6

Las tierras situadas por encima de los lagos Tekapo, Pukaki y Ohau eran maravillosas. Fleurette no se hartaba de contemplar las aguas cristalinas de los lagos y arroyos, las caprichosas formaciones rocosas y el aterciopelado verdor de los prados. Justo detrás se alzaban los Alpes. Sideblossom tenía razón: no podía excluirse la posibilidad de que ahí todavía quedaran valles y lagos aguardando a quien los descubriese.

Loca de alegría, Fleurette dirigió su yegua montaña arriba. Tenía tiempo. ¡Tal vez encontrara oro! De todos modos, no tenía ni idea de la mejor manera de buscarlo. Una observación más precisa de los arroyos fríos como el hielo donde bebió y en los que apenas si se remojó tiritando, no le había revelado la existencia de ninguna pepita de oro. Pero como contrapartida, había pescado y, tres días después, se había atrevido a encender un fuego para asar sus presas. Al principio había tenido demasiado miedo para hacerlo y había estado constantemente a la espera de que aparecieran los hombres de Sideblossom. En el ínterin se había aproximado a la opinión de su madre: esa región era demasiado grande para peinarla. Sus perseguidores no sabrían por dónde empezar y, además, también había llovido. Incluso si quienes iban en su busca empleaban sabuesos (y al menos en Kiward Station no había ningún animal apropiado), las huellas ya hacía tiempo que habrían desaparecido y estarían frías.

Mientras tanto, Fleur se desenvolvía segura de sí misma por las tierras altas. Había jugado con frecuencia con niños maoríes de su edad y visitado a amigos en sus poblados. Por eso sabía perfectamente dónde encontrar raíces comestibles, cómo amasar la harina de takakau y cocerla, pescar y encender hogueras. No dejó rastros de su presencia. Cubrió con meticulosidad los fuegos apagados con tierra y enterró los desperdicios. No cabía duda de que nadie la seguía. En un par de días giraría al este, hacia el lago Wakatipu, donde se hallaba Queenstown.

¡Si al menos no tuviera que vivir esa aventura completamente sola! Tras casi dos semanas de cabalgada, Fleur se sentía sola. Era bonito acurrucarse por las noches junto a Gracie, pero ansiaba mucho más disfrutar de compañía humana.

Al parecer no era la única que añoraba a representantes de su misma especie. También Niniane relinchaba a veces perdida en esa amplitud de espacio, pese a que seguía obedientemente las instrucciones de Fleurette.

Al final fue Gracie la que encontró compañía. La perrita se había adelantado mientras Niniane se aventuraba por un paso accidentado. También Fleurette tenía que concentrarse en el camino, así que cuál no fue su sorpresa cuando detrás de una roca, donde la tierra pedregosa de nuevo desembocaba en una planicie cubierta de hierba, vio jugar a dos perros tricolores. Fleurette creyó al principio que se trataba de una alucinación. Pero si hubiera visto a Gracie por duplicado, ¡ambos animales deberían moverse a la par! Sin embargo, los dos saltaban uno al lado del otro, se perseguían y disfrutaban a ojos vistas de estar juntos. ¡Y se parecían como dos gotas de agua!

Fleurette se aproximó para llamar a Gracie. Distinguió entonces las diferencias entre los dos perros. Uno era algo más grande que Gracie y con el hocico más largo. Pero no había duda de que se trataba de un Border collie de pura raza. ¿A quién debía de pertenecer? Fleur estaba segura de que los Border collies no vagabundeaban ni cazaban por allí. Sin su amo no se desplazarían hasta tan lejos por la montaña. Además, ese animal daba la impresión de estar cuidado.

¡Friday! —Era una voz masculina—. Friday, ¿dónde te has metido? ¡Ya es hora de que las reúnas!

Fleur se dio la vuelta, pero no pudo ver al hombre que gritaba. Friday, la perra, se volvió hacia el oeste, donde la llanura se extendía hasta el infinito. Pero entonces debería distinguirse también a su amo. A Fleur le pareció extraño. Friday, por su parte, no parecía dispuesta a separarse de Gracie de buen grado. Pero de repente ésta se puso a olfatear, volvió los ojos brillantes hacia Fleurette y su caballo, e inmediatamente los dos perros se pusieron en movimiento como tirados por unos hilos invisibles.

Fleur los siguió a lo que parecía ser la nada, pero de golpe cayó en la cuenta de que era presa de una ilusión óptica. En ese lugar el prado no se extendía hasta el horizonte, sino que descendía en terrazas. Friday y Gracie corrieron hacia abajo. Luego, también Fleur reconoció lo que de forma tan mágica atraía a los perros. En la terraza inferior, ahora perfectamente visibles, pastaban unas cincuenta ovejas guardadas por un hombre que tiraba de un mulo por las riendas. Cuando vio a Friday llevando a remolque a Gracie, pareció tan desconcertado como antes Fleur, y luego dirigió la vista con desconfianza hacia el lugar de donde procedían las perras. Fleurette dejó que Niniane saltara terraza abajo.

Sentía más curiosidad que temor. A fin de cuentas, el desconocido pastor no tenía aspecto de ser peligroso y mientras ella se mantuviera a lomos de su caballo, él no lograría hacerle ningún daño. El mulo, con su pesada carga, no podría perseguirla.

Entretanto, Gracie y Friday se habían puesto a reunir las ovejas. Trabajaban con tanta destreza y autonomía, formando un equipo, que parecían haberlo hecho toda la vida.

El hombre se quedó de piedra cuando vio que Fleur y su yegua se acercaban saltando.

Fleur contempló un rostro anguloso y curtido por el tiempo con una abundante barba castaña, como el cabello, en el que ya asomaban algunas hebras grises. El hombre era fuerte, pero delgado, vestía una ropa desgastada, como las alforjas del mulo, pero limpia y cuidada. Sin embargo, los ojos del pastor miraban a Fleurette como si hubieran visto un fantasma.

—No puede ser —dijo en voz baja, cuando la muchacha detuvo el caballo delante de él—. No es posible…, y el perro tampoco. Pronto… pronto tendrá veinte años. ¡Dios mío…! —El hombre pareció intentar calmarse. Como buscando apoyo, se agarró a su silla de montar.

Fleur se encogió de hombros.

—No sé quién dice que no soy. Pero usted sí tiene un bonito perro.

El hombre intentaba recobrar la calma. Respiraba hondo y todavía miraba a Fleur con incredulidad.

—No me queda más remedio que devolverle el elogio —respondió un poco más sosegado—. ¿Está… está adiestrado? Me refiero si como perro pastor.

Fleur tuvo la impresión de que el hombre no se interesaba realmente por Gracie, sino que quería ganar tiempo mientras su mente seguía trabajando de manera febril. Pero Fleur asintió y buscó una tarea adecuada con la que probar a los perros. Luego sonrió y dio una orden a Gracie. La perrita salió volando.

—¿Ve el carnero ese grande de la derecha? Lo conducirá entre esas dos rocas. —Fleurette se acercó a las rocas. Gracie ya había separado el carnero y esperaba más instrucciones. Friday permanecía al acecho, dispuesta en todo momento para saltar junto a la otra perra.

Pero ésta no necesitaba ayuda. El carnero trotó relajadamente entre las piedras.

El hombre asintió y también él sonrió. Parecía mucho más tranquilo. Era evidente que había llegado a una conclusión.

—La oveja madre de ahí —dijo señalando a un animal preñado y silbó a Friday. Acto seguido la perrita salió volando para rodear el rebaño, separar la oveja indicada y llevarla a las rocas. Pero la oveja madre era menos dócil que el carnero de Gracie. Friday requirió tres intentos hasta conducirla felizmente entre las rocas.

Fleurette sonrió complacida.

—¡He ganado! —exclamó.

Los ojos del hombre centellaron y Fleur creyó reconocer en ellos ternura.

—Tiene usted unas bonitas ovejas —prosiguió atropelladamente—. Sé de qué estoy hablando. Yo soy…, vengo de una granja donde se crían ovejas.

El hombre volvió a asentir.

—Usted es Fleurette Warden, de Kiward Station —dijo él—. Por Dios, en un principio pensaba estar viendo fantasmas…, Gwyneira, Cleo, Igraine… Es usted realmente la imagen misma de su madre. Cabalga con la misma elegancia. Pero ya se preveía. Todavía recuerdo cuánto refunfuñaba de pequeña hasta que la dejaba montar —sonrió—. Pero usted no se acordará de mí. Permita que me presente…, James McKenzie.

Fleurette se lo quedó mirando a su vez, hasta que bajó la vista turbada. ¿Qué esperaba el hombre de ella? ¿Debía ella actuar como si no conociera su fama de ladrón de ganado? ¿Silenciar el hecho, todavía inconcebible, de que ese hombre era su padre?

—Yo…, escuche, no tiene que creer que yo…, que yo he venido hasta aquí porque quiera apresarlo o algo así… —añadió al final—. Yo…

McKenzie soltó una carcajada, se repuso luego y respondió a la adulta Fleur tan en serio como antaño respondía a la niña de cuatro años.

—Nunca lo hubiera esperado de usted, Miss Fleur. Siempre tuvo una debilidad por los bandidos. ¿Acaso no permaneció durante un tiempo en la banda de un tal Ruben Hood? —Ella descubrió el brillo travieso de sus ojos y lo reconoció de repente. De niña lo había llamado señor James y para ella siempre había sido un amigo especial.

Fleurette abandonó su reserva.

—¡Todavía! —respondió siguiendo la broma—. Ruben Hood y yo nos hemos prometido… Ésta es la razón de que esté aquí.

—Ajá —respondió McKenzie—. El bosque de Sherwood es demasiado pequeño para el creciente número de vuestros partidarios. Entonces, puedo serle de ayuda, Lady Fleur…, aunque ahora deberíamos llevar las ovejas a un lugar seguro. Este sitio se está poniendo muy peligroso para mí. ¿Desea acompañarme, Miss Fleur, para contarme más acerca de usted y su madre?

Fleurette asintió solícita.

—Con gusto. Pero… lo mejor sería que se pusiera usted en marcha hacia un lugar donde esté realmente a salvo. Y devolver simplemente las ovejas. El señor Sideblossom está en camino con un grupo de búsqueda…, medio ejército, dice mi madre. Mi abuelo también está con ellos. Quieren atraparlo a usted y a mí…

Fleurette echó una mirada alerta alrededor de ella. Hasta el momento se había sentido segura, pero si las sospechas de Sideblossom eran ciertas, se encontraba ahora en el terreno de Lionel Station, la zona de Sideblossom. Y posiblemente tenía el punto de referencia para saber dónde se hallaba McKenzie.

McKenzie volvió a reírse.

—¿A usted, Miss Fleur? ¿Qué habrá hecho usted para que le envíen un grupo de búsqueda?

Fleur suspiró.

—Ah, es una larga historia.

McKenzie asintió.

—Bien, entonces dejémoslo mejor para cuando estemos a bueno recaudo. Sígame, y su perra puede ir con Friday. Nos marcharemos a toda prisa. —Dio un silbido a Friday, que de inmediato pareció entender lo que se esperaba de ella. Condujo las ovejas por la terraza hacia un lado, hacia el oeste, en dirección a los Alpes.

McKenzie se subió al mulo.

—No tiene que preocuparse, Miss Fleur. En las tierras por las que ahora cabalgaremos está fuera de cualquier peligro.

Fleurette se unió a él.

—Llámeme simplemente Fleur —le pidió—. Aunque sea… muy extraño, pero todavía resulta más raro que mi…, bueno, que alguien como usted me llame Miss.

McKenzie le lanzó una mirada inquisitiva.

Ambos cabalgaron durante un rato, uno al lado del otro, en silencio, mientras los perros conducían las ovejas por un terreno al principio poco atractivo y accidentado. Allí crecía poca hierba y el camino iba pendiente arriba. Fleur se preguntaba si McKenzie la estaría llevando realmente a la montaña, pero le costaba imaginárselo.

—Cómo es que usted…, me refiero a cómo ha llegado usted… —explotó al final curiosa, mientras Niniane se adentraba hábilmente por el camino pedregoso. Éste cada vez era más difícil y se extendía ahora por el angosto cauce de un arroyo flanqueado por paredes rocosas—. Usted era capataz de Kiward Station y…

McKenzie esbozó una sonrisa irónica.

—¿Te refieres a por qué un trabajador respetado y con un sueldo aceptable se convierte en ladrón de ganado? Ésta también es una larga historia…

—Pero el camino también es largo.

McKenzie posó en ella de nuevo una mirada casi tierna.

—Pues bien, Fleur. Cuando me marché de Kiward Station lo que en realidad había planeado era comprar mi propia tierra y empezar con la cría de ovejas. Había ahorrado un poco y los dos años anteriores habían sido exitosos. Pero ahora…

—¿Pero ahora? —preguntó Fleur.

—Es casi imposible adquirir pastizales a precios aceptables. Los grandes criadores de ovejas (Warden, Beasley, Sideblossom) lo roban todo. La tierra maorí es, desde hace un par de años, propiedad de la Corona. Sin la autorización del gobernador, los maoríes no pueden comprarla. Y esa autorización sólo la obtienen unas escogidas personas interesadas. Por añadidura, las fronteras están poco definidas. A Sideblossom, por ejemplo, le pertenece el pastizal entre el lago y las montañas. Hasta ahora reclama el terreno que llega hasta las terrazas en las que nos hemos encontrado. Pero si se descubre más, sostendrá asimismo, naturalmente, que ese terreno también es suyo. Y nadie protestará a no ser que los maoríes se animen y reclamen sus derechos de propiedad. Pero casi nunca lo hacen. Su actitud frente a la tierra difiere por completo de la nuestra.

»Precisamente aquí, al pie de los Alpes, pocas veces se instalan por largo tiempo. A lo sumo, vienen un par de semanas en verano para pescar y cazar. Al menos los criadores de ovejas no se lo impiden, si son listos. Los menos listos se enfadan. Éstos son los incidentes que califican en Inglaterra de “guerras de los maoríes”.

Fleurette asintió. Miss Helen había hablado de levantamientos, pero habían acaecido sobre todo en la isla Norte.

—En cualquier caso, en aquel tiempo no encontré tierras. El dinero hubiera alcanzado, como mucho, para una granja diminuta y yo no habría podido comprarme ganado. Así que me marché a Otago en busca de oro. Sin embargo, yo prefería un proyecto distinto. Sé un poco de qué estoy hablando, Fleur, pues conocí la fiebre del oro en Australia. Así que pensé en dar un rodeo y echar un vistazo…, así lo hice, y entonces encontré esto.

McKenzie abarcó el paisaje con un gesto amplio y enfático de los brazos y Fleurette abrió los ojos como platos. Durante los últimos minutos de cabalgada, el cauce del río se había ensanchado: la vista se extendía por una altiplanicie. Había hierba en abundancia y pastizales que se dilataban por las suaves pendientes. Las ovejas enseguida se esparcieron por el terreno.

—Permítame: ¡McKenzie Station! —anunció James sonriendo—. Ocupada hasta el momento por mí y una tribu maorí que pasa por aquí una vez al año, y que tanto pueden conceder a Sideblossom como a mí. Recientemente él está cercando grandes pastizales y con ello ha cortado a los maoríes el paso a uno de sus santuarios. De todos modos tienen buenas relaciones conmigo. Acampamos juntos, intercambiamos regalos…, no me delatarán.

—¿Y dónde vende usted las ovejas? —preguntó curiosa Fleur.

James rio.

—¡Realmente quieres saberlo todo! Pues bueno, tengo un comerciante en Dunedin. No investiga a fondo si le llegan animales de calidad. Y sólo vendo los que he criado yo mismo. Cuando los animales de cría ya están quemados, no los doy, se quedan aquí, primero me desprendo de los corderos. Ven, aquí cerca está mi campamento. Es bastante básico, pero no quiero construir una cabaña. Por si acaso un pastor se extravía. —McKenzie condujo a Fleurette a una tienda y un fogón—. Puedes atar allí al caballo, he tendido una cuerda entre los árboles. Hay mucha hierba y se llevará bien con el mulo. Una yegua preciosa. ¿Emparentada con la de Gwyn?

Fleurette asintió.

—Su hija. Y Gracie es la hija de Cleo. Naturalmente, son iguales.

McKenzie rio.

—Un auténtico encuentro familiar. Friday también es hija de Cleo. Gwyn me lo dio como regalo de despedida.

De nuevo asomó una expresión de ternura en sus ojos al hablar de Gwyneira.

Fleur meditó. ¿Había sido el asunto de su concepción una simple relación comercial? El rostro de James expresaba otra cosa. Y Gwyneira le había regalado un cachorro de despedida, de ahí que tuviera los rasgos típicos de la prole de Cleo. Para Fleur había que examinar el asunto más a fondo…

—Mi madre debía de tenerle bastante estima… —dijo con cautela.

James se encogió de hombros.

—Tal vez no la suficiente… Pero cuenta, Fleur, ¿cómo le va? ¿Y al viejo Warden? He oído decir que el joven murió. ¿Pero tienes un hermano?

—¡Desearía no tener ninguno! —soltó irritada, y en el mismo momento se sintió contenta del hecho de que Paul fuera sólo su hermanastro.

McKenzie sonrió.

—Vaya, esa larga historia. ¿Quieres un té, Fleur, o prefieres whisky? —Prendió el fuego, puso agua a calentar y sacó una botella de las alforjas—. Bien, yo me permitiré tomar uno ahora. ¡Por el susto que me ha dado el fantasma! —Vertió whisky en un vaso y brindó a la salud de la muchacha.

Fleurette reconsideró su decisión.

—Un traguito —dijo entonces—. Mi madre dice que a veces sirve de medicina…

James McKenzie era un buen oyente. Estaba sentado relajadamente junto al fuego mientras Fleur le contaba la historia de Ruben y Paul, de Beasley y Sideblossom y de que no quería que ninguno de estos últimos se convirtieran en su esposo.

—Entonces, ahora vas camino de Queenstown —concluyó él al final—. Para ir a buscar a tu Ruben… Dios mío, si tu madre hubiera tenido entonces tantas agallas… —Se mordió los labios y luego siguió hablando más tranquilo—. Si quieres, podemos recorrer un trecho del camino juntos. Se diría que el asunto de Sideblossom no carece de peligro. Creo que llevaré las ovejas a Dunedin y desapareceré por un par de meses. Ya veremos, ¡tal vez pruebe suerte en los yacimientos de oro!

—Estaría bien —murmuró Fleur.

McKenzie parecía saber de qué hablaba cuando se trataba de yacimientos de oro. Si lo convencía para que colaborase con Ruben, la aventura tal vez llegara incluso a buen puerto.

McKenzie le estrechó la mano.

—Entonces, ¡por una buena colaboración! Pero ya sabes, claro está, en qué te estás embarcando. Si nos pillan, te verás involucrada, pues soy un ladrón de ganado. En derecho, deberías entregarme a la policía.

Fleurette sacudió la cabeza.

—No debo entregarle —le rectificó ella—. No como miembro de la familia. Diré simplemente que usted… es mi padre.

El rostro de James McKenzie se iluminó.

—¡Entonces, Gwyneira te lo ha dicho! —respondió con una sonrisa resplandeciente—. ¿Y te ha explicado lo que sucedió entre nosotros, Fleur? ¿Te ha dicho tal vez que…, te ha dicho al final que ella me amó?

Fleur se mordió el labio inferior. No podía repetirle lo que Gwyn había dicho. Pero también ella estaba convencida de que no había sido la verdad. En los ojos de su madre había resplandecido el mismo brillo que veía ahora en el rostro de James.

—Ella… ella se preocupa por ti —respondió al final. Y no faltaba a la verdad—. Estoy segura de que le gustaría volver a verte.

Fleurette pasó la noche en la tienda de James. Él se quedó durmiendo junto al fuego. Al día siguiente quería ponerse temprano en marcha, pero se tomaron algo de tiempo para pescar en un arroyo y cocer pan ácimo para el camino.

—No quiero descansar al menos hasta que hayamos dejado a nuestras espaldas los lagos —explicó McKenzie—. Cabalgaremos durante la noche y pasaremos las zonas habitadas durante las horas más oscuras. Fleur, será cansado, pero hasta ahora no era peligroso. Las grandes granjas están apartadas. Y en las pequeñas, la gente mantiene los ojos cerrados y las orejas tapadas. A veces encuentran una cría como recompensa entre sus ovejas, cuyos orígenes no se remontan a las grandes granjas ovejeras, sino que ha nacido aquí. La calidad de los pequeños rebaños en torno a los lagos no deja de mejorar.

Fleur rio.

—¿Sólo se puede salir de esta zona por el cauce del río, en realidad? —preguntó.

McKenzie sacudió la cabeza.

—No, también puedes ir a caballo por el pie de la montaña hacia el sur. Es el recorrido más fácil, hay una suave pendiente cuesta abajo y en algún momento basta con seguir el curso de un riachuelo hacia el oeste. De todos modos es el camino más largo. Conduce más bien a Fiordland que a las llanuras de Canterbury. Un camino de huida, pero no apto para recorrer todos los días. Así que, ensilla tu caballo. Vayámonos antes de que Sideblossom descubra nuestro rastro.

McKenzie no parecía preocupado en absoluto. Condujo las ovejas, una cantidad considerable, por el mismo camino que había tomado el día antes. Los animales no reaccionaron de buen grado al hecho de que los alejaran de sus pastizales habituales. Sobre todo las ovejas de cría «propias» de McKenzie emitieron unos balidos de protesta cuando las perras las reunieron.

En Kiward Station, Sideblossom no había perdido nada de tiempo buscando los caballos que habían sido sustituidos. A él le daba igual que a los hombres se les proporcionara caballos de tiro o de cría: lo principal era que avanzaran. Esto último todavía le pareció más importante cuando los hombres descubrieron que Fleurette había huido.

—¡Los atraparé a los dos! —vociferó iracundo Sideblossom—. A ese tipo y a la chica. ¡Que lo cuelguen el día de la boda! Y ahora, en marcha, Warden, nos vamos… ¡No, no después del desayuno! Quiero ir tras ese bichejo mientras la pista todavía esté caliente.

Naturalmente, sus esperanzas se frustraron. Fleur no había dejado rastro tras de sí. Los hombres sólo podían esperar estar realmente tras su pista si la joven se había dirigido hacia los lagos y la granja de Sideblossom. Warden sospechaba, no obstante, que Fleur había escapado a las tierras altas. Aunque envió un par de hombres a lomos de caballos rápidos directos hacia Queenstown, no contaba seriamente con salir airoso de la empresa. Niniane no era un caballo de carreras. Si Fleur quería alejarse de sus perseguidores, sólo lo haría por las montañas.

—¿Y por dónde quiere usted ahora buscar a ese McKenzie? —preguntó Reginald desalentado, cuando al final el grupo llegó a Lionel Station. La granja estaba situada en un lugar idílico a la orilla del lago, detrás se elevaban las interminables montañas de los Alpes. McKenzie podía estar en cualquier rincón de aquella zona.

Sideblossom rio con ironía.

—Tenemos un pequeño explorador —confesó a los hombres—. Creo que ya debe de estar listo para guiarnos. Antes de que me marchara todavía era algo…, cómo diría…, poco cooperativo…

—¿Un explorador? —preguntó Barrington—. ¡Hable usted claro, hombre de Dios!

Sideblossom saltó de su caballo.

—Poco antes de partir hacia las llanuras de Canterbury, envié a un chico maorí a recoger un par de caballos a las tierras altas. Pero no los encontró. Dijo que se habían escapado. Cuando lo… presionamos un poco nos contó algo de un paso o del cauce de un río o algo así, en cualquier caso, detrás de eso parece que todavía hay tierra sin explorar. Mañana nos lo enseñará. ¡O lo tengo a pan y agua hasta que el cielo caiga sobre nuestras cabezas!

—¿Ha encerrado al chico? —preguntó sorprendido Barrington—. ¿Qué dice la tribu de ello? No incomode a sus maoríes…

—Ah, ya hace una eternidad que el muchacho trabaja para mí. Es probable que no pertenezca a las tribus de la región, y si es así no me importa. Sea como fuere, mañana nos conducirá al paso.

El chico resultó ser un niño y estar desnutrido y muerto de miedo. En efecto, durante la ausencia de Sideblossom había permanecido todos los días encerrado en un cobertizo oscuro y sólo era un ovillo tembloroso. Barrington suplicó a Sideblossom que dejara de inmediato en libertad al niño, pero éste se limitó a reír.

—Si ahora lo dejó ir, desaparecerá. Que se largue mañana, cuando nos haya enseñado el camino. Nosotros nos pondremos en marcha pronto, cuando despunte el primer rayo de sol. ¡Así que conténganse con el whisky, si no lo aguantan bien!

Era de imaginar que comentarios como ése no fueran bien recibidos por los granjeros de las llanuras, aunque algunos representantes moderados de los barones de la lana, como Barrington y Beasley, ya hacía tiempo que no se sentían entusiasmados por el carismático guía. A diferencia de las anteriores expediciones tras los pasos de McKenzie, ésta no parecía una relajada cacería, sino una operación militar.

Sideblossom había peinado las estribaciones de los Alpes, por encima de las llanuras de Canterbury, de forma sistemática, para lo que había dividido a su gente en grupos más reducidos y realizado un minucioso control. Hasta el momento, los hombres habían pensado que se trataba en primer lugar de buscar a McKenzie. Pero ahora, cuando era evidente que Sideblossom tenía puntos de referencia concretos acerca de dónde se escondía el ladrón de ganado, cayeron en la cuenta de que en realidad había estado todo el tiempo tras Fleurette Warden, lo que una parte de los hombres encontró exagerado. La mitad era simplemente de la opinión de que Fleur volvería a aparecer motu proprio. Y si ella no quería casarse con Sideblossom, pues bien, había que dejar que ella decidiera.

No obstante, obedecieron de mala gana las indicaciones del granjero y se despidieron de la idea de encontrar ahí, antes de detener a McKenzie, una buena cena y un whisky de primera calidad.

—La fiesta —Sideblossom lo dejó bien claro— se celebrará tras la cacería.

Por la mañana el granjero ya estaba esperando a los hombres en los establos con el niño maorí, sucio y lloroso, a su lado. Sideblossom dejó que el chico los precediera no sin antes amenazarlo con unos castigos horribles en el caso de que se escapara.

Eso parecía poco probable ya que, a fin de cuentas, todos iban a caballo y el niño a pie.

Aun así, el muchacho demostró ser un buen corredor de fondo y brincaba con pies ligeros por las tierras pedregosas de las estribaciones de los Alpes, donde los purasangres de Barrington y Beasley, en especial, tenían dificultades.

En algún momento pareció dudar del camino, pero un par de imprecaciones de Sideblossom lograron someterlo. El pequeño maorí guio a la patrulla por un arroyo hasta el lecho seco de un río que parecía haber sido cortado a cuchillo entre las paredes de piedra…

McKenzie y Fleur tal vez habrían escapado si los perros, que los precedían, no hubieran conducido las ovejas precisamente en ese momento por un recodo del río, donde además el lecho se ensanchaba. Por añadidura, las ovejas balaban de forma cada vez más desgarradora: una ventaja más para los perseguidores que, a la vista del rebaño en el cauce del río, se abrieron en forma de abanico para cortar el avance.

La mirada de McKenzie cayó directamente sobre Sideblossom, cuyo caballo iba a la cabeza del destacamento. El ladrón de caballos detuvo el mulo. Se quedó inmóvil.

—¡Ya los tenemos! ¡Son dos! —gritó de repente alguien de la patrulla. El grito arrancó a McKenzie de su inmovilismo. Tendría una ventaja si se daba la vuelta: los hombres deberían pasar entre un rebaño de trescientas cabezas de ovejas que se apelotonaban en el cauce. Pero llevaban caballos veloces y él sólo un mulo, que además cargaba con todas sus pertenencias. No había esperanzas. Pero sí para Fleurette…

—Fleur, ¡da la vuelta! —le gritó James—. Ve por donde te he dicho. Intentaré pararlos.

—Pero tú…, nosotros…

—¡Ve, Fleurette! —McKenzie se llevó la mano corriendo a la riñonera, ante lo cual un par de hombres abrieron fuego. Por suerte lo hicieron con poca decisión y sin apuntar bien. El ladrón sacó una pequeña bolsa y se la arrojó a la muchacha.

—¡Toma! ¡Y ahora, ve, maldita sea, vete!

Mientras, Sideblossom se había abierto camino entre las ovejas a lomos de su semental y ya casi estaba a la altura de McKenzie. En pocos segundos distinguiría a Fleurette, que hasta el momento se ocultaba tras un par de rocas. La muchacha venció el intenso deseo de permanecer junto a McKenzie: él tenía razón, no le quedaba otro remedio.

Todavía algo insegura, pero dando instrucciones claras a Niniane, se volvió mientras McKenzie se dirigía despacio hacia Sideblossom.

—¿De quién son estas ovejas? —preguntó lleno de odio el criador.

McKenzie lo miró impasible.

—¿Qué ovejas?

Fleur todavía vio con el rabillo del ojo que Sideblossom desmontaba del mulo a James y empezaba a golpearlo, fuera de sí. Luego siguió su camino. Niniane regresaba a galope tendido a «las tierras altas de McKenzie». Gracie la seguía, pero no así Friday. Fleur se reprochó no haber llamado a las perras, pero ya era demasiado tarde. Respiró aliviada cuando dejó tras de sí las peligrosas y rocosas tierras del lecho fluvial y los cascos de Niniane de nuevo pisaron la hierba. Cabalgó hacia el sur tan deprisa como le permitía su montura.

Nadie volvería a alcanzarla.