14

Helen amó Queenstown en el mismo momento en que vio brillar la pequeña ciudad a la orilla del imponente lago Wakatipu. Las casitas nuevas y primorosas se reflejaban en la superficie plana del lago y el pequeño puerto daba acogida a barcos de remo y vela. Las montañas, con sus cumbres nevadas, enmarcaban la imagen. ¡Y sobre todo, durante medio día, Helen no había tenido ante su vista ni una sola oveja!

—Te resignas —confesó a Leonard McDunn, a quien tras pasar ocho días en el carro había contado más cosas sobre sí misma que a Howard durante todos los años de matrimonio—. Cuando hace un montón de tiempo llegué a Christchurch lloré porque la ciudad no tenía nada en común con Londres. Y ahora me alegro de ver una ciudad diminuta, porque allí me relacionaré con seres humanos y no con rumiantes.

Leonard rio.

—Oh, Queenstown tiene mucho en común con Londres, ya verá. Claro que no en tamaño, pero sí en vitalidad. ¡Algo está sucediendo aquí, Miss Helen, aquí siente usted el progreso, el arranque! Christchurch es hermosa, pero allí se trata más de conservar los antiguos valores y de ser más inglés que los ingleses. ¡Piense sólo en la catedral y la universidad! ¡Uno cree estar en Oxford! Pero aquí todo es nuevo, todo prospera. No cabe duda de que los buscadores de oro son unos salvajes y causan alborotos. ¡Es inconcebible tener la comisaría de policía más cercana a sesenta y cinco kilómetros de distancia! Pero esos muchachos también aportan dinero y vida a la ciudad. ¡Le encantará, Miss Helen, hágame caso!

A Helen ya le gustó cuando el carro pasó traqueteando por la calle Mayor que estaba tan poco pavimentada como Haldon, pero poblada de seres humanos: ahí un buscador de oro discutía con el empleado de correos porque éste, supuestamente, había abierto una carta. Ahí dos muchachas se reían por lo bajo y curioseaban en la barbería, donde un joven apuesto se hacía un nuevo corte de pelo. En la herrería se herraban caballos, y dos viejos mineros hablaban de asuntos profesionales a lomos de un mulo. Y el «Hotel» estaba siendo pintado de nuevo. Una mujer pelirroja con un llamativo vestido verde supervisaba a los pintores, mientras juraba en latín.

—¡Daphne! —gritaron alegres las mellizas, y casi se cayeron del carro—. ¡Daphne, hemos traído a Miss Helen!

Daphne O’Rourke se dio la vuelta. Helen contempló el conocido rostro felino. Daphne parecía envejecida, tal vez un poco gastada por la vida e iba muy maquillada. Cuando vio a Helen en el carro, sus miradas se cruzaron. Conmovida, Helen se percató de que Daphne se ruborizaba.

—Buenos… buenos días, Miss Helen.

McDunn no daba crédito, pero la decidida Daphne hizo una inclinación ante su profesora como si fuera una niña pequeña.

—¡Deténgase, Leonard! —gritó Helen. No pudo ni esperar a que McDunn tirase de las riendas de los caballos, ya había saltado del pescante y abrazado a Daphne.

—Aquí, no, Miss Helen, si alguien lo ve… —dijo Daphne—. Es usted una dama. No tienen que verla con alguien como yo. —Bajó la mirada—. Lamento haberme convertido en esto, Miss Helen.

Helen rio y la rodeó de nuevo con sus brazos.

—¿Qué hay de horrible en lo que tú eres, Daphne? ¡Una mujer de negocios! Una maravillosa madre de acogida para las mellizas. Nadie podría desear una mejor discípula que tú.

Daphne volvió a sonrojarse.

—Quizá nadie le ha explicado el tipo de… de negocio que llevo —contestó en voz baja.

Helen la estrechó contra sí.

—Los negocios se construyen según la oferta y la demanda. Esto lo he aprendido de otro de mis discípulos, George Greenwood. Y en lo que a ti respecta…, si la demanda hubiera sido de biblias, seguro que habrías vendido biblias.

Daphne soltó una risita.

—Con el mayor placer, Miss Helen.

Mientras Daphne saludaba a las mellizas, McDunn llevó a Helen a los Almacenes O’Kay. Por mucho que Helen hubiera disfrutado del reencuentro con su antigua pupila y las mellizas, aún más hermoso fue estrechar en sus brazos a su propio hijo, Fleurette y sus nietos.

El pequeño Stephen enseguida se agarró a sus faldas, aunque Elaine mostró a todas luces mayor entusiasmo cuando descubrió el poni.

Helen miró su melena rojiza y los vivos ojos que ya ahora mostraban un azul profundo distinto al de la mayoría de los niños.

—Definitivamente, la nieta de Gwyn —dijo Helen—. No tiene nada de mí. ¡Ten cuidado, para su tercer cumpleaños pedirá un par de ovejas!

Leonard McDunn saldó concienzudamente las cuentas de su último viaje comercial con Ruben O’Keefe antes de emprender sus nuevas tareas. Primero había que pintar la oficina de policía y proveer de barrotes la cárcel con ayuda de Stuart Peters. Helen y Fleur colaboraron con colchones y sábanas del almacén para que las celdas estuvieran habilitadas de forma adecuada.

—¡Sólo falta que pongáis flores! —gruñó McDunn, y también Stuart se quedó impresionado.

—¡Me quedo con la copia de una llave! —bromeó el herrero—. Por si un día tengo huéspedes que alojar.

—Puedes hacer la prueba ahora mismo —le amenazó McDunn—. Pero ahora en serio: me temo que hoy mismo ya las llenaremos. Miss Daphne ha planeado una velada irlandesa. ¿Qué te apuestas a que al final la mitad de los parroquianos se pelean?

Helen frunció el ceño.

—¿Pero no será peligroso, verdad Leonard? ¡Tenga usted cuidado! Yo…, nosotros…, nosotros… ¡necesitamos a nuestro constable por mucho tiempo!

McDunn resplandeció. Que Helen se preocupara de él le encantaba sobremanera.

Apenas tres semanas después, McDunn tuvo que enfrentarse con un problema más grave que las acostumbradas riñas entre buscadores de oro.

Esperaba en los Almacenes O’Kay a que Ruben dispusiera de tiempo para él y pudiera prestarle su ayuda. De las habitaciones traseras del cobertizo salían voces y risas, pero Leonard no quería importunar. Y aún menos estando en misión oficial. A fin de cuentas, Leonard no aguardaba a su amigo, sino al juez de paz. No obstante, respiró aliviado cuando Ruben por fin abandonó lo que estaba haciendo y se acercó a él.

—¡Leonard! Disculpa que te haya hecho esperar. —O’Keefe tenía un aire un tanto achispado—. Es que tenemos algo que celebrar. ¡Al parecer, voy a ser padre por tercera vez! Pero ahora dime qué sucede. ¿En qué puedo ayudarte?

—Se trata de un problema de carácter oficial. Y una especie de dilema legal. Ha aparecido en mi despacho un tal John Sideblossom, un granjero acomodado que quiere invertir en las minas de oro. Estaba muy excitado. Ha dicho que tenía que arrestar urgentemente a un hombre que había visto en el campamento de oro. A cierto James McKenzie.

—¿James McKenzie? —preguntó Ruben—. ¿El ladrón de ganado?

McDunn asintió.

—Enseguida me sonó el nombre. Lo detuvieron hace un par de años en la montaña y lo condenaron a prisión en Lyttelton.

Ruben asintió.

—Lo sé.

—¡Siempre has tenido buena memoria, señor Juez! —lo elogió Leonard—. ¿Sabes también que lo indultaron? Sideblossom afirma que lo enviaron a Australia.

—Lo desterraron —informó Ruben—. Australia era lo que estaba más cerca. Los barones de la lana hubieran preferido enviarlo a la India o a otra parte. Y aún más que se lo hubieran dado a comer a los leones.

McDunn rio.

—Justamente, ésa era la impresión que causaba Sideblossom. Pues bueno, si es cierto lo que dice, McKenzie está de vuelta aunque debía de mantenerse alejado de aquí por el resto de su vida. Dice Sideblossom que ésta es la razón por la que debo arrestarlo. ¿Pero qué hago con él? No puedo tenerlo encerrado para siempre. Y tampoco tiene el menor sentido que lo encarcele durante cinco años pues, en rigor, ésos ya los ha cumplido. Sin contar con que no tengo sitio. ¿Se te ocurre qué hacer, señor Juez?

Ruben fingió estar meditando algo. Sin embargo, para McDunn su expresión reflejaba más bien alegría. Pese a ese McKenzie. ¿O era gracias a él?

—Fíjate bien, Leonard —dijo Ruben al final—. Primero de todo, averigua si ese McKenzie es realmente el mismo al que se refiere Sideblossom. Luego lo encarcelas exactamente el tiempo que ese tipo permanezca en la ciudad. Dile que está en arresto preventivo. Que Sideblossom lo ha amenazado y que no quieres alborotos. —McDunn hizo una mueca irónica—. ¡Pero no le cuentes a mi esposa nada de esto! —le advirtió Ruben—. Será una sorpresa. Ah, sí, y si es necesario, antes de encerrarlo regálale al señor McKenzie un afeitado y un corte de pelo como es debido. ¡Recibirá la visita de unas damas justo después de su entrada en tu Grand Hotel!

Si Fleurette había pasado llorando la primera semana de su embarazo, también los ojos se le anegaron en lágrimas cuando visitó a McKenzie en la cárcel. No concretó si eran de alegría por el reencuentro o de pena a causa de su nueva encarcelación.

Por el contrario, James McKenzie no parecía muy conmovido. Por el contrario, había estado de un humor excelente hasta que Fleurette rompió a llorar. Ahora la estrechaba entre sus brazos y le acariciaba la espalda con torpeza.

—No llores, pequeña, aquí no me pasará nada. Es más peligroso estar fuera. Con ese Sideblossom todavía tengo algo pendiente.

—¿Por qué has tenido que caer de nuevo en sus manos? —gimió Fleurette—. ¿Qué has hecho en los campamentos de oro si puede saberse?

McKenzie sacudió la cabeza. Su aspecto no era, de ninguna de las maneras, el de un buscavidas de los que montaban sus campamentos en las antiguas granjas de ovejas al lado de los yacimientos de oro, y McDunn no había tenido que obligarle a que se bañara y afeitara ni que prestarle dinero. James McKenzie más bien parecía un ranchero de viaje, una persona bien situada. Por su vestimenta y pulcritud no se le habría podido distinguir de su viejo enemigo Sideblossom.

—A lo largo de mi vida ya he obtenido concesiones suficientes e incluso he sacado buenos beneficios de una de ellas en Australia. El secreto reside en no despilfarrar las ganancias de inmediato en un establecimiento como el de Miss Daphne. —Sonrió a su hija—. Como es natural, busqué en los yacimientos de oro de esta área a tu marido. Hasta descubrir al final que había acabado residiendo en la calle Mayor y que mete en chirona a viajeros inofensivos. —Guiñó el ojo a Fleurette. Antes del encuentro había conocido a Ruben y estaba muy contento con su yerno.

—¿Y ahora qué pasará? —preguntó Fleurette—. ¿Volverán a enviarte a Australia?

McKenzie gimió.

—Espero que no. Aunque puedo permitirme pagar el pasaje sin esfuerzo…, bueno, no me mires así, Ruben, ¡me he ganado honradamente ese dinero! ¡Juro que no he robado en Australia ni una sola oveja! Pero representaría una nueva pérdida de tiempo. Está claro que regresaría de inmediato, aunque esta vez con otra documentación. No volverá a sucederme lo que ha pasado con Sideblossom. Sin embargo, Gwyn tenía que esperar mucho tiempo. Y estoy seguro de que lamenta la espera…, igual que yo.

—La documentación falsa tampoco resolvería nada —intervino Ruben—. Funcionaría si quisiera quedarse en Queenstown, en la costa Oeste o en algún lugar de la isla Norte. Pero si le he entendido correctamente, desea regresar a las llanuras de Canterbury y casarse con Gwyneira Warden. Sólo que ahí lo conoce todo el mundo.

McKenzie puso un gesto de impotencia.

—Esto también es cierto. Tendría que secuestrar a Gwyn. ¡Pero esta vez no tendré escrúpulos!

—Lo mejor sería legalizar su situación —replicó Ruben con firmeza—. Escribiré al gobernador.

—¡Pero es lo que está haciendo Sideblossom! —Fleurette parecía estar a punto de echarse a llorar de nuevo—. El señor McDunn nos ha contado que ha montado en cólera porque tratamos a mi padre como si fuera un conde…

Sideblossom había pasado al mediodía por la oficina de policía, cuando las mellizas servían una opípara comida a los celadores y a los prisioneros. Y no había reaccionado con mucho entusiasmo.

—Sideblossom es un ranchero y un viejo jugador. Es su palabra contra la mía y el gobernador sabrá qué hacer —dijo Ruben tranquilizador—. Le describiré la situación con todos los detalles, incluidos su estable situación económica, sus vínculos familiares y su proyecto de contraer matrimonio. Así destacaré sus aptitudes y ganancias. De acuerdo, robó un par de ovejas. No obstante, también se le debe el descubrimiento de las tierras altas de McKenzie, donde están pastando ahora las ovejas de Sideblossom. ¡Debería estar dándole las gracias, James, en lugar de tramar su asesinato! Además es usted un pastor y criador de ganado experimentado, y su presencia será realmente beneficiosa para Kiward Station justo ahora, tras la muerte de Gerald Warden.

—¡También podríamos ofrecerle un empleo! —intervino Helen—. ¿Le gustaría ser el administrador de O’Keefe Station, James? Sería una alternativa en caso de que Paul pusiera en la calle a Gwyneira en breve.

—O Tonga —señaló Ruben. Había estudiado recientemente desde el punto de vista legal el enfrentamiento de Gwyneira con los maoríes y era poco optimista. De hecho, lo que Tonga reivindicaba era justo.

James McKenzie se encogió de hombros.

—Para mí es lo mismo O’Keefe Station que Kiward Station. Sólo quiero estar junto a Gwyneira. Además, tengo la impresión de que Friday necesita un par de ovejas.

La carta que Ruben dirigió al gobernador salió al día siguiente, pero, obviamente nadie contaba con que la respuesta llegara de inmediato. Así que James McKenzie se aburría en la celda, mientras Helen disfrutaba de unos días maravillosos en Queenstown. Jugaba con sus nietos, observaba con el corazón en un puño cómo Fleurette sentaba por vez primera a Stephen sobre la grupa del poni e intentaba consolar a Elaine, que protestaba por ello. Llena de leves esperanzas, inspeccionó la pequeña escuela que acababa de inaugurarse. Tal vez existiera la posibilidad de ser útil allí y quedarse para siempre en Queenstown. Hasta el momento sólo había diez alumnos y con ellos se las apañaba la mar de bien la joven profesora, una simpática muchacha de Dunedin. Tampoco en la tienda de Ruben y Fleurette podía Helen ocuparse de gran cosa; las mellizas competían entre sí por liberar a su adorada Miss Helen de cualquier tarea. Helen se enteró por fin de toda la historia de Daphne. Invitó a la joven a tomar el té, aunque las damas respetables de Queenstown se rasgaron las vestiduras por ello.

—Cuando me deshice de ese tipo me marché a Lyttelton —contó Daphne acerca de su huida del vicioso Morrison—. Habría preferido embarcarme en el primer barco y regresar a Londres, pero, naturalmente, eso era inviable. Nadie se habría llevado a una chica como yo. También pensé en Australia. Pero bien sabe Dios que allí ya tienen…, bueno, suficientes muchachas de costumbres ligeras que no encontraron un empleo de vendedoras de biblias. Y entonces me topé con las mellizas. Compartíamos la misma obsesión: fuera de aquí, y «fuera» significaba «barco».

—¿Cómo consiguieron reunirse? —preguntó Helen—. Estaban en zonas totalmente distintas.

Daphne se encogió de hombros.

—Por eso son mellizas. Lo que se le ocurre a una, también se le ocurre a la otra. Créame, hace más de veinte años que están conmigo y no han dejado de ser un misterio para mí. Si comprendí correctamente, se encontraron en Bridle Path. Cómo lograron llegar hasta allí, no lo sé. Sea como fuere, deambulaban por el puerto, robaban juntas algo que comer y querían embarcarse de polizones. ¡Absurdo, enseguida las habrían descubierto! ¿Qué tenía que hacer? Me las quedé. Fui un poco amable con un marinero y me dio los documentos de una muchacha que en el viaje de Dublín a Lyttelton había muerto. Mi nombre oficial es Bridey O’Rourke. Como soy pelirroja, todos lo creyeron. Pero las mellizas, claro está, me llamaban Daphne, así que conservé el nombre. Es también un buen nombre para una… Quiero decir que es un nombre bíblico y uno se desprende de mala gana de él.

Helen rio.

—Un día te harán santa.

Daphne soltó una risita y adquirió el aspecto de la niña que había sido.

—Así que llegamos a la costa Oeste. Dimos algunas vueltas al principio y finalmente acabamos en un burdel…, hum, un establecimiento administrado por una tal Madame Jolanda. Bastante decrépito. Lo primero que hice fue poner orden y encargarme de que el negocio tuviera beneficios. Ahí fue donde dio conmigo el señor Greenwood, aunque él no fue el causante de mi marcha. Fue más por el hecho de que Jolanda no estaba contenta con nadie. ¡Un día llegó a comunicarme que quería subastar a mis mellizas el siguiente sábado! Dijo que ya era hora de que las montaran por primera vez…, bueno, de que conocieran varón en el sentido bíblico.

Helen no pudo reprimir la risa.

—Realmente, tienes tu Biblia en la cabeza, Daphne —observó—. Luego comprobaremos tus conocimientos sobre David Copperfield.

—En cualquier caso, el viernes me fui de juerga como es debido y luego cogimos lo que había en la caja y nos marchamos. Está claro que no como hubiera partido una dama.

—Digamos: ojo por ojo, diente por diente —señaló Helen.

—Pues sí, y luego acudimos a la «llamada del oro» —prosiguió Daphne con una mueca—. ¡Gran éxito! Diría que el setenta por ciento de los ingresos de todas las minas de oro del entorno van a parar a mí.

Ruben se sintió desconcertado y hasta un poco inquieto cuando, seis semanas después de haber escrito la carta al gobernador, recibió un sobre de aspecto muy oficial. El encargado de correos le tendió la misiva casi ceremoniosamente.

—¡De Wellington! —anunció con solemnidad—. ¡Del gobierno! ¿Van a hacerte noble, Ruben? ¿Pasará la reina por aquí?

Ruben rio.

—Es improbable Ethan, sumamente improbable. —Contuvo el deseo de rasgar el sobre ahí mismo, pues Ethan lo miraba lleno de curiosidad y por encima del hombro y también Ron, de la cuadra de alquiler, que andaba ganduleando por ahí.

Poco después, Ruben, McDunn y McKenzie se inclinaban impacientes sobre la carta. Todos se quejaron de los largos preámbulos del gobernador, que aprovechaba para elogiar todas las aportaciones de Ruben al desarrollo de la joven ciudad de Queenstown. Pero luego el gobernador fue por fin al grano.

… nos alegramos de poder responder de forma positiva a su petición de indulto del ladrón de ganado James McKenzie, cuyo caso ha expuesto de forma tan esclarecedora. También nosotros somos de la opinión de que McKenzie podría prestar sus servicios a la joven comunidad de la isla Sur, siempre que en el futuro se limite al empleo legal de las aptitudes de que sin duda dispone. Esperamos con ello obrar también y en especial en interés de la señora Gwyneira Warden, a quien, desafortunadamente, acabamos de comunicar una mala noticia respecto a otro caso presentado que determinar. Le rogamos que mantenga todavía el silencio acerca del antes mencionado asunto, pues la sentencia todavía no se ha hecho saber a las partes interesadas…

—Maldita sea, ¡esto es el litigo con los maoríes! —gimió James—. Pobre Gwyn…, y al parecer sigue estando totalmente sola en este asunto. Debería marcharme inmediatamente a Canterbury.

McDunn le dio la razón.

—Por mi parte, no hay nada en contra —dijo con una sonrisa irónica—. Al contrario, volveré a tener, por fin, una habitación libre en mi Grand Hotel.

—En realidad debería marcharme ahora mismo con usted, James —dijo Helen con cierto pesar. Las diligentes mellizas habían acabado de servir el último plato de un gran banquete de despedida. Fleurette había insistido en convidar a su padre una vez más antes de que desapareciera, posiblemente por años, en Canterbury. Naturalmente, él había jurado volver a visitarlos lo antes posible con Gwyneira, pero Fleur conocía cómo iban las cosas en una gran granja de ovejas: siempre surgía algo en lo que ocuparse.

—Esto ha sido maravilloso, pero debo empezar lentamente a retomar el trabajo en la granja. Y no quiero ser una carga para vosotros. —Helen plegó su servilleta.

—¡No eres una carga para nosotros! —protestó Fleurette—. ¡Al contrario! ¡No sé cómo nos las arreglaremos sin ti, Helen!

Helen rio.

—No mientas, Fleur, nunca lo has sabido hacer. En serio, pequeña, por mucho que me guste estar aquí, tengo que ocuparme en algo. Toda mi vida he dado clases. Estar por ahí mano sobre mano y jugando un poco con los niños es malgastar el tiempo para mí.

Ruben y Fleurette se miraron. Parecían vacilar respecto a cómo entrar en materia. Al final, Ruben tomó la palabra.

—Pues bien, en realidad queríamos consultártelo más tarde, cuando hubiéramos rematado el asunto —dijo, mirando a su madre—. Pero es mejor que lo expongamos antes de que te vayas de forma precipitada. Fleurette y yo, y también Leonard McDunn, no nos olvidemos, ya habíamos pensado en qué podrías hacer tú aquí.

Helen sacudió la cabeza.

—Ya he ido a ver la escuela, Ruben…

—¡Pero olvídate de la enseñanza, Helen! —intervino Fleur—. ¡Ya has hecho suficiente por ella! Hemos pensado que…, bueno, lo primero es que hemos planeado comprarnos una granja en las afueras de la ciudad. O mejor dicho, una casa, no pensábamos tanto en poner en marcha una granja.

»Aquí en la calle Mayor hay para nosotros demasiada actividad. Demasiado ruido, demasiado tráfico…, desearía que mis hijos tuvieran más libertad. ¿Puedes imaginarte, Helen, que Stephen todavía no ha visto nunca un weta?

Helen pensó que su nieto también podía crecer sin perjuicio alguno sin haber pasado por esa experiencia.

—En cualquier caso, vamos a mudarnos de esta casa —explicó Ruben, abarcando con un amplio movimiento el hermoso edificio urbano de dos pisos. Hasta el año anterior no se había concluido la construcción y no se había ahorrado nada en su equipamiento—. Por supuesto que podríamos venderla. Pero Fleurette pensó que sería el lugar ideal para un hotel.

—¿Un hotel? —preguntó Helen desconcertada.

—¡Sí! —exclamó Fleurette—. Mira, tiene muchas habitaciones porque habíamos contado con formar una familia grande. Si tú vives en la planta baja y alquilas las habitaciones de arriba…

—¿Quieres que me ponga a dirigir un hotel? —preguntó Helen—. ¿Estás en tu sano juicio?

—Tal vez una pensión —intervino McDunn, dirigiendo a Helen una mirada animosa.

Fleurette asintió.

—No debes confundir la palabra hotel —se apresuró a puntualizar—. Se trataría de una casa respetable. No como el tabernucho de Daphne, donde anidan bandidos y muchachas de costumbres ligeras. No, pensaba que…, si atraemos a gente como es debido, un médico o un empleado de banco que tiene que instalarse en algún lugar… Y también…, bueno, pues mujeres jóvenes… —Fleurette jugueteó con un periódico que como por azar había puesto sobre la mesa, la hoja informativa de la parroquia anglicana de Christchurch.

—No será lo que estoy pensando, ¿verdad? —preguntó, y le arrancó de la mano el delgado folleto. Estaba abierto en la página de pequeños anuncios.

Queenstown, Otago. Qué muchacha cristiana, de creencias sólidas y animada por el espíritu pionero tiene interés en establecer una relación decente con un miembro respetable y bien situado de la comunidad…

Helen sacudió la cabeza. No sabía si ponerse a reír o a llorar.

—¡Entonces eran balleneros y hoy buscadores de oro! ¿Sabrán en realidad esas honorables esposas de los párrocos y puntales de la comunidad, lo que les están haciendo a las chicas con esto?

—Bueno, es Christchurch, madre, no es Londres. Si a las chicas no les gusta, en tres días están de vuelta en su casa —la tranquilizó Ruben.

—¡Y luego les creerán cuando digan que siguen siendo tan castas y virtuosas como antes de partir! —se burló Helen.

—No, si se hospedan en el Hotel de Daphne —respondió Fleurette—. No tengo nada en contra de ella, aunque me hubiera contratado cuando llegué aquí —dijo riendo—. ¿Pero y si las chicas se hospedan en una pensión limpia y arreglada, dirigida por Helen O’Keefe, una de las notables del lugar? Querida Helen, se hablará de ello. ¡Se informará a las chicas y quizá también a sus padres en Christchurch!

—Y tendrá la oportunidad, Helen, de sentarles la cabeza a esas jovencitas —observó Leonard McDunn, quien parecía tener la misma opinión que Helen de la idea de reclutar novias—. Sólo ven las pepitas de oro que hoy lleva en el bolsillo un hombre de rompe y rasga y ojos ardientes, pero no las miserables cabañas a las que llegarán al día siguiente cuando se vaya al próximo yacimiento de oro.

Helen miró risueña.

—¡Puede usted confiar en ello! No haré de madrina de boda de ninguna pareja después de tres días.

—¿Te encargas entonces del hotel? —preguntó Fleurette ansiosa—. ¿Te atreves?

Helen le lanzó una mirada ofendida.

—Querida Fleurette, en esta vida he aprendido a leer la Biblia en maorí, a ordeñar una vaca, matar pollos e incluso a amar un mulo. Puedes estar segura de que conseguiré sacar adelante una pequeña pensión.

Los demás rieron, pero McDunn hizo tintinear las llaves para llamar la atención. La señal de la partida. Mientras todavía no existiera el hotel de Helen, había permitido a un antiguo preso que pernoctara en la celda. Según su opinión, ningún pecador por mucho que hubiera purgado, podía superar una noche con Daphne sin reincidir.

Cualquier otro día, Helen habría acompañado a Leonard al exterior para charlar un poco con él en la terraza, pero en esta ocasión McDunn prefirió buscar la compañía de Fleurette. Casi avergonzado se dirigió a la joven mientras James se despedía de Helen y Ruben.

—Yo…, hum, no quiero ser indiscreto, Miss Fleur, pero…, ya sabe usted de mi interés por Miss Helen…

Fleur prestó oídos a ese balbuceo con el ceño fruncido. Por todos los cielos, ¿qué querría McDunn? Si se trataba de una petición de matrimonio, más le valía que se dirigiera directamente a Helen.

Al final, Leonard reunió fuerzas y planteó la pregunta.

—Esto…, hum, Miss Fleur: por todos los demonios, ¿a qué se refería Miss Helen con eso del mulo?