Howard O’Keefe quería ganar dinero. Hacía mucho tiempo que no estaba tan furioso. ¡Si esa noche no iba al pub, se asfixiaría! O pegaría a Helen, pese a que esta vez ella no podía poner remedio. El culpable de todo ese asunto era más bien ese Warden, que había soliviantado a sus maoríes. ¡Y Ruben, ese mal hijo que vagaba por algún lugar en vez de estar ayudando a su padre a esquilar las ovejas y llevarlas a los pastizales!
Howard registró febril la cocina de su mujer. Estaba seguro de que Helen guardaba el dinero en algún lugar seguro, sus reservas intocables, como ella las llamaba. ¡A saber cómo lo desviaba del escaso dinero para la casa! ¡Seguro que allí había algo turbio! Y además, a fin de cuentas, el dinero era suyo. ¡Todo lo que ahí había le pertenecía!
Howard abrió otro armario, al tiempo que maldecía también a George Greenwood. Ese día el comerciante de lana había sido portador de malas noticias. La cuadrilla de esquiladores que normalmente trabajaba en esa parte de las llanuras de Canterbury y que solía visitar primero Kiward Station y luego la granja de O’Keefe se negaba a trabajar para los Warden. No tenían nada contra Howard, pero en los últimos años los esquiladores se habían sentido tan maltratados y cargados con tanto trabajo adicional que rechazaron hacer el rodeo.
—¡Gente consentida! —les maldijo Howard, y no le faltaba del todo razón: los barones de la lana mimaban a los esquiladores, que se consideraban a sí mismos la crème de la crème de los trabajadores de la granja. Los grandes ganaderos se superaban otorgando premios a los mejores cobertizos de esquileo, velaban para que la comida de esos especialistas fuera de primera calidad y les preparaban fiestas al finalizar el trabajo. Naturalmente, los esquiladores a destajo no hacían otra cosa que blandir las tijeras; eran los pastores de las granjas los que se encargaban del conducir de un lado a otro las ovejas y reunirlas antes del esquileo. O’Keefe era el único que no podía competir en eso. Tenía sólo unos pocos ayudantes, en general jóvenes e inexperimentados maoríes de la escuela de Helen, por lo que los esquiladores tenían que ayudar a reunir las ovejas y a volver a repartirlas por los corrales después de la esquila para dejar sitio en los cobertizos. Howard, sin embargo, no les pagaba por eso, sino sólo por la esquila. Incluso había rebajado los sueldos el último año, pues la calidad de los vellones no era suficiente, de lo que en parte se les culpaba a ellos. Ese día estaba pagando el precio por eso.
—Tendrá que ver si encuentra ayuda en Haldon —dijo George, con un gesto de resignación—. Aunque en Lyttelton la mano de obra sea más barata, la mitad de los trabajadores procede de la gran ciudad y en su vida han visto una oveja. Hasta que haya enseñado el oficio a un número de personas suficiente, habrá pasado el verano. Y dese prisa. Los Warden también se informarán en Haldon. Pero ellos siguen teniendo la cantidad habitual de trabajadores y todos saben esquilar. Bien, necesitarán tres o cuatro veces más de tiempo para concluir el esquileo, pero Miss Gwyn lo conseguirá.
Helen se había animado a pedir ayuda a los maoríes. En realidad era la mejor idea, pues desde que la tribu de Tonga no quería trabajar para los Warden, había muchos pastores con experiencia y sin ocupación. Howard refunfuñó porque la idea no se le había ocurrido a él, pero no protestó cuando Helen se encaminó presta hacia el poblado. Él, por su cuenta, se marcharía a Haldon… ¡y para eso necesitaba dinero!
Entretanto, había revuelto ya el tercer armario de cocina, con lo que había echado a perder dos tazas y un plato. Irritado, arrojó todos los platos del último armario de pared directamente al suelo. De todos modos, no había más que tazas de té desportilladas…, pero ahí; espera, ¡ahí había algo! Lleno de avidez, Howard desprendió la última tabla de la pared trasera del armario. ¡Vaya, tres dólares! Satisfecho, se metió el dinero en el bolsillo. Pero… ¿qué más debería esconder Helen aquí? ¿Guardaba secretos?
Howard echó un vistazo al dibujo de Ruben y su rizo, luego los tiró a un lado. ¡Cursiladas sentimentales! Pero esto: cartas. Howard metió la mano dentro del escondite y sacó una pila de cartas pulcramente atadas.
Howard se sentó a la mesa con las cartas y las sostuvo junto a la lámpara de petróleo. Por fin podía distinguir quién era el emisor.
«Ruben O’Keefe, Almacenes O’Kay, Calle Mayor, Queenstown, Otago».
¡Lo había pillado! ¡Y a ella! Había estado en lo cierto: ya hacía tiempo que Helen estaba en contacto con el desgraciado de su hijo. Durante cinco años le había estado tomando el pelo. Vaya, ¡se las iba a ver con ella en cuanto volviera!
Pero primero Howard se dejó llevar por la curiosidad. ¿Qué hacía Ruben en Queenstown? Howard esperaba ardientemente que el muchacho estuviera, como mínimo, muriéndose de hambre…, y no tenía la menor duda de que así era. Sólo algunos buscadores de oro conseguían enriquecerse, y sin lugar a dudas Ruben no era de los más hábiles. Impaciente, abrió la última carta.
Querida madre,
Tengo la gran alegría de informarte del nacimiento de tu primera nieta. La pequeña Elaine Florence vino al mundo el doce de octubre. Fue un alumbramiento fácil y Fleurette se encuentra en buen estado de salud. El bebé es tan pequeño y delicado que al principio no podía creer que un ser tan diminuto estuviera vivo y capacitado para la vida. La comadrona, sin embargo, nos aseguró que todo está en orden y tras el potente grito que lanzó Elaine debo reconocer que tanto por su delicada figura como por su capacidad de imponerse será igual que mi querida esposa. El pequeño Stephen está totalmente fascinado con su nueva hermana e insiste en mecerla para que duerma. Fleurette teme que pueda volcar la cuna, pero a Elaine parece gustarle que la balanceen y gorjea complacida cuanto más fuerte la columpia su hermano.
Por lo demás, sólo puedo darte buenas noticias de nuestra empresa. Almacenes O’Kay prospera, así como el departamento de señoras. Fleurette tenía razón cuando propuso su creación. Queenstown está convirtiéndose en una ciudad y la población femenina no deja de aumentar.
Mi actividad como juez de paz me satisface ampliamente. En breve se creará el puesto de oficial de policía, este lugar está cambiando en todos los aspectos.
Lo único que enturbia nuestra felicidad es la falta de contacto contigo y la familia de Fleurette. Tal vez el nacimiento de nuestro segundo hijo sea una buena oportunidad para poner al corriente a padre. Cuando oiga que nos hemos desenvuelto con éxito en Queenstown, reconocerá que hice bien en marcharme de O’Keefe Station. El almacén produce muchos más beneficios que los que yo habría podido obtener en la granja. Entiendo que padre siga aferrado a su tierra, pero aceptará que yo prefiera otro tipo de vida. A Fleurette le gustaría, además, visitaros. Según su parecer, Gracie está desesperadamente desocupada desde que sólo cuida de niños y de ninguna oveja más.
Te saludan a ti, y quizá también a padre, tu hijo Ruben que te quiere, tu nuera Fleurette y los niños.
Howard resoplaba encolerizado. ¡Unos almacenes! Así que Ruben no había seguido su ejemplo, sino, cómo no, ¡el de su idolatrado tío George! Era probable que éste le hubiera prestado incluso el capital para empezar…, y todo a la chita callando. ¡Él era el único que no sabía nada! ¡Y los Warden burlándose de él! Ya podían estar contentos con el yerno en Queenstown que, por azar, se llamaba O’Keefe. ¡Ellos ya tenían su heredero!
Howard tiró las cartas de la mesa y se puso en pie de un salto. Ya le enseñaría él esa noche a Helen lo que pensaba de su querido hijo y del próspero negocio. ¡Pero primero iría al bar! Echaría un vistazo a ver si encontraba a un par de esquiladores como es debido y tomaría unos buenos tragos. En caso de que ese Warden anduviera por ahí…
Howard agarró su escopeta, que colgaba junto a la puerta. ¡Ése iba a enterarse! ¡Todos iban a enterarse!
Gerald y Paul Warden estaban sentados a una mesa en el rincón del pub de Haldon e inmersos en negociaciones con tres jóvenes que acababan de ofrecerse como esquiladores. Dos de ellos entraban seriamente en consideración, uno incluso había trabajado en una patrulla de esquiladores. La razón de por qué no lo habían conservado pronto quedó clara: el hombre vaciaba la botella de whisky todavía más deprisa que Gerald. Pero en el momento de emergencia en que se encontraban, era un tesoro, sólo habría que vigilarlo con atención. El segundo hombre había trabajado en distintas granjas como pastor y aprendido entretanto a esquilar. Seguro que no era tan rápido, pero serviría. En cuanto al tercer hombre, Paul no estaba seguro. Hablaba mucho, pero no mostraba indicios de sus conocimientos. Paul decidió ofrecer un contrato fijo a los dos primeros y hacer una prueba con el tercero. Los dos elegidos aceptaron enseguida cuando les hizo la propuesta. El tercero, sin embargo, miró interesado a la barra.
Howard O’Keefe estaba comunicando en ese momento que buscaba esquiladores. Paul mostró indiferencia. Bueno, si no estaba interesado en hacer una prueba en Kiward Station, que se lo quedara O’Keefe.
De todos modos, O’Keefe ya había echado un vistazo a la primera elección de los Warden. Joe Triffles, el Bebedor. Al parecer los hombres se conocían. Aun así, O’Keefe se acercó a ellos y saludó a Triffles sin dirigir ni una mirada a Paul y Gerald.
—¡Qué tal, Joe! Estoy buscando a un par de buenos esquiladores. ¿Te interesa?
Joe Triffles hizo un gesto de impotencia.
—Me gustaría, pero acabo de aceptar un puesto aquí. Una buena oferta, cuatro semanas a sueldo fijo y un extra por cada oveja esquilada.
Howard se inclinó iracundo sobre la mesa.
—Yo pago más —anunció.
Joe sacudió apenado la cabeza.
—Demasiado tarde, Howie, he dado mi palabra. No sabía que habría una subasta, en ese caso hubiera esperado…
—¡Y habrías pringado! —rio Gerald—. Este hombre va fanfarroneando por ahí, pero el año pasado no pudo pagar a los esquiladores. Por eso este año nadie quiere ir con él. Además, su cobertizo tiene goteras.
—Por eso pido un suplemento —intervino el tercer hombre, a quien George todavía no había aceptado—. Uno acaba con reuma.
Todos los hombres rieron y Howard echaba chispas.
—¿Así que yo no puedo pagar? —vociferó—. Puede ser que mi granja no rinda tanto como tu distinguida Kiward Station. Pero yo no tuve que arrastrar a la fuerza a mi cama a la heredera de los Butler. ¿Lloró por mí, Gerald? ¿Te contó lo feliz que era conmigo? ¿Y eso te puso cachondo?
Gerald se puso en pie de un salto y miró a Howard con una expresión sarcástica.
—¿Que si me puso cachondo? ¿Barbara, esa llorona? ¿Es minucia sin color ni agallas? ¡Presta atención, Howard, si por mí fuera te podrías haber quedado con ella! Ni con unas tenazas habría tocado yo a esa cosa tan flaca. ¡Pero tú te tuviste que jugar la granja! ¡Mi dinero, Howard! El dinero que yo había ganado con mi esfuerzo. Y tan cierto como hay Dios, que antes de volver a la pesca de la ballena preferí montar a la pobre Barbara. Y luego, después de que pasara la noche de bodas berreando, me importó un comino.
Howard se lanzó sobre él.
—¡Estaba prometida a mí! —le gritó a Gerald—. ¡Era mía!
Gerald le paró el golpe. Ya estaba muy bebido, pero consiguió todavía evitar los poco certeros puñetazos de Howard. Entonces distinguió la cadenita con el trozo de jade que Howard siempre llevaba al cuello. Se la arrancó de un tirón y la sostuvo en alto para que todos en el bar la vieran.
—¡Por eso sigues llevando su regalo! —se burló—. ¡Qué conmovedor, Howie! ¡Un signo de amor eterno! ¿Qué dice Helen de esto?
Los hombres del pub se echaron a reír. En su rabia impotente, Howard intentó recuperar su recuerdo, pero Gerald no estaba dispuesto a devolvérselo.
—Barbara no se había prometido a nadie —prosiguió Gerald sin hacerle caso—. Por muchas baratijas que intercambiarais. ¿Crees que Butler se la habría dado a un don nadie y jugador como tú? ¡Podrías haber acabado con tus huesos en la cárcel por malversación de fondos! Pero gracias a la indulgencia mía y de Butler obtuviste tu granja, tuviste tu oportunidad. ¿Y qué has hecho de ella? Una casa ruinosa y un par de ovejas mal cuidadas. De nada sirves a la mujer que te agenciaste en Inglaterra. ¡No es extraño que tu hijo huyera de ti!
—¡Así que tú también lo sabes! —O’Keefe se abalanzó sobre él y propinó un puñetazo a Howard en la nariz—. Todo el mundo sabe de mi maravilloso hijo y su maravillosa mujer… ¿Acaso los has financiado, Warden? ¿Para jugarme una mala pasada?
Anegado por la cólera, Howard pensaba que todo era posible. Sí, debía de haber sucedido así. Los Warden estaban detrás del matrimonio que había alejado a su hijo de él, detrás de los almacenes que habían dado a Ruben la posibilidad de ignorar a Howard y su granja…
O’Keefe se inclinó ante el gancho de derecha de Gerald, bajó la cabeza y la hundió con ímpetu en el estómago de Howard. Éste se encogió. Howard aprovechó la oportunidad para lanzarle un gancho certero en la mandíbula que envió a Gerald hasta el centro del bar. Se oyó un horrible crujido cuando golpeó con la cabeza el borde de la mesa.
En el local reinaba un silencio aterrador cuando Gerald se desplomó en el suelo.
Paul vio fluir un delgado reguero de sangre de la oreja de Gerald.
—¡Abuelo! ¡Abuelo, escúchame! —Horrorizado, Paul se acuclilló al lado del hombre que gemía en voz baja. Gerald abrió despacio los ojos, pero parecía mirar fijamente a través de Paul y de todo el decorado del bar. Haciendo un esfuerzo, intentó incorporarse.
—Gwyn… —susurró. Luego sus ojos se tornaron vidriosos.
—¡Abuelo!
—¡Gerald! ¡Dios mío, no era mi intención, Paul! ¡No era mi intención!
Howard se hallaba de pie, atenazado por el horror, delante del cadáver de Gerald Warden.
—Dios mío, Gerald…
Los demás hombres empezaron a salir con lentitud de su inmovilismo. Alguien llamó a un médico. La mayoría, no obstante, sólo tenía ojos para Paul, que se estaba levantando de forma pausada y con una mirada, fija y letalmente gélida, clavada en Howard.
—¡Usted lo ha matado! —dijo Paul en voz baja.
—Pero yo… —Howard retrocedió. Casi podía sentir en su cuerpo el frío y el odio de los ojos de Paul. Howard no sabía en qué ocasión había experimentado un miedo así. Instintivamente tendió la mano hacia la escopeta, que antes había apoyado en una silla. Pero Paul se adelantó. Desde la revuelta maorí en Kiward Station ostentaba un revólver. Él sostenía que en defensa propia, pero, al fin y al cabo con él en cualquier momento podía atacar a Tonga. Pero hasta entonces, Paul nunca había sacado el arma. Tampoco ahora se precipitó. No era uno de esos pistoleros de las revistas malas que su madre había devorado de joven, sólo un asesino frío que desenvainó sin prisas el arma, apuntó y disparó. Howard O’Keefe no tuvo oportunidad de reaccionar. Sus ojos todavía reflejaban miedo e incredulidad cuando la bala lo tiró de espaldas. Estaba muerto antes de chocar contra el suelo.
—¡Paul, por todos los cielos, qué has hecho! —George Greenwood había sido el primero en entrar en el bar después de que corriera la voz de la riña entre Gerald y Howard. Ahora quiso intervenir, pero Paul dirigió el arma hacia él. Su mirada centellaba.
—Yo he… ¡ha sido en defensa propia! ¡Todos lo habéis visto! ¡Ha cogido la escopeta!
—Paul, ¡aparta el revólver! —Lo único que George todavía esperaba era evitar otro baño de sangre—. Podrás explicárselo todo al oficial. Iremos a buscar al señor Hanson.
El pacífico y pequeño Haldon todavía no tenía un guardián de la ley.
—¡Que venga Hanson! Ha sido en defensa propia, todos pueden dar fe de ello. ¡Ha matado a mi abuelo! —Paul se arrodilló junto a Gerald—. ¡Yo lo he vengado! Es lo justo. ¡Te he vengado, abuelo! —Los sollozos sacudían los hombros de Paul.
—¿Tenemos que coger a Paul? —preguntó en voz baja Clark, el propietario del pub, a los presentes.
Richard Candler se negó horrorizado.
—¡En absoluto! Mientras vaya armado… ¡Queremos seguir vivos! Ya se las apañará Hanson con él. Lo primero es que vayamos a buscar al doctor. —Haldon sí disponía de médico y, por lo visto, ya había sido informado. Apareció enseguida en el pub y confirmó la muerte de Howard O’Keefe. No se atrevió a acercarse a Gerald mientras Paul lo tenía entre sus brazos sollozando.
—¿Puede hacer algo para separarlos? —preguntó Clark, dirigiéndose a George Greenwood. Era evidente que tenía interés en sacarse de encima lo antes posible el cadáver. A ser factible, antes de la hora de cierre: el tiroteo seguro que reavivaría el local.
Greenwood se encogió de hombros.
—Déjelo. Al menos mientras llore, no disparará. Y no lo irrite más. Si dice que fue en defensa propia, entonces es que fue en defensa propia. Lo que mañana cuente al oficial ya es otro asunto.
Paul se recompuso lentamente y permitió que el médico examinara a su abuelo. Con una última chispa de esperanza, observó cómo el doctor auscultaba al anciano.
El doctor Miller sacudió la cabeza.
—Lo siento, Paul, no hay nada que hacer. Fractura craneal. Se ha golpeado contra el borde de la mesa. El puñetazo en la mandíbula no lo ha matado, pero sí esa desafortunada caída. En el fondo, fue un accidente, chico, lo siento. —Dio unas palmadas de consuelo a Paul. Greenwood se preguntó si sabía que el joven había disparado a Howard.
—Llevémoslos al sepulturero, Hanson les dará allí un vistazo —convino Miller—. ¿Hay alguien que pueda acompañar al chico a su casa?
George Greenwood se ofreció, mientras los ciudadanos de Haldon reaccionaban con cierta reserva. No estaban acostumbrados a tiroteos, hasta los disparos en sí eran escasos. Por lo general enseguida se habría separado a los dos gallos de pelea, pero, en este caso, la disputa entre Gerald y Howard había sido demasiado fascinante. Probablemente cualquiera de los presentes se habría alegrado de ir a contar el intercambio de improperios a sus esposas. Al día siguiente, pensó George, lo ocurrido sería la comidilla del pueblo. Pero en el fondo eso no desempeñaba ningún papel. Ahora tenía que acompañar a Paul a su casa y luego reflexionar acerca de qué hacer. ¿Un Warden en un juicio por asesinato? George se resistía en su interior. Tenía que haber una posibilidad para zanjar esta cuestión.
Por regla general, Gwyneira no habría esperado despierta el regreso de Paul y Gerald. En los últimos meses todavía estaba más agotada que de costumbre, pues junto al trabajo de la granja también dependían ahora de ella las tareas domésticas. Si bien Gerald había tenido que aprobar a la fuerza que se contrataran trabajadores blancos en la granja, no admitió personal doméstico. Así que Marama seguía echándole una mano. Pese a que la muchacha había ayudado en la casa a su madre, Kiri, desde que era pequeña, Marama no era hábil en esas labores. Su talento residía en el ámbito artístico: desempeñaba ahora las funciones de pequeña tohunga en su tribu, instruía a otras niñas en las disciplinas del canto y la danza y contaba unas historias llenas de fantasía en las que se mezclaban las sagas de su pueblo y las leyendas pakeha. Era capaz de administrar una casa maorí, encender un fuego y cocer los alimentos sobre piedras calientes o sobre las brasas. No era lo suyo pulir muebles, sacudir alfombras y servir los platos con elegancia. Pero Gerald concedía extrema importancia precisamente a la cocina y, para no irritarlo, Gwyn y Marama intentaron aprender las recetas de la difunta Barbara Warden. Por fortuna, Marama leía con fluidez en inglés. Así que la Biblia ya había dejado de ser necesaria en la cocina.
Esa noche, Paul y Gerald ya habrían cenado en Haldon. Marama y Gwyn se habían contentado con pan y fruta. Después aprovecharon para sentarse juntas delante de la chimenea.
Gwyn le preguntó si los maoríes se tomaban a mal que ella no apoyara la huelga, pero Marama respondió negativamente.
—Claro que Tonga está enfadado —explicó con su voz cantarina—. Quiere que todos hagan lo que él dice. Pero eso no es costumbre entre nosotros. Cada uno decide por sí mismo y yo todavía no me he acostado nunca con él en la casa de la comunidad, aunque él cree que un día lo haré.
—¿Tienen tu madre y tu padre algo que opinar al respecto? —Gwyneira todavía no acababa de comprender las tradiciones de los maoríes. Seguía sin entender que las muchachas escogieran por sí mismas a sus hombres y que incluso que cambiaran de compañía con frecuencia.
Marama sacudió la cabeza.
—No. Lo único que dice mi madre es que sería extraño que me acostara con Paul porque somos hermanos de leche. Sería indecente si fuera uno de nosotros, pero es un pakeha y eso lo cambia todo…, no es en absoluto un miembro de nuestra tribu.
Gwyneira casi podría haberse atragantado al oír hablar de forma tan sensata a Marama del hecho de dormir con su hijo de diecisiete años. Sin embargo, despertaba ahora en ella la sospecha de por qué Paul reaccionaba con agresividad frente a los maoríes. Quería que lo expulsaran. ¿Para poder dormir un día junto a Marama? ¿O simplemente para que no lo considerasen «diferente» entre los pakeha?
—Entonces, ¿te gusta Paul más que Tonga? —preguntó con cautela Gwyn.
Marama asintió.
—Amo a Paul —respondió simplemente—. Igual que rangi amaba a papa.
—¿Por qué? —La pregunta salió de los labios de Gwyneira antes de que pudiera reflexionarla. Entonces se sonrojó. Al final había admitido que en su propio hijo no encontraba nada digno de ser amado—. Me refiero —añadió para suavizar la respuesta—, a que Paul es difícil y…
Marama volvió a asentir.
—El amor tampoco es fácil —explicó—. Paul es como un río impetuoso que primero hay que vadear para llegar luego a los mejores caladeros. Pero es una corriente de lágrimas, Miss Gwyn. Hay que sosegarlo con amor. Sólo entonces podrá… podrá convertirse en un ser humano…
Gwyn había meditado largo tiempo sobre las palabras de la muchacha. Como era frecuente, se avergonzaba de todo lo que le había hecho a Paul al privarlo de su amor. ¡Pero en realidad había tenido pocas razones para ello! Mientras seguía dando vueltas en la cama sin conciliar el sueño, Friday ladró. Era algo inusual. Si bien se oían voces masculinas en la planta baja, la perra no solía reaccionar cuando Paul y Gerald regresaban. ¿Habrían traído a un invitado?
Gwyneira se cubrió con una bata y salió.
Todavía no era tarde y quizá los hombres todavía estaban lo suficientemente sobrios para informarla sobre el éxito de su búsqueda de esquiladores. Y en caso de que se hubieran traído un contertulio, sabría al menos lo que le esperaba al día siguiente.
Para poder retirarse en caso de duda sin ser vista se dirigió a hurtadillas escaleras abajo y se asombró de ver a George Greenwood en el salón. Estaba conduciendo a Paul, que presentaba un aspecto agotado, a la sala de caballeros de Gerald y encendió allí las luces. Gwyneira los siguió.
—Buenas noches, George…, ¿Paul? —les saludó—. ¿Dónde está Gerald? ¿Qué ha pasado?
George Greenwood no respondió al saludo. Había abierto con determinación la vitrina del bar, de donde sacó una botella de brandy, que prefería al omnipresente whisky, y llenó tres vasos con el líquido ambarino.
—Toma, Paul, bebe. Y usted, Miss Gwyn, también necesitará un poco. —Tendió un vaso a la mujer—. Gerald está muerto, Gwyneira. Howard O’Keefe le golpeó. Y Paul ha matado a Howard O’Keefe.
Gwyneira necesitó tiempo para entenderlo todo. Se bebió pausadamente el brandy, mientras George la ponía en antecedentes.
—¡Fue en defensa propia! —se defendió Paul. Oscilaba entre el sollozo y una obstinada resistencia.
Gwyn miró a George de forma inquisitiva.
—Puede considerarse de este modo —dijo Greenwood vacilante—. Es cierto que O’Keefe cogió su escopeta. Pero en la práctica habría durado una eternidad hasta que la hubiera levantado, quitado el seguro y apuntado con ella. Los otros hombres podrían haberlo desarmado en ese tiempo. El mismo Paul podría haberle detenido con un puñetazo certero o al menos podría haberle arrancado el arma. Me temo que sea así como los testigos describan los hechos.
—¡Entonces fue una venganza! —se vanaglorió Paul, bebiéndose un trago de brandy—. ¡Él fue el primero en matar!
—Entre un puñetazo de desdichadas consecuencias y un tiro certero en el pecho hay una diferencia —contestó George, también algo enojado en ese momento. Tomó la botella de brandy antes de que Paul se sirviera de nuevo—. No cabe duda de que O’Keefe habría sido acusado como mucho de homicidio. Si acaso. La mayoría de la gente del bar declarará que la muerte de Gerald fue accidental.
—Y por lo que yo sé, uno no tiene derecho a vengarse —gimió Gwyn—. Lo que tú has hecho, Paul, es tomarte la justicia por tu mano…, y eso se castiga.
—¡No pueden encerrarme! —A Paul se le quebró la voz.
George asintió.
—Claro que sí. Y me temo que eso sea justamente lo que haga el oficial cuando mañana se presente aquí.
Gwyneira cogió de nuevo su vaso. No recordaba haber tomado nunca más de un sorbo de brandy, pero ese día lo necesitaba.
—¿Y ahora qué, George? ¿Podemos hacer algo?
—¡Yo no me quedo aquí! —gritó Paul—. Huiré, me marcho a la montaña. ¡Sé vivir como los maoríes! ¡Nunca me encontrarán!
—¡Deja de decir tonterías, Paul! —le increpó Gwyneira.
George Greenwood jugueteaba con su vaso entre las manos.
—Tal vez no esté tan equivocado, Gwyneira —intervino—. Es probable que no tenga otro remedio que desaparecer de aquí hasta que se haya echado algo de tierra sobre este asunto. En un año más o menos, los parroquianos del bar se habrán olvidado de lo sucedido. Y, dicho entre nosotros, no creo que Helen O’Keefe se ocupe con mucha energía de este caso. Está claro que cuando Paul regrese se abrirá un juicio. Pero entonces podrá defender la teoría de la defensa propia de forma más verosímil. ¡Ya sabe usted cómo es la gente, Gwyn! Mañana todavía recordarán que uno llevaba una vieja escopeta y el otro un revólver de tambor. En tres meses contarán que los dos iban armados con cañones…
Gwyneira le dio la razón.
—Al menos nos ahorraremos el escándalo en torno a un proceso, mientras ese delicado tema de los maoríes todavía coletee. Tonga le sacará el jugo a todo esto…, sírvame un poco más de brandy, George, por favor. No doy crédito a todo esto. ¡Estamos aquí sentados y charlando sobre qué ingeniosa estrategia seguir mientras han muerto dos seres humanos!
Mientras George volvía a llenar su vaso, Friday ladró una vez más.
—¡La policía! —Paul se llevó la mano al revólver, pero George lo agarró por el brazo—. ¡Por todos los cielos, no hagas de ti un desgraciado, chico! Si matas a otra persona o simplemente amenazas a Hanson, te ahorcarán, Paul Warden. Y de nada servirá ni tu fortuna ni tu apellido.
—Tampoco puede ser el agente de policía —intervino Gwyneira, y se levantó tambaleándose ligeramente. Aun si la gente de Haldon había enviado un mensajero a Lyttelton, era imposible que Hanson llegara antes del día siguiente por la tarde.
En lugar de ello, Helen O’Keefe estaba tiritando y empapada por la lluvia en la puerta que unía la cocina con el salón. Desconcertada por las voces que se oían en la sala de caballeros, no había osado entrar y pasaba ahora insegura la mirada de Gwyneira a George Greenwood.
—George… ¿Qué haces…? Da igual, Gwyn, esta noche tienes que hospedarme en algún lugar. No me importa dormir en el establo, si me das un par de mantas secas. Estoy totalmente empapada. Nepumuk no va muy deprisa.
—¿Pero qué haces tú aquí? —Gwyneira abrazó a su amiga. Helen nunca había estado en Kiward Station.
—Yo…, Howard ha encontrado las cartas de Ruben…, las ha tirado por la casa y ha roto la vajilla…, Gwyn, si esta noche regresa borracho a casa, ¡me matará!
Cuando Gwyn informó a su amiga de la muerte de Howard, ésta se mostró muy serena. Las lágrimas que derramaba más bien respondían a toda la pena, dolor e injusticia que había experimentado y contemplado. Hacía ya tiempo que el afecto por su marido había desaparecido. Manifestó mucha más preocupación por el hecho de que Paul fuera juzgado de asesinato.
Gwyneira reunió todo el dinero que pudo encontrar en la casa e indicó a Paul que se dirigiera a su habitación y empaquetara sus cosas. Sabía que debería ayudarle a hacerlo, pues el joven estaba demasiado confuso y extenuado. Era indudable que no tenía la mente clara. Sin embargo, mientras Paul estaba subiendo por la escalera, Marama salió a su encuentro con un hatillo.
—Necesito tus alforjas, Paul —dijo con dulzura—. Y luego iremos a la cocina, tendremos que llevarnos algo que comer, ¿no te parece?
—¿Nosotros? —preguntó Paul de mal humor.
Marama asintió.
—Claro. Yo voy contigo. Estoy a tu lado.