Un año después de que James McKenzie fuera procesado, George y Elizabeth Greenwood regresaron de Inglaterra y Helen y Gwyneira por fin recibieron noticias de sus hijos. Fleur había rogado a Elizabeth que fuera discreta y ésta se tomó la advertencia en serio, así que ella misma se dirigió en su pequeño cabriolé a Haldon para entregar las cartas en mano. Ni siquiera había informado a su marido cuando se reunió con Helen y Gwyn en la granja de los O’Keefe. Naturalmente, ambas mujeres la asaltaron con preguntas acerca de su viaje, que, por su aspecto, debería de haberle sentado bien. Elizabeth parecía relajada y tranquila consigo misma.
—¡Londres estaba maravilloso! —contó con la mirada iluminada—. La madre de George, la señora Greenwood, es un poco…, bueno, necesita hacerse a la idea. ¡Pero reconoció que me encontraba muy bien educada! —Elizabeth resplandecía como la muchacha de antaño y miró a Helen buscando aprobación—. Y el señor Greenwood es encantador y muy amable con los niños. El que no me gusta nada es el hermano de George. ¡Y con qué mujer se ha casado! Es realmente ordinaria. —Elizabeth arrugó la naricita de forma autocomplaciente y plegó la servilleta. Gwyneira observó que seguía haciendo exactamente los mismos gestos que Helen les había inculcado tiempo atrás a las muchachas—. Pero ahora, al encontrar las cartas, me ha sabido mal que hayamos prolongado tanto el viaje —se disculpó Elizabeth—. Deben de haber estado muy preocupadas, Miss Helen y Miss Gwyn. Pero al parecer, Fleur y Ruben están bien de salud.
En efecto, Helen y Gwyneira se sintieron muy aliviadas, no sólo por las noticias acerca de Fleur, sino también por lo que explicaba con todo detalle acerca de Daphne y las mellizas.
—Daphne debió de encontrar a las niñas en algún lugar de Lyttelton —leyó en voz alta Gwyn en una de las cartas de Fleur—. Al parecer vivían en la calle y se mantenían a flote gracias a pequeños hurtos. Daphne se ha hecho cargo de las chicas y se ha ocupado de ellas de un modo conmovedor. Miss Helen, puede estar orgullosa de ella, aunque, naturalmente…, la palabra debe más bien deletrearse…, es una p-u-t-a. —Gwyneira rio.
—Así que has encontrado de nuevo a todas tus ovejitas. Pero ¿ahora qué hacemos con las cartas? ¿Las quemamos? Me daría mucha pena, pero ni Gerald ni Paul deben encontrarlas de ninguna de las maneras, ¡y Howard tampoco!
—Tengo un escondite —dijo Helen en tono conspirador, y se dirigió a uno de los armarios de la cocina. En la pared del fondo había una tabla suelta tras la cual podían depositarse pequeños objetos que no llamaran la atención. Helen también guardaba allí algo de dinero ahorrado y un par de recuerdos de cuando Ruben era pequeño. Enseñó emocionada a las otras dos mujeres unos dibujos y un rizo de su hijo.
—¡Qué mono! —exclamó Elizabeth, y confesó a las dos amigas que llevaba un mechón de George en un medallón.
Gwyneira casi habría envidiado esa prueba tangible del amor de Elizabeth, pero luego arrojó una mirada a la perrita que descansaba delante de la chimenea y que la miraba con adoración. Nada podía unirla más estrechamente a James que Friday.
Un año más tarde, Gerald y Paul regresaron encrespados de una reunión de ganaderos celebrada en Christchurch.
—¡El gobierno no sabe lo que hace! —protestó Gerald, sirviéndose un whisky. Tras pensarlo unos segundos llenó también un vasito para Paul, que ya tenía catorce años—. ¡Destierro a perpetuidad! ¿Quién va a controlarlo? Si ahí no le gusta, volverá en el próximo barco.
—¿Quién volverá? —preguntó Gwyneira sin mucho interés.
Enseguida iba a servirse la comida y Gwyneira se llenó un vaso de oporto para acompañar a los hombres y no perder de vista a Gerald. No le gustaba nada que ya invitara a Paul a tomar una copa. El joven aprendería demasiado pronto. Por añadidura, su temperamento era difícil de controlar estando sobrio y bajo la influencia del alcohol se complicaría aún más.
—¡McKenzie! ¡El maldito ladrón de ganado! ¡El gobernador lo ha indultado! —gritó Gerald, y Gwyneira sintió cómo la sangre se agolpaba en su rostro. ¿James estaba libre?— Pero con la condición de que abandone el país de inmediato. Lo embarcan con el próximo barco rumbo a Australia. Cuanto mayor sea la distancia, mejor: nunca estará lo bastante lejos. Pero ahí será un hombre libre. ¿Quién le impedirá que regrese? —vociferó.
—¿No sería poco inteligente? —preguntó Gwyneira sin dejar traslucir ninguna emoción en la voz. Si James se marchaba realmente para siempre a Australia… Se alegraba por él a causa del indulto, pero ella, entonces, lo había perdido.
—En los próximos tres años, sí —respondió Paul. Dio un sorbo al whisky y miró con atención a su madre.
Gwyn luchó por mantener la calma.
¿Pero luego? Su condena se habría cumplido. Un par de años más y estaría prescrita. Paul dijo:
—Y si todavía tiene suficiente cabeza para no pasar por Lyttelton, sino por Dunedin tal vez… También puede cambiar de nombre, nadie hace caso de la lista de pasajeros. ¿Qué pasa, madre? No tienes buen aspecto…
Gwyneira se aferró a la idea de que Paul sin duda tenía razón. James encontraría una oportunidad de regresar. ¡Pero debía verlo una vez más! Debía escuchar de su propia boca que regresaría antes de que ella albergara alguna esperanza.
Friday se apretó contra Gwyn, quien la acarició distraída. De repente se le ocurrió una idea.
¡La perra, claro! Gwyn se dirigiría al día siguiente a Lyttelton para devolver a Friday al policía y que éste, a su vez, se la diera a James. Entonces le pediría si podía ver a James. A fin de cuentas había cuidado del animal durante casi dos años. Seguro que Hanson no se lo negaba. Era un tipo bondadoso y con toda certeza ignoraba totalmente su relación con McKenzie.
¡Si al menos eso no significara que tenía que separarse de Friday! A Gwyn se le encogía el corazón sólo de pensar en ello. Pero eso no servía de nada, Friday pertenecía a James.
Como era de esperar, Gerald se enfadó cuando Gwyn explicó que al día siguiente devolvería el animal a su amo.
—¿Para que ese tipo se ponga enseguida a seguir robando? —preguntó sarcástico—. ¡Estás loca, Gwyneira!
La mujer puso un gesto de impotencia.
—Puede ser, pero él es su dueño. Y le resultará más fácil encontrar un empleo respetable si se lleva al perro pastor.
Paul resopló.
—¡Ése no se busca ningún empleo respetable! Si uno ha sido un buscavidas, buscavidas se queda.
Gerald ya se proponía darle la razón, pero Gwyn sólo sonrió.
—Sé de jugadores profesionales que luego han ascendido al honorable nivel de barones de la lana —replicó ella con serenidad.
Al día siguiente partió de madrugada hacia Lyttelton. Era un largo trayecto, e incluso la briosa Raven sólo trotaba, tras cinco horas de intensa cabalgada por el Bridle Path. Friday, que las seguía, ya estaba hecha polvo.
—Podrás descansar en comandancia —le dijo Gwyn afablemente—. Quién sabe, quizás Hanson hasta te deje reunirte con tu amo. Y yo reservaré una habitación en el White Hart. Por un día que yo no esté, Paul y Gerald no harán ninguna de las suyas.
Laurence Hanson estaba justo ordenando su despacho, cuando Gwyn abrió la puerta de la oficina de policía, tras la cual también se hallaban las celdas de los presos. Nunca había estado ahí, pero bullía por dentro de alegría anticipada. ¡Pronto vería a James! ¡Por vez primera en casi dos años!
Hanson resplandeció al reconocerla.
—¡Señora Warden! ¡Miss Gwyn! Ésta sí es una sorpresa. Espero que su presencia no se deba a ningún hecho desagradable. ¿No querrá denunciar un robo? —El policía guiñó un ojo. Al parecer eso le parecía imposible: una mujer respetable habría enviado a un miembro varón de la familia—. ¡Y qué perra más guapa está hecha la pequeña Friday! ¿Qué tal, pequeña, todavía quieres morderme?
Se inclinó sobre la perra, que esta vez se acercó confiada a él.
—¡Qué pelaje más suave tiene! De verdad, Miss Gwyn, está muy bien cuidada.
Gwyneira asintió y le devolvió rápidamente el saludo.
—El perro es la causa de que esté aquí, agente —dijo, yendo directa al grano—. He oído que el señor McKenzie ha sido indultado y que pronto estará libre. Quería devolverle el perro.
Hanson frunció el ceño. Gwyn, que lo que en realidad quería era pedirle que la dejara pasar a ver a James, se contuvo cuando vio su expresión.
—Es muy loable por su parte —respondió el policía—. Pero llega usted demasiado tarde. El Reliance ha zarpado esta mañana rumbo a Botany Bay. Y por orden del gobernador tuvimos que embarcar al señor McKenzie.
A Gwyneira se le cayó el alma a los pies.
—¿Pero no quería él esperar a que yo llegara? Seguro que no… que no quería irse sin el perro…
—¿Qué le sucede, Miss Gwyn? ¿No se siente bien? ¡Tome asiento, por favor, con gusto le prepararé un té! —Hanson, preocupado, enseguida le acercó una silla. Acto seguido respondió a su pregunta.
—No, naturalmente que no quería marcharse sin su perro. Me pidió que fueran a buscarlo, pero es evidente que yo no podía acceder a sus deseos. Y luego…, luego es cierto que dijo que usted vendría. Nunca lo hubiera pensado…, todo este camino por este canalla. ¡Y también usted se ha encariñado con el perro en lo que va de tiempo! Pero McKenzie estaba seguro. Me suplicó que aplazara la orden, pero ésta era clara: se lo expulsaba en el siguiente barco, y era el Reliance. Y no podía perder esta oportunidad. ¡Pero espere, le ha dejado una carta! —El oficial inició una afanosa búsqueda. Gwyn habría podido estrangularlo. ¿Por qué no se lo había dicho enseguida?
—Aquí está, Miss Gwyn. Supongo que le da las gracias por cuidar del perro… —Hanson le puso en las manos un sobre sencillo pero cerrado como es debido y esperó intrigado. Sin duda no había abierto hasta el momento la carta porque suponía que ella la leería en su presencia, pero Gwyn no le hizo tal favor.
—Ha dicho… ha dicho usted el Reliance… ¿Y es seguro que ya ha zarpado? ¿No podría ser que aún estuviera en el puerto? —Gwyneira guardó la carta en la bolsa de viaje fingiendo despreocupación—. A veces se retrasa la partida.
Hanson se encogió de hombros.
—No lo he comprobado. Pero si es así, no está en el muelle, sino anclado en algún lugar de la bahía. Ahí no podrá usted subir, como mucho en un bote de remos…
Gwyneira se puso en pie.
—Echaré un vistazo de todos modos, agente, nunca se sabe. Pero antes de nada, muchas gracias. También por… el señor McKenzie. Creo que él es perfectamente consciente de lo que usted ha hecho por él.
Gwyneira había abandonado el despacho antes de que Hanson pudiera reaccionar. Montó en Raven, que esperaba en el exterior, y dio un silbido a la perra.
—Venga, vamos a intentarlo. ¡Al puerto!
Gwyn enseguida se percató, al llegar al muelle, de que había perdido la partida. Ahí no había anclado ningún barco apto para surcar alta mar y hasta Botany Bay había más de mil millas marinas. A pesar de eso, preguntó a uno de los pescadores que andaban por el puerto.
—¿Hace rato que ha zarpado el Reliance?
El hombre echó un breve vistazo a la acalorada mujer. Luego señaló al agua.
—¡Lo tiene ahí al fondo, ma’am! Ahora mismo se marcha. A Sidney, dicen…
Gwyneira asintió. Le escocían los ojos al ver el barco a lo lejos. Friday se apretó contra ella y gimoteó como si supiera exactamente lo que estaba sucediendo. Gwyn la acarició y sacó la carta de la bolsa.
Mi querida Gwyn,
Sé que vendrás para verme otra vez antes de este funesto viaje, pero es demasiado tarde. Deberás conservar todavía mi imagen en tu corazón. En cualquier caso, yo veo la tuya sólo al pensar en ti y no pasa ni una hora en la que no lo haga. Gwyn, en los próximos años nos separarán unos cuantos kilómetros más que los que hay entre Haldon y Lyttelton, pero para mí eso no marca ninguna diferencia. Te he prometido que volvería y siempre he cumplido mi palabra. Así que espérame, no pierdas la esperanza. Volveré en cuanto me parezca seguro hacerlo. Si al menos cuentas conmigo, ¡yo estaré allí! Mientras Friday esté contigo, ella te hará pensar en mí. Sé feliz y dichosa, Milady, y dile a Fleur, cuando tengas noticias de ella, que no dude de que la quiero.
Te amo,
James
Gwyneira estrechó la carta contra sí y siguió contemplando el barco que lentamente se perdió en la inmensidad del mar de Tasmania. Volvería, si es que sobrevivía a esta aventura. Pero ella sabía que James consideraba el destierro como una oportunidad. Prefería la libertad en Australia que la monotonía de la celda.
—Y esta vez ni siquiera hemos tenido la posibilidad de acompañarle —suspiró Gwyn, acariciando el suave pelaje de Friday—. Ven, volvamos a casa. ¡Ya no alcanzaremos el barco por muy rápido que nademos!
Los años en Kiward y O’Keefe Station transcurrieron con su rutina habitual. Gwyneira seguía disfrutando del trabajo en la granja, mientras Helen lo detestaba. Precisamente ella debía realizar cada vez más tareas del campo: todo eso lo soportaba gracias a la enérgica ayuda de George Greenwood.
Howard O’Keefe no se sobrepuso a la pérdida de su hijo. Sin embargo, apenas había dirigido ninguna palabra amable a su hijo mientras había estado allí y, de hecho, tendría que haberse dado cuenta de que el joven no era diestro en el trabajo de la granja. Pero era el heredero y Howard había supuesto que en algún momento Ruben entraría en razón y se encargaría de la granja. Además, durante años había pensado en el hecho de que O’Keefe Station tenía un heredero, a diferencia de la espléndida granja de Gerald Warden. Ahora, no obstante, Gerald había vuelto a tomarle la delantera. Su nieto Paul cogía con ímpetu las riendas de Kiward Station, mientras que el heredero de Howard llevaba años desaparecido. Una y otra vez atormentaba a Helen para que le revelara el lugar donde vivía el joven. Estaba convencido de que ella sabía algo, pues ya no lloraba cada noche contra su almohada como había hecho en los primeros años de la huida de Ruben y, en lugar de hacerlo, parecía orgullosa y confiada. Helen, sin embargo, se mantenía en silencio, no le importaba que la acosara y que no siempre actuase con delicadeza. En especial, las noches en que regresaba tarde del pub y había visto a Gerald y Paul orgullosamente apoyados en la barra y discutiendo sobre algún tema concerniente a Kiward Station, necesitaba una válvula de escape para su cólera.
¡Si al menos Helen le confesara por dónde andaba el chico! Se dirigiría allí y lo arrastraría de vuelta por los cabellos. Lo apartaría de esa putilla que se había escapado poco después que él y le haría entrar a bastonazos la palabra «deber». Sólo de pensar en ello, Howard cerraba los puños de alegría anticipada.
Por el momento, sin embargo, no encontraba sentido a conservar la herencia para Ruben. Que reconstruyera él la granja cuando volviera. ¡Bien se merecía tener que renovar las cercas y reparar las cubiertas de los barracones de esquila! Howard se dedicaba en esos tiempos a ganar dinero rápidamente. Entre las tareas para conseguirlo estaba la de vender la nueva generación de animales, que prometía mucho, antes que correr el riesgo de seguir criándolos él mismo y de perder los animales en la montaña. Era una pena que George Greenwood y ese soberbio chico maorí, en quien George tanto confiaba y al que le plantaba siempre delante de la nariz como consejero, no lo entendieran.
—¡Howard, el resultado de la última esquila fue totalmente insuficiente! —señaló George a Howard, motivo constante de sus preocupaciones, para que reflexionara—. La lana ni siquiera llegaba a un nivel medio de calidad y además estaba bastante sucia. ¡Y, sin embargo, habíamos alcanzado una calidad realmente alta! ¿Dónde están todos los rebaños de excelente clase que usted tenía? —George se esforzaba en no perder los estribos. Y eso porque Helen estaba sentada junto a ellos y ya parecía apenada y habiendo abandonado sus esperanzas.
—Hace un par de meses se vendieron los tres mejores carneros a Lionel Station —intervino Helen acongojada—. A Sideblossom.
—¡Eso es! —presumió Howard, sirviéndose un whisky—. Los quería a toda costa. ¡Según su opinión eran mejores que todos los animales de cría que Warden le había ofrecido! —Y buscando aprobación, miró a su interlocutor.
George Greenwood suspiró.
—Seguro. Porque Gwyneira Warden se guarda los mejores carneros, como es lógico, para ella. Sólo vende la segunda selección. ¿Y qué pasará ahora con los bueyes, Howard? Ha vuelto a adquirir otros más. Pero nos habíamos puesto de acuerdo en que su terreno no es…
—¡Gerald Warden gana mucho dinero con sus bueyes! —repitió Howard pese a los repetidos argumentos en contra.
George tuvo que hacer un esfuerzo para no zarandearlo, así como para no caer él mismo en los viejos reproches. Howard no lo entendía, era así de sencillo: vendía unos valiosos animales de cría, para comprar con ello forraje adicional para los bueyes. Obviamente, a éstos los vendía por el mismo precio que alcanzaban los de los Warden y que, a primera vista, parecía bastante elevado. Sólo Helen, que veía que la granja estaba al borde de la ruina, como un par de años antes, podía entenderlo.
Pero también los socios más inteligentes en el ámbito del comercio, como los Warden de Kiward Station, daban que pensar a George en los últimos tiempos. Si bien la cría de ovejas, al igual que la de bueyes, seguía prosperando, algo se cocía bajo la superficie. George se había dado cuenta sobre todo por el hecho de que Gerald y Paul Warden no incluían a Gwyneira en sus negociaciones. Como consecuencia, Gerald había tenido que introducir a Paul en los negocios y la madre de éste, al parecer, suponía para ellos más un estorbo que una ayuda.
—¡Es que no da cuerda al chico, si entiende a qué me refiero! —explicó Gerald mientras se servía más whisky—. Ella siempre lo sabe todo mejor, me pone de los nervios. ¿Cómo va a aprender Paul, que acaba de empezar?
George no tardó en comprobar, al hablar con los dos, que Gerald ya hacía tiempo que había perdido la visión global de la cría de ovejas en Kiward Station. Y a Paul le faltaban el conocimiento y la perspicacia, lo que no era de extrañar en un chico que acababa de cumplir los dieciséis años. En cuestiones de crianza desarrollaba unas teorías fantásticas que contradecían toda experiencia. En su opinión, por ejemplo, era preferible criar ovejas merinas.
—La lana fina está bien. Cualitativamente es mejor que la de tipo Down. Si cruzamos suficientes ovejas merinas, obtendremos una mezcla nueva por completo que lo revolucionará todo.
Ante esta postura, George sólo podía sacudir la cabeza, pero Gerald escuchaba con atención al joven y con los ojos iluminados. Justo lo contrario que Gwyneira, que montaba en cólera.
—Si permito que el chico haga lo que quiere, todo se irá a la ruina —se acaloró cuando George se reunió con ella un día más tarde y le contó bastante inquieto la conversación que había mantenido con Gerald y Paul—. Bueno, a la larga él heredará la granja y entonces ya no tendré nada más que decir. Pero hasta entonces tiene un par de años todavía para entrar en razón. ¡Si Gerald fuera sólo un poco más razonable y lo influyera de forma consecuente! No entiendo qué le pasa. Dios mío, ¡era un hombre que entendía de la cría de ovejas!
George hizo un gesto de impotencia.
—Ahora entiende mucho más de whisky. Se está emborrachando el entendimiento. Disculpe que lo diga así, pero cualquier otra cosa sería disimular. Por eso necesito urgentemente apoyo. El problema de Paul con sus ideas sobre la cría no es el único. Por el contrario, es el más pequeño. Gerald disfruta de buena salud, pasarán años hasta que Paul se encargue de la granja. Y hasta si se le pierden un par de ovejas, el negocio resistirá. Pero los conflictos con los maoríes están por desgracia a la orden del día. Entre ellos no existe algo así como la mayoría de edad, o la definen de otro modo. En cualquier caso, han elegido ahora a Tonga como jefe de la tribu…
—Tonga es el joven a quien Helen ha dado clases, ¿lo recuerdo correctamente? —preguntó George.
Gwyneira asintió.
—Un chico muy inteligente. Y el enemigo del alma de Paul. No me pregunte por qué, pero ambos se han estado peleando desde que eran bebés. Creo que se trata de Marama. Tonga le ha echado el ojo, pero ella adora a Paul desde que dormían juntos en la cuna. Incluso ahora: ningún maorí quiere establecer relaciones con él, pero Marama siempre está ahí. Habla con él, intenta arreglar las cosas. ¡Paul no se da cuenta del tesoro que tiene a su lado! Tonga, sin embargo, lo odia y creo que anda tramando un plan. Los maoríes están mucho más reservados desde que Tonga lleva el hacha sagrada. Todavía vienen a trabajar, pero ya no son tan diligentes, tan… inofensivos. Tengo la sensación de que algo se está cocinando, aunque todos me tachan de loca.
George reflexionó.
—Podría decirle a Reti que se acercara. Tal vez él averigüe algo. Entre ellos seguro que serán más locuaces. Pero el conflicto entre la dirección de Kiward Station y la tribu maorí que está junto al lago siempre será crítico. ¡Necesita a los trabajadores!
Gwyneira le dio la razón.
—Además los aprecio. Kiri y Moana, mis sirvientas, hace tiempo que se hicieron amigas mías, pero ahora casi no hablan de nada personal conmigo. Sí, Miss Gwyn; no, Miss Gwyn, eso es todo lo que sale de ellas. Lo odio. Ya he pensado en dirigirme yo misma a Tonga…
George negó con la cabeza.
—Veamos primero qué descubre Reti. Si están maquinando alguna acción contra Paul y Gerald, usted no mejorará las cosas.
Greenwood montó la guardia y lo que descubrió fue tan alarmante que una semana después ya estaba de vuelta en Kiward Station acompañado de su asistente Reti.
Esta vez insistió en que Gwyneira participara en la conversación con Gerald y Paul, aunque habría preferido hablar sólo con el primero y Gwyn. El viejo Warden, sin embargo, insistió en que su nieto estuviera presente.
—Tonga ha presentado una demanda en la oficina del gobernador de Christchurch, pero es obvio que a la larga llegará a Wellington. Se refiere al tratado de Waitangi. Según éste, los maoríes fueron engañados en la adquisición de Kiward Station. Tonga exige que se declare nulo el documento de propiedad o que se llegue al menos a un acuerdo. Esto significa una devolución de la tierra o un pago compensatorio.
Gerald tragó un sorbo de whisky.
—¡Tonterías! ¡Los kai tahu ni siquiera firmaron entonces el contrato!
George asintió.
—Eso no cambia para nada su validez. Tonga se referirá a que hasta el momento el contrato se cumplió en beneficio del pakeha. Ahora reclama los mismos derechos para los maoríes. Sin importar lo que decidiera su abuelo en 1840.
—¡Ese imbécil! —exclamó Paul furioso—. Lo…
—¡Cierra el pico! —le interrumpió Gwyneira con severidad—. Si no hubieras empezado con esta pelea infantil, no habría surgido todo el problema. ¿Tienen posibilidades de ganar los maoríes, George?
Greenwood se encogió de hombros.
—No es imposible.
—Incluso es muy posible —intervino Reti—. El gobernador está muy interesado en que haya buen entendimiento entre maoríes y pakeha. La Corona tiene en gran estima el hecho de que los conflictos se mantengan dentro de los límites. No se arriesgará a que se produzca un levantamiento a causa de una granja.
—¡Levantamiento es mucho decir! Nos hacemos con un par de fusiles y fumigamos a todo el equipo —amenazó Gerald iracundo—. Esto pasa por ser demasiado bueno. Durante años he dejado que ocuparan la zona del lago, podían moverse libremente por mis tierras y…
—Y han trabajado siempre para usted por un mísero sueldo —lo interrumpió Reti.
Paul hizo gesto de abalanzarse sobre él.
—No se engañe, un joven inteligente como Tonga puede, por supuesto, provocar un levantamiento —convino también George—. Si instiga también a las otras tribus… empezará con la que está al lado de O’Keefe cuyos terrenos fueron adquiridos, asimismo, antes de 1840. ¿Y qué sucederá con los Beasley? Dejando este tema aparte, ¿cree que gente como Sideblossom han manejado algún contrato antes de quedarse con la tierra de los maoríes a base de trapicheos? Si Tonga empieza a comprobar los libros de cuentas, desatará un incendio que se propagará con facilidad. Y lo último que necesitamos es a un joven… —lanzó una mirada a Paul— o un viejo impulsivo que dispare a Tonga por la espalda. Entonces se desencadenará la tormenta. El gobernador hará bien apoyando un acuerdo.
—¿Hay ya propuestas? —preguntó Gwyn—. ¿Ha hablado usted con Tonga?
—En cualquier caso reclama la tierra donde se encuentra el asentamiento —empezó Reti, levantando de inmediato las protestas de Gerald y Paul.
—¿La tierra justo al lado de la granja? ¡Imposible!
—¡No quiero tener a ese tipo por vecino! ¡Nunca funcionará!
—De lo contrario, preferiría dinero… —prosiguió Reti.
Gwyn reflexionó.
—Bueno, lo del dinero es difícil, se lo tenemos que dejar claro. Mejor tierra. Tal vez se podría lograr un trueque. Vivir al lado de unos gallos de pelea no es, con toda certeza, muy inteligente…
—¡Esto pasa de castaño oscuro! —exclamó Gerald montando en cólera—. ¡No dirás en serio que vamos a negociar con ese tipo, Gwyn! Ni hablar de ello. No obtendrá ni el dinero ni la tierra. ¡Si acaso, una bala entre los ojos!
El conflicto se agravó aún más cuando, al día siguiente, Paul derribó a un trabajador maorí. El hombre afirmaba no haber hecho nada, como mucho había obedecido una orden con demasiada lentitud. Paul, por el contrario, aseguraba que el trabajador se había insolentado y había aludido a las reivindicaciones de Tonga. Un par de maoríes más atestiguaron a favor de su hermano de tribu. Esa noche, Kiri se negó a servirle la cena a Paul, e incluso la dulce Witi le hizo el vacío. Gerald, de nuevo borracho como una cuba, despidió a continuación a todo el personal doméstico. Aunque Gwyn esperaba que no se lo tomaran en serio, ni Kiri ni Moana acudieron al trabajo al día siguiente. También el resto de maoríes se mantuvieron a distancia de los establos y de los jardines, sólo Marama se ocupó, más bien con torpeza, de la cocina.
—No sé cocinar bien —confesó a Gwyneira disculpándose, aunque siempre conseguía preparar las galletas favoritas de Paul para desayunar. No obstante, y dentro de sus limitaciones, para el mediodía consiguió servir pescado con boniatos. Por la noche hubo de nuevo pescado con boniatos y al mediodía del día siguiente boniatos con pescado.
Esto también contribuyó a que Gerald, la tarde del segundo día, se dirigiera iracundo al poblado maorí. Sin embargo, ya a mitad del camino hacia el lago, se encontró con unos guardias apostados y armados con lanzas. Los dos maoríes le informaron con firmeza que en ese momento no podían dejarlo pasar. Tonga no estaba en el poblado y nadie más tenía atribuciones para llevar a término las negociaciones.
—¡Es la guerra! —dijo impasible uno de los jóvenes guardias—. ¡Tonga decir, desde ahora guerra!
—Tendrá que buscarse nuevos trabajadores en Christchurch o Lyttelton —le dijo apenado Andy McAran dos días después a Gwyn. El trabajo se retrasaba sin que nada pudiera hacerse por remediarlo, pero Gerald y Paul sólo reaccionaban con ira cuando uno de los hombres lo atribuía a la huelga de los maoríes—. La gente del poblado no se dejará ver más por aquí antes de que el gobernador haya tomado una decisión respecto al asunto de la tierra. ¡Y usted, Miss Gwyn, no le quite los ojos de encima, por Dios, a su hijo! El señor Paul está a punto de explotar. Y Tonga está alborotando el poblado. Si uno levanta la mano contra el otro, ¡habrá muertos!