No fue poca la sorpresa que se llevó el oficial Hanson cuando al día siguiente no se encontró a Paul Warden en Kiward Station sino a Helen O’Keefe. Como es obvio, la situación no le entusiasmó demasiado.
—Miss Gwyn, en Haldon hay gente que acusa a su hijo de asesinato. Y ahora también ha eludido la investigación del caso. No sé qué opinar de esto.
—Estoy convencida de que volverá —respondió Gwyn—. Todo lo ocurrido…, la muerte de su abuelo y, aún más, que Helen se presentara de golpe aquí… Se ha avergonzado enormemente ante su presencia. Todo esto le ha superado.
—Bueno, entonces esperemos a que ocurra lo mejor. No se tome usted este asunto a la ligera, Miss Gwyn. Al parecer disparó al hombre directamente en el pecho. Y O’Keefe, en eso todos los testigos están de acuerdo, estaba prácticamente desarmado.
—Pero él le obligó —intervino Helen—. Mi marido, que en paz descanse, podía ser muy provocador, sheriff. Y estoy segura de que el joven no estaba sobrio.
—Es probable que el chico no pudiera calibrar bien la situación —añadió George Greenwood—. La muerte de su abuelo le desconcertó totalmente. Y al ver que Howard O’Keefe agarraba el arma…
—¡No pretenderá en serio echarle la culpa a la víctima! —lo reprendió Hanson con severidad—. ¡Esa antigua escopeta de caza no representaba ninguna amenaza!
—Es cierto —respondió George cambiando de tono—. Me refería más bien a que…, bueno, las circunstancias eran sumamente adversas. Esa estúpida pelea, el horrible accidente. Todos deberíamos haber intervenido antes. Pero pienso que la investigación puede esperar hasta que Paul regrese.
—¡Si es que regresa! —refunfuñó Hanson—. No tengo ningunas ganas de enviar tras él una patrulla de búsqueda.
—Mis hombres se pondrán de buen grado a su disposición —anunció Gwyneira—. Créame, preferiría ver a mi hijo bajo su segura custodia que en algún lugar montaña arriba. Sobre todo cuando no puede esperar ningún apoyo de las tribus maoríes.
No cabía duda de que en eso tenía razón. Si bien el sheriff había renunciado en un principio a emprender una investigación y no había cometido el error de interrumpir a los barones de la lana en medio del esquileo para formar una patrulla de búsqueda, Tonga no se conformó tan fácilmente. Paul tenía a Marama. No importaba si ella había ido con él de forma voluntaria o a la fuerza: Paul tenía a la muchacha que Tonga quería para sí. Y ahora, por fin, las paredes de las casas pakeha habían dejado de proteger a Paul. El rico ganadero y el joven maorí a quien nadie tomaba realmente en serio ya no existían. Ahora sólo había dos hombres en la montaña. Para Tonga, Paul era libre como un pájaro. Pero primero esperó. No era tan tonto como los blancos para ponerse a perseguir sin más al forajido. En algún momento se enteraría de dónde se escondían Paul y Marama. Y entonces lo encontraría.
Gwyneira y Helen dieron sepultura a Gerald Warden y Howard O’Keefe. A continuación, ambas reanudaron sus vidas, con lo cual la de Gwyneira no experimentó muchos cambios. Organizó el esquileo y luego propuso a los maoríes restablecer la paz.
Llevando a Reti como intérprete, se dirigió al poblado y emprendió las negociaciones.
—Podéis quedaros con la tierra en la que está situado vuestro poblado —anunció con una sonrisa vacilante. Tonga, de pie frente a ella, la miraba fijamente, protegido por el hacha santa, signo de su condición de jefe tribal—. En caso contrario deberemos pensar otra cosa. No tengo mucho dinero en efectivo, pero después del esquileo la situación mejorará un poco y tal vez podamos vender otras propiedades de valor. Todavía no he llegado a fondo en lo que a los bienes del señor Gerald se refiere. Pero si no… ¿Se podría llegar a algún acuerdo con las tierras que se extienden entre los prados de nuestra propiedad y los de O’Keefe Station?
Tonga alzó una ceja.
—Miss Gwyn, aprecio su buena voluntad, pero no soy tonto. Sé exactamente que usted carece de autoridad para venir a hacer aquí cualquier tipo de oferta. No es usted la heredera de Kiward Station; de hecho, la granja le pertenece a su hijo Paul. ¿No pretenderá hacerme creer que le ha dado poderes para negociar en su nombre?
Gwyneira bajó la mirada.
—No, no lo ha hecho. Pero Tonga, convivimos aquí. Y siempre hemos vivido en paz…
—¡Su hijo ha roto la paz! —replicó con dureza Tonga—. Nos ha ofendido a mí y a mi gente…, el señor Gerald, además, engañó a mi tribu. Soy consciente de que hace mucho de ello, pero hemos requerido más tiempo para descubrirlo. Hasta el momento nadie nos ha ofrecido sus disculpas…
—¡Lo lamento! —dijo Gwyn.
—¡Usted no lleva el hacha sagrada! Yo la acepto, no obstante, Miss Gwyn, como tohunga. Usted entiende más de la crianza de ganado que la mayoría de sus hombres. Pero desde el punto de vista legal usted no es nada y no tiene nada. —Señaló a una muchachita, que jugaba junto al lugar donde negociaban—. ¿Puede hablar esta niña en nombre de los kau tahu? No. Pues en igual medida representa usted, Miss Gwyn, a la tribu de los Warden.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Gwyn desesperada.
—Lo mismo que antes. Nos encontramos en estado de guerra. No la vamos a ayudar, al contrario, le causaremos dificultades en lo que sea posible. ¿Acaso no le extraña que nadie quiera esquilar sus ovejas? Lo impediremos. También cerraremos sus vías de comunicación, pondremos obstáculos al transporte de su lana, no dejaremos en paz a los Warden, Miss Gwyn, hasta que el gobernador haya pronunciado una sentencia y su hijo esté dispuesto a aceptarla.
—No sé cuánto tiempo estará Paul ausente —contestó impotente Gwyn.
—Entonces, tampoco nosotros sabemos cuánto tiempo lucharemos. Lo siento, Miss Gwyn —concluyó Tonga, volviéndole la espalda.
Gwyneira gimió.
—Yo también.
Durante las semanas siguientes, la mujer salió airosa del período de esquileo firmemente apoyada por sus hombres y los dos trabajadores que Gerald y Paul habían contratado en Haldon. Aunque no había que quitarle el ojo de encima a Joe Triffle, cuando se le mantenía alejado del alcohol rendía como tres pastores normales. Helen, quien hasta entonces nunca había tenido asistentes, envidiaba a Gwyn por contar con ese hombre.
—Te lo cedería —dijo Gwyn—. Pero hazme caso, tú sola no puedes controlarlo, sólo funciona si todo el batallón tira de la misma cuerda. De todos modos, te los enviaré a todos en cuanto hayamos terminado aquí. Lo que sucede es que dura una eternidad. ¿Podrás alimentar las ovejas durante todo este tiempo?
En esa época los animales ya se habían comido casi toda la hierba de los prados que circundaban las granjas. Los animales se conducían en verano a las tierras altas.
—Más mal que bien —susurró Helen—. Les doy el forraje que estaba destinado a los bueyes. A éstos, George los vendió en Christchurch, de otro modo no habría podido pagar el entierro. A la larga tendré que desprenderme de la granja. Yo no soy como tú, Gwyn, no lo lograré sola. —Acarició con torpeza al primer joven perro pastor que Gwyn le había regalado. Era un animal completamente adiestrado y le prestaba una enorme ayuda en el trabajo de la granja. No obstante, Helen no lo controlaba lo suficiente.
La única ventaja con que contaba respecto a Gwyn consistía en que sus relaciones con los maoríes seguían siendo amistosas. Sus discípulos la ayudaban de forma espontánea en el trabajo en el jardín y gracias a ellos Helen tenía al menos verdura en el huerto, huevos, leche y carne en abundancia cuando los jóvenes practicaban la caza o sus padres les daban pescado con que obsequiar a su maestra.
—¿Ya has escrito a Ruben? —preguntó Gwyn.
Helen asintió.
—Pero ya sabes cuánto tarda. El correo se distribuye primero en Christchurch y luego en Dunedin…
—Pese a ello, los coches de los almacenes O’Key pronto podrían recogerlo —observó Gwyneira—. Fleur contaba en su última carta que se espera una entrega en Lyttelton. Deberán enviar a alguien a recogerla. Es probable que ya estén en camino. Pero hablemos ahora de mi lana: los maoríes amenazan con cerrar los caminos que conducen a Christchurch y creo que Tonga es capaz de robar simplemente la lana como un pequeño anticipo de las compensaciones que el gobernador le asignará. Bueno, creo que nos aguará la fiesta. ¿Estás de acuerdo en que lo llevemos todo a tu granja, lo almacenemos en tu establo hasta que hayas terminado tú el esquileo y luego lo transportemos todo junto a Haldon? Pondremos el producto a la venta algo más tarde que el resto de los ganaderos, pero no podemos hacer más…
Tonga se enfureció, pero le plan de Gwyn funcionó. Mientras los hombres vigilaban los caminos, con cada vez menor atención, George Greenwood transportó la lana de Kiward Station y O’Keefe Station a Haldon. La gente de Tonga, a la que él había prometido unos pingües beneficios, empezó a impacientarse y le reprochó que en esa época solían ganar dinero con los pakeha.
—¡Casi lo suficiente para todo el año! —se quejó el marido de Kiri—. En vez de eso, ahora tendremos que cambiar de lugar y cazar como antes. ¡Kiri no se alegra de pasar el invierno en la montaña!
—Puede que allí se reúna otra vez con su hija —respondió Tonga de mal humor—, y con su marido pakeha. Que se le queje a él; a fin de cuentas, él es el responsable.
Tonga todavía no había oído nada acerca de Paul y Marama. Pero era paciente. Permanecía a la espera. Y entonces, al cerrar los caminos cayó en las redes un carro entoldado. Éste, sin embargo, no procedía de Kiward Station sino de Christchurch. No contenía vellones, sino ropa de señora y en realidad no había razón justificada para detenerlo. Pero los hombres de Tonga se iban descontrolando de forma paulatina. Y con ello desencadenaron unos acontecimientos que Tonga nunca habría sospechado.
Leonard McDunn conducía su pesado vehículo por la todavía bastante accidentada carretera que unía Christchurch a Haldon. Hacía, sin lugar a dudas, un rodeo, pero su patrón, Ruben O’Keefe, le había encargado que entregara un par de cartas en Haldon y echara un vistazo a una granja de la zona.
—¡Pero con discreción, McDunn, por favor! Si mi padre descubre que mi madre está en contacto conmigo la pondré en un apuro. Mi esposa opina que es arriesgarse demasiado, pero tengo una desagradable sensación… No puedo creer que la granja esté prosperando tanto en realidad como afirma mi madre. Probablemente bastará con que pregunte un poco por Haldon. Todos se conocen en la región y al menos la dueña de la tienda es muy parlanchina…
McDunn había asentido amistosamente y había anunciado con una sonrisa que en ese caso practicaría un poco la técnica de la audición discreta. En el futuro, así pensaba de nuevo satisfecho, la necesitaría. Era su último viaje como transportista para O’Keefe. La población de Queenstown lo había elegido poco antes constable de la policía. McDunn, un hombre tranquilo, rechoncho y en la cincuentena, sabía valorar el honor y la mayor estabilidad que comportaba esa ocupación. Llevaba cuatro años encargado del transporte con O’Keefe y ya tenía suficiente.
Además, disfrutaba de ese paseo a Christchurch gracias también a la amable compañía de que disfrutaba. Laurie estaba sentada a su derecha en el pescante y Mary, a la izquierda, o al revés, pues aún ahora no conseguía distinguir a las mellizas entre sí. No obstante, a ellas no parecía importarles lo más mínimo. Tanto la una como la otra se dirigían con igual alegría a McDunn, preguntaban con avidez y miraban con los ojos curiosos de un niño el paisaje que los rodeaba. McDunn sabía que Mary y Laurie realizaban una tarea de valor inestimable como chicas para todo y compradoras en los Almacenes O’Kay. Eran amables y estaban bien educadas e incluso sabían leer y escribir. De natural, sin embargo, eran simples: se impresionaban con la misma facilidad con que se ponían contentas, y también podían caer en profundas crisis cuando no se las trataba de la forma idónea. Pero eso ocurría pocas veces, en general las dos estaban de un humor óptimo.
—¿Tenemos que parar pronto, señor McDunn? —preguntó alegremente Mary.
—¡Hemos comprado comida para hacer un picnic, señor McDunn! Hasta muslo de pollo asado de esa tienda china de Christchurch… —prosiguió Laurie.
—¿Es realmente pollo, señor McDunn? ¿No es perro? En el hotel nos han contado que en China se come carne de perro.
—¿Se imagina que alguien se comiera a Gracie, señor McDunn?
McDunn sonrió satisfecho al tiempo que se le hacía la boca agua. El señor Lin, el chino de Christchurch, sin duda no ofrecía a sus clientes ningún muslo de perro, sino de pollo.
—Los perros pastores como Gracie son demasiado caros para comérselos —respondió—. ¿Qué más lleváis en los cestos? También habéis ido a la panadería, ¿verdad?
—¡Ah, sí, hemos visitado a Rosemary! Recuerde, señor McDunn, que vinimos a Nueva Zelanda en el mismo barco.
—Y ahora está casada con el panadero de Christchurch. ¿A que es sensacional?
McDunn no encontraba que estar casado con el panadero de Christchurch fuera especialmente emocionante, pero se abstuvo de hacer comentarios. En vez de hacerlo buscó un lugar adecuado para descansar. No tenían prisa. Si encontraba algún lugar acogedor, desengancharía los caballos y los dejaría pastar dos horas.
Pero entonces sucedió algo imprevisto. La carretera hacía un recodo que dejaba a la vista un pequeño lago y una especie de barrera. Alguien había atravesado el tronco de un árbol en la vía, que estaba siendo supervisada por unos guerreros maoríes. Los hombres ofrecían un aspecto marcial y atemorizante. Sus rostros estaban cubiertos de tatuajes o pinturas similares, presentaban el dorso desnudo y brillante y llevaban una especie de taparrabo que concluía justo encima de las rodillas. Iban además armados con lanzas que alzaron de forma amenazadora frente a McDunn.
—¡Poneos detrás, chicas! —advirtió a Mary y Laurie intentando no asustarlas.
Se detuvo al llegar al lugar.
—¿Qué querer en Kiward Station? —preguntó uno de los guerreros maoríes con un tono de voz intimidatorio.
McDunne se encogió de hombros.
—¿No es éste el camino a Haldon? Llevo mercancías a Queenstown.
—¡Tú mentir! —le increpó el guerrero—. El camino a Kiward Station, no a Wakatipu. Tú comida para los Warden.
McDunn puso los ojos en blanco y mantuvo la calma.
—En absoluto llevo comida a los Warden, sean quienes sean. Ni siquiera transporto víveres, sólo ropa de mujer.
—¿Mujer? —El guerrero frunció el entrecejo—. ¡Enseñar!
Con un veloz movimiento saltó en medio del pescante y desgarró el toldo. Mary y Laurie chillaron asustadas. Los otros guerreros lanzaron vítores a su vez.
—¡Con cuidado! —gruñó McDunn—. ¡Van a romperlo todo! De buen grado les mostraré el interior, pero…
Entretanto, el guerrero había sacado un cuchillo y cortado el toldo desprendiéndolo del fijador. Para regocijo de sus compañeros la carga yacía expuesta ante él, así como las mellizas, que se estrechaban la una contra la otra temblorosas.
McDunn estaba ahora preocupado de verdad. Por fortuna no había en el carro armas u objetos de hierro que pudieran ser utilizados como tales. Él mismo contaba con una escopeta pero, mucho antes de que pudiera servirse de ella, los hombres lo habrían desarmado. Sacar su cuchillo también resultaba demasiado arriesgado. Además, los muchachos no parecían realmente salteadores de caminos profesionales, sino más bien pastores jugando a la guerra. Al menos no se les veía peligrosos.
Entre la ropa interior que el maorí sacaba ahora del carro para embeleso de todos sus hermanos de tribu y que se ponía delante del pecho mientras reía, había también artículos explosivos. Si los hombres encontraban los barriles de brandy de primera calidad y lo probaban in situ, la situación se pondría crítica. Entretanto otra gente se había ido acercando a observar. Al parecer, se encontraban en las proximidades de un poblado maorí. Sea como fuere, un par de adolescentes y hombres mayores, la mayoría de los cuales iban vestidos al estilo occidental y no estaban tatuados, se aproximaron. Uno de ellos descubrió justo entonces una caja de un exquisito Beaujolais (un encargo privado del señor Ruben) bajo una capa de corsés.
—¡Vosotros venir! —dijo con determinación uno de los recién llegados—. Esto vino para los Warden. Yo antes criado, ¡conocer! ¡Os llevamos al jefe! Tonga saber qué hacer.
McDunn contuvo su entusiasmo ante el hecho de ser conducido en presencia del jefe de la tribu. Seguía sintiéndose fuera de peligro, pero si ahora dirigía el carro hacia el campamento de los sublevados, ya podía dar por perdida la carga y, posiblemente, también el carro y los caballos.
—¡Seguir a mí! —insistió el que antes fuera sirviente, y se puso en marcha. McDunn lanzó una mirada estimativa al paisaje. Era una superficie considerablemente plana y a unos casi doscientos metros de distancia el camino se bifurcaba: seguramente era allí donde habían tomado la dirección equivocada. Ése debía de ser un pasaje privado y los maoríes estarían peleados con el propietario. El hecho de que el acceso a Kiward Station estuviera en mejor estado que la carretera pública había inducido a McDunn a apartarse de la dirección correcta. Pero si ahora conseguía escaparse a campo traviesa por la izquierda volvería a llegar, de hecho, al camino oficial que conducía a Haldon… Lamentablemente, el guerrero maorí seguía estando frente a él, esta vez posando con un sujetador en la cabeza y con una pierna en el pescante y la otra en el interior del carro.
—Culpa tuya si te haces daño —farfulló McDunn, mientras ponía en movimiento el carro. Los pesados Shires tardaban un poco en echarse a andar, pero una vez que arrancaban, y Leonard era consciente de ello, eran fogosos. Una vez que los caballos hubieron dado los primeros pasos, los azuzó con el látigo al tiempo que giraba bruscamente hacia la izquierda. El guerrero que bailaba con la ropa interior perdió el equilibrio cuando la montura se puso al trote de forma inesperada. Sin embargo, no consiguió mover la lanza antes de que McDunn lo empujara fuera del carro. Laurie y Mary gritaron. Leonard esperaba no atropellarlo con el carro.
—¡Agachaos, chicas, y agarraos fuerte! —gritó hacia atrás, donde una lluvia de lanzas cayó sobre las cajas de ropa interior. Sin embargo, las ballenas de los corsés lo soportarían. Los dos Shires galopaban ahora y la tierra se estremecía bajo sus cascos. Con un caballo de carreras se podría haber alcanzado fácilmente el carro, pero, para alivio de McDunn, nadie los seguía.
—¿Todo bien, chicas? —preguntó a gritos a Mary y Laurie, mientras espoleaba a los caballos por si se relajaban, al tiempo que rezaba para que el terreno no se hiciera de golpe irregular. No podría detener tan repentinamente a los caballos de sangre fría y lo último que podía permitirse en tales circunstancias era que se le rompiera un eje. No obstante, la superficie seguía siendo plana y pronto tuvo a la vista un camino. McDunn ignoraba si ése era realmente el que conducía a Haldon, ya que era demasiado estrecho y tortuoso. Sin embargo, era transitable y mostraba huellas de vehículos tirados por caballos, en realidad bugys ligeros en lugar de carros entoldados, pero cuyos conductores, con toda certeza, tampoco se arriesgarían a romper los ejes de las ruedas introduciéndose por caminos accidentados. McDunn siguió espoleando a los caballos. Sólo cuando creyó que el campamento maorí se encontraba al menos a dos kilómetros a sus espaldas, puso las monturas al paso.
Laurie y Mary se asomaron tomando aliento.
—¿Qué ha sido esto, señor McDunn?
—¿Querían hacernos algo?
—Los indígenas suelen ser amistosos.
—Sí, Rosemary dice que son amables.
McDunn suspiró aliviado cuando las mellizas reanudaron su animosa charla. Parecía que habían salido bien librados. Ahora sólo tenía que averiguar hacia dónde conducía ese camino.
Una vez superada la prueba, Mary y Laurie recuperaron el apetito, pero los tres estuvieron de acuerdo en que era preferible disfrutar del pan, el pollo y los deliciosos pastelitos de té de Rosemary sin bajar del pescante. A McDunn cada vez le resultaba más extraño lo sucedido con los maoríes. Había oído que se producían levantamientos en la isla Norte. ¿Pero ahí? ¿En medio de las pacíficas llanuras de Canterbury?
La pista seguía dirigiéndose hacia el oeste. No se trataba en absoluto de un camino oficial, más bien parecía un paso transitado durante años y trillado por el uso. Tanto arbustos como arboledas se rodeaban en lugar de haber sido destruidos. Y ahora aparecía otro riachuelo…
McDunn suspiró. El vado no parecía peligroso y seguramente lo habían cruzado poco antes. Sin embargo, era probable que nunca lo hubieran hecho con un carro tan pesado como el suyo. Por si acaso, pidió a las chicas que bajaran e introdujo con prudencia los caballos y el carro en el agua. Luego se detuvo para que las mellizas volvieran a subir y se sobresaltó al oír que Mary soltaba un grito.
—¡Allí, señor McDunn! ¡Maoríes! ¡Seguro que no traen buenas intenciones!
Las chicas se encogieron aterrorizadas bajo la carga, mientras McDunn buscaba dónde estaban los guerreros. No obstante, sólo divisó a dos niños que conducían una vaca.
Ambos se acercaron curiosos al ver el carro.
McDunn les sonrió y los niños saludaron con timidez. Luego, para su sorpresa, los pequeños lo saludaron en un inglés muy correcto.
—Buenos días, señor.
—¿Podemos ayudarle, señor?
—¿Es usted un viajante de comercio, señor? ¡Hemos leído historias sobre buhoneros! —La niña observó con curiosidad en el interior del toldo, sujeto ahora de forma provisional.
—Qué va, Kia, seguro que son más vellones de los Warden. Miss Helen les ha dejado que los guardaran en su casa —dijo el niño, y evitó con destreza que la vaca escapara.
—¡Tonterías! Los esquiladores llevan tiempo aquí y se lo han traído todo. ¡Seguro que esto es un Tinker! ¡Sólo que los caballos no tienen pintas!
McDunn sonrió.
—Somos comerciantes, señorita, no buhoneros —dijo, dirigiéndose a la niña—. Queríamos llegar en carro a Haldon, pero creo que nos hemos perdido.
—No mucho —le consoló la niña.
—Si coge el camino adecuado al lado de la casa, después de recorrer tres kilómetros estará en la carretera de Haldon —explicó el niño con mayor precisión al tiempo que miraba admirado a las mellizas, que entretanto habían osado salir de nuevo a la luz—. ¿Por qué las dos mujeres son iguales?
—Ésta sí es una buena noticia —dijo McDunn, sin responder al niño—. ¿Podrías también decirme dónde estoy? Esto ya no es… ¿cómo se llamaba? ¿Kiward Station?
Los niños soltaron una risita, como si hubiera dicho un chiste.
—No, esto es O’Keefe Station. Pero el señor O’Keefe está muerto.
—¡Lo ha matado el señor Warden! —intervino la niña.
McDunn pensó divertido que, como oficial de policía, no podía desearse seres más dispuestos a suministrar información que ésos. En Haldon la gente era comunicativa, en eso Ruben tenía toda la razón.
—Y ahora está en la montaña, y Tonga lo está buscando.
—Chisss, Kia, ¡no tienes que contarlo!
—¿Quiere ver a Miss Helen, señor? ¿La vamos a llamar? Está en el cobertizo de esquileo o…
—No, Mati, está en casa. ¿No te acuerdas? Ha dicho que tenía que preparar la comida para toda la gente…
—¿Miss Helen? —gritó Laurie.
—¿Nuestra Miss Helen? —resonó la voz de Mary como un eco.
—¿Siempre dicen lo mismo también? —preguntó el niño maravillado.
—Creo que es mejor que nos lleves a esa granja —dijo McDunn con toda calma—. Al parecer acabamos de encontrar justo lo que estábamos buscando.
Y el señor Howard, pensó con una sonrisa irónica, ya no pondría ni el más mínimo obstáculo.
Media hora más tarde, habían desenganchado los caballos y estaban en la cuadra de Helen. Ésta, totalmente arrebatada por la alegría y la sorpresa, estrechaba entre sus brazos a las pupilas del Dublin que ya había dado por perdidas. Todavía no acababa de creerse que las dos niñas medio muertas de hambre de aquel entonces se hubieran convertido en las dos jóvenes tan alegres, e incluso algo gorditas, que ahora se hacían cargo con toda naturalidad del regimiento que tenía en la cocina.
—¿Esto tiene que servir para toda una compañía de hombres, Miss Helen?
—De ninguna de las maneras, Miss Helen, lo tenemos que estirar.
—¿Pensaba hacer pastelitos de carne, Miss Helen? Entonces más nos vale poner más boniatos y no tanta carne.
—Los hombres tampoco la necesitan, se animan demasiado.
Las mellizas se rieron complacidas.
—¡Y así no tiene que amasar pan, Miss Helen! Espere, primero prepararemos un té.
Mary y Laurie habían cocinado durante años para la clientela del Hotel de Daphne. Abastecer a un pelotón de esquiladores no les suponía ninguna dificultad. Mientras ellas se afanaban canturreando en la cocina, Helen se sentó con Leonard McDunn a la mesa de la cocina. Éste le contó el peculiar asalto de los maoríes que le había conducido hasta allí, mientras ella le informaba de las circunstancias de la muerte de Howard.
—Claro que lloro la muerte de mi marido —dijo, y alisó el modesto vestido azul oscuro que, tras la muerte de su esposo, siempre vestía—. Pero en cierto modo también representa para mí un alivio… Discúlpeme, debe de pensar usted que soy una persona totalmente despiadada…
McDunn sacudió la cabeza. En absoluto encontraba a Helen O’Keefe falta de corazón. Por el contrario, no se había cansado de observar la alegría con la que había estrechado entre sus brazos a las mellizas. Además, con su cabellera castaña y brillante, su delicado rostro y sus serenos ojos de color gris, le había parecido sumamente atractiva. Aun así, parecía rendida y sin fuerzas, y estaba pálida pese a la piel tostada por el sol. Se notaba que la situación la superaba. Era evidente que se desenvolvía tan mal en la cocina como en el establo. Antes se había sentido muy aliviada cuando los niños maoríes se ofrecieron a ordeñar la vaca.
—Su hijo ha dejado entrever que su padre no siempre ha sido un hombre fácil. ¿Qué quiere hacer ahora con la granja? ¿Venderla?
Helen se encogió de hombros.
—Si alguien la quiere… Lo más sencillo sería anexarla a Kiward Station. Howard nos maldeciría desde la tumba, pero a mí me da igual. En el fondo, la granja, como empresa individual, no es rentable. Aunque tiene mucho terreno, éste no es suficiente para alimentar a los animales. Pese a ello, si se quiere explotar, es necesario tener conocimientos especializados y un capital de entrada. La granja se está desmoronando por una mala administración, señor McDunn. Ésta es la dolorosa realidad.
—Y su amiga de Kiward Station… ¿es la madre de Fleurette, verdad? —preguntó Leonard—. ¿No estaría ella interesada en el traspaso?
—Interesada, sí… ¡Oh!, muchas gracias, Laurie, sois simplemente maravillosas. ¡Qué habría hecho sin vosotras! —Helen tendió la taza a Laurie, que se acercó a la mesa con té recién hecho.
Laurie se la llenó con la destreza con que Helen le había enseñado a hacerlo en el barco.
—¿Cómo sabe que es Laurie? —preguntó Leonard desconcertado—. No conozco a nadie que pueda distinguirlas.
Helen rio.
—Si no se les da instrucciones, Mary se encarga de poner la mesa y Laurie de servir. Ponga atención: Laurie es la más extrovertida, a Mary no le importa mantenerse en un segundo plano.
Leonard nunca se había percatado de ello, pero admiró la capacidad de observación de Helen.
—¿Qué sucederá ahora con su amiga?
—Bueno, Gwyneira ya tiene sus propios problemas —contestó Helen—. Usted mismo acaba de caer de lleno en ellos. Ese jefe maorí intenta someterla y ella no tiene ninguna posibilidad de actuar sin contar con Paul. Tal vez cuando el gobernador por fin tome una decisión…
—¿Y existe la posibilidad de que ese Paul regrese y resuelva sus problemas por sí mismo? —preguntó Leonard. Le parecía bastante poco correcto dejar a las dos mujeres solas en medio de toda esa miseria. No obstante, todavía no había conocido a Gwyneira Warden. Si era igual que su hija, sería capaz de apañárselas con medio continente lleno de obstinados salvajes.
—Resolver problemas no es, justamente, el punto fuerte de los varones Warden. —Helen sonrió con tristeza—. Y en lo que al regreso de Paul se refiere…, en Haldon los ánimos se van calmando, en eso George Greenwood tenía razón. Al principio todos querían lincharlo, pero en lo que va de tiempo ha tomado más peso la compasión por Gwyn. Creen que necesita un hombre en la granja y ahora ya están dispuestos a hacer la vista gorda a una minucia como un asesinato.
—¡Qué cínica es usted, Miss Helen! —la censuró Leonard.
—Soy realista. Paul disparó al pecho sin previo aviso a un hombre desarmado. Delante de veinte testigos. Pero dejémoslo, tampoco quiero verlo colgado. ¿Qué cambiaría eso? Si es que viene, el conflicto con el jefe de la tribu adquirirá mayores dimensiones. Y entonces es probable que lo ahorquen por otro asesinato.
—El joven parece, en efecto, andar coqueteando con la soga —señaló Leonard, suspirando—. Yo…
Le interrumpieron unas llamadas a la puerta. Laurie abrió. Inmediatamente, un perrito se deslizó al interior pasando entre sus piernas. Friday saltó jadeante sobre Helen.
—¡Mary, ven corriendo! ¡Creo que es Miss Gwyn! ¡Y Cleo! ¡Miss Gwyn!
Pero Gwyneira no parecía ver a las mellizas. Estaba tan furiosa, que no las reconoció.
—Helen —soltó—, ¡voy a matar a ese Tonga! Todavía he sido capaz de contenerme para no ir a caballo y con la escopeta al pueblo. Andy me ha contado que su gente ha asaltado un carro entoldado, sabe Dios qué querían y dónde estarán ahora. Aun así, en el poblado se lo están pasando en grande y van por ahí con sostenes y bragas… Oh, discúlpeme, señor, yo… —Gwyneira se puso colorada cuando vio que Helen tenía una visita masculina.
McDunn se echó a reír.
—No se preocupe, señora Warden. Estoy informado acerca de la existencia de ropa interior femenina y ni que decir tiene que soy yo quien la he perdido. El carro es mío. Permita que me presente: Leonard McDunn, de Almacenes O’Kay.
—¿Por qué no se viene simplemente conmigo a Queenstown? —preguntó McDunn un par de horas después, contemplando a Helen.
Gwyneira se había tranquilizado y con Helen y las mellizas había dado de comer a los hambrientos esquiladores. A todos los alabó por el buen resultado de su trabajo, si bien se quedó bastante sorprendida de la calidad de la lana. Ya había oído decir que O’Keefe producía mucho desecho, pero no se había imaginado que el problema fuera tan grave. Ahora estaba sentada con Helen y McDunn delante de la chimenea y acababa de abrir una de las botellas de Beaujolais que por fortuna había quedado intacta.
—¡Por Ruben y su exquisito gusto! —brindó alegremente—. ¿Dónde lo habrá aprendido, Helen? ¡Ésta es, con toda certeza, la primera botella de vino que se descorcha en años en esta casa!
—En las obras de Edward Bulwer-Lytton, que suelo leer con mis alumnos, se consume de vez en cuando vino en los círculos refinados, Gwyn —respondió Helen con afectación.
McDunn tomó un sorbo y luego insistió en su propuesta de llevarla a Queenstown:
—En serio, Miss Helen, seguro que desea ver a su hijo y sus nietos. Ésta es la oportunidad. En un par de días habremos llegado.
—¿Ahora, en pleno esquileo? —Helen rechazó la idea con un gesto.
Gwyneira rio.
—¡Helen, no irás a creerte en serio que mis empleados vayan a esquilar una oveja de más o de menos porque tú estés aquí! Y no querrás conducir las ovejas a la montaña, ¿no?
—Pero…, pero alguien tendrá que abastecer a la gente… —Helen estaba indecisa. La propuesta había surgido de forma repentina, no podía aceptarla. ¡Y, sin embargo, era sumamente tentadora!
—También en mi granja se las han apañado ellos mismos. O’Toole sigue preparando un cocido irlandés mucho mejor del que Moana y yo hayamos hecho jamás. De ti mejor no hablar. Eres mi amiga más querida, pero tu cocina…
Helen se ruborizó. En una situación normal ese comentario no la habría afectado. Pero delante del señor McDunn le resultaba penoso.
—Permita que los hombres maten un par de ovejas y dejémosles también un par de botellitas de esas que yo defendería con mi propia vida. Aunque sea un pecado, porque la bebida es demasiado buena para esa pandilla, ¡al final se habrá ganado usted para siempre su cariño! —propuso McDunn con toda tranquilidad.
Helen sonrió.
—No sé —respondió dudosa.
—¡Pero yo sí! —intervino decidida Gwyn—. A mí me encantaría ir, pero nadie puede sustituirme en Kiward Station. Así que te nombramos nuestra común delegada. Mira cómo andan las cosas en Queenstown. Temo que Fleurette no haya adiestrado como es debido al perro. Además, llévales el poni a los nietos. ¡Para que no sean unos jinetes tan torpes como tú!