El sol salió por las montañas como concebido para un día de boda. Los Alpes parecían resplandecer en tonos dorados tirando a rojos y malvas, el perfume del bosque flotaba en el aire y el murmullo del arroyo se mezclaba con el susurro del río en una singular felicitación. Fleurette se sentía feliz y satisfecha tras despertar en brazos de Ruben y sacó la cabeza fuera de la tienda. Gracie la saludó con un húmedo beso canino.
Fleur la acarició.
—Malas noticias, Gracie, pero ¡he encontrado a alguien que besa mejor que tú! —dijo sonriendo—. Venga, despierta tú a Stuart mientras yo me encargo del desayuno. ¡Hoy tenemos muchas cosas que hacer, Gracie! ¡No permitas que estos hombres pasen este gran día durmiendo!
El bonachón de Stuart hizo la vista gorda al hecho de que durante los preparativos del viaje a caballo Fleurette y Ruben apenas pudieran separarse el uno del otro. Sin embargo, los dos chicos encontraron extraño que Fleur insistiera en llevarse la mitad de la casa.
—A más tardar, mañana estaremos de nuevo aquí —observó Stuart—. Claro, si realmente nos detenemos en ello, compramos para la mina y eso, tal vez tardemos algo más, pero…
Fleur sacudió la cabeza. Esa noche no sólo había conocido nuevas delicias del placer, sino que también había reflexionado profundamente. No pretendía en absoluto invertir el dinero de su padre en una mina sin futuro. Por supuesto, se lo tendría que comunicar a Ruben con mucha diplomacia.
—Oídme, chicos, lo de la mina no dará resultado —planteó con cautela—. Vosotros mismos decíais que el almacén de material es insuficiente. ¿Creéis que algo va a cambiar porque ahora tengamos un poco más de dinero?
Stuart resopló.
—Seguro que no. El viejo Ethan nos volverá a vender uno de sus artículos inservibles.
Fleur asintió.
—Entonces hagamos las cosas bien. Tú eres herrero. ¿Puedes distinguir una herramienta buena de otra mala? ¿No cuando ya estás trabajando con ella, sino cuando la estás comprando?
Stuart asintió.
—A eso me refiero. Si tengo la elección…
—Bien —le interrumpió Fleur—. Así que alquilaremos o incluso compraremos un carro en Queenstown. Engancharemos los caballos y seguro que consiguen tirar de él. Y luego nos vamos a… ¿cuál es la ciudad grande más cercana? ¿Dunedin? Nos vamos a Dunedin. Y allí compramos vuestras herramientas y el material que haga falta y que necesiten aquí los buscadores de oro.
Ruben convino admirado.
—Muy buena idea. La mina no se nos escapará. Pero no necesitaremos un carro de inmediato, Fleur, podemos cargar el mulo.
Fleurette sacudió la cabeza.
—Compraremos el carro más grande del que puedan tirar los caballos y lo cargaremos con tanto material como haya. Lo traeremos a Queenstown y lo venderemos a los mineros. Si es cierto que todos están descontentos con la tienda de Ethan, sacaremos partido de ello.
Ese día por la tarde, el juez de paz de Queenstown casó a Fleurette McKenzie y Ruben Kays, quien recuperó su auténtico nombre de O’Keefe. Fleurette se puso su traje color crema que, pese al viaje, no tenía ni una arruga. Mary y Laurie insistieron en plancharlo antes del enlace. Las dos también adornaron emocionadas el cabello de Fleur con flores y pusieron guirnaldas en lo arreos de Niniane y Minette para el trayecto al pub, donde, a falta de iglesia o de una sala de asambleas, se celebró el acontecimiento. Stuart hizo las veces de padrino de bodas de Ruben, y Daphne fue la madrina de Fleur, mientras que Mary y Laurie lloraron sin cesar de la emoción.
Ethan entregó a Ruben todo el correo del último año como regalo de boda. Ron no cabía en sí de orgullo porque Fleurette le había contado a todo el mundo que el feliz encuentro con su esposo se había producido sólo gracias a su gran conocimiento sobre caballos. Al final, Fleurette aflojó unas monedas e invitó a toda la ciudad de Queenstown a festejar su boda, no sin haber calculado que eso le daría la oportunidad no sólo de conocer a todos los habitantes, sino de tantearlos un poco. No, en la zona de la concesión de Ruben nadie había encontrado oro, le aseguró el peluquero, que se había instalado cuando se fundó la ciudad y que al principio, por supuesto, también había acudido en busca de oro.
—Pero de todos modos hay poco que ganar, Miss Fleur —explicó—. Demasiada gente para tan poco oro. Es cierto que siempre hay alguien que encuentra una pepita enorme. Pero la mayoría de las veces malgasta el dinero. ¿Y qué queda? Doscientos o trescientos dólares para el gran afortunado. Eso no llega ni para una granja y un par de bueyes. Sin contar con que el tipo no se vuelva loco e invierta todo el dinero en otras concesiones, todavía más lavaderos y todavía más ayudantes maoríes. Al final, se gastan todo el dinero pero no descubren nuevos yacimientos. Por el contrario, como peluquero y barbero… Por esta región deambulan miles de hombres y todos tienen que cortarse el pelo. Y siempre hay alguno que se clava el pico en la pierna o que se pelea o que se pone enfermo…
De igual modo lo veía Fleurette. Las preguntas que había dirigido a los buscadores, una docena de los cuales había entrado entretanto en el Hotel de Daphne y bebido whisky gratis en abundancia, desencadenaron casi un levantamiento. La sola mención del material que suministraba Ethan calentó los ánimos. Al final, Fleur estaba convencida de que, abriendo su planeada tienda de artículos de ferretería, no sólo se harían ricos, sino que habrían salvado una vida: si no se hacía algo pronto, los hombres acabarían linchando a Ethan.
Mientras Fleurette seguía recabando información, Ruben hablaba con el juez de paz. El hombre no era abogado, sino que trabajaba en realidad haciendo ataúdes y de sepulturero.
—Alguien tenía que encargarse —respondió con un gesto resignado a la pregunta de Ruben acerca de cómo había elegido esa profesión—. Y los tipos pensaron que yo estaría interesado en evitar que se mataran entre sí. Porque me ahorra trabajo…
Fleurette miró con buenos ojos la conversación de ambos hombres. Si Ruben encontraba allí la oportunidad de cursar estudios de abogacía, no insistiría a la vuelta de Dunedin en volver a su concesión.
Fleurette y Ruben pasaron su segunda noche de bodas en la confortable cama doble del Hotel de Daphne.
—En el futuro la llamaremos la Suite de la Boda —anunció la dueña.
—De todos modos, aquí no es frecuente desvirgar a nadie —bromeó Ron.
Stuart, que ya había consumido bastante whisky, le hizo una expresiva mueca.
—¡Pues ha ocurrido! —reveló.
Al día siguiente, hacia mediodía, los amigos se pusieron en camino rumbo a Dunedin. Ruben había conseguido un carro gracias a su nuevo amigo: «Cógelo con toda tranquilidad, chico, también puedo transportar los ataúdes hasta el cementerio con la carretilla». Y Fleurette había entablado otras conversaciones interesantes. Esta vez con las pocas mujeres respetables del lugar: la esposa del juez de paz y la del peluquero. Al final llevaba otra lista de la compra para Dunedin.
Cuando dos semanas después regresaron con el carro cargado hasta los topes, sólo faltaba un almacén para empezar con la venta. Fleurette no se había preocupado antes al respecto porque había contado con que haría buen tiempo. Sin embargo, el otoño en Queenstown era lluvioso y en invierno nevaba. En los últimos tiempos no se había producido en Queenstown ninguna muerte. Por consiguiente, el juez de paz puso a disposición su almacén de ataúdes para realizar la venta. Fue el único que no pidió ninguna herramienta nueva. En lugar de ello dejó que Ruben le hablara sobre los libros de leyes, a cuya compra fueron destinados algunos dólares de la fortuna de McKenzie.
Con la venta de la carga pronto se recuperó el dinero. Los buscadores de oro acudían en masa al negocio de Ruben y Stuart. Ya al segundo día de su apertura se habían agotado algunas herramientas. Las damas necesitaron algo más de tiempo para hacer su selección, aun más por cuanto la esposa del juez de paz dudó un poco al principio sobre si poner el salón de su casa a disposición de todas las mujeres del lugar… como probador.
—Pero pueden utilizar la habitación contigua del almacén de ataúdes —propuso, lanzando una mirada de desaprobación a Daphne y sus chicas, que ardían en deseos de probarse los vestidos y la lencería que Fleur había comprado en Dunedin—. Es donde Frank a veces amortaja a los muertos.
Daphne se encogió de hombros.
—Si ahora está libre, a mí me da igual. Ya, y además, ¿qué te apuestas a que hasta ahora ninguno de esos tipos ha tenido una muerte tan bonita?
No resultó difícil convencer a Stuart y Ruben de emprender una vez más el camino a Dunedin y, tras la segunda venta, Stuart estaba totalmente colado por la hija del peluquero y no quería de ninguna de las maneras volver a las montañas. Ruben había asumido la contabilidad del pequeño negocio y confirmó, para su sorpresa, lo que Fleurette ya hacía tiempo sabía: con cada viaje entraba mucho más dinero en caja que en todo un año en el yacimiento de oro. Sin contar con que él se desenvolvía mucho mejor como comerciante que como buscador del preciado metal. Cuando las últimas ampollas y heridas de las manos curaron, y tras seis semanas de manejar una pluma en lugar de un pico y una pala, era partidario total de la idea de abrir una tienda.
—Tenemos que construir un cobertizo —dijo al final—. Una especie de gran almacén. De este modo podríamos aumentar también el surtido.
Fleurette asintió.
—Artículos domésticos. Las mujeres necesitan urgentemente cazos como es debido y cubertería bonita… No digas que no enseguida, Ruben. A la larga la demanda de estos artículos aumentará, porque habrá más mujeres aquí. ¡Queenstown se está convirtiendo en una ciudad!
Seis meses más tarde, los O’Keefe celebraron la inauguración de los Almacenes O’Kay en Queenstown, Otago. El nombre se le había ocurrido a Fleurette y estaba muy orgullosa de ello. Además de las nuevas dependencias comerciales, la joven empresa disponía de dos carros más y seis caballos de tiro de sangre fría. La muchacha podía montar de nuevo a lomos de sus caballos y los muertos de la comunidad volvieron a ser elegantemente transportados al cementerio por caballos en lugar de por una carretilla. Stuart Peters había consolidado los vínculos comerciales con Dunedin y abandonó su puesto de jefe de compras. Quería casarse y estaba cansado de los constantes viajes a la costa. En lugar de ello, abrió con la parte de las ganancias que le correspondía una herrería en Queenstown, que no tardó en demostrar ser una «mina de oro» mucho más productiva que las minas del entorno. Fleurette y Ruben emplearon para sustituirlo como jefe de transportes a un antiguo buscador de oro. Leonard McDunn era un hombre tranquilo, sabía de caballos y también sabía tratar con la gente. Fleurette sólo estaba preocupada por los suministros de las damas.
—Realmente no puedo dejar que elija él la ropa interior —explicó quejumbrosa a Daphne, de la cual, para horror de las mujeres respetables de Queenstown, ahora ya en número de tres, se había hecho amiga—. Se pondrá rojo en cuanto me traiga el catálogo. Al menos tendré que acompañarlo cada dos o tres viajes…
Daphne hizo un gesto despreocupado.
—Que lo hagan mis mellizas. No brillan por su inteligencia y no hay que dejar a su cargo las negociaciones, pero tienen buen gusto, y eso siempre lo he valorado. Saben cómo se viste una dama y también, claro está, lo que necesitamos en el «hotel». Además, así salen y ganan su propio dinero.
Al principio Fleurette reaccionó con cierto escepticismo, pero luego no tardó en convencerse. Mary y Laurie llevaron una combinación ideal de ropa decente y unas fantásticas y perversas prendas menudas que, para sorpresa de Fleur, se vendieron como rosquillas, y no sólo entre las prostitutas. La joven esposa de Stuart adquirió ruborizada un corsé negro, y un par de montañeros creyeron que alegrarían a sus mujeres maoríes con ropa interior de colores. Fleur dudaba, sin embargo, de que las cautivara, pero el negocio era el negocio. Y también había, naturalmente, unos discretos probadores, provistos de espejos grandes en lugar de la deprimente tarima para los ataúdes.
El trabajo en la tienda todavía dejaba a Ruben tiempo suficiente para sus estudios de Derecho, que seguían interesándole aunque hubiera enterrado ya su sueño de convertirse en abogado. Para su satisfacción, pronto pudo poner en práctica lo que había aprendido: el juez de paz solicitaba cada vez más sus consejos y al final le pidió que colaborase en la resolución de los pleitos. Ruben demostró ser diligente y correcto, y cuando se convocaron elecciones, el juez en activo quiso darle una sorpresa. En lugar de presentarse para ser reelegido, propuso al joven como sucesor.
—Consideradlo de este modo, chicos —explicó el viejo constructor de ataúdes en su discurso—. Siempre sufrí un conflicto de intereses. Cuando he evitado que la gente se matara entre sí, no necesitábamos más ataúdes. Visto así, yo mismo he echado a perder mi propio negocio. Con el joven O’Keefe ocurre de otro modo, pues quien se rompa la crisma, no volverá a comprarse una herramienta. Así pues, por su propio interés, se encargará de que reinen la paz y el orden. ¡Votadlo pues y a mí dejadme vivir en paz!
Los ciudadanos de Queenstown siguieron su consejo y Ruben fue elegido, por una mayoría aplastante, nuevo juez de paz.
Fleurette se alegró por él, pero no veía claro el argumento.
—También puede uno romperse la crisma con una de nuestras herramientas —le dijo por lo bajo a Daphne—. Y espero de corazón que Ruben no haga desistir a sus clientes con demasiada frecuencia de cometer tan loable acto.
Las únicas gotas de amargura que empañaban la felicidad de Fleurette y Ruben en la floreciente ciudad de los yacimientos de oro era la falta de contacto con sus familias. A ambos les hubiera gustado escribir a sus madres, pero no se atrevían.
—No quiero que mi padre sepa dónde estoy —declaró Ruben cuando Fleurette ya se disponía a escribir a su madre—. Y es mejor que tu abuelo no se entere. Quién sabe lo que harían esos dos. No cabe duda de que cuando nos casamos eras menor de edad. Puede que se les ocurra causarnos problemas. Además temo que mi padre descargue su furia en mi madre. No sería la primera vez. Así y todo, no puedo ni pensar en qué habrá ocurrido allí tras mi partida.
—¡Pero de algún modo tenemos que informarlas! —dijo Fleurette—. ¿Sabes qué? Escribiré a Dorothy. Dorothy Candler. Ella se lo contará a mi madre.
Ruben se llevó las manos a la cabeza.
—¿Estás loca? Si escribes a Dorothy también lo sabrá la señora Candler. Y luego ya puedes anunciarlo a gritos en la plaza del mercado de Haldon. Si lo deseas, escribe mejor a Elizabeth Greenwood. Confío en su discreción.
—Pero tío George y Elizabeth están en Inglaterra —replicó Fleurette.
Ruben se encogió de hombros.
—¿Y qué? En algún momento tendrán de regresar. Hasta entonces, nuestras madres habrán de esperar. Y quién sabe, tal vez Miss Gwyn tenga noticias sobre James McKenzie. Está en alguna cárcel de Canterbury. Es posible que se ponga en contacto con él.