7

Queenstown, Otago, yacía en una bahía natural a orillas del lago Wakatipu, rodeada de montañas imponentes y escarpadas. La naturaleza del entorno era espléndida, el lago enorme y de un azul acerado, los bosques de helechos y los prados, extensos y de un verde brillante, las montañas majestuosas y salvajes y, seguramente, todavía totalmente vírgenes. Sólo la ciudad en sí era diminuta. Incluso Haldon se veía como una gran ciudad en comparación con ese puñado de edificios de un solo piso que, como era evidente, se construían a toda prisa ahí. El único inmueble que destacaba era una construcción de madera de dos pisos con el rótulo «Hotel de Daphne».

Fleurette se esforzó por no desanimarse cuando pasó a caballo por la polvorienta calle Mayor. Había esperado una colonia más grande; a fin de cuentas, se tenía a Queenstown en esos momentos por el centro de la fiebre del oro en Otago. Por otra parte, no podía lavarse oro en la calle principal. Era probable que los mineros vivieran en sus concesiones, en algún lugar del bosque que rodeaba la ciudad. Y si el lugar era abarcable, también tenía que resultar fácil encontrar a Ruben. Fleur se aventuró a detenerse en el hotel y ató a Niniane delante de él. De hecho, había esperado que el establecimiento dispusiera de sus propias cuadras, pero al penetrar en el local, advirtió que ofrecía un aspecto totalmente distinto al del hotel de Christchurch en el que a veces se había alojado con la familia. En lugar de una recepción, había una taberna. Saltaba a la vista que el negocio del hotel estaba vinculado al del bar.

—¡Todavía está cerrado! —resonó la voz de una muchacha detrás de la barra cuando Fleur se internó más en el lugar. Distinguió a una joven rubia que trajinaba diligente. Cuando vio a Fleur, se quedó impresionada.

—¿Es usted… una chica nueva? —preguntó pasmada—. Pensé que vendría con la diligencia. No antes de la semana próxima… —La muchacha tenía unos ojos azules y dulces y una piel clara y suave.

Fleurette le sonrió.

—Necesito una habitación —anunció un poco vacilante a causa del extraño recibimiento—. ¿Esto es un hotel, no?

La muchacha miró a Fleur desconcertada.

—Quiere… ¿ahora? ¿Sola?

Fleurette se ruborizó. Naturalmente era inusual que una chica de su edad viajara sola.

—Acabo de llegar. Vengo en busca de mi prometido.

La joven pareció aliviada.

—Entonces no tardará en llegar el… prometido. —Pronunció la palabra «prometido» como si Fleur no la hubiera dicho en serio.

Fleur se preguntaba si su aparición era de hecho tan rara. ¿O estaba esa chica un poco mal de la cabeza?

—No, mi prometido no sabe que he venido. Y yo tampoco sé con exactitud dónde está él. Por eso necesito una habitación. Me gustaría saber al menos dónde voy a dormir esta noche. Y puedo pagar la habitación, llevo dinero.

Eso era cierto. Fleurette no sólo tenía el poco dinero de su madre, sino también la bolsa que McKenzie le había lanzado en el último momento y que contenía una pequeña fortuna en dólares de oro, al parecer todo cuanto su padre había «ganado» en los últimos años con el robo de ovejas. Fleur sólo ignoraba si debía guardárselo a él o si era para ella. Pero ya se ocuparía más tarde de este asunto. Abonar la factura del hotel, en cualquier caso, no le supondría ningún problema.

—¿Entonces quiere quedarse toda la noche? —preguntó la muchacha, que a todas luces no estaba en sus cabales—. ¡Voy a buscar a Daphne! —Claramente aliviada por esta idea, la muchacha rubia desapareció en la cocina.

Un par de minutos más tarde apareció una mujer algo mayor. Su rostro ya mostraba las primeras arrugas y huellas dejadas por las noches demasiado largas y el exceso de whisky. Sin embargo, sus ojos eran de un verde brillante y despiertos, y sus cabellos rojos y abundantes estaban recogidos con coquetería.

—¡Vaya, una pelirroja! —exclamó sonriendo cuando vio a Fleur—. ¡Y con ojos dorados, una extraña joyita! Bien, si lo que quieres es empezar a trabajar conmigo, te contrataría de inmediato. Pero Laurie me ha dicho que sólo te interesaba una habitación…

Fleurette volvió a contar su historia.

—No sé qué encuentra su empleada tan raro en esto —concluyó un poco irritada.

La mujer rio.

—No hay nada de raro en ello, lo que sucede es que Laurie no está acostumbrada a tener clientes de hotel. Mira, pequeña, no sé de dónde has salido, pero apuesto a que debe de ser de Christchurch o Dunedin, donde la gente rica se aloja en hoteles finos para dormir por la noche. Aquí se trata más bien de «no dormir», si entiendes lo que te digo. La gente alquila la habitación por una o dos horas, y nosotras ponemos la compañía.

Fleurette se puso roja como un tomate. ¡Había ido a parar en medio de unas prostitutas! Eso era un…, no, no quería ni pensar en la palabra.

Daphne se la quedó mirando sonriente y la detuvo cuando intentó salir corriendo del local.

—¡Pero espera, pequeña! ¿Adónde quieres ir? ¡Aquí nadie abusará de ti!

Fleur permaneció en el interior. Puede que fuera realmente absurdo escapar de ahí. Daphne no le infundía miedo, y la otra muchacha en absoluto.

—¿Dónde puedo entonces dormir? Hay aquí una… una…

—¿Pensión respetable? —preguntó Daphne—. Lamentablemente, no. Los hombres que pasan por aquí duermen en el establo, con sus caballos. O se marchan enseguida a uno de los campamentos. Allí los nuevos siempre encuentran un lugar donde dormir.

Fleur asintió.

—Bien. Entonces…, es lo que haré ahora. Tal vez encuentre allí a mi prometido. —Y cogió su bolsa de viaje con resolución, dispuesta a volver a marcharse.

Daphne sacudió la cabeza.

—¡De esto ni hablar, chica! Una niña como tú, sola entre cien, doscientos tipos, hambrientos a más no poder, que como mucho ganan lo suficiente para permitirse venir aquí dos veces al año para disfrutar de una muchacha, ésos no son unos gentlemen, señorita. Y tu «prometido»… ¿Cómo has dicho que se llama?…, tal vez lo conozca.

Fleurette volvió a ruborizarse, esta vez de indignación.

—Ruben nunca…, nunca…

Daphne rio.

—Entonces será un extraño ejemplar de su género. Hazme caso, niña, todos acaban viniendo por aquí. A no ser que sean maricas. Pero en tu caso no lo tendremos en consideración.

Fleur no sabía el significado de esa palabra, pero de todos modos estaba segura de que Ruben nunca había entrado en ese establecimiento. Pese a ello, le dijo a Daphne el nombre. La mujer reflexionó un largo rato y al final sacudió la cabeza.

—Nunca lo he oído. Y tengo buena memoria para los nombres. Parece que tu amor todavía no se ha hecho rico por aquí.

Fleur asintió.

—Si se hubiera hecho rico habría ido a buscarme —dijo con convicción—. Pero ahora debo marcharme, pronto oscurecerá. ¿Dónde ha dicho que se encuentran los campamentos?

Daphne suspiró.

—No puedo enviarte ahí, muchacha, con la mejor de las intenciones. Y menos aún siendo de noche. Seguro que no saldrías de ahí intacta. Así que no me queda otro remedio que alquilarte una habitación. Toda la noche.

—Pero yo…, yo no quiero… —Fleur no sabía cómo salir del atolladero. Por otra parte parecía no haber ninguna alternativa más.

—Pequeña, las habitaciones tienen puertas y las puertas tienen llave. Puedes quedarte en la habitación número uno. Suele ser de las mellizas, pero pocas veces reciben clientes. Ven, te la enseñaré. El perro… —contempló a Gracie, que yacía delante de Fleur y le dirigía su suplicante y familiar mirada de collie—. Puedes llevarlo contigo. No debes tener miedo —prosiguió al ver que Fleurette vacilaba. Luego se encaminó escaleras arriba.

Fleurette la siguió nerviosa, pero el segundo piso del Hotel de Daphne se parecía, para su alivio, más al White Hart de Christchurch que a un semillero de vicios. Otra muchacha rubia, que se parecía sorprendentemente a la de abajo, sacaba brillo al pasillo. Saludó asombrada cuando Daphne pasó a su lado con la huésped.

Daphne se detuvo y le sonrió.

—Ésta es Miss… ¿Cómo te llamas? —preguntó—. Urge que consiga formularios de ingreso como Dios manda si quiero alquilar las habitaciones en lo sucesivo por más horas. —Guiñó un ojo.

Fleurette reflexionó a toda prisa. Seguro que no era conveniente dar su auténtico nombre.

—Fleurette —respondió al final—. Fleur McKenzie.

—¿Pariente o familiar de un cierto James? —inquirió Daphne—. Él también tiene un perro así.

Fleur se ruborizó una vez más.

—Ah…, no que yo sepa… —balbuceó.

—Por cierto, que lo han atrapado, al pobre. Y ese Sideblossom de Lionel Station quiere colgarlo —explicó Daphne, pero luego recordó la idea que tenía en la cabeza—. Ya lo has oído, Mary: Fleur McKenzie. Una vez alquiló nuestra habitación.

—¿Para… para toda la noche? —se informó también Mary.

Daphne suspiró.

—Para toda la noche, Mary, nos estamos volviendo honradas. Bien, ésta es la habitación número uno. ¡Entra, pequeña!

Abrió la puerta de la habitación y Fleurette entró en un pequeño cuarto amueblado de forma admirablemente acogedora. Los muebles eran sencillos y de maderas autóctonas toscamente labradas y la cama era ancha y de sábanas impolutas. El establecimiento relucía por su limpieza y orden. Fleur decidió no darle más vueltas.

—¡Es bonita! —exclamó, y lo pensaba de verdad—. Muchas gracias, señorita Daphne. ¿O señora?

Daphne sacudió la cabeza.

—Señorita, miss. En mi oficio, pocas veces nos casamos. Aunque por todas las experiencias que he tenido con hombres (y son muchas, hija mía), te juro no me he perdido nada digno de mención. Así que te dejo ahora sola para que te refresques. Mary o Laurie te traerán enseguida agua para que te laves. —Quiso cerrar la puerta, pero Fleurette la detuvo.

—Sí…, no…, debo ocuparme primero de mi caballo. ¿Dónde dijo que había un establo de alquiler? ¿Y dónde puedo preguntar por mi… por mi prometido?

—El establo de alquiler está a la vuelta de la esquina —respondió Daphne—. Ahí puedes informarte, pero no creo que el viejo Ron sepa nada. De todos modos, no es que sea un portento, estoy segura de que nunca se fija en sus clientes, como mucho en sus caballos. Quizá sepa algo Ethan, el empleado de correos. Se encarga tanto de la tienda como de la oficina de telégrafos. No te perderás, está enfrente en diagonal. Pero date prisa, Ethan cierra pronto. Siempre es el primero en entrar en el pub.

Fleurette volvió a dar las gracias y siguió a Daphne escaleras abajo. Tenía también interés en acabar pronto. Más le valía atrincherarse en la habitación cuando se pusiera en marcha el bar.

La tienda, en efecto, era fácil de encontrar. Ethan, un hombre de mediana edad, seco y calvo, estaba justamente arreglando los escaparates para cerrar.

—De hecho, conozco a todos los buscadores de oro —respondió a la pregunta que le había formulado Fleurette—. Yo recibo sus cartas. Y en general ahí no se lee nada más que «John Smith. Queenstown». Las recogen aquí, por lo que a veces hay dos muchachos que pelean diciendo ser John Smith…

—Mi amigo se llama Ruben. Ruben O’Keefe —explicó diligente Fleur, aunque su razón le advertía que no llegaría muy lejos en ese lugar. Si era cierto lo que Ethan decía, sus cartas habrían acabado ahí. Y era evidente que nadie las había recogido.

El empleado reflexionó.

—No, miss, lo siento. Conozco el nombre…, todo el tiempo llegan cartas para él. Las tengo todas aquí. Pero al joven…

—¿Quizás haya dado otro nombre? —se le ocurrió a Fleurette tratando de aliviarse—. ¿Y Davenport? ¿Qué hay de Ruben Davenport?

—Tengo tres Davenport —respondió reposado Ethan—. Pero ningún Ruben.

Amargamente desilusionada, Fleur ya iba a salir cuando decidió hacer otro intento más.

—Tal vez se acuerde de él por su aspecto. Un hombre alto y delgado…, bueno, más bien un muchacho, tiene dieciocho años. Y tiene los ojos grises, un poco como el cielo antes de que llueva. Y el cabello castaño oscuro, revuelto, con un matiz rojizo… Nunca consigue llevarlo bien peinado. —La muchacha sonreía soñadora mientras lo describía, pero la expresión del empleado de correos enseguida la hizo volver a la realidad.

—No lo conozco. ¿Y tú, Ron? ¿Te suena? —Ethan se volvió a un hombre bajo y gordo que acababa de entrar y que esperaba apoyado en el mostrador de la tienda.

El gordo se encogió de hombros.

—¿Cómo es el mulo que lleva?

Fleurette recordó que Daphne había llamado Ron al propietario del establo de alquiler y volvió a alimentar esperanzas.

—¡Tiene un caballo, señor! Una yegua pequeña, muy maciza, parecida a la mía… —Señaló por la puerta abierta a Niniane, que seguía esperando frente al hotel—. Pero más pequeña y de pelaje rojizo. Se llama Minette.

Dan asintió pensativo.

—Elegante caballo —dijo, con lo cual no dejó adivinar si se refería a Niniane o a Minette. Fleurette apenas si podía controlar su impaciencia.

—Suena como si fuera el pequeño Ruben Kays. Ese que tiene con Stue Peters la parcela esa rara, arriba junto al río Shotover. A Stue sí lo conoces. Es aquel…

—Ese que siempre se queja de que no le sirven mis herramientas. ¡Ah, sí, de ése me acuerdo! Y del otro también, pero no cuenta mucho. Es verdad, tiene un caballo así. —Se volvió hacia Fleur—. Pero ahí ya no puede ir hoy, lady. Son seguro dos horas por la montaña.

—¿Y se alegrará de verte…? —inquirió Ron—. No quiero decir nada, pero cuando un tipo pone tanto empeño en cambiar su nombre y largarse al último rincón de Otago para escaparse de ti…

Fleurette se encendió, pero estaba demasiado feliz de su hallazgo para enfadarse.

—Seguro que se alegra de verme —aseveró—. Pero hoy ya es realmente demasiado tarde. ¿Puedo alojar mi caballo en su establo, señor… señor Ron?

Fleur pasó una noche inesperadamente tranquila en su habitación del Hotel de Daphne. Pese a que resonaba la música de piano procedente de abajo y en el bar también había baile (además de que hasta la media noche más o menos se sucedieron en el hotel entradas y salidas constantes). Nadie molestó a Fleur, y en algún momento ella concilió apaciblemente el sueño. A la mañana siguiente se despertó pronto y no se extrañó demasiado del hecho de que, salvo ella, nadie más se hubiera levantado. Para su sorpresa, abajo la esperaba una de las muchachas rubias.

—Tengo que prepararle el desayuno, Miss Fleur —anunció servicialmente—. Daphne dice que la espera una larga cabalgada, Shotover arriba, para ir en busca de su prometido. ¡Laurie y yo lo encontramos muy romántico!

Entonces, ésta era Mary. Fleur dio las gracias por el café, el pan y el huevo y no se sintió molesta cuando Mary se sentó confiada con ella después de haber servido también a Gracie un platito con restos de carne.

—Qué perro más mono, miss. Una vez conocí uno igual. Pero hace mucho tiempo de eso… —El rostro de Mary casi adoptó una expresión soñadora. La joven no respondía en absoluto a la idea que Fleur tenía de una prostituta—. Antes, nosotras también pensábamos que encontraríamos a un muchacho amable —siguió hablando Mary, mientras acariciaba a Gracie—. Pero lo absurdo es que un hombre no puede casarse con dos chicas. Y nosotras no queremos separarnos. Tendríamos que encontrar unos mellizos.

Fleurette rio.

—Pensaba que en su profesión no se casaban —apuntó, repitiendo el comentario que había hecho Daphne el día anterior.

Mary le dirigió una mirada grave con sus redondos ojos azules.

—Ésta no es nuestra profesión, miss. Somos chicas como Dios manda y todo el mundo lo sabe. De acuerdo, bailamos un poco, pero no hacemos nada indecente. Es decir, nada «realmente» indecente. Nada con hombres.

Fleurette se extrañó. ¿Podía permitirse un establecimiento como el de Daphne dos cocineras?

—También limpiamos las casas del señor Ethan y del peluquero, el señor Fox, para ganar algo más. Pero siempre trabajamos de forma respetable; ya se encarga Daphne de ello. Si alguien nos pone un dedo encima, arma un alboroto. ¡Un escándalo de padre y muy señor mío! —Los ojos de niña de Mary se iluminaron. Parecía de hecho un poco retrasada. ¿Sería por eso que Daphne se cuidaba de ellas? Pero ahora tenía que irse.

Mary se negó a cobrarle la habitación.

—Ya lo arreglará usted con Daphne, miss, cuando vuelva a pasar por aquí. Tengo que decirle que puede usted volver otra vez esta noche. En caso de que suceda algo con su… con su amigo.

Fleurette asintió agradecida y sonrió para sus adentros. Era evidente que ya se había convertido en la comidilla de Queenstown. Y la comunidad no parecía ser muy optimista respecto a su asunto amoroso. Fleurette, a su vez, estaba aun más contenta cuando cabalgó a lo largo del lago, rumbo al sur, y luego remontó el ancho río hacia el oeste. No pasó por grandes campamentos de buscadores de oro. Se hallaba en los terrenos de viejas granjas de ovejas, la mayoría más cercanas a Queenstown que la concesión de Ruben. Los hombres habían construido allí barracones, pero a ojos de Mary se trataban más bien de una especie de versión nueva de Sodoma y Gomorra. La joven se lo había explicado de forma muy plástica; por lo visto, conocía muy bien la Biblia. Sea como fuere, Fleur estaba contenta de no tener que buscar a Ruben entre una horda de toscos compañeros. Dirigió a Niniane por la orilla del río y disfrutó del aire limpio y bastante frío. En las llanuras de Canterbury todavía hacía calor a finales de verano, pero esa región era más alta y los árboles que bordeaban el camino ya anticipaban los colores del otoño que aparecerían en esa zona. En pocas semanas los lupinos estarían en flor.

Fleur encontró extraño que hubiera tan pocos seres humanos en la zona. Si ahí se podían obtener concesiones, eso debería de estar hecho un hervidero de buscadores de oro.

Ethan, el empleado de correos, había realizado unos detallados apuntes sobre la situación de cada una de las concesiones y le había descrito con precisión el área de excavaciones de Ruben y Stue. Pero no debería de ser muy difícil de encontrar. Los hombres acampaban junto al río, y tanto Gracie como también Niniane se percataban más de su presencia que Fleur. Niniane erguía las orejas y emitía un relincho estridente que enseguida era respondido. También Gracie husmeaba y corría de un lado a otro deseosa de saludar a Ruben.

Lo primero que vio Fleur fue a Minette. La yegua estaba algo alejada de la orilla del río, atada al lado de un mulo y la miraba excitada. Junto al río, Fleur distinguió un fogón y una tienda primitiva. Demasiado cerca del río, le pasó por la cabeza. Si el Shoover sufría una crecida repentina —y eso sucedía con frecuencia en los ríos de montaña— arrastraría consigo el campamento.

¡Minnie! —Fleurette llamó a su yegua y Minette le contestó con un profundo y alegre relincho. Niniane aceleró el paso. Fleur descendió de la silla para abrazar a su caballo. ¿Pero dónde estaba Ruben? Desde el interior del bosque, que empezaba justo detrás del campamento, oyó el ronquido de una sierra y un martilleo, que de repente enmudecieron. Fleurette sonrió: Gracie debía de haber descubierto a Ruben.

En efecto, el joven salió corriendo de inmediato del bosque. Fleurette vio su sueño convertido en realidad. ¡Ahí estaba Ruben, lo había encontrado! A primera vista, tenía buen aspecto. Su rostro delicado estaba bronceado y los ojos le brillaban como siempre que la veía. Sin embargo, cuando la estrechó entre sus brazos, ella le notó las costillas, estaba muchísimo más delgado. Además se advertían en sus rasgos las huellas del cansancio y el agotamiento, y tenía las manos ásperas y llenas de heridas y arañazos. Ruben seguía siendo poco diestro en trabajos manuales.

—¡Fleur, Fleur! ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Cómo me has encontrado? ¿Has perdido la paciencia o te has escapado? ¡Eres tremenda, Fleurette! —Sonrió a la muchacha.

—¡He pensado en encargarme yo misma de eso de hacerse rico! —contestó Fleurette, y sacó la bolsa de su padre del bolsillo de su traje de montar—. Mira, ya no necesitas encontrar oro. Pero no me he escapado por eso. Tuve que… que…

Ruben no hizo ni caso de la bolsa, sino que le cogió la mano.

—Ya me lo explicarás más tarde. Primero te enseño el campamento. Éste es un lugar maravilloso, mucho mejor que esas horribles granjas donde crían ovejas y donde malvivimos al principio. Ven, Fleur…

Se encaminó hacia el bosque, pero Fleur sacudió la cabeza.

—¡Primero tengo que atar el caballo, Ruben! ¿Cómo has conseguido no perder a Minette en todos estos meses?

Ruben hizo una mueca.

—Es ella quien se ha encargado de no perderme a mí. Era su tarea, ¡admítelo, Fleur! ¡Le dijiste que cuidara de mí! —Acarició a Gracie, que saltó gimoteando hacia él.

Al final, Niniane quedó amarrada junto a Minette y el mulo, y Fleurette siguió al emocionado Ruben a través del campamento.

—Aquí es donde dormimos…, nada del otro mundo, pero limpio. No puedes ni imaginarte lo que era en esas granjas…, y aquí, el arroyo. ¡Que lleva oro! —Señaló un arroyuelo angosto pero vivaz que fluía hacia el Shotover.

—¿Cómo lo ves? —preguntó Fleur.

—¡No se ve, se sabe! —explicó Ruben—. Hay que lavarlo para que salga. Después te enseño cómo se hace. Pero estamos construyendo un lavadero. ¡Ah…, éste es Stue!

El compañero de Ruben también había dejado ahora su lugar de trabajo y se dirigía a su encuentro. Fleurette lo encontró simpático a la primera. Se trataba de un gigante musculoso, de claros y rubios cabellos, cara ancha y risueña y ojos azules.

—Stuart Peters, para servirla, ma’am. —Se presentó, dando a Fleurette un fuerte apretón que hizo desaparecer la mano de la muchacha en las suyas.

—Es usted tan hermosa como Ruben me había contado, si me permite la observación.

—Es usted un adulador, Stue. —Fleurette rio y echó un vistazo a la obra en la que Stuart había estado trabajando. Se trataba de un canalón de madera apoyado en postes y alimentado por un pequeña cascada.

—¡Esto es un lavadero de oro! —explicó Ruben con fervor—. Se llena de tierra y se vierte agua. Ésta empuja la arena y el oro se queda aquí en los nervios.

—En los canales —corrigió Stuart.

Fleurette estaba impresionada.

—¿Sabe usted algo sobre la extracción de oro, señor Peters? —preguntó.

—Stue. Llámeme simplemente Stue. Bueno, en realidad soy herrero —admitió Stuart—. Pero ya he ayudado a construir este tipo de cosas antes. De hecho es muy fácil. Aunque los viejos mineros hacen de ello toda una ciencia. Por la velocidad de la corriente y eso…

—¡Es absurdo! —exclamó Ruben dándole la razón—. Si algo pesa más que la arena, enseguida se extrae por lavado, es lógico. Da igual lo deprisa que fluya el agua. ¡Así que el oro permanece aquí!

Fleurette no estaba de acuerdo. La velocidad de la corriente también arrastraría las pepitas pequeñas al menos. Pero claro que eso dependía del tamaño de las pepitas que los chicos querían encontrar. Tal vez uno podía permitirse allí filtrar sólo las más grandes. Así que asintió dócilmente y siguió a los dos de vuelta hacia el campamento. Stue y Ruben pronto se pusieron de acuerdo en hacer un descanso. Poco después, el café hervía en un tosco recipiente sobre el fuego. Mientras, Fleurette tomaba nota de lo austero que era el hogar de ambos buscadores de oro. Sólo había una cazuela y dos cubiertos, y tuvo que compartir su taza de café con Ruben. Nada indicaba que la búsqueda de oro hubiera sido exitosa.

—Bueno, acabamos de empezar —se defendió Ruben cuando Fleur le hizo, en este sentido, una prudente observación—. Hace apenas dos semanas que conseguimos la concesión y ahora acabamos de construir nuestro lavadero.

—¡Lo que hubiera ido mucho más deprisa si ese Ethan, el usurero de Queenstown, no nos hubiera vendido una porquería de herramientas! —gruñó Stuart—. En serio, Fleur, en tres días hemos gastado tres hojas de sierra. Y anteayer volvió a romperse una pala. ¡Una pala! Esas cosas suelen durar toda una vida. Y ya puedo ir cambiando el mango cada dos días, no hay manera de que se quede fijo en la pala. No tengo ni idea de dónde saca el material Ethan, pero es caro y no dura nada.

—Pero la concesión es bonita, ¿verdad? —preguntó Ruben, y miró con los ojos iluminados los terrenos situados en la orilla. Fleur le dio la razón. Pero a ella todavía le hubiera parecido más bonito si también hubiera visto oro.

—Esto… ¿quién os ha recomendado que pidieseis la concesión? —preguntó con cautela—. Me refiero a que por el momento estáis solos. ¿Fue una especie de soplo?

—¡Fue inspiración! —explicó Stuart con orgullo—. Vimos el lugar y nos gustó. Es nuestra concesión. ¡Aquí nos haremos ricos!

Fleurette frunció el entrecejo.

—Significa esto que… hasta ahora nadie ha encontrado todavía oro en esta zona.

—No mucho —reconoció Ruben—. ¡Pero nadie lo ha buscado aún!

Los dos muchachos la miraron con entusiasmo. Fleur sonrió incómoda y decidió hacerse cargo ella misma del asunto.

—¿Ya habéis intentado lavar el oro? —preguntó—. En el arroyo, me refiero. Querías enseñarme cómo se hace.

Ruben y Stuart asintieron a la vez.

—Ya hemos encontrado un poco allí —afirmaron, y cogieron solícitos un tamiz.

—Ahora te lo enseñamos y luego puedes lavar un poco de oro mientras nosotros seguimos trabajando en el lavadero —dijo Ruben—. ¡Seguro que nos traes suerte!

Puesto que era evidente que Fleurette no necesitaba dos profesores y Stuart quería darles la oportunidad de estar solos, se retiró de nuevo río arriba. En las horas que siguieron no volvieron a oír nada más de él, salvo algún que otro improperio cuando una herramienta se rompía.

Fleurette y Ruben aprovecharon la intimidad para saludarse adecuadamente primero. Tenían que volver a comprobar lo dulces que eran sus besos y cómo reaccionaban sus cuerpos.

—¿Te casarás ahora conmigo? —preguntó Fleurette somnolienta al final—. Quiero decir que… no puedo quedarme a vivir con vosotros si no estamos casados.

Ruben asintió con gravedad.

—Es cierto, no puede ser. Pero el dinero…, Fleur, quiero ser franco. Hasta ahora no he podido ahorrar nada. Lo poco que gané en los yacimientos de oro de Queenstown se gastó en el equipo de aquí. Y lo poco que hemos ganado aquí hasta ahora, lo invertimos en herramientas nuevas. Un par de viejos mineros todavía tienen tamices, picos y palas que se han traído desde Australia, pero lo que compramos aquí dura sólo un par de días ¡Y cuesta una pequeña fortuna!

Fleur rio.

—Entonces, mejor que nos gastemos esto en otra cosa —dijo, y sacó por segunda vez en ese día la bolsa de su padre. Esta vez Ruben prestó atención y se quedó extasiado ante la visión de los dólares de oro.

—¡Fleur! ¡Esto es maravilloso! ¿De dónde lo has sacado? ¡No me digas que se lo has robado a tu abuelo! ¡Tanto dinero! Con él podemos acabar de montar bien el lavadero, construir una cabaña de madera y quizás emplear a un par de ayudantes. Fleur, con esto sacaremos de la tierra todo el oro que hay en ella.

Fleurette no dijo nada respecto a estos planes, sino que le contó la historia de su huida.

—¡No lo entiendo! ¡James McKenzie es tu padre!

Fleurette había abrigado la pequeña sospecha de que Ruben quizá ya lo supiera. A fin de cuentas, sus madres no tenían secretos entre sí y Helen solía filtrar la información de que disponía a Ruben. Pero el joven no estaba al corriente y supuso que tampoco lo estaba Helen.

—Siempre pensé que algo misterioso había en torno a Paul —dijo, sin embargo—. Ahí sí que parece que mi madre sabe algo. Pero sólo ella. Nunca me ha contado nada.

Entretanto, los dos se habían puesto en serio a trabajar junto al río y Fleur aprendió el manejo del tamiz. Hasta entonces siempre había pensado que el oro se tamizaba, pero de hecho también se trabajaba con el método de extracción sumamente sencillo que seguía el principio de lavado con abundancia de agua. Exigía algo de destreza para inclinar el tamiz y sacudirlo de modo que los componentes más ligeros de la tierra fueran arrastrados por el agua hasta que, al final, sólo quedaba primero una masa oscura, llamada «arena negra» y luego, por fin, salía a la luz el oro. Ruben no era muy habilidoso, pero Fleurette pronto se desenvolvió con soltura. Tanto Ruben como Stuart expresaron su admiración por su manifiesto talento natural. Pero poco importaba la destreza con que lavara: sólo muy de vez en cuando quedaban en el tamiz unas diminutas huellas de oro. Por la tarde llevaba casi seis horas trabajando de forma intensiva, mientras los jóvenes habían roto dos hojas de sierra más construyendo el lavadero sin haber realizado ningún auténtico avance.

En el ínterin, Fleurette dejó de preocuparse. Consideraba que buscar oro con un tamiz era, sin más, inútil. Los insignificantes rastros del preciado metal que había lavado ese día habrían sido fruto de la corriente del río. ¿Valía la pena el esfuerzo? Stuart estimó el valor de lo que ella había obtenido en menos de un dólar.

Aun así, los chicos seguían fantaseando con los grandes hallazgos de oro mientras asaban los pescados que Fleurette había capturado, de paso, en el río. Con la venta de los pescados, pensó ella con amargura, seguro que habría ganado más dinero que con todo el tamizado del oro.

—Mañana tenemos que ir primero a Queenstown para comprar nuevas hojas de sierra —gimió Stuart, cuando al final se retiró, comprensivo de nuevo con la pareja. Sostenía que podía dormir tan bien bajo los árboles, junto a los caballos, como en la tienda.

—¡Y para casarnos! —anunció Ruben con gravedad, tomando a Fleurette en sus brazos—. ¿Crees que sería muy malo si anticipáramos la noche de bodas?

Fleur sacudió la cabeza y se estrechó contra él.

—Bastará con no decírselo a nadie.