10

Apenas habían pasado seis meses desde el proceso de James McKenzie, cuando Gwyneira vio interrumpidas sus labores diarias por una excitada niña maorí. Como siempre, tenía a sus espaldas una mañana ajetreada y enturbiada una vez más a causa de otra discusión con Paul. El joven había vuelto a ofender a dos pastores maoríes, y eso justo antes del esquileo y de que las ovejas fueran conducidas a los pastizales de la montaña, para lo que se necesitaban todas las manos disponibles. Ambos hombres eran insustituibles, experimentados, leales y no había la menor razón para violentarlos por que hubieran aprovechado el invierno para realizar una de las tradicionales migraciones de su tribu. Era normal: cuando se agotaban las provisiones que la tribu había almacenado para el invierno, los maoríes desaparecían para ir a cazar a otras zonas de la región. Las casas junto al lago se abandonaban de la noche a la mañana y nadie acudía a trabajar a excepción de unos pocos empleados domésticos de confianza. Para los recién llegados pakeha esto resultaba al principio insólito, pero los colonos que llevaban allí largo tiempo, ya hacía mucho que se habían acostumbrado. Aun más cuanto las tribus tampoco desaparecían en cualquier época, sino sólo cuando no encontraban nada más que comer cerca de sus asentamientos o cuando habían ganado lo suficiente con los pakeha para ir a comprar. Cuando era la estación de la siembra en sus campos y el esquileo y la conducción del ganado ofrecían abundante trabajo, regresaban. Así también los dos trabajadores de Gwyneira, que no entendían en absoluto por qué Paul los reprendía rudamente por su ausencia.

—¡El señor Paul ya debe saber que regresamos! —dijo uno de los hombres enfadado—. Ha compartido mucho tiempo el campamento con nosotros. Era como un hijo cuando era pequeño, como el hermano de Marama. Pero ahora…, sólo problemas. Sólo porque problemas con Tonga. Dice que no obedecemos a él, sólo a Tonga. Y Tonga querer que él marcharse. Pero es absurdo. ¡Tonga todavía no llevar tokipoutangata, hacha de jefe…, y el señor Paul todavía no señor de la granja!

Gwyneira suspiró. Por el momento, el último comentario de Ngopini le dio una buena arma para tranquilizar a los hombres. Al igual que Tonga todavía no era jefe, a Paul todavía no le pertenecía la granja, así que no debía amonestar ni despedir a nadie. Bastaban como disculpa unas semillas, dijeron los maoríes, dispuestos al final a seguir trabajando para Gwyn. Pero cuando Paul tomara las riendas del negocio la gente se le iría. Probablemente Tonga trasladaría todo el campamento, cuando un día tuviera la dignidad de jefe, para no tener que ver más a Paul.

Gwyneira salió en busca de su hijo y le reprochó todo eso, pero Paul sólo hizo un gesto de indiferencia.

—Entonces, me limitaré a contratar a colonos recién llegados. ¡Son más fáciles de dirigir! Y de todos modos, Tonga no se atreverá a marcharse. Los maoríes necesitan el dinero que ganan aquí y la tierra en la que viven. ¿Quién va a permitirles que ocupen sus propiedades? Ahora toda la tierra pertenece a los ganaderos blancos. ¡Y lo menos que necesitan es a alguien que provoque disturbios!

Enfadada, Gwyn tuvo que admitir que Paul tenía razón. La tribu de Tonga no sería bien recibida en ningún lugar. Pero ese pensamiento no la tranquilizaba, sino que más bien le producía temor. Tonga era una persona impulsiva. Nadie podía predecir lo que ocurriría cuando fuera consciente de lo que Paul acababa de mencionar.

Y ahora llegaba esa muchacha a la cuadra, donde Gwyn estaba ensillando su caballo. Otra maorí a ojos vistas turbada. Esperaba que no tuviera más quejas contra Paul.

Pero la muchacha no pertenecía a la tribu vecina. Gwyn reconoció a una de las pequeñas pupilas de Helen. Se acercó con timidez e hizo una pequeña inclinación delante de Gwyn como una aplicada alumna inglesa.

—Miss Gwyn, me envía Miss Helen. Tengo que decirle que en O’Keefe Farm la espera alguien. Y tiene que ir deprisa, antes de que oscurezca, antes de que vuelva el señor Howard, si hoy por la noche no se va al bar. —La niña hablaba un inglés excelente.

—¿Quién puede estar esperándome ahí, Mara? —preguntó Gwyneira desconcertada—. Todo el mundo sabe dónde vivo…

La pequeña adoptó una expresión seria.

—¡Es un secreto! —respondió gravemente—. Y no se lo debo decir a nadie más, sólo a usted.

El corazón de Gwyneira empezó a palpitar con fuerza.

—¿Fleurette? ¿Es mi hija? ¿Fleur ha regresado? —No daba crédito, aunque esperaba que su hija ya hiciera tiempo que viviera con Ruben en algún lugar de Otago.

Mara sacudió la cabeza.

—No, miss, es un hombre…, hum, un gentleman. Y tengo que decirle que se dé usted prisa. —Al pronunciar las últimas palabras volvió a hacer una reverencia.

Gwyneira asintió.

—Bien, pequeña. Coge deprisa unos dulces de la cocina. Moana ha preparado antes galletas. Mientras, voy a enganchar el cabriolé. Así podrás volver conmigo.

La chica sacudió la cabeza.

—Yo iré a pie, Miss Gwyn. Es mejor que coja su caballo. Miss Helen dice que se dé mucha… mucha prisa.

Gwyneira no entendía absolutamente nada, pero acabó de ensillar obedientemente el caballo. Así que hoy, nada de inspeccionar los cobertizos de esquileo, sino visita a casa de Helen. ¿Quién sería el misterioso individuo? Puso las riendas a Raven, una hija de la yegua Morgaine, a toda prisa, un ritmo que agradaba a la joven yegua. Raven se pasó diligente al trote en cuanto Gwyneira dejó tras de sí los edificios de Kiward Station. En lo que iba de tiempo, el atajo que unía las granjas estaba tan batido que casi no tenía que tirar de las riendas del caballo para ayudarle a pasar los tramos complicados. Raven saltó el arroyo con un poderoso brinco. Gwyneira pensó con una sonrisa triunfal en la última cacería que había organizado Reginald Beasley. El hombre había contraído segundas nupcias con una viuda de Christchurch cuya edad se ajustaba a la de él. Administraba la casa de forma excelente y cuidaba sin descanso del jardín de rosas. No obstante, no parecía ser muy apasionada, así que Beasley seguía entreteniéndose con la cría de caballos de carreras. Su rabia era pues mayor por el hecho de que Gwyneira y Raven hubieran ganado todas las cazas con rastro simulado. El hombre planeaba para el futuro la construcción de un hipódromo. ¡Entonces los caballos de Gwyn no volverían a dejar atrás a los purasangres!

Poco antes de llegar a la granja de Helen, Gwyn tuvo que tirar de las riendas del caballo para no atropellar a ninguno de los niños que salían de la escuela.

Tonga y uno o dos maoríes más de la colonia del lago la saludaron desabridos, sólo Marama sonrió tan amistosamente como siempre.

—¡Estamos leyendo un libro nuevo, Miss Gwyn! —le explicó complacida—. ¡Uno para adultos! De Edward Bulwer-Lytton. ¡Es muy famoso en Inglaterra! Se trata de un campamento de romanos, es una tribu muy antigua de Inglaterra. Su campamento está junto a un volcán y entra en erupción. Es taaan triste, Miss Gwyn… sólo espero que las chicas no se mueran. ¡Con lo que Glauco quiere a Iona! Pero en serio que la gente debería ser más lista. Nadie monta su campamento tan cerca de un volcán. Y encima uno tan grande, con dormitorios y todo. ¿Cree que a Paul le gustaría leer también este libro? Lee muy poco últimamente y esto no es bueno para un gentleman, dice Miss Helen. ¡Después iré a buscarlo y le llevaré el libro! —Marama se marchó dando brincos y Gwyneira sonrió para sus adentros. Todavía sonreía cuando se detuvo ante la granja de Helen.

—Tus niños dan muestras de tener sentido común —le dijo de broma a Helen, que salió de la casa en cuanto oyó el golpeteo de los cascos. Pareció aliviada al reconocer a Gwyn y no a otro visitante—. Nunca supe qué era lo que me disgustaba de Bulwer-Lytton, pero Marama ha dado en el clavo: todo es culpa de los romanos. Si no se hubieran instalado junto al Vesuvio, Pompeya no habría sido destruida y Edwar Bulwer-Lytton se podría haber ahorrado las quinientas páginas. Sólo tendrías que haber enseñado a los niños que todo eso no sucede en Inglaterra…

La sonrisa de Helen parecía forzada.

—Marama es un chica inteligente —dijo—. Pero ven, Gwyn, no debemos perder tiempo. Si Howard lo encuentra aquí, lo matará. Todavía está furioso de que Warden y Sideblossom no contaran con él al reunir la patrulla de búsqueda.

Gwyneira frunció el ceño.

—¿Qué patrulla? ¿Y a quién matará?

—Bueno, a McKenzie. ¡James McKenzie! Ah, es cierto, no le he dicho el nombre a Mara, por seguridad. Pero está aquí, Gwyn. ¡Y quiere hablar urgentemente contigo!

Gwyneira tuvo la impresión de que le flaqueaban las piernas.

—Pero…, James está en Lyttelton en la cárcel. No puede…

—¡Se ha escapado, Gwyn! Y ahora ve, dame el caballo. McKenzie está en el granero.

Gwyneira se dirigió volando al granero. Se le agolpaban los pensamientos en la mente. ¿Qué iba a decirle a James? ¿Qué quería decirle él a ella? Pero James estaba ahí…, estaba ahí, y ellos…

En cuanto Gwyneira entró en el granero, James McKenzie la estrechó entre sus brazos. Ella no tuvo tiempo de resistirse y tampoco quiso hacerlo. Sin aliento se estrechó contra el hombro de James. Habían pasado trece años, pero era una sensación tan maravillosa como la de antes. Ahí estaba segura. Daba igual lo que sucediera a su alrededor, cuando James la rodeaba con sus brazos, se sentía protegida de todo.

—Gwyn, cuánto tiempo… No hubiera debido abandonarte —susurró James en su cabello—. Debería haber sabido lo de Paul. En lugar de eso…

—Yo tendría que habértelo dicho —respondió Gwyneira—. Pero no me atreví a contártelo… Pero dejémonos ahora de disculpas, siempre supimos lo que queríamos… —Le dirigió una sonrisa pícara. McKenzie no se hartaba de contemplar la expresión feliz en su rostro sofocado por la cabalgada. Naturalmente, aprovechó la oportunidad y besó la boca que de buen grado se le ofrecía.

—¡Bien, vayamos al grano! —dijo luego resueltamente, mientras que un brillo travieso danzaba en sus ojos—. Antes que nada aclaremos un tema, y sólo quiero oír la verdad y nada más que la verdad. Ahora que ya no existe ningún esposo a quien debas tu lealtad y ningún hijo al que haya que engañar: ¿se trató entonces sólo de un pacto, Gwyn? ¿Se trataba sólo de tener un hijo? ¿O me amaste? ¿Aunque fuera un poco?

Gwyneira sonrió, frunció el ceño como si tuviera que meditar la respuesta.

—¿Un poco? Bueno, pensándolo bien, un poco sí que te quise.

—Bien. —James a su vez se puso serio—. ¿Y ahora? Puesto que has reflexionado largo tiempo sobre ello y has criado a una hija tan preciosa. Puesto que eres libre, Gwyneira, y nadie puede darte más órdenes, ¿sigues queriéndome todavía un poco?

Gwyneira sacudió la cabeza.

—No creo —respondió lentamente—. ¡Ahora te quiero mucho más!

James la volvió a estrechar entre sus brazos y ella saboreó su beso.

—¿Me quieres lo suficiente como para venir conmigo? —preguntó—. ¿Lo suficiente como para huir? La prisión es horrible, Gwyn. ¡Debo escapar de eso!

Gwyneira sacudió la cabeza.

—¿Qué te imaginas que vamos a hacer? ¿Adónde quieres ir? ¿A robar ovejas otra vez? Si vuelven a atraparte, ¡esta vez te ahorcarán! Y a mí me meterán en la cárcel.

—¡No me han pillado en más de diez años! —protestó él.

Gwyn suspiró.

—Porque encontraste esas tierras y ese paso. El escondite ideal. Ahora lo llaman McKenzie Highland. Seguramente seguirá llamándose así cuando nadie más se acuerde de John Sideblossom y Gerald Warden.

McKenzie sonrió irónico.

—Pero ¡no puedes creer en serio que vayamos a encontrar otra vez algo así! Debes pasar los cinco años que te quedan en prisión, James. Cuando recuperes realmente la libertad, ya veremos qué hacemos. De todos modos, tampoco podría marcharme de aquí tan fácilmente. Las personas de este lugar, los animales, la granja…, James, todo depende de mí. Toda la cría de las ovejas. Gerald bebe más de lo que trabaja y, cuando lo hace, sólo se ocupa de la cría de los bueyes. Pero también en eso delega cada vez más en Paul…

—Con lo que el niño no es especialmente apreciado… —gruñó James—. Fleurette me ha contado un poco, incluso el agente de policía de Lyttelton. Lo sé todo sobre las llanuras de Canterbury. Mi celador se aburre y yo soy el único con quien puede pasar todo el día charlando.

Gwyn sonrió. Conocía vagamente al policía de haberlo visto en acontecimientos sociales y sabía que le gustaba hablar.

—Sí, Paul es difícil —reconoció—. Y por ello, todavía me necesita más la gente. Al menos por ahora. Dentro de cinco años todo será distinto. Entonces Paul casi será mayor de edad y no permitirá que le diga nada. Todavía no sé si quiero vivir en una granja administrada por él. Pero tal vez podamos quedarnos con un trozo de tierra. Después de todo lo que he hecho por Kiward Station, me corresponde.

—¡No será tierra suficiente para la cría de ovejas! —apuntó James entristecido.

Gwyn se encogió de hombres.

—Pero tal vez para la cría de perros o caballos. Tu Friday es famoso, y mi Cleo…, todavía vive, pero pronto morirá. Los granjeros se pelearían por un perro adiestrado por ti.

—Pero cinco años, Gwyn…

—¡Sólo cuatro y medio! —Gwyneira se estrechó de nuevo contra él. También a ella le parecían cinco años eternos, pero no podía imaginarse otra solución. Y, de ninguna de las maneras, una huida a las montañas o la vida junto a un yacimiento de oro.

McKenzie suspiró.

—De acuerdo, Gwyn. ¡Pero debes darme ahora una oportunidad! Ahora soy libre. No me gusta pensar en volver a una celda. Si no me cogen, me abriré paso en los yacimientos. Y, hazme caso, Gwyn, ¡encontraré oro!

Gwyneira sonrió.

—Es cierto que también has encontrado a Fleurette. ¡Pero no vuelvas a hacerme lo de la chica maorí delante de un juzgado! ¡Pensé que se me paraba el corazón cuando hablaste de tu gran amor!

James hizo una mueca irónica.

—¿Pues qué iba a hacer? ¿Confesarles que tenía una hija? Nunca buscarán a la chica maorí, saben exactamente que no tienen la menor posibilidad de encontrarla. Si bien Sideblossom sostenía, como es natural, que ella se ha quedado con todo el dinero.

Gwyn frunció el ceño.

—¿Qué dinero, James?

McKenzie le dedicó una sonrisa más ancha.

—Bueno, me he permitido darle a mi hija una dote suficiente, dado que en este aspecto los Warden no han sido generosos. Es todo el dinero que he ganado con las ovejas en estos años. ¡Créeme, Gwyn, era un hombre rico! Y espero que Fleur haga un sensato uso de él.

Gwyn sonrió.

—Esto me tranquiliza. Ella y su Ruben me tenían asustada. Ruben es un buen chico, pero no es hábil en trabajos manuales. Ruben como buscador de oro…, sería como si tú pretendieras ponerte a trabajar de juez de paz.

McKenzie le arrojó una mirada de reproche.

—¡Oh, tengo un marcado sentido de la justicia, Miss Gwyn! ¿Por qué te crees que me comparan con Robin Hood? ¡Sólo he robado los sacos de los ricos, nunca a la gente que gana el pan con el sudor de su frente! Bueno, tal vez mi forma de actuar sea poco convencional…

Gwyneira rio.

—Digamos que no eres ningún gentleman y que yo ya he dejado de ser una lady después de todo lo que me he permitido hacer contigo. Pero ¿sabes qué? ¡Me da igual!

Se besaron de nuevo y James condujo suavemente a Gwyneira hacia el heno; pero entonces Helen les interrumpió.

—Me desagrada molestaros, pero acaban de estar aquí unas personas de la oficina de policía. He sudado sangre, pero sólo andan preguntando por los alrededores y no han dado señales de ir a registrar la granja. Sin embargo, parece que se ha armado mucho alboroto. Los barones de la lana ya se han enterado de su huida, señor McKenzie, y se han apresurado a enviar gente para capturarlo. Dios mío, ¿no podría haber esperado usted un par de semanas más? En medio del esquileo nadie lo hubiera perseguido, pero ahora sobran trabajadores que desde hace meses no tienen nada concreto que hacer. ¡Están deseando lanzarse a la aventura! En cualquier caso debería quedarse aquí hasta que oscurezca y luego desaparecer lo antes posible. Lo mejor es que vuelva a la cárcel. Lo más seguro sería que se entregara. Pero eso debe decidirlo usted mismo. Y tú, Gwyn, regresa a casa lo antes posible. No es momento para que tu familia recele. No va de broma, señor McKenzie, los hombres que han estado aquí tenían orden de dispararle.

Gwyneira temblaba de pavor cuando dio a James un beso de despedida. Otra vez más debería temer por su suerte. Y justo ahora que por fin se habían reencontrado.

También ella le sugirió, por supuesto, que regresara a Lyttelton, pero James se negó. Quería ir a Otago. Primero a recoger a Friday y luego dirigirse a los campamentos de oro.

—¡Qué insensatez! —comentó Helen.

—¿Le darás al menos algo de comer? —preguntó Gwyn con tristeza cuando su amiga la acompañó al exterior—. Y muchas gracias, Helen. Soy consciente del riesgo que has corrido.

Helen hizo un gesto de rechazo.

—Si todo sucede con nuestros hijos como está planeado, acabará siendo el suegro de Ruben… ¿O seguirás negando que es el padre de Fleurette?

Gwyn sonrió.

—¡Siempre lo has sabido, Helen! Tú misma me enviaste a Matahorua y oíste su consejo. ¿Y acaso no elegí un hombre bueno?

James McKenzie fue detenido la noche siguiente, con lo que tuvo suerte dentro de la desgracia. Cayó en manos de una patrulla de búsqueda de Kiward Station dirigida por sus viejos amigos Andy McAran y Poker Livingston. Si ambos hubieran estado solos, con toda seguridad lo hubieran dejado huir, pero habían emprendido la marcha con dos nuevos trabajadores y no quisieron correr el riesgo. No hicieron ningún intento de disparar a James, pero el sensato McAran compartía la opinión de Helen y Gwyn.

—Si alguien de las granjas de Beasley o Barrington te encuentra, te matará a tiros como si fueras un perro. ¡Y no hablemos de Sideblossom! El mismo Warden (dicho entre nosotros) es un estafador y, en cierto modo, todavía te entiende un poco. Pero a Barrington le has decepcionado profundamente. A fin de cuentas le habías dado tu palabra de honor de que no te escaparías.

—¡Pero sólo en el trayecto hasta Lyttelton! —protestó James, defendiendo su honor—. ¡Eso no era válido para cinco años de cárcel!

Andy se encogió de hombros.

—En cualquier caso, está enfadado. A Beasley le horroriza perder todavía más ovejas. Los dos sementales que ha traído de Inglaterra valen una fortuna. Bastantes preocupaciones tiene ya la granja. ¡Ése no conoce el perdón! Lo mejor es que cumplas la condena.

Aun así, el policía no estaba enfadado cuando McKenzie regresó.

—Ha sido por mi propia culpa —gruñó—. ¡En lo sucesivo lo encerraré, McKenzie! ¡Esto es lo que ha conseguido!

McKenzie permaneció obedientemente tres semanas enteras en la prisión; sin embargo, cuando escapó de nuevo se dieron unas circunstancias especiales que obligaron al agente a llamar a la puerta de Gwyneira en Kiward Station.

Gwyneira estaba examinando una última vez un grupo de ovejas madres y sus corderos antes de que fueran conducidos a la montaña, cuando vio llegar a Laurence Hanson, máximo guardián de la ley del condado de Canterbury. Hanson avanzaba lentamente debido a que arrastraba con una correa algo pequeño y negro. El perro se resistía con vehemencia y sólo daba un par de pasos hasta que corría el peligro de estrangularse. Luego plantaba de nuevo las cuatro patas en el suelo.

Gwyn frunció el ceño. ¿Se había escapado uno de los perros de su granja? De hecho, algo así no sucedía jamás. Y si ocurría, no se hacía cargo el jefe de la policía. Despidió a toda prisa a los dos pastores maoríes y los envió con las ovejas a la montaña.

—¡Os veré en otoño! —dijo a los hombres que iban a pasar el verano con los animales en una de las cabañas del pastizal—. ¡Cuidaos sobre todo de que mi hijo no os vea antes del otoño! —Suponer que los maoríes fueran a quedarse todo el verano en los pastos, sin visitar en ese período a sus mujeres, era pura fantasía. Pero tal vez las mujeres se reunirían con ellos en las tierras altas. Nunca se sabía con certeza: las tribus se movían. Gwyneira sólo sabía que Paul desaprobaría una u otra solución.

Acto seguido, no obstante, se dirigió a la casa para saludar al acalorado agente de policía, que ya iba a su encuentro. Sabía dónde estaban los establos y al parecer quería guardar allí su caballo. Así que no tenía prisa. Gwyn suspiró. En realidad tenía otras cosas que hacer antes que pasar el día charlando con Hanson. Pero, por otra parte, éste seguro que la informaría de todos los pormenores acerca de James.

Cuando Gwyn entró en las cuadras, Hanson estaba desatando al perro, cuya correa había ligado a la silla. No cabía duda de que el animal era un collie, pero se hallaba en un estado digno de compasión. El pelaje no tenía brillo y estaba apelmazado, y el animal estaba tan flaco que se le marcaban las costillas pese a la longitud del pelo. Cuando el sheriff se inclinó junto a él, enseñó los dientes y gruñó. Un hocico tan agresivo no era normal en un Border. Sin embargo, Gwyneira reconoció de inmediato a la perrita.

¡Friday! —dijo con ternura—. Déjeme, sheriff, a lo mejor me recuerda. A fin de cuentas era mía cuando tenía cinco meses.

Hanson mostró cierto escepticismo ante la hipótesis de que la perra realmente recordara a la mujer que le había dado las primeras lecciones en la guía de ganado; pero Friday reaccionó a la voz de Gwyneira. Al menos no se resistió cuando ella la acarició y desató la correa de la silla de montar.

—¿De dónde la ha sacado? Es…

Hanson asintió.

—Es la perra de McKenzie, en efecto. Llegó hace dos días a Lyttelton totalmente agotada. Ya ve qué aspecto tiene. McKenzie la ha visto desde la ventana y ha armado un escándalo. Pero qué iba a hacer yo, ¡no puedo dejarla entrar en la cárcel! ¿Cómo acabaríamos? Si él puede tener un perro, el siguiente querrá un gato y si el gato se come al canario del tercero habrá un motín en la cárcel.

—Bueno, no será para tanto —Gwyn sonrió. La mayoría de los presidiarios de Lyttelton no pasaban tiempo suficiente en la cárcel para comprarse un animal doméstico. En general dormían la mona y estaban en la calle al día siguiente.

—En cualquier caso eso es inadmisible —dijo el sheriff con determinación—. Me llevé el animal a casa pero no quería quedarse ahí. En cuanto se abría la puerta, corría de nuevo a la cárcel. Por la noche, McKenzie se ha escapado. Esta vez ha forzado un cerrojo y ha robado carne para el chucho rápidamente. Por suerte no ha sido nada grave. El carnicero sostuvo después que se trataba de un regalo y no habrá otro juicio…, y a McKenzie ya lo tenemos de vuelta a la cárcel. Pero, naturalmente, esto no puede seguir así. El hombre lo arriesga todo por el perro. En fin, entonces he pensado que…, como usted crio al animal y el suyo acaba de morir…

Gwyneira tragó saliva. Incluso ahora no podía pensar en Cleo sin que las lágrimas no humedecieran sus ojos. Todavía no había elegido un nuevo perro. La herida era demasiado reciente. Pero ahí estaba Friday. Y se parecía a su madre en el pelaje.

—¡Ha dado en el clavo! —dijo serenamente—. Friday puede quedarse aquí. Dígale al señor McKenzie que yo cuidaré de ella. Hasta que él nos…, hum, hasta que la recoja. Pero ahora venga y tómese un refresco, agente. Debe de estar sediento tras la larga cabalgada.

Friday yacía jadeando a la sombra. Todavía llevaba la correa y Gwyn sabía que corría un riesgo cuando se inclinó sobre ella y desató la cuerda.

—¡Ven, Friday! —dijo dulcemente.

Y la perra la siguió.