James McKenzie fue procesado en Lyttelton. El principio fue algo caótico porque John Sideblossom recomendó que el juicio se hiciera en Dunedin. Presentó como argumento el hecho de que allí habría más posibilidades de descubrir al colaborador del ladrón de ganado y desmontar así todo el entramado criminal.
Sin embargo, Lord Barrington se declaró enérgicamente en contra. Según su opinión, Sideblossom sólo pretendía llevar a la víctima a Dunedin porque allí conocía mejor al juez y albergaba esperanzas de que al final el ladrón de ganado fuera condenado a la horca.
Sideblossom habría preferido resolverlo todo enseguida y sin llamar más la atención, justo después de haber atrapado a McKenzie. Se adjudicó este triunfo sólo a sí mismo, pues a fin de cuentas él había derrotado y apresado a McKenzie. En opinión de los otros hombres la reyerta en el cauce del río había sido innecesaria se mirase por donde se mirase. Por el contrario, si Sideblossom no hubiera tirado al ladrón del mulo y no le hubiera golpeado, habrían podido perseguir a su cómplice. Así que el segundo hombre (algunos de los miembros de la patrulla sostenían que era una muchacha) no habría huido.
Los demás barones de la lana tampoco habían aprobado que Sideblossom vejara a McKenzie haciéndole caminar junto al caballo, una vez reducido, como si fuese un esclavo. No veían ninguna razón para que el hombre, ya gravemente maltrecho, tuviera que ir a pie cuando disponía de un mulo. En algún momento, hombres sensatos como Barrington y Beasley asumieron la responsabilidad y censuraron a Sideblossom por su forma de proceder. Puesto que McKenzie había cometido la mayoría de sus hurtos en Canterbury, se decidió casi por unanimidad que respondiera allí de sus actos. A pesar de las protestas de Sideblossom, los hombres de Barrington liberaron al ladrón el día después de haberlo detenido, aceptaron su palabra de honor de que no escaparía y lo condujeron, desprovisto casi de ataduras, a Lyttelton, donde fue encarcelado hasta su juicio. No obstante, Sideblossom insistió en quedarse con el perro de James, lo que a éste pareció dolerle más que las contusiones que siguieron a la pelea y las cadenas con que Sideblossom le había atado de pies y manos incluso durante la noche que pasó encerrado en un cobertizo. Pidió a los hombres con voz ronca que permitieran que el perro lo acompañara.
Pero Sideblossom no cedió.
—El animal puede trabajar para mí —declaró—. Ya encontraré pronto a alguien que pueda impartirle instrucciones. Un perro pastor de primera clase como éste es caro. Me lo quedaré como una pequeña compensación por los daños que me ha ocasionado ese tipo.
Así que Friday se quedó atrás y aulló de forma lastimera cuando los hombres se llevaron a su amo de la granja.
—John no sacará demasiado provecho de esto —opinó Gerald—. Esos chuchos obedecen a un solo pastor.
Durante la polémica en torno de McKenzie, Gerald apenas tomó partido. Por una parte, Sideblossom era uno de sus más antiguos amigos; por otra parte, debía llegar a un entendimiento con los hombres de Canterbury. Y, como casi todos los demás, también él tenía, a su pesar, en gran estima al genial ladrón. Claro que estaba rabioso por las pérdidas que había sufrido, pero, por su naturaleza de jugador, entendía que alguien se ganara la vida no siempre de la manera más honrada. Y si esa persona conseguía además que durante más de diez años no lo atraparan, merecía todo su respeto.
Tras la pérdida de Friday, McKenzie se sumergió en un hermético silencio que ni una sola vez rompió hasta que las rejas de la cárcel de Lyttelton se cerraron tras él.
Los hombres de Canterbury estaban decepcionados: les habría gustado saber de primera mano cómo había realizado McKenzie los hurtos, cómo se llamaba su agente de compras y quién era el cómplice que había huido. No obstante, no tuvieron que esperar demasiado al juicio. Éste se fijó, bajo la presidencia del honorable juez de justicia Stephen, para el mes siguiente.
Lyttelton disponía ya de su propia sala de audiencias y los juicios ya no se realizaban en el pub o al aire libre como había sido usual durante los primeros años. No obstante, durante el proceso contra James McKenzie, la sala demostró ser demasiado reducida para acoger a todos los ciudadanos de Canterbury ansiosos por conocer al famoso ladrón. Incluso los barones de la lana que habían salido perjudicados viajaron con sus familias y se pusieron temprano en camino para conseguir un buen asiento. Gerald, Gwyneira y el emocionado Paul se alojaron el día antes en el hotel White Hart de Christchurch para dirigirse luego en carro a Lyttelton a través del Bridle Path.
—Iremos a caballo —dijo Gwyneira sorprendida cuando Gerald le comunicó sus planes—. ¡A fin de cuentas pasaremos el Bridle Path!
Gerald rio satisfecho.
—Te sorprenderás de cómo ha cambiado el camino —respondió alegremente—. Con el tiempo se ha ampliado y se puede circular fácilmente por él. Así que iremos en el coche de caballos, descansados y convenientemente vestidos.
El día en que se celebraba el juicio se puso sus mejores prendas. Y Paul, vestido con un terno, parecía muy mayor.
Gwyneira, por el contrario, se atormentó cavilando qué significaba ir convenientemente vestido. Si tenía que ser franca, hacía tiempo que no se preocupaba por qué ropa llevaba. Pero por mucho que se dijera que a fin de cuentas poco importaba lo que vistiera una dama de edad madura en un juicio, mientras fuera arreglada y no llamara demasiado la atención, su corazón latía con fuerza al pensar en que iba a volver a ver a James McKenzie. Aunque, él también la vería a ella, y, naturalmente, la reconocería. ¿Pero qué sentiría al contemplarla? ¿Volverían a brillar los ojos del hombre como entonces, como cuando ella no supo apreciarlo? ¿O sentiría él compasión porque ella había envejecido, porque las primeras arrugas surcaban su rostro, porque las preocupaciones y el miedo habían dejado en él sus huellas? Tal vez sólo sintiera indiferencia; tal vez ella sólo fuera un recuerdo pálido y lejano, difuminado por diez años de vida salvaje. ¿Y si el misterioso «cómplice» era una mujer? ¡Su mujer!
Gwyneira se reprendió por dar vueltas a unos pensamientos que a veces se convertían en fantasías propias de una adolescente, al volver a recordar las semanas que había pasado con James. ¿Habría olvidado él los días a la orilla del lago? ¿Las maravillosas horas en el círculo de piedras? Pero no, se habían separado peleados. Él nunca la perdonaría por haber dado a luz a Paul. Algo más de todo lo que Paul también había destrozado…
Gwyneira se decidió al final por un vestido azul oscuro con pelerina, abrochado por delante, con botones de broquel que eran como pequeñas joyas. Kiri le recogió el cabello en un moño, un peinado sobrio que fue soltándose con el coqueto sombrerito que acompañaba el vestido. Gwyneira tenía la impresión de estar pasando horas delante del espejo para recoger sus rizos, cambiar un poco de sitio el sombrerito y arreglar los puños de las mangas del vestido para que los botones quedaran a la vista. Cuando al final tomó asiento en el coche de caballos estaba pálida de impaciencia, miedo y también por una especie de alegría anticipada. Si seguía así tendría que pellizcarse las mejillas para darles un poco de color antes de entrar en la sala. Pero prefería eso a ruborizarse: Gwyn esperaba no sonrojarse en presencia de McKenzie. Temblaba y se convenció de que era a causa del frío día de otoño. No podía tener las manos quietas y fruncía con dedos crispados las cortinillas del coche.
—¿Qué sucede, madre? —le preguntó Paul al cabo de un rato, y Gwyn se sobresaltó. Paul tenía un sexto sentido para las debilidades humanas. De ninguna de las maneras debía descubrir que había algo entre ella y James McKenzie—. ¿Estás nerviosa por el señor McKenzie? —insistió—. El abuelo me ha contado que lo conociste, también él. Era capataz de Kiward Station. Madre, qué locura que se marchara de repente de allí y se pusiera a robar ovejas, ¿verdad?
—Sí, ¡una completa locura! —balbuceó Gwyneira—. Ojalá no hubiera…, no hubiéramos todos confiado en él.
—¡Y ahora es posible que lo cuelguen! —observó complacido Paul—. ¿Iremos a ver cómo lo ahorcan, abuelo?
Gerald resopló.
—No colgarán a ese canalla. Ha tenido suerte con el juez. Stephen no es un ganadero. A él le deja frío que haya empujado a la gente al borde de la ruina…
Gwyneira esbozó una sonrisa. Por lo que ella sabía, los robos de McKenzie no eran, para ninguno de los afectados, más que una leve picadura.
—Pero pasará un par de años tras los barrotes. Y quién sabe, puede que hoy nos cuente algo sobre los individuos que están detrás de él. Parece que no lo ha hecho todo solo… —Gerald no creía en esas historias que afirmaban que una mujer acompañaba a McKenzie. Más bien pensaba que era un joven cómplice, pero sólo habían divisado su silueta.
—Sería especialmente interesante conocer al intermediario. Desde este punto de vista, habríamos tenido mejores posibilidades si el tipo se hubiera presentado ante el tribunal de Dunedin. En eso Sideblossom tenía razón. ¡Por cierto, ahí está! ¡Mirad! Ya sabía yo que no iba a perderse el juicio contra el ladrón.
John Sideblossom pasó galopando con su semental negro junto al coche de Warden y saludó con cortesía. Gwyneira gimió. ¡Cuánto le hubiera gustado evitar el reencuentro con el barón de la lana de Otago!
Sideblossom no se había disgustado porque Gerald tomara partido por los hombres de Canterbury e incluso había reservado sitio para él y su familia. Saludó calurosamente a Gerald, algo condescendiente a Paul y de forma gélida a Gwyneira.
—¿Ya ha vuelto a aparecer su encantadora hija? —preguntó sarcástico, cuando ella se sentó lo más lejos posible de él en los cuatro asientos que tenían reservados.
Gwyneira no respondió. Pero Paul se apresuró a asegurar a su ídolo que no habían vuelto a tener noticias de Fleurette.
—En Haldon se dice que ha caído en una especie de semillero de vicios.
Gwyneira no reaccionó. En las últimas semanas se había acostumbrado a no contradecir apenas a Paul. El chico ya hacía tiempo que estaba fuera de su influencia, si es que alguna vez había ejercido alguna sobre él. Él sólo se guiaba por Gerald y apenas acudía ya a las clases de Helen. Gerald siempre hablaba de contratar a un profesor privado para el joven, pero Paul era de la opinión que ya había aprendido en la escuela lo suficiente para ser granjero y ganadero. Mientras trabajaba en la granja, seguía absorbiendo como una esponja los conocimientos sobre la conducción del ganado y el esquileo. Sin lugar a dudas era el heredero que Gerald había deseado; aunque no el socio con que soñaba George Greenwood. Reti, el joven maorí que dirigía los negocios de George mientras éste se hallaba en Inglaterra, se había quejado a Gwyneira. A su parecer, Gerald recurría a un segundo, tan ignorante como Howard O’Keefe, pero con menos experiencia y más poder.
—Al chico no puede hacérsele la menor indicación —se lamentó Reti—. Desagrada a los trabajadores de la granja y los maoríes lo odian sin más. Pero el señor Gerald se lo tolera todo. ¡La supervisión de un cobertizo de esquileo! ¡A un chico de doce años!
Los mismos esquiladores le habían confesado a Gwyneira que se sentían injustamente tratados. En su afán por hacerse el importante y ganar la tradicional competición entre los cobertizos, Paul se había anotado más ovejas esquiladas que las que en realidad había habido. A los esquiladores les convenía, pues a fin de cuentas se les pagaba por unidad. Pero luego las cantidades de lana no se ajustaban con las anotaciones. Gerald montó en cólera y culpó a los esquiladores. Los otros esquiladores se quejaron porque la apuesta estaba manipulada y los premios se habían distribuido mal. En conjunto se armó un lío horrible y Gwyn, al final, tuvo que pagar a todos un sueldo mucho más elevado para garantizar que las cuadrillas de esquiladores regresaran al año siguiente.
En realidad, Gwyneira ya estaba harta de las fechorías de Paul. Habría preferido enviarlo a un internado en Inglaterra por dos años, o al menos a Dunedin. Pero Gerald no quería ni oír hablar de ello, así que Gwyneira hizo lo que siempre había hecho desde que Paul había nacido: ignorarlo.
Gracias a Dios, en esos momentos y en la sala de la audiencia, se mantenía callado. Escuchaba la conversación entre Gerald y Sideblossom y los fríos saludos que dedicaban los otros barones de la lana al visitante de Otago. La sala pronto estuvo llena y Gwyn saludó a Reti, que fue el último en colarse dentro de la habitación: le pusieron algún obstáculo, pues algunos pakeha no querían dejar sitio al maorí, pero la sola mención del nombre Greenwood le abría a Reti todas las puertas.
Por fin dieron las diez y el honorable juez Sir Stephen entró puntualmente en la sala y abrió el juicio. El interés de la mayoría de los espectadores se despertó, no obstante, cuando el imputado fue conducido al interior. La aparición de James McKenzie desencadenó una mezcla de improperios y vítores. El mismo James no reaccionó ni a unos ni a otros, sino que mantuvo la cabeza hundida y pareció alegrarse de que el juez pidiera silencio al público.
Gwyneira se asomaba por encima de los corpulentos granjeros tras los cuales se había sentado, una elección equivocada, pues tanto Gerald como Paul disfrutaban de mejor visión, pero había querido evitar la cercanía de Sideblossom. James McKenzie llegaría a vislumbrarla cuando fuera conducido junto a su abogado defensor de oficio, que parecía bastante abatido. El inculpado alzó finalmente la vista ante todos, una vez que hubo ocupado su sitio.
Hacía días que Gwyneira se preguntaba qué sentiría cuando volviera a ver a James. Si lo reconocería de verdad y volvería a ver en él lo que entonces…, sí ¿qué? ¿Lo que entonces la había impresionado, cautivado? Fuera lo que fuese lo que había sido, se remontaba a doce años atrás. Tal vez su excitación estuviera de más. Tal vez sería sólo un extraño para ella al que siquiera hubiese reconocido por la calle.
Sin embargo, ya la primera mirada sobre el hombre alto que se hallaba en el banquillo de los acusados la iluminó. James McKenzie no había cambiado nada, al menos para Gwyneira. Por las ilustraciones de los periódicos que habían informado sobre su detención, había contado con encontrarse a un individuo barbudo y asilvestrado, pero ahora McKenzie estaba recién afeitado y llevaba ropa limpia y sencilla. Al igual que antes, seguía siendo delgado y fibroso, pero, bajo la camisa blanca y algo gastada, la musculatura revelaba un cuerpo vigoroso. Tenía el rostro quemado por el sol, salvo en los lugares que antes había cubierto la barba. Los labios parecían más finos, señal de que estaba preocupado. Gwyneira había visto con frecuencia esa expresión en su rostro. Y sus ojos… Nada, nada en absoluto había cambiado en su expresión osada y despierta. Claro que ahora no mostraba aquella sonrisa sardónica, sino tensión y tal vez algo parecido al miedo, pero las arruguitas de entonces seguían estando allí, aunque algo más marcadas, dando a todo el semblante de James un aspecto más duro, más maduro y mucho más grave. Gwyneira lo habría reconocido a primera vista. Ah, sí, lo habría reconocido entre todos los hombres de la isla Sur, cuando no de todo el mundo.
—¡James McKenzie!
—¿Señoría?
Gwyneira también habría reconocido su voz. Esa voz oscura y cálida que podía ser tan tierna, pero firme y segura cuando daba instrucciones a sus hombres o a sus perros pastores.
—Señor McKenzie, se le acusa de haber cometido numerosos robos de ganado tanto en las llanuras de Canterbury como en la región de Otago. ¿Se declara usted culpable?
McKenzie se encogió de hombros.
—En la región se roba mucho. No sabría, en lo que a mí concierne…
El juez aspiró una profunda bocanada de aire.
—Existen declaraciones de personas respetables que afirman que fue usted sorprendido con un rebaño de ovejas robadas por encima del lago Wanaka. ¿Admite esto al menos?
James McKenzie repitió el mismo gesto.
—Hay muchos McKenzie. ¡Hay muchas ovejas!
Gwyneira casi se echó a reír; pero en realidad estaba preocupada. Ése era el mejor método para que el honorable juez Sir Stephen montara en cólera. Además no tenía ningún sentido negarlo. El rostro de McKenzie todavía mostraba las señales de la pelea con Sideblossom y también Sideblossom debía de haberse llevado una buena paliza. Gwyn encontró cierta satisfacción en que el ojo de éste estuviera todavía mucho más morado que el de James.
—¿Puede alguien en la sala dar fe de que se trata aquí del ladrón de ganado McKenzie y no, por azar, de otra persona que responde a este nombre? —preguntó el juez suspirando.
Sideblossom se levantó.
—Yo lo puedo atestiguar. Y tenemos una prueba aquí que puede disipar cualquier duda. —Se volvió hacia la entrada de la sala, donde había apostado a un ayudante—. ¡Suelta al perro!
—¡Friday! —Una sombra pequeña y oscura pasó volando por la sala de audiencias directa hacia James McKenzie. Éste pareció olvidarse al instante del papel que había pensado jugar delante del tribunal. Se inclinó, cogió a la perrita y la acarició—. ¡Friday!
El juez puso los ojos en blanco.
—Podría haber sido una irrupción menos dramática, pero sea. Haga constar en el acta que el hombre fue confrontado con el perro pastor que conducía el rebaño de ovejas robadas y que ha reconocido al animal como suyo. Señor McKenzie, ¿no me contará que el perro también tiene un doble?
James esbozó su vieja sonrisa.
—No —respondió—. ¡Este perro es único! —Friday jadeaba y lamía las manos de James—. Su señoría, nosotros… nosotros podríamos detener un momento este juicio. Lo diré todo y lo admitiré todo mientras usted me asegure que Friday puede quedarse conmigo. También en la prisión. Eche un vistazo al animal, es evidente que apenas ha comido desde que lo separaron de mí. La perra no le sirve a ese…, al señor Sideblossom, no obedece a nadie…
—Señor McKenzie, ¡no estamos deliberando aquí sobre su perro! —contestó con firmeza el juez—. Pero si es así como está dispuesto a confesar… Los robos en Lionel Station, Kiward Station, Beasley Farms, Barrington Station… ¿corren todos de su cuenta?
McKenzie reaccionó con el ya conocido encogimiento de hombros.
—Hay muchos robos. Lo dicho, puede que de vez en cuando me haya apropiado de alguna oveja… Un perro como éste necesita adiestramiento. —Señaló a Friday, lo que desencadenó una fuerte carcajada en la sala—. Pero mil ovejas…
El juez volvió a suspirar.
—Bien. Si así lo quiere. Llamaremos a los testigos. El primero será Randolph Nielson, capataz de Beasley Farms…
La intervención de Nielson abrió una ronda de testimonios de trabajadores y ganaderos que sin excepción confirmaron que habían robado cientos de animales en las granjas mencionadas. Muchos habían sido recuperados en el rebaño de McKenzie. Todo eso era agotador y James habría podido abreviar el proceso, pero se mostraba obstinado y negó todo conocimiento sobre el ganado robado.
Mientras los testigos recitaban monótonamente cifras y fechas, McKenzie paseaba los dedos por el pelaje de Friday, acariciándola y sosegándola, dejando errar la mirada por la sala. Había cosas que antes de ese procedimiento le habían tenido más ocupado que el miedo a la soga. El juicio se celebraba en Lyttelton, en las llanuras de Canterbury, relativamente cerca de Kiward Station. ¿Estaría ella también ahí? ¿Acudiría Gwyneira? En las noches que precedieron al juicio, James recordó cada momento, cada acontecimiento por diminuto que fuera relacionado con ella. Desde su primer encuentro en el establo hasta la despedida, cuando ella le regaló a Friday. ¿Después de que lo hubiera engañado? Desde entonces no había pasado día sin que James pensara en ello. ¿Qué sucedió entones? ¿A quién había preferido antes que a él? ¿Y por qué parecía tan desesperada y triste cuando él la presionaba para que hablase? En realidad debería de haberse sentido satisfecha. El pacto con el otro había sido igual de efectivo que el que había cerrado con él…
James vio a Reginald Beasley en la primera fila, junto a los Barrington; también había sospechado del joven lord, pero Fleurette le había asegurado, respondiendo a sus cautas preguntas, que no mantenía ningún contacto con los Warden. ¿No se habría interesado más por Gwyneira si fuera el padre de su hijo? Al menos parecía ocuparse de forma conmovedora de los niños que estaban sentados entre él y su invisible esposa. George Greenwood no estaba presente. Pero según las declaraciones de Fleur, tampoco él entraba en consideración. Si bien mantenía un vivo contacto con todos los granjeros, siempre había protegido más a Ruben, el hijo de Helen O’Keefe.
Y ahí estaba ella. En la tercera fila. Casi escondida por un par de robustos ganaderos que se sentaban delante y que probablemente todavía tenían que declarar. Se inclinaba hacia delante y debía torcerse un poco para mantenerlo en su campo de visión, pero lo conseguía sin esfuerzo, delgada y ágil como estaba. ¡Sí, era hermosa! Igual de hermosa, despierta y vigilante como siempre. Su cabello se liberaba una y otra vez del rígido peinado con que había intentado domarlo. Tenía el semblante pálido y los labios entreabiertos. James intentó no cruzar su mirada con la de ella, habría sido demasiado doloroso. Tal vez más tarde, cuando su corazón dejara de latir frenético y cuando ya no temiera que sus ojos revelaran lo que todavía sentía por ella…
Primero se obligó a apartar la vista de la mujer y seguir paseándola por los bancos de los asistentes. Junto a Gwyneira esperaba ver a Gerald, pero ahí había un niño, un muchacho, quizá de doce años. James contuvo el aliento. Claro, debía de ser Paul, su hijo. Paul ya debía de ser lo bastante mayor para acompañar a su abuelo y su madre al juicio. James contempló al chico. Tal vez semejaba a su padre en los rasgos… Fleurette apenas se parecía a él, pero con cada hijo ocurría de modo distinto. Y con éste…
McKenzie se quedó helado al contemplar el rostro del joven con mayor detenimiento. ¡Era imposible! Pero así era: el hombre a quien Paul se parecía como si fueran dos gotas de agua estaba sentado justo a su lado: Gerald Warden.
McKenzie distinguió en ambos el mismo mentón anguloso, los ojos castaños y vivos, situados muy cerca en el rostro, la nariz carnosa. Rasgos marcados, una expresión igual de decidida en el semblante del anciano y en el del joven. No cabía duda, ese niño era un Warden. Los pensamientos de James se agolpaban en su cabeza. Si Paul era hijo de Lucas, ¿por qué entonces el padre se había marchado a la costa Oeste? O…
El descubrimiento le cortó la respiración, como si le hubieran propinado un puñetazo inesperado en el estómago. ¡El hijo de Gerald! No podía ser de otro modo, el niño no se parecía en nada al esposo de Gwyneira. Y ésa debía de ser la razón de que Lucas huyera. Había sorprendido a su mujer engañándolo, pero no con un desconocido, sino con su propio padre… ¡pero eso era totalmente imposible! Gwyneira nunca se habría entregado de buen grado a Gerald. Y si lo hubiera hecho, habría actuado con discreción. Lucas nunca lo habría sabido. Entonces…, Gerald tenía que haber forzado a Gwyneira.
James sintió un profundo arrepentimiento y rabia contra sí mismo. Ahora por fin veía con claridad por qué Gwyn no había podido hablar de ello, por qué se había sentido frente a él enferma de vergüenza e impotente ante el miedo. No podía contarle la verdad, todo habría empeorado aún más. James habría matado al viejo.
En lugar de eso, él, James, había abandonado a Gwyneira. Todavía lo había empeorado todo dejándola sola con Gerald y obligándola a criar a ese niño nefasto del que Fleurette había hablado con una aversión total. James sintió que crecía en él la desesperación. Gwyn nunca se lo perdonaría. Debería haberlo sabido o haber aceptado al menos su rechazo a hablar de ello sin plantearle preguntas. Debería de haber confiado en ella. Pero así…
James dirigió de nuevo una mirada de soslayo hacia su delicado rostro y se sobresaltó cuando ella levantó la cabeza y clavó la vista en él. Y entonces, de repente, todo desapareció. Se disolvió la sala de la audiencia ante sus ojos y los de Gwyneira; nunca había existido Paul Warden. En un círculo mágico sólo Gwyn y James estaban uno frente a otro. La vio como la muchacha que se había lanzado sin miedo a la aventura de Nueva Zelanda pero que no sabía cómo conseguir tomillo para preparar un plato inglés. Todavía recordaba con todo detalle el modo en que ella le sonrió cuando le tendió el ramito de hierbas. Y luego la insólita petición de si quería ser el padre de su hijo…, los días juntos en el lago y las montañas. La increíble sensación que experimentó el primer día que vio a Fleur en brazos de Gwyn.
Entre Gwyneira y James, en ese momento, se cerró un lazo largo tiempo roto, y nunca más volvería a soltarse.
—Gwyn… —Los labios de James dibujaron de forma inaudible su nombre, y Gwyneira sonrió aliviada, como si le hubiera comprendido. No, no tenía nada en contra de él. Se lo había perdonado todo y era una mujer libre. Ahora estaba por fin libre para él. ¡Si sólo hubiera podido hablar con ella! Tenían que volver a intentarlo, se pertenecían el uno al otro. ¡Ojalá no existiera ese juicio funesto! Por todos los cielos, si no lo colgaran…
—Señoría, creo que podemos abreviar este asunto. —James McKenzie pidió la palabra justo cuando el juez iba a llamar al siguiente testigo.
El juez Stephen alzó la vista sin esperanzas.
—¿Quiere usted declarar?
McKenzie asintió. En las próximas horas informó con tono pausado acerca de sus robos y también del modo en que llevaba las ovejas a Dunedin.
—Pero debe usted comprender que no puedo dar el nombre del intermediario que compraba los animales. Nunca preguntó de dónde sacaba los míos, ni yo pregunté por los suyos.
—¡Pero debe de conocerlo! —exclamó enojado el juez.
De nuevo, McKenzie se encogió de hombros.
—Conozco un nombre, pero ¿será el suyo…? Además, no soy un delator, su señoría. El hombre no me ha engañado y me ha pagado como convenido, no me exija que me convierta en un traidor.
—¿Y tu cómplice? —gritó alguien de la sala—. ¿Quién era el tipo que se escapó?
McKenzie consiguió parecer desconcertado.
—¿Qué cómplice? Siempre he trabajado solo, su señoría, solo con mi perro. Lo juro por Dios.
—¿Y quién era el hombre que estaba con usted cuando lo detuvieron? —preguntó el juez—. Algunos también opinan que se trataba de una mujer.
McKenzie asintió con la cabeza hundida.
—Sí, correcto, su señoría.
Gwyneira se estremeció. ¡Entonces, sí se trataba de una mujer! James se había casado o al menos vivía con una mujer. Pero… cuando la había mirado… había pensado que todavía…
—¿Qué significa eso de «sí, correcto»? —preguntó el juez irritado—. ¿Un hombre, una mujer, un fantasma?
—Una mujer, su señoría. —McKenzie seguía con la cabeza baja—. Una muchacha maorí con la que estoy viviendo.
—¡Y le das el caballo a ella cuando tú vas en mulo y se escapa como alma que lleva el diablo! —gritó alguien de la sala provocando una carcajada general—. ¡Eso se lo contarás a tu abuela!
El juez pidió silencio en la sala.
—Debo admitir —observó entonces— que esta historia suena también un poco extraña a mis oídos.
—La muchacha me era muy preciada —contestó McKenzie con calma—. Es lo… lo más valioso que me ha ocurrido. Siempre le daría el mejor caballo, lo haría todo por ella. Daría mi vida. ¿Y por qué no iba a saber montar a caballo?
Gwyneira se mordió los labios. Así que era cierto que James había encontrado un nuevo amor. Y si sobrevivía, volvería con ella…
—Ajá —intervino el juez con sequedad—. Una chica maorí. ¿Tiene esa hermosa muchacha un nombre y una tribu?
McKenzie pareció pensar unos segundos.
—No pertenece a ninguna tribu. Tendríamos que remontarnos muy lejos para contarlo todo aquí, pero procede de la unión de un hombre y una mujer que nunca compartieron el lecho en una casa común. Su unión fue, empero, bendecida. Tuvo lugar para… para… —Buscó los ojos de Gwyn—. Para secar las lágrimas de un dios.
El juez frunció el ceño.
—Bien, no he pedido una introducción en las ceremonias de procreación paganas. ¡Hay menores en la sala! La muchacha fue desterrada de la tribu y no tiene nombre…
—No, sí tiene nombre. Se llama Pua…, Pakupaku Pua —McKenzie miró a Gwyn a los ojos cuando pronunció el nombre y ella esperó que nadie le dirigiera la mirada, pues pasaba alternativamente de la palidez al rubor. Si era cierto lo que ella había creído entender…
Cuando el juzgado se retiró para deliberar unos minutos más tarde, salió corriendo entre las filas, sin disculparse antes de Gerald o Sideblossom. Necesitaba a alguien que se lo confirmara, a alguien que supiera maorí mejor que ella. Ya sin aliento, encontró a Reti.
—¡Reti! ¡Qué suerte que estés aquí! Reti, ¿qué… qué significa pua? ¿Y pakupaku?
El maorí rio.
—Eso realmente debería saberlo usted, Miss Gwyn. Pua significa flor y pakupaku…
—Significa pequeña… —susurró Gwyneira. Tenía la sensación de que podría haber gritado de alivio, llorado, bailado. Pero sólo sonrió.
La muchacha se llamaba Florecita. Ahora entendía Gwyn lo que la mirada evocadora de James quería decirle. Debía de haber encontrado a Fleurette.
James McKenzie fue condenado a cinco años de encierro en una prisión de Lyttelton. Naturalmente, no pudo conservar el perro. John Sideblossom debía ocuparse del animal, siempre que eso le interesara. Al juez Stephen le daba totalmente igual. El tribunal, volvió a subrayar, no era responsable de animales domésticos.
Lo que siguió fue odioso. Los alguaciles y los agentes de policía tuvieron que separar usando la violencia a McKenzie y Friday. La perrita, a su vez, mordió a Sideblossom cuando éste le puso la correa. Paul contó después, alegrándose del pesar ajeno, que el ladrón de ganado había llorado.
Gwyneira no le hizo caso. Tampoco estuvo presente cuando se falló la sentencia, estaba demasiado alterada. Paul haría preguntas cuando la viera así y temía su intuición, que con frecuencia era sorprendente.
En lugar de eso esperó fuera con el pretexto de tomar aire fresco y de necesitar moverse un poco. Para evitar a la multitud que esperaba delante del edificio del juzgado la sentencia, caminó alrededor de la audiencia, y, sin haberlo esperado, tuvo un último encuentro con James McKenzie. El condenado se retorcía entre dos hombres corpulentos que lo arrastraban de malos modos por una salida posterior hasta el vehículo carcelario que estaba aguardándolo. Había estado luchando acaloradamente hasta ese momento, pero a la vista de Gwyn se sosegó.
—Volveré a verte —dibujaron sus labios—. ¡Gwyn, volveré a verte!