sentido orgullosa de él. Cuéntame cosas de Paul y Marama. O deja simplemente que te tenga entre mis brazos. No tienes por qué hablar si no lo deseas. Pero no estás sola.
Gwyneira vistió de negro cuando se reunió con Tonga a la orilla del lago, entre Kiward Station y el poblado maorí. Las negociaciones no se desarrollaban en espacios cerrados, pues dioses, espíritus y ancestros debían presenciarlas. Detrás de Gwyneira se encontraban James, Andy, Poker, Kiri y Moana. Detrás de Tonga unos veinte guerreros de miradas feroces.
Tras intercambiar unos saludos formales, el jefe comunicó a Gwyn sus condolencias por la muerte de su hijo con solemnidad y en perfecto inglés. Gwyneira reconoció las marcas de la educación de Helen. Tonga era una extraña mezcla de salvaje y caballero.
—El gobernador ha decidido —dijo a continuación Gwyneira con voz firme— que la venta de la tierra que hoy recibe el nombre de Kiward Station no siguió en todos los aspectos las directivas del tratado de Waitangi…
Tonga rio sarcástico.
—¿No en todos los aspectos? La venta fue ilegal.
Gwyneira sacudió la cabeza.
—No, no lo fue. Se realizó antes de que se cerrara el acuerdo que garantizaba a los maoríes un precio mínimo. Es imposible faltar a un contrato que todavía no se había aprobado, y que los kai tahu, por añadidura, nunca han firmado. Sin embargo, el gobernador ha considerado que Gerald Warden os engañó. —Tomó una profunda bocanada de aire—. Y tras un análisis a fondo de la documentación, yo he de daros la razón. Gerald Warden os despachó con unas cuantas monedas. Sólo habéis recibido dos tercios de la suma que os corresponde como mínimo.
»El gobernador ha decidido que debemos pagaros esa suma o devolveros los terrenos que os corresponden. Lo último me parece más justo porque la tierra ha aumentado ahora de precio.
Tonga la miró con una expresión mordaz.
—¡Nos sentimos muy honrados, Miss Gwyn! —respondió al tiempo que hacía una reverencia—. ¿Desea realmente repartir su preciada Kiward Station con nosotros?
Gwyneira habría querido dar una lección a ese arrogante petimetre, pero no era el momento. Así que se contuvo y siguió hablando de forma comedida, como había empezado.
—Quisiera ofreceros como compensación la granja que se conoce como O’Keefe Station. Sé que soléis migrar allí y que en la montaña la pesca y la caza son más abundantes que en Kiward Station. Por el contrario, es poco adecuada para la cría de ovejas. Todos saldríamos ganando. En lo que respecta a las dimensiones de la superficie, O’Keefe es la mitad de grande que Kiward Station. Así que obtendréis más tierra que la que os ha asignado el gobernador.
Gwyneira había trazado este plan en cuanto conoció el fallo del gobernador. Helen quería vender. Iba a quedarse en Queenstown y Gwyneira le pagaría la granja a plazos. Las cuotas no representarían para Kiward Station una gran suma que desembolsar de golpe y, asimismo, no cabía duda de que el fallecido Howard O’Keefe hubiera preferido ver las tierras en manos de los maoríes que en las de los odiados Warden.
Los hombres que estaban a espaldas de Tonga murmuraron entre sí. A ojos vistas, la propuesta había levantado entre ellos gran interés. Sin embargo, Tonga sacudió la cabeza.
—¡Qué honor, Miss Gwyn! Un trozo de tierra de mínima calidad, una granja en ruinas y ya tenemos contentos a los tontos de los maoríes, ¿no? —rio—. No, yo me lo había imaginado un poco distinto.
Gwyneira suspiró.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó.
—Lo que quiero…, lo que realmente quería…, era la tierra en la que estamos. Desde la carretera que lleva a Haldon hasta las Piedras que Danzan… —Así llamaban los maoríes el círculo de piedras situado entre la granja y las tierras altas.
Gwyneira frunció el ceño.
—¡Pero ahí está nuestra casa! ¡Es imposible!
Tonga hizo un gesto irónico.
—Estoy diciendo que es lo que quería…, pero tenemos con usted cierta deuda de sangre, Miss Gwyn. Su hijo murió por mi culpa aunque no por obra mía. No era mi intención, Miss Gwyn. Quería verlo sangrar, no que muriese. Quería que contemplara cómo yo demolía su casa o cómo me instalaba en ella. Con Marama, mi esposa. Eso le habría dolido más que cualquier lanza. Pero da igual. He decidido respetarla.
»Conserve su casa, Miss Gwyn. Pero quiero toda la tierra que se extiende desde las Piedras que Danzan hasta el arroyo que separa Kiward Station de O’Keefe Station. —La miró inquisitivo.
Gwyneira tuvo la sensación de perder pie. Apartó la mirada de Tonga y la posó en James. En sus ojos se reflejaba desconcierto y desesperación.
—Son nuestros mejores pastizales —dijo—. Además, ahí se encuentran dos de los tres cobertizos para la esquila. ¡Casi todo está cercado!
James le pasó un brazo alrededor y miró con fijeza al joven jefe.
—Tal vez deberíais reflexionar los dos acerca de esto una vez más… —respondió con calma.
Gwyneira se irguió. Sus ojos lanzaban chispas.
—Si os damos lo que pedís —replicó iracunda—, ya os podemos dar también Kiward Station. ¡Tal vez deberíamos hacerlo! ¡De todos modos ya no tiene heredero! Y tú y yo, James, también nos las arreglaremos en la granja de Helen…
Gwyneira tomó aire y dejó vagar la mirada por la tierra que durante veinte años había protegido y cuidado.
—Todo se desmoronará —dijo como para sí misma—. La planificación de la cría de ganado, la granja de ovejas, también los Longhorns…, y hay tanto esfuerzo detrás de ello… Teníamos los mejores animales de Canterbury, si no de toda la isla. ¡Maldita sea, Gerald Warden tenía sus defectos, pero no se merece algo así! —Se mordió el labio inferior para no echarse a llorar. Por primera vez tenía la sensación de que podía derramar lágrimas por Gerald. Por Gerald, Lucas y Paul.
—¡No! —Era una voz suave pero penetrante. Una voz cristalina, la voz de la incipiente narradora y cantante.
Detrás de Tonga, el grupo de guerreros se dividió en dos para dejar paso a Marama. La muchacha caminó pausadamente entre ellos.
Marama no iba tatuada, pero ese día había pintado sobre su piel los signos de su tribu: decoraban su mentón y recorrían la piel entre la boca y la nariz, dando a su delicado rostro el aspecto de una máscara divina que Gwyn conocía de la casa de Matahorua. Marama se había recogido la melena en lo alto, como hacen las mujeres adultas cuando se arreglan para una celebración. Llevaba el torso desnudo, pero cubría sus hombros con un paño y rodeaba su cintura con una falda amplia y de color blanco que Gwyneira le había regalado en una ocasión.
—¡No oses llamarme esposa tuya, Tonga! Nunca he yacido a tu lado ni nunca lo haré. Fui y soy la esposa de Paul Warden. Y ésta fue y es la tierra de Paul Warden. —Marama se había expresado todo el tiempo en inglés; ahora lo hizo en su propia lengua. Nadie en el séquito de Tonga debía malinterpretar lo que decía. Pero, al mismo tiempo, habló lo suficientemente despacio para que Gwyneira y James no se perdieran ni una palabra. Todos, en Kiward Station, debían saber lo que Marama Warden tenía que decir—. Ésta es la tierra de los Warden pero también la de los kai tahu. Y nacerá un niño cuya madre pertenece a la tribu de aquellos que llegaron a Aotearoa con la canoa uruao y cuyo padre procedía de la tribu de los Warden.
»Paul nunca me contó qué canoa condujeron los antepasados de su padre, pero los ancestros de los kai tahu bendecirían nuestra unión. Las madres y padres de la uruao darán la bienvenida a este niño. Y ésta será su tierra.
La joven se llevó las manos al vientre y alzó los brazos con un gesto que lo abarcaba todo, como si quisiera abrazar con él los valles y las montañas.
En las filas de guerreros, detrás de Tonga, se alzaron voces. Voces de aprobación. Nadie disputaría al hijo de Marama la granja, en especial si toda la tierra de O’Keefe Station retornaba a manos de las tribus maoríes.
Gwyneira sonrió y se concentró para formular una respuesta. Se sentía un poco mareada pero, por encima de todo, estaba serena. Ahora sólo esperaba escoger las palabras adecuadas y pronunciarlas de la forma correcta. Era la primera vez que hablaba en maorí de un asunto que superaba los temas cotidianos y quería que todos la comprendieran.
—Tu hijo pertenece a la tribu de aquellos que llegaron a Aotearoa en el Dublin. También la familia de su padre le dará la bienvenida. Como heredero de esta granja que llaman Kiward Station y que se erige en tierra de los kai tahu.
Gwyneira intentó imitar los gestos que Marama había dibujado antes, pero encerró entre sus brazos a Marama y al nieto todavía no nacido.