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Poner en práctica esa decisión resultó difícil, sin embargo. O bien no se encontraba un pretexto para alejar a la joven o no se daba con la familia adecuada para que la acogiera. Gwyn había pensado en una familia con niños: en Christchurch seguían faltando institutrices y una hija de buena familia tan guapa y cultivada como Fleur sería bien recibida en cualquier hogar. De hecho, sólo se podía tomar en consideración a los Barrington y los Greenwood, y Antonia Barrington, una joven poco agraciada, enseguida rechazó tal oferta cuando Gwyn se la presentó cautelosamente. Gwyn no podía reprochárselo. Ya las primeras miradas que el joven lord arrojó a la hermosa Fleurette la convencieron de que en esa casa su hija iría de mal en peor.

Elizabeth Greenwood, por otra parte, habría acogido con agrado a Fleur. El amor que George Greenwood sentía por ella y su fidelidad estaban fuera de cualquier duda. Para Fleur era también un «tío» estimado y en su casa, por añadidura, habría aprendido más sobre contabilidad y administración de empresas. Sin embargo, los Greenwood estaban a punto de marcharse a Inglaterra. Los padres de George querían conocer de una vez a sus nietos y Elizabeth apenas si podía contener su impaciencia.

—Sólo espero que su madre no me reconozca —dijo a Gwyneira, confiándole sus temores—. Se cree que procedo de Suecia. Si ahora comprueba que…

Gwyneira sacudió riendo la cabeza. Era totalmente imposible reconocer en la joven, bella y de buena presencia de hoy, cuyas maneras impecables la habían convertido en uno de los puntales de la sociedad de Christchurch, aquella huérfana medio muerta de hambre y tímida que casi veinte años atrás había dejado Londres.

—Te querrá —aseguró Gwyneira a la joven—. Y no hagas ninguna tontería ni intentes hablar con acento sueco o algo así. Les dices que has crecido en Christchurch, y es cierto. Así que hablas inglés y se acabó.

—Pero se darán cuenta de que hablo cockney —replicó preocupada Elizabeth.

Gwyn se echó a reír.

—Elizabeth, comparados contigo, todos hablamos un inglés horrible, exceptuando, naturalmente, a Helen, de quien tú has aprendido. Así que no te inquietes.

Elizabeth asintió insegura.

—Bueno, de todos modos George dice que no tendré que hablar demasiado. Su madre es la que lleva la voz cantante.

Gwyneira volvió a reír. Los encuentros con Elizabeth siempre resultaban refrescantes. Era mucho más inteligente que la obediente y algo aburrida Dorothy de Haldon y la bonita Rosemary, que entretanto se había prometido con el socio de la panadería de su padre adoptivo. De nuevo volvió a preguntarse qué habría sucedido con las otras tres niñas que zarparon con ellos en el Dublin. Helen había recibido por fin respuesta de Westport. Una Mistress Jolanda respondió disgustada que Daphne, junto con las mellizas (y los ingresos de todo un fin de semana), habían desaparecido sin dejar rastro. La dama había tenido la desfachatez de reclamar el dinero a Helen. Ésta no contestó la carta.

Al final, Gwyn se despidió cariñosamente de Elizabeth, no sin antes entregarle la lista de compras que toda mujer de Nueva Zelanda ponía en las manos de una amiga que viajaba a la madre patria. Claro que a través de la compañía de George podía pedirse prácticamente todo lo que había de adquirible en Londres, pero siempre había un par de deseos íntimos que no se confiaban de buena gana a esa lista de encargos. Elizabeth prometió vaciar las tiendas londinenses siguiendo las órdenes de Gwyn y ésta se marchó en perfecta armonía; pero sin haber hallado una solución para Fleurette.

De todos modos, en el transcurso de los siguientes meses, la situación en Kiward Station también se relajó. Después de haber agredido a Fleur, Gerald estaba más sobrio. Evitaba a su nieta y Gwyneira se ocupaba de que Fleurette hiciera lo mismo con él. En cuanto a Paul, el anciano puso mayor empeño en que se familiarizase con las tareas de la granja. Ambos desaparecían con frecuencia de buena mañana en algún lugar de los pastizales y no volvían a presentarse de vuelta hasta el anochecer. Tras ello, Gerald bebía su whisky de la tarde, pero nunca alcanzaba el nivel de embriaguez de sus anteriores borracheras, que duraban un día entero. La relación con su abuelo también le sentó bien a Paul, mientras que Kiri y Marama más bien manifestaban preocupación. Gwyneira oyó una conversación entre su hijo y la muchacha maorí que la inquietó bastante.

—Wiramu no es un mal tipo, Paul. Es diligente, un buen cazador y un buen pastor. Despedirlo es una injusticia.

Marama limpiaba la plata en el jardín. A diferencia de su madre, lo hacía con agrado, le gustaba que el metal reluciera. A veces cantaba mientras lo hacía, pero a Gerald no le gustaba oírla porque no soportaba la música de los maoríes. A Gwyn le sucedía en cierto modo lo mismo, pero porque ella recordaba los tambores de aquella nefasta noche. Aun así, las baladas de Marama, interpretadas con dulce voz, sin embargo, la complacían y, sorprendentemente, también Paul parecía escucharlas con agrado. Pero ese día tenía que jactarse ante su amiga contándole la excursión que había hecho con su abuelo el día antes. Los dos habían estado controlando los carneros mientras iban camino a la montaña. Ahí se encontraron al joven maorí Wiramu. Éste llevaba a su tribu de Kiward Station el botín de una pesca sumamente exitosa. No había razón en sí para castigarlo, pero el joven pertenecía a una de las patrullas de guardianes de ganado que Gerald había nombrado hacía poco para poner fin a las acciones de James McKenzie. Por eso, Wiramu tendría que haber estado en la montaña, y no en el pueblo con su madre. Gerald había sido presa de una ataque de rabia y había echado una reprimenda al chico. A continuación pidió a Paul que decidiera el castigo que había que darle al maorí. Paul decidió despedir a Wiramu sin sueldo.

—¡El abuelo no le paga para que esté pescando! —explicó Paul con arrogancia—. ¡Tiene que quedarse en su sitio!

Marama sacudió la cabeza.

—Pero yo pienso que, de todos modos, las patrullas no están quietas. En realidad da igual dónde esté Wiramu. Y todos los hombres pescan. Tienen que pescar y cazar. ¿O les dais vosotros provisiones?

—¡Esto es igual! —respondió Paul con presunción—. McKenzie no roba las ovejas al lado de la casa, sino en la montaña. Ahí es donde los hombres deben patrullar. Pueden pescar y cazar para satisfacer sus propias necesidades. Pero no para cubrir las de todo el pueblo. —El joven estaba firmemente convencido de que tenía la razón.

—¡Es que no lo hacen! —Marama insistió. Intentaba con todas sus fuerzas que Paul comprendiera el punto de vista de su gente. No entendía por qué resultaba tan difícil. Paul había crecido prácticamente con los maoríes. ¿Era posible que no hubiera aprendido nada con ellos salvo las técnicas de caza y pesca?—. Pero acaban de descubrir el río y la tierra de esa zona. Nadie había pescado antes allí, las nasas estaban llenas. No podían comérselo todo ni dejar secar el pescado, a fin de cuentas tienen que patrullar. Si nadie hubiera ido al pueblo, el pescado se habría podrido. ¡Y Paul, tú ya sabes que eso es una vergüenza! ¡No hay que dejar que la comida se eche a perder, los dioses no lo permiten!

Wiramu había sido elegido por el grupo, formado en su mayoría por maoríes, para que llevara la captura al poblado e informara a los más ancianos acerca de la abundante pesca que había en las aguas recién descubiertas. También la tierra de la región debía de ser fértil y rica en animales de caza. Era muy posible que la tribu pronto se pusiera en marcha y pasara un tiempo allí pescando y cazando. Eso habría sido una forma de actuar ventajosa para Kiward Station. Nadie robaría ganado en ese entorno si los maoríes estaban allí vigilando. Pero ni Gerald ni su nieto habían podido, o no habían querido, ir hasta tan lejos con sus pensamientos. En lugar de eso habían enojado a los maoríes. Con toda seguridad, la gente de Wiramu que estaba en las montañas pasaría por alto los robos de ganado y la tarea de la patrulla, en el futuro, sería menos efectiva.

—El padre de Tonga dice que reclamará la nueva tierra para sí y su tribu —explicó Marama además—. Wiramu lo empujará a ello. Si el señor Gerald hubiera sido amable con él, os la habría enseñado y vosotros habríais podido apearla.

—¡Ya nos arreglaremos! —contestó Paul dando muestras de superioridad—. Nosotros no necesitamos ser amables con un bastardo cualquiera.

Marama sacudió la cabeza; desistió, sin embargo, de informar al joven de que Wiramu no tenía nada de bastardo, sino que era el respetado sobrino del jefe de la tribu.

—Tonga dice que los kai tahu se inscribirán como propietarios de las tierras en Christchurch —prosiguió ella—. Puede leer y escribir tan bien como tú, y Reti les ayudará también. Ha sido una tontería despedir a Wiramu, Paul. ¡Una gran tontería!

Paul se levantó iracundo y tiró el cajón con los cubiertos de plata que Marama acababa de limpiar. No cabía duda de que lo había hecho con mala intención, pues siempre solía moverse con más agilidad.

—Eres una chica y sólo eres una maorí. ¿Cómo vas a saber tú lo que es tonto?

Marama rio y recogió con toda tranquilidad los cubiertos de plata. No era fácil hacerla enfadar.

—¡Ya verás quién se queda al final con las tierras! —contestó sin inmutarse.

Esa conversación reafirmó los temores de Gwyneira. Paul se granjeaba innecesariamente enemigos. Confundía la fuerza con la dureza, lo que tal vez fuera normal a su edad. Pero Gerald habría tenido que reprenderlo en lugar de barrer para su propia casa. ¿Cómo podía permitir que un chico de doce años decidiera si había que despedir o no a un trabajador?

Fleurette volvió a su vida cotidiana e incluso fue a visitar a Helen en O’Keefe Station, claro que sólo cuando Gerald y Paul estaban de viaje y no era previsible que Howard apareciera de repente. Gwyn lo encontraba imprudente y prefería que las mujeres se reuniesen en Haldon. Ya había devuelto el mulo Nepumuk a Helen.

Fleurette seguía escribiendo largas cartas a Queenstown, pero sin obtener respuesta. A Helen le sucedía lo mismo: también ella estaba muy preocupada por su hijo.

—Si al menos hubiera ido a Dunedin… —suspiraba. En Haldon se había abierto recientemente una tetería en la que también podían entrar mujeres respetables, encontrar un sitio donde sentarse e intercambiar novedades—. Podría haber ocupado un puesto como mozo de los recados en un despacho. Pero ir a buscar oro…

Gwyn se encogió de hombros.

—Quiere hacerse rico. Y tal vez tenga suerte, los yacimientos de oro parecen ser realmente enormes.

Helen puso los ojos en blanco.

—Gwyn, amo a mi hijo por encima de todas las cosas. Pero el oro debería crecer de los árboles y caérsele en la cabeza para que lo encontrara. Es como mi padre, Gwyn, y él sólo era feliz cuando se encerraba en su estudio y estaba inmerso en los textos bíblicos. En el caso de Ruben son los códigos legales. Creo que sería un buen abogado o un buen juez, posiblemente un buen comerciante también. George Greenwood dijo que se desenvolvía bien con la clientela: es un hombre complaciente. Pero desviar arroyos para lavar oro o cavar galerías o lo que haya que hacer, no es lo suyo.

—¡Lo hará por mí! —intervino Fleur con una expresión iluminada en el rostro—. Por mí lo hace todo. ¡Al menos lo intentará!

Por el momento, en Haldon se hablaba menos de los hallazgos de oro de Ruben O’Keefe que de los cada vez más audaces robos de ganado de James McKenzie. Un criador de ovejas de nombre John Sideblossom, era la última mayor víctima de los asaltos de McKenzie.

Sideblossom vivía en el extremo occidental del lago Pukaki, ya en lo alto de las montañas. Visitaba pocas veces Haldon y prácticamente nunca Christchurch, pero era propietario de unos terrenos enormes en las estribaciones de los Alpes. Vendía los animales en Dunedin, por lo que no se contaba entre la clientela de George Greenwood.

Sin embargo, Gerald parecía conocerlo. De hecho se alegró como un niño cuando un día recibió la noticia de que Sideblossom quería reunirse en Haldon con ganaderos de su mismo parecer para plantear formar una nueva expedición de castigo a las montañas contra James McKenzie.

—¡Está totalmente convencido de que ese McKenzie se ha establecido en su región! —explicó Gerald mientras se tomaba el obligado whisky previo a las comidas—. En algún lugar por encima de los lagos, y que debe de estar explotando nuevas tierras. John apuesta a que desaparece por un pasaje que nosotros no conocemos. Y saca provecho de extensas superficies. Debemos reunir a nuestros hombres y acabar con ese sujeto de una vez por todas.

—¿Sabe Sideblossom de qué está hablando? —preguntó Gwyneira impasible.

En los últimos años, casi todos los barones de la lana habían proyectado batidas junto al fuego de su chimenea. La mayoría, no obstante, jamás llegaba a realizarse porque nunca había gente suficiente para peinar las tierras de sus vecinos. Se precisaba de una figura carismática como Reginald Beasley para reunir a los aislados criadores de ovejas.

—¡Yo mismo te lo puedo asegurar! —vociferó Gerald—. Johnny Sideblossom es el perro más salvaje que puedas haberte encontrado. Lo conozco de la pesca de ballenas, era un novato total, de la misma edad que Paul ahora… —El chico aguzó el oído—. Se enroló como grumete con su padre. Pero el viejo bebía como una cuba y un día, mientras se lanzaban los arpones y la ballena iba dando coletazos alrededor como una loca, el animal lo tiró del barco, dicho con más precisión, volcó el bote y todos cayeron al agua. Sólo el niño se quedó hasta el último segundo y disparó los arpones antes de que la barcucha zozobrara. ¡Johnny Sideblossom acabó con la ballena! ¡Con diez años! A su padre lo pilló, pero a partir de entonces perdió el miedo. Se convirtió en el arponero más temido de la costa Oeste. Pero en cuanto oyó que había oro en Westport, ahí estaba él. Al final compró tierras arriba, junto al lago Pukaki. Y ganado de la mejor calidad, aparte del mío. Si no me equivoco, ese bribón de McKenzie le condujo uno de mis rebaños a la montaña. Pronto hará veinte años de eso.

Diecisiete, pensó Gwyneira. Se acordaba de que James se había encargado de esa misión sobre todo para no cruzarse en su camino. ¿Habría ya entonces explorado nuevas rutas durante el recorrido y encontrado la tierra de sus sueños?

—Le informaré por carta de que nos reuniremos aquí. ¡Sí, es una buena idea! Invitaré a un par de personas más y haremos que de una vez por todas las cosas se hagan bien. Cogeremos a ese tipo, no hay que preocuparse. Todo lo que Johnny empieza acaba bien. —Gerald habría preferido coger la pluma y el tintero en ese mismo instante, pero Kiri apareció con la comida. No obstante, al día siguiente puso manos a la obra y Gwyn suspiró ante la idea del festín y la borrachera que precedería a la gran expedición de castigo. A pesar de eso, Johnny Sideblossom la había intrigado. Si eran ciertas sólo la mitad de las historias que Gerald había contado durante la comida en torno a la mesa, Sideblossom debía de ser un diablo, y posiblemente un peligroso rival para James McKenzie.

Casi todos los ganaderos de la región aceptaron la invitación de Gerald y, en esta ocasión, parecía realmente no interesarles la fiesta. No cabía duda de que James McKenzie había ido demasiado lejos. Y John Sideblossom parecía tener, en efecto, las aptitudes para ponerse a la cabeza de los hombres. Gwyneira lo encontró totalmente imponente. Cabalgaba a lomos de un semental negro y fuerte, con una bella estampa, pero también bien domado y de fácil manejo. Era probable que supervisara sus pastizales con ese caballo y vigilara la conducción del ganado. Además era alto, les pasaba casi una cabeza incluso a los barones de la lana más corpulentos. Su cuerpo era macizo y musculoso, el rostro quemado por el sol y de rasgos hermosos, el cabello oscuro, abundante y ondulado. Lo llevaba medio largo, lo que resaltaba su rudeza. Al mismo tiempo era de carácter chispeante y seductor. Enseguida tomó el mando de la conversación, palmeó en el hombro a los viejos amigos, soltó unas fuertes carcajadas con Gerald y parecía capaz de consumir whisky como si de agua se tratara sin que nadie se diera cuenta.

Con Gwyneira y las pocas otras mujeres que habían acompañado a sus esposos al encuentro fue de una cortesía exquisita. No obstante, a Gwyn no le gustó sin que pudiera acertar el porqué. Ya a primera vista, sintió cierto rechazo. ¿Era porque tenía los labios finos y duros y su sonrisa no se le reflejaba en los ojos? ¿O eran esos ojos en sí, tan oscuros que casi parecían negros, fríos como la noche y calculadores? Gwyneira notó que su mirada claramente se posaba en ella y que la repasaba de arriba abajo, evitando el rostro, observando la figura, todavía delgada, y las formas femeninas. En su juventud se habría ruborizado, pero en la actualidad le devolvió una mirada llena de aplomo. Ella era allí la dueña de la casa, y él un invitado, y ella no estaba interesada en ningún tipo de contacto que pudiera surgir del encuentro. Habría preferido mantener alejada a Fleurette del viejo amigo y compañero de borracheras de Gerald, pero, naturalmente, era imposible, pues se esperaba que la muchacha participara del banquete nocturno. Aun así, Gwyn rechazó la idea de advertir a su hija: Fleur haría todo lo que estuviera en su mano por parecer poco atractiva y probablemente volvería a despertar la cólera de Gerald.

Así que Gwyn observó recelosa a su singular huésped cuando Fleur apareció escaleras abajo, tan resplandeciente y bellamente engalanada como Gwyneira la primera noche en Kiward Station. La joven llevaba un sencillo vestido de color crema que realzaba el ligero bronceado de su tez, por lo demás clara. En las mangas, el escote y la cintura estaba adornado con unas aplicaciones doradas y marrones que conjugaban con ese color bastante singular, avellana casi dorado, de sus ojos. No se había recogido el cabello, sino que se había trenzado unos finos mechones a ambos lados de la cabeza y los había unido por detrás. Era un peinado bonito, pero sobre todo práctico porque le despejaba el rostro. Fleurette se peinaba ella misma; a ese respecto, siempre había rechazado la ayuda de la doncella.

La dulce figura de Fleur y su cabello suelto le daban un carácter élfico. Por mucho que su aspecto y temperamento semejaran a los de su madre, Fleurette irradiaba algo distinto por completo. La muchacha era más cariñosa y dócil que la joven Gwyn y de los ojos de color castaño dorado surgía antes una sonrisa que un destello provocador.

Los hombres reunidos en el salón se quedaron arrobados ante su aparición, y mientras que la mayoría parecía encantada, Gwyneira reconoció en la mirada de John Sideblossom una expresión de deseo. A su entender, el hombre retuvo la mano de Fleurette un momento demasiado largo al saludarla cortésmente.

—¿Existe también una señora Sideblossom? —preguntó Gwyn cuando los invitados y el anfitrión se hubieron por fin sentado a comer. Gwyneira se había situado como compañera de mesa junto a John Sideblossom, pero el hombre le hacía tan poco caso que casi rayaba en la mala educación. En lugar de eso, sólo tenía ojos para Fleur, quien mantenía una aburrida conversación con el anciano Lord Barrington. El lord había cedido sus negocios en Christchurch a su hijo y se había retirado a descansar en una granja de las llanuras de Canterbury donde criaba con mucho éxito caballos y ovejas.

John Sideblossom miró a Gwyn como si se percatara por vez primera de su presencia.

—No, ya no existe ninguna señora Sideblossom —respondió a la pregunta de Gwyn—. Mi esposa murió hace tres años cuando nació mi hijo.

—Lo siento —dijo Gwyn, y nunca había expresado una fórmula de cortesía con tanta franqueza—. Y también por el niño, ¿he entendido bien que el niño sobrevivió?

El granjero asintió.

—Sí, mi hijo crece prácticamente con los empleados domésticos maoríes. No es una solución del todo acertada, pero mientras sea pequeño bastará. A la larga tendré que buscarme algo distinto. Pero no es fácil encontrar a la mujer adecuada… —Al tiempo que hablaba seguía contemplando a Fleur, sacando con ello de sus casillas a Gwyn. Ese individuo hablaba de una mujer como si se tratara de un pantalón de montar—. ¿Está su hija prometida a alguna persona? —preguntó completamente en serio—. Parece ser una muchacha muy bien educada.

Gwyn estaba tan perpleja que no sabía qué responder. Sea como fuere, ese hombre no se andaba con rodeos.

—Fleurette todavía es muy joven… —respondió al final, eludiendo el tema.

Sideblossom se encogió de hombros.

—Esto no dice nada en su contra. Siempre he sido de la opinión de que nunca es demasiado pronto para casar a esas pollitas, en caso contrario empiezan a ocurrírseles tonterías. Y mientras son jóvenes dan a luz con mayor facilidad. Me lo dijo la comadrona cuando murió Marylee. Ella ya había cumplido veinticinco años.

Dicho esto apartó la vista de Gwyneira. Algo de lo que estaba diciendo Gerald debía de haber atraído su atención y pocos minutos después estaba inmerso en una animada charla con algunos de los otros ganaderos.

Gwyneira conservó la calma, pero en su interior ardía de cólera. Estaba acostumbrada a que las jóvenes no fueran cortejadas por su personalidad, sino por razones dinásticas o financieras. Pero era obvio que ese sujeto se pasaba de la raya. Ya sólo por el modo que tenía de hablar de su fallecida esposa: «Marylee ya había cumplido veinticinco años». Sonaba como si hubiera muerto prematuramente por los achaques de la vejez sin importar si antes le había dado o no un hijo a Sideblossom.

Cuando los invitados se reunieron más tarde para charlar en grupos sueltos en el salón y dar por terminado el último tema tratado a la mesa, antes de que las damas se retirasen al salón de Gwyneira para tomar té y licor y los hombres se encaminaran al refugio de Gerald para fumar sus puros y tomar whisky, Sideblossom dirigió sus pasos directamente hacia Fleurette.

Gwyneira, que no podía interrumpir la conversación con Lady Barrington, observaba nerviosa cómo le hablaba a Fleur. Al parecer era cortés y prodigaba sus encantos. Fleurette sonreía turbada y luego participó de buen grado en la conversación. Por la expresión de su rostro, el tema giraba en torno a perros y caballos. De otro modo, a Gwyneira no le habría llamado la atención que Fleur estuviera tan atenta e interesada. Cuando por fin logró librarse de Lady Barrington y deslizarse discretamente en dirección a Sideblossom confirmó su suposición.

—Claro que gustosamente le mostraré la yegua. Si lo desea podemos dar juntos un paseo a caballo mañana. He visto su semental, ¡es realmente bonito! —Fleurette parecía encontrar simpático al invitado—. ¿O ya se marcha mañana?

La mayoría de los presentes volvería a sus granjas ya al día siguiente. Habían acabado de organizar la expedición de castigo y los hombres se proponían encontrar en los alrededores a la gente que estuviera lista para participar. Algunos criadores de ovejas querían formar parte ellos mismos de la expedición, al menos contribuir con un par de jinetes armados.

No obstante, John Sideblossom sacudió la cabeza.

—No, me quedaré un par de días aquí, Miss Warden. Hemos acordado reunir a la gente de la región de Christchurch aquí y luego cabalgar todos juntos hacia mi granja. Será el punto de partida de todas las demás actividades. En estas condiciones, acepto su oferta. El semental lleva además sangre árabe. Hace un par de años pude adquirir un caballo del desierto en Dunedin y he cruzado con él los caballos de nuestra granja. El resultado es muy hermoso, pero a veces algo ligero.

Gwyn se tranquilizó en un principio. Mientras que ambos hablaran de caballos, Sideblossom se comportaría. Y era posible que a Fleurette de hecho le gustara. La unión sería adecuada: Sideblossom era respetado y poseía casi más tierras que Gerald Warden, si bien eran menos fértiles. Claro que el hombre era bastante viejo para Fleur, pero se mantenía en los límites. ¡Si no fuera porque no le producía una buena impresión! ¡Si el sujeto no pareciera tan frío y falto de sentimientos! Y luego estaba también el asunto con Ruben O’Keefe. Con toda seguridad, Fleurette no estaría dispuesta a despedirse de su amor.

Sin embargo, en los días que siguieron, la joven pareció disfrutar de la compañía de John Sideblossom. Era un jinete osado, lo que a Fleur le gustaba, un narrador cautivador y un buen oyente. Por añadidura tenía encanto y una malicia que la muchacha encontraba atractivos. Fleur rio cuando, practicando el tiro al pichón con Gerald, Sideblossom no apuntó al pichón sino que disparó al tallo de una de las rosas abandonadas del jardín para regalarle la flor.

—¡La rosa de la rosa! —dijo; aunque poco original, Fleur pareció sentirse halagada.

Paul, por el contrario, se disgustó. Admiraba a John Sideblossom desde que Gerald le había hablado de él y en cuanto lo conoció en persona, empezó a idolatrarlo. Sideblossom no prestaba atención al muchacho. O bien bebía y conversaba con Gerald o bien se ocupaba de Fleur. Paul reflexionaba sobre cómo iba a lograr contarle la cruda verdad sobre su hermana. De momento, a su pesar, no había encontrado la oportunidad.

John Sideblossom era un hombre de decisiones rápidas y acostumbrado a conseguir lo que quería. Había visitado Kiward Station, sobre todo, para movilizar de una vez a los criadores de ovejas. Pero cuando conoció a Fleurette, pronto tomó la decisión de aprovechar la oportunidad de solucionar otro problema. Necesitaba una nueva esposa y ahí había salido a su paso, de improviso, una buena candidata. Joven, deseable, de buena familia y a todas luces bien educada. Al menos podría ahorrarse los primeros años el profesor particular del pequeño Thomas. La unión con los Warden le abriría nuevas puertas en la buena sociedad de Christchurch y Dunedin. Si había entendido bien, la madre de Fleurette procedía incluso de la nobleza inglesa. La muchacha parecía, de todos modos, algo asilvestrada y resultaba evidente que la madre era dominante. Sideblossom en ningún caso habría permitido que una mujer se inmiscuyera en la dirección de la granja e incluso en la conducción del ganado. Pero eso era asunto de Warden; ya se encargaría él de enderezar a Fleurette. Por añadidura, ella podría aportar ese animal que evidentemente tanto quería: la yegua traería al mundo unos potros fantásticos y también la perra pastora era, sin lugar a dudas, un hallazgo. Pero cuando la muchacha estuviera embarazada, era obvio que no podría montarla ella misma. Sideblossom se esforzó ya por engatusar a Gracie, lo que aumentaría la simpatía de Fleurette hacia él. Tres días después, el granjero estaba convencido de que Fleur no lo rechazaría. Y Gerald Warden seguramente estaría satisfecho de casar tan bien a la joven.

Gerald había observado con sentimientos encontrados el modo en que John se ganaba los favores de Fleurette. Esta vez la joven no parecía poner reparos; Gerald encontró incluso que su nieta coqueteaba de forma bastante desvergonzada con su viejo amigo. Sin embargo, su alivio se mezclaba con los celos. John tendría lo que Gerald no podía obtener. Sideblossom habría de conseguir a Fleur sin violencia, ella se entregaría por voluntad propia. Gerald ahogó sus pensamientos prohibidos en el whisky.

Al menos estaba preparado cuando Sideblossom se reunió con él el cuarto día de su estancia en Kiward Station y le comunicó sus intenciones de casarse.

—Ya sabes, viejo amigo, que conmigo estará bien cuidada —dijo Sideblossom—. Lionel Station es grande. Si admitimos que la mansión tal vez no es tan estupenda como ésta, sí es muy confortable. Tenemos servicio en abundancia. Cuidaremos de la muchacha en todos los aspectos. Claro que ella misma tendrá que ocuparse del niño. Pero seguro que pronto tiene hijos propios y todos caerán en el mismo saco. ¿Tienes algo que objetar a que le haga una proposición de matrimonio? —Sideblossom se sirvió un whisky.

Gerald sacudió la cabeza y dejó que le sirviera un vaso a él también. Sideblossom tenía razón, lo que sugería era la mejor solución.

—No tengo nada que oponer. Pero la granja no dispone de mucho dinero líquido para la dote. ¿Te bastaría con un rebaño de ovejas? También podríamos contar con dos yeguas de cría…

Los dos hombres pasaron la hora siguiente pactando apaciblemente cuál sería la dote de Fleurette. Ambos se las sabían todas en lo que al comercio de ganado concernía. Las ofertas iban de un lado a otro. Gwyneira, que de nuevo prestaba oídos a lo que decían, no se inquietó: entendía que se iba a renovar la sangre de los rebaños de Lionel Station. El nombre de Fleurette no se mencionó ni una sola vez.

—¡Pero… pero te lo tengo que advertir! —dijo Gerald una vez que se hubieron puesto de acuerdo y el importe de la dote quedó determinado con un apretón de manos y sellado con mucho más whisky—. La pe… pequeña no es fácil. Se ha… se ha obsesionado con un asunto con… con un joven vecino… es pura tontería, el chico también se ha… largado ahora. Pero tú… ya co… conoces a las mujeres…

—En realidad no tenía la impresión de que Fleurette fuera a oponerse —contestó asombrado Sideblossom. También ahora parecía, como siempre, totalmente sobrio, si bien ya hacía rato que la primera botella de whisky estaba vacía—. ¿Por qué no hacemos las cosas bien ahora mismo y se lo preguntamos a ella? Vamos, ¡llámala! ¡Estoy de humor para un beso de compromiso! Y mañana estarán de vuelta otros ganaderos. Así se lo podremos comunicar enseguida.

Fleurette, que acababa de llegar de un paseo a caballo y se disponía a cambiarse para la cena, se sorprendió de que Witi llamara tímidamente a su puerta.

—Miss Fleur, el señor Gerald desearía hablar con usted. Él… ¿cómo lo ha dicho? Le pide que se presente sin la menor tardanza a su habitación. —Era evidente que el sirviente maorí quería introducir una observación más, y al final se decidió—: Lo mejor es que se dé prisa. Los hombres mucho whisky, poca paciencia.

Tras lo sucedido con Reginald Beasley, Fleur recelaba de las invitaciones repentinas de Gerald a su habitación. De forma instintiva decidió no hacer gala de sus atractivos y se puso de nuevo el traje de montar en lugar del vestido de seda verde oscuro que Kiri le había preparado. Habría preferido consultar a su madre, pero no sabía dónde se había metido. Tantas visitas y el trabajo adicional de la granja requerían a Gwyneira mucha dedicación. En la actualidad no había, sin embargo, mucho que hacer: era enero. Había concluido la esquila y los corderos habían nacido, las ovejas ya vagaban en su mayoría libres por los pastizales de la montaña. Pero el verano de ese año era inusualmente húmedo y había que hacer constantes reparaciones; además, la recolección del heno se convertiría en un juego de azar. Fleur decidió no esperar a Gwyn y, sobre todo, no malgastar el tiempo buscándola. Fuera lo que fuese lo que Gerald quisiera, ella misma debía arreglarlo con él. Y no había que temer ningún acto de violencia. A fin de cuentas, Witi se había referido a «los hombres». Sideblossom estaría también presente y haría de moderador.

John Sideblossom se llevó una desagradable sorpresa cuando Fleur entró en la sala de caballeros con el traje de montar todavía y el cabello alborotado. Podría haberse arreglado un poco mejor, si bien su aspecto era, sin duda, encantador. No, no le resultaría difícil comportarse con cierto romanticismo.

—Miss Fleur —dijo—, ¿me permite que tome la palabra? —Sideblossom se inclinó educadamente ante la muchacha—. A fin de cuentas soy yo el más interesado y no soy de ese tipo de hombres que envían antes a otro para presentar una petición de matrimonio. —Miró los ojos asustados de Fleur y creyó que el centelleo nervioso que en ellos descubrió era una forma de estímulo—. Hace sólo tres días que la vi por primera vez, Miss Fleur, y desde el primer momento me sentí cautivado por usted, por sus maravillosos ojos y su dulce sonrisa.

»La amabilidad que ha tenido para conmigo en los últimos días ha alimentado mi esperanza de que tampoco usted rechazaba mi compañía. Y por eso (soy un hombre de decisiones osadas, Miss Fleur, y creo que sabrá apreciarlo en mí), por eso me he decidido a pedirle a su abuelo su consentimiento para que nos unamos en matrimonio. Él ha aceptado con satisfacción nuestro enlace. Así pues, me permito aquí, con el beneplácito de su tutor, pedir formalmente su mano.

Sideblossom sonrió y se hincó sobre una rodilla delante de Fleur. Gerald reprimió la risa cuando se dio cuenta de que Fleur no sabía hacia dónde mirar.

—Yo…, señor Sideblossom, es muy amable por su parte, pero yo amo a otra persona —respondió al final—. Mi abuelo ya debería habérselo dicho, en realidad, y…

—Miss Fleur —la interrumpió Sideblossom con resolución—, sea quien sea aquel a quien usted cree amar, no tardará en olvidarlo entre mis brazos.

Fleurette sacudió la cabeza.

—Nunca lo olvidaré, sir. Le he prometido que me casaré con él…

—¡Fleur, deja de decir tonterías! —estalló Gerald—. ¡John es el hombre que te conviene! Ni demasiado joven, ni demasiado viejo, apropiado por su nivel social y también rico. ¿Qué más quieres?

—¡Tengo que amar a mi marido! —replicó llena de desesperación Fleurette—. Y yo…

—El amor nace con el tiempo —explicó Sideblossom—. ¡Venga, muchacha! ¡Has pasado los tres últimos días conmigo! ¡No debo resultarte tan desagradable!

En sus ojos brillaba la impaciencia.

—Usted… usted no me resulta desagradable, pero… pero no por eso voy a… casarme con usted. Lo encuentro amable, pero… pero…

—¡Déjate de remilgos, Fleurette! —intervino Sideblossom, interrumpiendo el balbuceo de la joven. Los reparos de Fleur no le importaban en absoluto—. Di que sí, y luego ya hablaremos de los detalles. Creo que podremos celebrar la boda este otoño, justo después de que hayamos solventado del todo ese penoso asunto de James McKenzie. Tal vez puedas marcharte ya conmigo a Lionel Station…, naturalmente, acompañada de tu madre, todo debe desarrollarse de la forma correcta…

Fleurette tomó una profunda bocanada de aire, atrapada entre el enfado y el pánico. ¿Por qué, maldita sea, nadie la escuchaba? Decidió decir claramente y sin ambages lo que opinaba. Esos hombres tenían que ser capaces de aceptar hechos sencillos.

—Señor Sideblossom, abuelo… —Fleurette alzó la voz—. Ya lo he dicho varias veces y siento tener que repetirme. ¡No me casaré con usted! Le agradezco su proposición y aprecio el afecto que me tiene, pero yo ya estoy comprometida. Y ahora me retiraré a mi habitación. Disculpa que no asista a la cena, abuelo, pero estoy indispuesta.

Fleur se obligó a no salir corriendo de la habitación sino a darse la vuelta despacio y comedidamente. Salió de allí con la cabeza alta y orgullosa y no cerró la puerta tras de sí. Pero luego se precipitó, como alma que lleva el diablo, a través del salón y escaleras arriba. Lo mejor sería que se enclaustrara en su habitación hasta que Sideblossom se hubiera marchado. No le había gustado en absoluto el brillo de sus ojos. Seguro que ese hombre no estaba acostumbrado a que lo rechazaran. Y algo le decía que podía ser peligroso si algo no salía como él pensaba.