Paul Warden nunca se había sentido tan feliz.
En el fondo, ni siquiera él mismo entendía qué le había pasado. A fin de cuentas conocía a Marama desde que era un niño, ella siempre había formado parte de su vida y a veces hasta había sido una carga para él. Incluso había permitido, con sentimientos encontrados, que le acompañara en su huida a la montaña y, el primer día, había realmente montado en cólera al ver que el mulo que ella montaba trotaba lentamente y sin remedio detrás de su caballo. Marama era un fastidio para él, no la necesitaba.
Se avergonzaba ahora al pensar en todo lo que le había reprochado durante esa cabalgada. Sin embargo, la muchacha no parecía prestarle atención, nunca parecía escucharlo cuando Paul hacía maldades. Marama sólo veía su lado bueno. Sonreía cuando él era amable y callaba cuando él se dejaba ir. Descargar la ira en Marama no era divertido. Paul ya lo sabía desde niño, por eso ella nunca se había convertido en blanco de sus travesuras. Y ahora…, en esos últimos meses, en algún momento, Paul había descubierto que amaba a Marama. En algún momento, cuando comprobó que ella le daba libertad, no lo criticaba, ella no se horrorizaba al mirarlo. Marama lo había ayudado con toda naturalidad a encontrar un buen lugar donde acampar. Lejos de las llanuras de Canterbury, en el recientemente descubierto territorio que llamaban McKenzie Highlands. Marama le contó que los maoríes ya lo conocían. Ella ya había estado en ese lugar con su tribu cuando era pequeña.
—¿No te acuerdas de lo mucho que lloraste, Paul? —preguntó Marama con su voz cantarina—. Hasta entonces siempre habíamos estado juntos y llamabas mamá a Kiri, igual que yo. Pero entonces hubo una mala cosecha y el señor Warden empezó a beber cada vez más y tenía arrebatos de cólera. Había muchos hombres que no querían trabajar para él y todavía faltaba mucho para el esquileo…
Paul asintió. En esos años, Gwyneira solía dar a los maoríes un anticipo para conservarlos hasta los atareados meses de primavera. Aun así, era un riesgo: una parte de los hombres, no obstante, se quedaba y recordaba también el dinero que les había pagado; la otra parte cogía el dinero y desaparecía, y aun había otros que olvidaban el adelanto después del esquileo y exigían de malos modos toda la paga. Por eso Gerald y Paul habían desistido. Que los maoríes migraran tranquilamente. Cuando llegara la esquila ya habrían regresado y, si no era así, encontrarían otros refuerzos. Paul no recordaba haberse convertido él mismo en víctima de esa política.
—Kiri te puso en los brazos de tu madre, pero tú sólo llorabas y gritabas. Y tu madre dijo que, por ella, podíamos quedarnos contigo, y el señor Gerald se enfadó con ella. Yo tampoco lo sé todo, Paul, pero Kiri me lo contó más tarde. Me dijo que siempre te disgustó que te dejáramos cuando nos íbamos. ¿Pero qué podíamos hacer? Seguro que Miss Gwyn no tenía mala intención, te tenía cariño.
—¡Nunca me ha querido! —respondió Paul con dureza.
Marama sacudió la cabeza.
—No, erais como dos ríos que no fluyen juntos. Tal vez os encontréis un día. Todos los ríos van al mar.
Paul sólo pretendía levantar un campamento sencillo, pero Marama deseaba una auténtica casa.
—¡No tenemos nada más que hacer, Paul! —dijo sosegadamente—. Y tendrás que permanecer mucho tiempo lejos. ¿Por qué vamos a morirnos de frío?
Así que Paul cortó un par de árboles, había un hacha en las pesadas alforjas que cargaba el mulo de Marama. La había transportado con ayuda del paciente mulo hasta una altiplanicie que estaba junto a un arroyo. Marama había elegido el lugar porque justo al lado surgían del suelo varias rocas enormes. Ahí están contentos los espíritus, afirmaba ella. Y los espíritus felices sentían afecto por los nuevos colonos. Pidió a Paul que hiciera un par de tallas de madera en la casa para decorarla y que papa no se sintiera ofendido. Cuando la casa hubo por fin satisfecho sus expectativas, la muchacha condujo con solemnidad a Paul al interior, un espacio relativamente grande y vacío.
—¡Ahora te tomo por esposo! —anunció con gravedad—. Dormiré contigo en la casa del sueño, aunque la tribu no esté presente. Nuestros ancestros estarán aquí para dar testimonio. Yo, Marama, su descendiente, que llegué a Aotearoa con la uruao, te quiero, Paul Warden. ¿Así lo decís vosotros, verdad?
—Bueno, es un poco más complicado.
Paul no sabía del todo qué tenía que pensar de todo eso, pero ese día Marama estaba preciosa. Llevaba una cinta de colores en la frente, se había atado a las caderas una manta y llevaba los pechos descubiertos. Paul nunca la había visto así, en casa de los Warden y en la escuela siempre iba decorosamente vestida al estilo occidental. Sin embargo, en esos momentos se hallaba frente a él, medio desnuda, con la tez brillante y morena, una chispa de dulzura en los ojos, y lo miraba con la misma adoración con que papa había contemplado a rangi. Ella lo amaba. Sin reservas, sin importar lo que él era y lo que había hecho.
Paul la rodeó con sus brazos. No sabía con exactitud si los maoríes se besaban en tales ocasiones, así que se limitó a frotar suavemente su nariz contra la de ella. Marama soltó una risita, como si fuera a estornudar. Luego se desprendió de la manta. Paul contuvo la respiración cuando ella se quedó totalmente desnuda. Si bien era de complexión más delicada que la mayoría de las mujeres de su raza, tenía las caderas anchas, los pechos rotundos y las nalgas respingonas. Paul tragó saliva, pero Marama extendió con naturalidad la manta en el suelo y tiró de Paul para que se tendiera encima.
—Quieres ser mi esposo, ¿verdad? —preguntó.
Paul debería haber contestado que nunca había pensado en ello. Hasta entonces raramente había pensado en el matrimonio y, cuando lo había hecho, imaginaba un enlace concertado con una muchacha amable y blanca, tal vez una hija de los Greenwood o de los Barrington hubiera sido lo adecuado. Pero ¿qué expresión habría visto en los ojos de esta muchacha? ¿Lo habría detestado como su propia madre? Al menos habría tenido sus reservas. A más tardar ahora, tras el asesinato de Howard. ¿Y sería capaz él de amarla? ¿No estaría siempre alerta, receloso?
Por el contrario, era sencillo amar a Marama. Ahí estaba ella, benévola y tierna, totalmente rendida a él…
No, eso tampoco era cierto, era independiente. Él nunca había podido forzarla a hacer algo. Pero tampoco había querido hacerlo. Tal vez eso fuera la esencia del amor: tenía que darse por propia voluntad. Un amor forzado como el de su madre no valía nada.
Así que Paul hizo un gesto afirmativo. Pero eso no le pareció suficiente. No era noble confirmar su amor según el rito de ella, él también debía reafirmarlo con el suyo.
Paul Warden recordó los votos del matrimonio.
—Yo, Paul, te tomo a ti, Marama, ante Dios y los hombres…, y los ancestros…, como legítima esposa…
A partir de ese momento, Paul fue un hombre feliz. Vivía con Marama igual que las parejas maoríes. Él cazaba y pescaba mientras ella cocinaba e intentaba cultivar un huerto. La muchacha había llevado algunas semillas, razones había para que el mulo, con la pesada carga, no pudiera seguir el paso del caballo, y Marama se alegró como una niña cuando las semillas brotaron. Por las noches, entretenía a Paul con leyendas y canciones. Le contaba historias de sus ancestros quienes, en tiempos remotos, partieron de Polinesia con la canoa uruao rumbo a Aotearoa. Reveló a Paul que todos los maoríes se sentían orgullosos de esa canoa con la que los antepasados habían emprendido el viaje. En los acontecimientos oficiales, la embarcación formaba parte de su propio nombre. Obviamente, todos conocían la crónica del descubrimiento de la nueva tierra.
—Procedíamos de un país llamado Hawaiki —le contó Marama, y su historia sonaba como una canción—. Vivía entonces un hombre llamado Kupe que amaba a una muchacha cuyo nombre era Kura maro tini. Pero no podían casarse porque ella ya había dormido en la casa del sueño con su primo Hoturapa.
Paul se enteró de que Kupe ahogó a Hoturapa y por eso tuvo que huir de su país. Y de que Kura maro tini, que se marchó con él, vio sobre el mar una preciosa nube blanca que luego se reveló como el país de Aotearoa. Marama cantó las peligrosas gestas con pulpos y espíritus que acontecieron al tomar esa tierra, así como el regreso de Kupe a Hawaiki.
—Allí habló a los hombres de Aotearoa, pero él nunca regresó. Nunca regresó…
—¿Y Kura maro tini? —preguntó Paul—. ¿Kupe simplemente la abandonó?
Marama asintió con tristeza.
—Sí. Se quedó sola… pero tuvo dos hijas. Y eso debió de consolarla. ¡Pero Kupe no se comportó nada bien!
Las últimas palabras eran tan propias de la alumna ejemplar de Miss Helen que Paul no pudo reprimir la risa. Atrajo a la muchacha entre sus brazos.
—Yo jamás te dejaré, Marama. ¡Aunque nunca me haya comportado bien!
Tonga supo de Paul y Marama gracias a un joven que había huido del duro régimen laboral de John Sideblossom en Lionel Station. El joven había oído hablar del «alzamiento» de Tonga contra los Warden y ardía en deseos de unirse a los supuestos guerrilleros contra los pakeha.
—Arriba, en tierras altas, vive otro —informó irritado—. Con una mujer maorí. Parecen ser buenas personas. El hombre es hospitalario. Comparte la comida con nosotros cuando migramos. Y la muchacha es cantante. ¡Tohunga! Pero yo digo. ¡Todos los pakeha están podridos! Y no tienen que quedarse con nuestras muchachas.
Tonga asintió.
—Tienes razón —dijo con gravedad—. Ningún pakeha debería deshonrar a nuestras mujeres. Serás mi guía y marcharás a la cabeza del hacha del jefe para vengar la injusticia.
El joven resplandeció. Al día siguiente mismo condujo a Tonga a las tierras altas.
Tonga y su guía encontraron a Paul delante de su casa. El joven había reunido leña y ayudaba a Marama a cavar un hoyo para el fuego. En su poblado eso no hubiera sido habitual, pero ambos habían oído hablar de esa costumbre maorí y querían llevarla a la práctica. Marama reunía satisfecha piedras y Paul clavaba una laya en la tierra todavía reblandecida por la última lluvia.
Tonga surgió de detrás de las rocas que, según Marama, hacían dichosos a los dioses.
—¿A quién estás cavando la fosa, Warden? ¿Has vuelto a matar?
Paul se dio la vuelta y sostuvo la laya frente a él. Marama dejó escapar un leve grito de sorpresa. Ese día estaba preciosa, sólo llevaba una falda y se había recogido el cabello con una cinta bordada. Su piel brillaba tras el esfuerzo realizado y un instante antes había estado riendo. Paul se puso delante de ella. Sabía que era una niñería, pero no quería que nadie la viera tan ligera de ropa, incluso si los maoríes no iban a escandalizarse por ello.
—¿Qué pasa, Tonga? Asustas a mi mujer. ¡Vete de aquí, ésta no es tu tierra!
—¡Más mía que tuya, pakeha! Pero por si te interesa, Kiward Station no va a pertenecerte por mucho más tiempo. Vuestro gobernador se ha decidido por mí. Si no puedes pagarme, tendremos que repartir. —Tonga se apoyó con dejadez en el hacha de jefe que había llevado consigo para dar la debida solemnidad a su aparición.
Marama se puso entre los dos. Reconoció en Tonga el maquillaje del guerrero y no estaba simplemente pintado, sino que, en los últimos meses, el joven jefe se había tatuado de la forma tradicional.
—Tonga, vamos a negociar de manera justa —sugirió con suavidad—. Kiward Station es grande, cada uno recibirá su parte. Y Paul ya no será tu enemigo. Es mi esposo y me pertenece a mí y a mi pueblo. También es, pues, tu hermano. ¡Haz las paces, Tonga!
Tonga rio.
—¿Ése? ¿Mi hermano? ¡Entonces también debe vivir como hermano mío! Tomaremos sus propiedades y arrasaremos su hogar. Los dioses recuperarán la tierra en la que se levanta la casa. Claro está que los dos podréis vivir en nuestra casa del sueño… —Tonga se acercó a Marama. Deslizó una expresiva mirada sobre los pechos desnudos—. Pero puede que para entonces quieras compartir el campamento también con otro. Todavía no está nada decidido…
—¡Tú, desgraciado!
Cuando Tonga tendió la mano hacia Marama, Paul se abalanzó sobre él. Minutos después se revolcaban por el suelo los dos enzarzados en una pelea, gritando e insultándose. Se golpeaban, se retorcían, arañaban y mordían ahí donde podían herir al otro. Marama contemplaba la contienda con serenidad. No sabía cuántas veces había observado a ambos rivales en tan indigno enfrentamiento. ¡Qué tontos!
—¡Basta! —gritó al final—. Tonga, eres el jefe de una tribu. Piensa en tu dignidad. Y tú, Paul…
Pero ninguno de los dos le prestaba atención, sino que seguían inmersos en esa lucha encarnizada. Marama tendría que esperar hasta que uno de ellos hubiera sometido al otro. Los dos tenían aproximadamente la misma fuerza.
Marama sabía que la suerte no estaba echada, así que hasta el final de su vida tendría que pensar en qué hubiese sucedido si el desenlace hubiera sido otro y la fortuna no se hubiera decantado por Paul, pues al final Tonga yació vencido con la espalda contra el suelo. Paul estaba sentado sobre él, jadeante, con la cara ensangrentada y llena de arañazos. Pero con un aire triunfal. Sonriendo, alzó el puño.
—¿Vas a seguir dudando que Marama es mi esposa, miserable? ¿Para siempre? —preguntó, zarandeando a Tonga.
El joven que había acompañado al jefe de la tribu contemplaba el combate, lleno de ira y desconcierto a diferencia de Marama. Para él no se trataba de una pelea infantil, sino de una guerra de poder entre maoríes y pakeha, entre guerreros tribales y explotadores. Y la chica tenía razón, ese tipo de enfrentamiento no era propio del jefe de una tribu. Tonga no debería pelear como un niño. ¡Y encima había sido derrotado! Estaba a punto de perder lo que le quedaba de dignidad… El joven no podía permitirlo. Alzó la lanza.
—¡No! ¡No, chico, no! ¡Paul! —Marama gritó y quiso detener el brazo del joven maorí. Pero ya era tarde. Paul Warden, que estaba acuclillado sobre el rendido rival, se desplomó con el pecho atravesado por una lanza.