3

También Fleurette pasó la noche llorando. Tanto ella como Gwyneira y Paul oyeron llegar a Gerald ya entrada la noche, pero ninguno tuvo valor para preguntarle al anciano qué había ocurrido. Por la mañana, Gwyneira fue la única que bajó a desayunar, como de costumbre. Gerald dormía la mona y Paul no osaba dejarse ver mientras no tuviera oportunidad de que su abuelo se pusiera de su parte y lo liberase del encierro. Fleurette estaba acurrucada y apática en un rincón de su cama, con Gracie pegada a ella como Cleo se estrechaba antaño contra Gwyn, y atormentada por las más horribles sospechas. Ahí la encontró Gwyneira una vez que Andy McAran le informara de que tenía una visita no anunciada en el corral. Gwyn se cercioró escrupulosamente de que ni Gerald ni Paul se hubieran levantado, antes de deslizarse a la habitación de su hija.

—¿Fleurette? ¡Fleurette, son las nueve! ¿Qué haces todavía en la cama? —Gwyneira agitó la cabeza con la misma determinación que si fuera un día completamente normal y Fleur se hubiera dormido y llegara tarde a la escuela—. Ahora vístete, pero deprisa. Hay una persona esperándote en el establo. Y seguro que no puede esperarte una eternidad.

Dedicó a su hija una sonrisa cómplice.

—¿Hay una persona, mamá? —Fleurette se puso en pie de un brinco—. ¿Quién? ¿Es Ruben? Ay, ojalá sea Ruben, ojalá esté vivo…

—Claro que vive, Fleurette. Tu abuelo es un hombre que enseguida lanza amenazas y saca los puños. ¡Pero no mata a nadie! Al menos no de inmediato… Si ahora encuentra al joven en el granero, no me hago responsable de sus actos. —Gwyneira ayudó a Fleur a ponerse el vestido de montar.

—Tú vigila que no venga, ¿vale? Ni Paul… —Fleurette parecía temer casi tanto a su hermano como a su abuelo—. ¡Es tan canalla! No creerás de verdad que nosotros…

—Considero al chico lo bastante inteligente como para no correr el riesgo de dejarte embarazada —respondió Gwyneira con sensatez—. Y tú, Fleurette, eres tan lista como él. Ruben quiere ir a estudiar a Dunedin y tú todavía tienes que crecer un par de años antes de empezar a pensar en un matrimonio. Y entonces las oportunidades para un joven abogado que posiblemente trabaje para la compañía de George Greenwood serán mucho mejores que para un joven granjero cuyo padre vive al día. Tenlo presente también esta mañana, cuando te reúnas con el chico. Aunque…, por lo que me ha contado McAran, hoy no está en situación de dejar a nadie embarazada…

El último comentario de Gwyneira reavivó los peores temores de Fleur. En lugar de coger su abrigo encerado, pues llovía a mares, sólo se puso un chal sobre los hombros y corrió escaleras abajo. Tampoco se había cepillado el cabello. Desenredarlo habría durado horas. Solía peinárselo y trenzarlo por las noches, pero el día anterior no había tenido ánimos para hacerlo. En ese momento revoloteaba en torno a su delicado rostro, pero a Ruben O’Keefe le parecía, pese a ello, la muchacha más hermosa que jamás había visto. El joven se hallaba más tendido que sentado sobre un montón de heno. Cualquier movimiento seguía produciéndole dolor. Su rostro estaba hinchado y los ojos cerrados, y todavía estaban húmedas las heridas.

—¡Por Dios, Ruben! ¿Ha sido mi abuelo? —Fleurette quería arrojarse en sus brazos, pero Ruben la detuvo.

—Cuidado —advirtió—. Las costillas…, no sé si están rotas o sólo con alguna fisura…, en cualquier caso me hacen un daño de mil demonios.

Fleurette lo abrazó con más suavidad. Se deslizó junto a él y él posó su rostro arañado sobre el hombro de la muchacha.

—¡Que se lo lleve el diablo! —maldijo ella—. ¡O es que te crees eso de que no mata a nadie! Casi lo consigue contigo.

Ruben negó con la cabeza.

—No fue el señor Warden. Fue mi padre. Y casi lo hacen los dos en perfecta armonía. Ambos se odian a muerte, pero en lo que a nosotros respecta están totalmente de acuerdo. Me marcho, Fleur. ¡Ya no lo soporto más!

Fleurette lo miró desconcertada.

—¿Te vas? ¿Y me abandonas?

—¿Debo esperar aquí hasta que nos maten a los dos? No vamos a estar viéndonos a escondidas toda la eternidad… No, desde luego, con el pequeño topo que tienes en casa. ¿Ha sido Paul, verdad, quien nos ha delatado?

Fleur asintió.

—Y siempre lo hará. Pero tú… ¡No puedes marcharte! ¡Voy contigo! —Se enderezó decidida y ya parecía estar empaquetando sus cosas mentalmente—. Espérame aquí, no necesito casi nada. ¡En una hora ya estaremos lejos!

—Ah, Fleur, así no se hace. Pero no te abandono. Cada minuto, cada segundo, pensaré en ti. Te quiero. Pero de ninguna de las maneras puedo llevarte conmigo a Otago… —Ruben la acarició con unos torpes movimientos, mientras que Fleur seguía pensando febril. Si quería huir con él, todo acabaría en una cabalgada salvaje: sin lugar a dudas, Gerald enviaría un equipo de salvamento en cuanto se percatara de su ausencia. Pero Ruben no podía en absoluto, en su estado actual, cabalgar deprisa…, ¿y qué estaba diciendo sobre Otago?

—¿No querías ir a Dunedin? —preguntó, besándole en la frente.

—He cambiado de parecer —le explicó Ruben—. Siempre habíamos pensado que tu abuelo permitiría que te casaras conmigo cuando fuera abogado. Pero nunca dará su autorización, ayer por la noche me quedó definitivamente claro. Si tenemos que hacer algo juntos, debo ganar dinero. No un poco, sino una fortuna. Y en Otago se ha encontrado oro…

—¿Quieres intentarlo excavando en una mina? —preguntó sorprendida Fleur—. Pero… ¿quién te dice que vayas a encontrarlo?

Para sus adentros, Ruben encontró que era una buena pregunta, pues no tenía ni la menor idea de cómo empezar a buscar oro. Pero, diablos, ¡otros lo habían conseguido!

—En el área de Queenstown todos encuentran oro —aseguró—. Allí hay pepitas tan grandes como la uña de un dedo.

—¿Y están simplemente por ahí? —preguntó recelosa Fleurette—. ¿No necesitas una concesión para explotar la mina? ¿Un equipo? ¿Llevas dinero, Ruben?

Ruben asintió.

—Un poco. Unos ahorros. Tío George me pagó cuando el año pasado lo ayudé en la compañía y también por hacer de intérprete con los maoríes cuando Reti no estaba disponible. Claro que no es mucho.

—Yo no tengo nada —dijo Fleurette preocupada—. Si no te lo daría. ¿Y un caballo? ¿Cómo quieres llegar al lago Wakatipu?

—Tengo el mulo de mi madre —contestó Ruben.

Fleurette alzó los ojos al cielo.

¿Nepumuk? ¿Quieres ir por la montaña con el viejo Nepumuk? ¿Cuántos años tiene ahora? ¿Veinticinco? Es totalmente imposible, Ruben, ¡coge uno de nuestros caballos!

—¿Para que el viejo Warden me persiga por ladrón? —preguntó Ruben con amargura.

Fleurette sacudió la cabeza.

—Llévate a Minette. Es pequeña pero fuerte. Y es mía. Nadie puede prohibirme que te la preste. Pero debes cuidar bien de ella, ¿me oyes? Y tienes que devolvérmela.

—Sabes que regresaré en cuanto pueda. —Ruben se levantó con esfuerzo y tomó a Fleurette entre sus brazos. Ella notó el sabor de su sangre cuando la besó—. Vendré a buscarte. Es… es tan seguro como que mañana saldrá el sol. Encontraré oro y después vendré a buscarte. ¿Confías en mí, verdad Fleurette?

Ella asintió y le devolvió el abrazo tierna y cuidadosamente. No dudaba de su amor. Si al menos estuviera segura respecto a su futura riqueza…

—¡Te amo y te esperaré! —contestó con dulzura.

Ruben la besó una vez más.

—Me daré prisa. No hay tantos buscadores de oro en Queenstown. Todavía es algo así como si me hubieran soplado la información. Así que todavía habrá buenas concesiones y montones de oro, y…

—¿Pero volverás de todos modos, aunque no encuentres oro, verdad? —insistió Fleurette—. ¡Entonces ya pensaremos otra cosa!

—¡Encontraré oro! —afirmó Ruben—. No hay otra posibilidad. Pero tengo que marcharme. Ya he pasado demasiado tiempo aquí. Si tu abuelo me ve…

—Mi madre está vigilando. Quédate un poco más aquí, Ruben, voy a ensillar a Minette, apenas te tienes en pie. Lo mejor es que primero te busques un refugio y te cures. Podríamos…

—No, Fleurette. No más riesgos, nada de largas despedidas. Me las apañaré, no es tan malo como parece. Mira sólo de intentar de algún modo devolver el mulo a mi madre. —Ruben se levantó con dificultad e hizo, al menos, el gesto de ayudar a Fleurette a ensillar. Cuando ya estaba poniéndole las bridas al caballo, apareció Kiri por la puerta con dos alforjas llenas a rebosar en la mano. Sonrió a Fleurette.

—Toma, lo envía tu madre. Para el joven que en realidad no está ahí. —Kiri atravesó con la mirada, siguiendo instrucciones, a Ruben—. Algo de comida para el viaje para un par de días y ropa de abrigo del señor Lucas. Dice que lo necesitará.

Al principio Ruben quiso rechazarlo, pero la maorí no le hizo caso, dejó las alforjas y se volvió acto seguido para marcharse. Fleurette sujetó las alforjas a la silla y luego condujo a Minette al exterior.

—¡Cuida de él! —le susurró a la yegua—. ¡Y tráemelo de vuelta!

Ruben montó con esfuerzo en la silla, pero consiguió inclinarse sobre Fleurette y darle un beso de despedida.

—¿Cuánto me quieres? —preguntó él a media voz.

Ella sonrió.

—Hasta el cielo y un par de estrellas más allá. ¡Nos veremos pronto!

—¡Hasta pronto! —afirmó Ruben.

Fleurette lo siguió con la mirada hasta que desapareció tras la cortina de lluvia que ese día tapaba la vista de los Alpes. Le dolía el corazón ver a Ruben tan inclinado y encogido a causa del dolor a lomos del caballo.

La huida juntos habría fracasado. Ruben sólo podía avanzar sin estorbos.

Paul también lo vio alejarse a caballo. Había vuelto a hacer guardia en su ventana y pensaba en si tenía que ir a despertar a Gerald. Pero para cuando llegara hasta él, Ruben ya habría alcanzado las montañas; sin contar con que su madre debía de estar controlándolo. Todavía tenía presente el arrebato de ésta, la noche anterior. Había confirmado lo que Paul siempre había sabido: Gwyneira quería a su hermana mucho más que a él. No tenía nada que esperar de ella. Por parte de su abuelo, sin embargo, todavía tenía esperanzas. Su abuelo era previsible y si Paul aprendía a tratarlo como era debido, lo apoyaría. A partir de ese momento, Paul decidió que había dos facciones opuestas en la familia Warden: su madre con Fleur, y Paul con Gerald. ¡Sólo tenía que convencer a Gerald de lo útil que podía resultarle!

Gerald se enfureció al descubrir adónde había ido a parar la yegua Minette. A Gwyneira le costó esfuerzo refrenarlo para que no pegara a Fleurette.

—¡Al menos ese tipo se ha marchado! —se consoló él al final—. A Dunedin o a donde sea, poco me importa. Si aparece por aquí otra vez, le disparo como a un perro rabioso, que te quede claro, Fleurette. Pero entonces ya no estarás aquí. Te casaré con el primer hombre que resulte más o menos conveniente.

—Todavía es demasiado joven para casarse —intervino Gwyneira. En el fondo también ella daba gracias al cielo de que Ruben hubiera abandonado las llanuras de Canterbury. Fleur no le había contado hacia dónde se había marchado, pero ella ya se lo figuraba. Lo que en tiempos de Lucas habían sido la pesca de la ballena y la caza de focas, ahora se había convertido en fiebre del oro. Quien quisiera hacer fortuna deprisa y demostrar su hombría, partía hacia Otago. De todos modos valoraba las aptitudes de Ruben como minero con el mismo pesimismo que Fleurette.

—Era lo bastante mayor como para entregarse en el bosque a ese cabrón. También podrá compartir cama con un hombre honorable. ¿Cuántos años tiene? ¿Dieciséis? El año que viene diecisiete. Ya puede prometerse. Me acuerdo muy bien de una muchacha que a la edad de diecisiete años se vino a Nueva Zelanda…

Gerald se quedó mirando a Gwyneira, que empalideció y percibió una sensación rayana en el pánico. Cuando tenía diecisiete años, Gerald se había enamorado de ella y se la había traído a ultramar para su hijo. ¿Acaso el anciano empezaba a mirar también a Fleur con otros ojos? Gwyneira no se había preocupado demasiado hasta el momento de que la joven se pareciera mucho a ella. Si se prescindía de que Fleurette era todavía más grácil que su madre, su cabello algo más oscuro y el color de sus ojos distinto, podrían haber confundido a Fleur y la joven Gwyneira… ¿Habría conseguido Paul con su estúpido chivatazo que Gerald se diera cuenta de ello?

Fleurette sollozó e intentó replicar con valentía que ella nunca y bajo ninguna circunstancia se casaría con otro hombre que no fuera Ruben O’Keefe, pero Gwyneira se superpuso y la hizo callar haciéndole una indicación con la cabeza y un gesto de la mano. De nada servía pelearse. Además, encontrar a un hombre que fuera «más o menos conveniente» no sería fácil. Los Warden pertenecían a las familias más antiguas y respetadas de la isla Sur, sólo unos pocos eran de su alcurnia. Sus hijos se contaban con los dedos de las dos manos y ya estaban todos comprometidos, casados o eran demasiado pequeños para Fleurette. El hijo del joven Lord Barrington, por ejemplo, había acabado de cumplir diez años y el primogénito de George Greenwood tenía cinco. Cuando la cólera de Gerald se hubiera disipado, él mismo caería en la cuenta. A Gwyn le parecía mucho más real el peligro que corría en su propia casa, pero tal vez se tratara de imaginaciones suyas. En todos esos años, Gerald sólo la había tocado una sola vez, completamente borracho y en un arrebato, y parecía arrepentirse de ello hasta el día de hoy. Así que no había razón para que el caballo se desbocara.

Gwyneira se forzó a mantener la calma y exhortó también a Fleurette para que se tranquilizara. Ese lamentable asunto estaría olvidado en pocas semanas.

Pero se equivocaba. Al principio no sucedió nada, pero ocho semanas después de la partida de Ruben, Gerald se encaminó a una reunión de ganaderos en Christchurch. El motivo oficial para ese «banquete con la borrachera subsiguiente» como lo llamaba Gwyneira era el constante aumento de robos de ganado en las llanuras de Canterbury. En los últimos meses habían desaparecido alrededor de mil ovejas sólo en la región y el nombre de McKenzie seguía en boca de todos.

—¡Sabe Dios dónde se meterá con los animales! —vociferaba Gerald—. ¡Pero seguro que anda detrás de esto! El tipo conoce las tierras altas como la palma de su mano. Tendremos que enviar todavía más patrullas, ¡formaremos una milicia como Dios manda!

Gwyneira se encogía de hombros y esperaba que nadie se percatara de lo fuerte que su corazón aún latía cuando pensaba en James McKenzie. En silencio se reía de los soldaditos de Gerald y de que tuviera que mandar a dos patrullas más a las montañas. Por el momento sólo estaban explotadas algunas partes de las tierras situadas a los pies de los Alpes; pero la región era enorme y debía de esconder grandes valles y pastizales. Vigilar las ovejas ahí era por entero imposible, aunque los criadores de ganado enviaban, al menos formalmente, guardianes a la montaña. Éstos pasaban medio año en unas cabañas de madera rudimentarias y construidas en especial para ello, por lo general en número de dos para no estar del todo solos. Pasaban el tiempo jugando a cartas, cazando y pescando, por completo fuera del control de las personas que los habían empleado. Los más dignos de confianza vigilaban las ovejas, los otros se cuidaban tanto como nada de ellas. Un hombre y un buen perro podían llevarse cada día una docena de animales sin que nadie se percatara. Si era cierto que James había encontrado un lugar donde huir y, sobre todo, un sistema de venta del ganado robado, los barones de la lana nunca lo encontrarían, a no ser que fuera por azar.

No obstante, las acciones de McKenzie constituían tema de conversación y un buen motivo para convocar reuniones de ganaderos o expediciones en grupo a las montañas. También en esta ocasión se hablaría mucho y se lograría poco. Gwyneira estaba contenta de que nunca hubieran solicitado su intervención. Dirigía de facto la cría de ovejas de Kiward Station, pero el único que disfrutaba de consideración era Gerald. Suspiró cuando salió de la granja, llevando a remolque, sorprendentemente, a Paul. El joven y Gerald estaban más unidos desde el asunto de Ruben y Fleurette. Al parecer, Gerald había por fin comprendido que no bastaba con procrear un heredero. El futuro propietario de Kiward Station debía también ser instruido en las tareas de la granja e introducido en la comunidad de sus semejantes. Así que Paul cabalgaba orgulloso junto a Gerald hacia Christchurch y Fleurette podía por fin relajarse un poco. Gerald seguía dándole órdenes severas acerca de adónde ir y cuándo debía volver a casa. Paul vigilaba a Fleur y contaba a su abuelo cualquier mínima infracción de sus órdenes. Después de las primeras sartas de insultos, Fleurette lo soportaba con serenidad, pero era un fastidio. Aun así la muchacha disfrutaba mucho con su nuevo caballo. Gwyneira le había confiado la doma de la última hija de Igraine, Niniane. El potro de cuatro años semejaba en temperamento y aspecto a su madre, y cuando Gwyn vio a su hija volar a lomos de Niniane por los prados, la sobrecogió de nuevo la desagradable sensación que había experimentado poco tiempo atrás en el salón: también a Gerald debería parecerle tener ante los ojos a la joven Gwyneira. Tan hermosa, tan indómita y tan totalmente fuera de su alcance como sólo una muchacha podía estarlo.

El modo en que él reaccionaba aumentaba sus temores: se mostraba de peor humor que de costumbre, albergaba una ira inexplicable hacia cualquiera que lo tratara y consumía todavía más whisky. Únicamente Paul parecía sosegarlo esas noches.

A Gwyn se le hubiera helado la sangre en las venas si hubiese sabido lo que ambos decían en la sala de caballeros.

Todo empezaba con Gerald animando a Paul a que le contara cosas de la escuela y de sus aventuras en el monte y terminaba con el joven hablando de Fleur, a quien el muchacho no describía, por supuesto, como la presa encantadora e ingenua que antaño Gwyn había sido, sino como alguien perverso, traicionero y malvado. Gerald soportaba así mejor sus fantasías prohibidas en torno a su nieta, dado que éstas giraban en torno a una bestezuela; pero, obviamente, era consciente de que tenía que librarse de la muchacha lo antes posible.

En Christchurch se presentó una oportunidad para ello. Cuando Gerald y Paul regresaban de la reunión de ganaderos, los acompañaba Reginald Beasley.

Gwyneira saludó al viejo amigo de su familia con gentileza y le expresó sus condolencias de nuevo por la muerte de su esposa. La señora Beasley había fallecido de forma repentina a finales del pasado año: un ataque de apoplejía en su jardín de rosas. Gwyneira encontraba que la anciana dama no habría podido morir de forma más hermosa, lo que no impedía, claro está, que el señor Beasley la echara dolorosamente en falta. Gwyn pidió a Moana que preparase una comida especialmente sabrosa y eligió un vino de primera categoría. Beasley era famoso por su buen paladar y sus conocimientos sobre el vino, y su cara redonda y rubicunda destelló cuando Witi descorchó la botella en la mesa.

—Yo también acabo de recibir un envío de un vino de primera calidad de Ciudad del Cabo —contó, dirigiéndose, a ojos vistas, a Fleurette en especial—. Muy ligero, a las damas les encantará. ¿Qué prefiere usted, Miss Fleur? ¿Vino blanco o tinto?

Fleurette no había reparado en este asunto. Pocas veces consumía vino y, cuando lo hacía, bebía el que se servía en la mesa. Pero Helen le había enseñado, claro está, a comportarse como una dama.

—Depende del tipo, señor Beasley —contestó educada—. Los tintos suelen ser muy pesados, y los blancos resultan en general ácidos. Me contentaría con cederle a usted la elección de la bebida adecuada.

El señor Beasley pareció quedar sumamente complacido con tal respuesta y a continuación procedió a contar con todo detalle por qué en el transcurso del tiempo había empezado a preferir los vinos sudafricanos a los franceses.

—Ciudad del Cabo también está mucho más cerca —dijo Gwyneira al final para concluir con el tema—. Y el vino es también más barato allí.

Fleur rio para sus adentros. También a ella era ésta la primera idea que se le había ocurrido; pero Miss Helen le había enseñado que bajo ninguna circunstancia hablaba una dama con un caballero acerca del dinero. Su madre, a ojos vistas, no era de la misma escuela.

Beasley se extendió en explicaciones acerca de que la economía no desempeñaba en realidad ninguna función a ese respecto y desvió la conversación hacia otras inversiones en el fondo más elevadas que había realizado en los últimos tiempos. Había importado más ovejas, aumentado la cría de bueyes y demás.

Fleurette se preguntaba por qué el pequeño barón de la lana no dejaba de mirarla entretanto como si ella albergara algún interés personal por sus rebaños de Cheviot. Sólo se despertó su curiosidad cuando la conversación viró en torno a la cría de caballos. Beasley seguía criando purasangres.

—Por supuesto que podríamos cruzarlos con uno de sus caballos de trabajo si para usted un purasangre resultara demasiado fuerte —explicó solícito a Fleurette—. Sería un comienzo interesante…

Fleurette frunció el ceño. No podía imaginarse un purasangre más dócil que Niniane, aunque fuera, claro está, más rápido. Pero, por todos los cielos, ¿por qué iba ella a tener algún interés por los purasangres? Según la opinión de su madre eran demasiado sensibles para las largas y duras cabalgadas por el monte.

—Se hace en Inglaterra con frecuencia —interrumpió Gwyneira que, entretanto, estaba igual de sorprendida que Fleurette por el comportamiento de Beasley. ¡Era ella la criadora de caballos de la familia! ¿Por qué entonces Beasley no se dirigía a ella cuando se hablaba de cruces de razas?—. En parte se convierten en buenos cazadores. Pero también suelen adquirir la cabezonería y resistencia de los caballos como los suyos, unidas al carácter explosivo y asustadizo de los purasangres. En realidad, no es lo que yo desearía para mi hija.

Beasley sonrió transigente.

—Oh, era sólo una sugerencia. Miss Fleurette gozará, por supuesto, de total libertad en lo que a su caballo se refiere. Podríamos organizar de nuevo una cacería. En los últimos tiempos he descuidado este asunto, pero… ¿Le gustaría participar en una cacería, Miss Fleur?

Fleurette asintió.

—Claro, ¿por qué no? —contestó con moderado interés.

—Si bien siempre faltarán los zorros —señaló Gwyn sonriendo—. ¿Ha pensado alguna vez en importarlos?

—¡Por todos los cielos! —intervino exaltado Gerald, con lo cual la conversación dio un giro en torno a la escasa fauna neozelandesa.

También Fleurette pudo aportar algo al respecto, con lo que al final la comida transcurrió en animada conversación. Fleur se disculpó pronto para retirarse a sus habitaciones. Pasaba últimamente las tardes escribiendo largas cartas a Ruben y viajaba esperanzada a Holden, aunque el encargado de correos se mostraba poco optimista: «Ruben O’Keefe, Minas de oro, Queenstown» no le parecía ser una dirección de fiar. Las cartas, de todos modos, no eran devueltas.

Gwyneira se ocupó al principio de la cocina, pero luego decidió reunirse un rato con los caballeros. Se sirvió una copa de oporto en el salón y se deslizó con ella a la habitación contigua en la que los caballeros solían, tras la comida, fumar, beber y, a veces, jugar a las cartas.

—Tenía usted razón, ¡es encantadora!

Gwyneira se detuvo interesada frente a la puerta entreabierta cuando oyó la voz de Beasley.

—Al principio era un poco escéptico: una chica tan joven, casi una niña. Pero ahora que la he visto: es muy madura para su edad. ¡Y tan bien educada! ¡Una auténtica pequeña dama!

Gerald asintió.

—Ya se lo había dicho. Está totalmente madura para el matrimonio. Entre nosotros le diré que debemos andarnos con cuidado. Usted mismo ya sabe lo que pasa con tantos hombres circulando por las granjas. Algunas gatas pierden la razón cuando están en celo.

Beasley soltó unas risitas.

—Pero si es… No confunda mis palabras, me refiero a que no estoy obsesionado con ello, yo me habría interesado sino por una…, bueno, quizá por una viuda, más bien de mi edad. Pero si ya en esa edad tiene relaciones…

—¡Reginald, se lo suplico! —lo interrumpió con vehemencia Gerald—. La virtud de Fleur está fuera de cualquier duda. Y es sólo para que así se conserve que pienso en un matrimonio temprano. La manzana está madura, si entiende a qué me estoy refiriendo.

Beasley volvió a reírse.

—¡Una imagen ciertamente paradisíaca! ¿Y qué dice la muchacha al respecto? ¿Será usted quien le comunique mi proposición o debo… declararme yo mismo?

Gwyneira apenas si podía dar crédito a lo que estaba escuchando. ¿Fleurette y Reginald Beasley? El hombre debía de haber superado los cincuenta o era más bien sexagenario. ¡Tan viejo como para ser su abuelo!

—Déjelo en mis manos, ya me encargo yo. Le caerá un poco por sorpresa. Pero estará de acuerdo, no se preocupe. A fin de cuentas es una lady, como usted mismo ha dicho. —Gerald volvió a levantar la botella de whisky—. ¡Por la unión de nuestras familias! —rio—. ¡Por Fleur!

—¡No, no y otra vez no!

La voz de Fleurette resonó desde la sala de caballeros, donde Gerald la había convocado para hablar, a través de todo el salón hasta el despacho de Gwyneira. Su tono no era el propio de una damisela, tanto más cuanto la joven Fleurette le estaba haciendo a su abuelo la escena de su vida. Gwyneira había preferido no intervenir de inmediato en ese episodio. Gerald tenía que enfrentarse solo a Fleur y luego ella podría mediar. Al final, Beasley sería rechazado sin herir sus sentimientos. A pesar de que un pequeño desaire no le haría daño a ese hombre maduro. ¿Cómo podía pensar en una novia de dieciséis años? De todos modos, Gwyneira se había cerciorado de que Gerald no estuviera demasiado borracho cuando llamó a Fleur, y había advertido previamente a su hija.

—Recuérdalo, Fleur, no puede forzarte. Puede que lo hayan comentado por ahí y que se produzca un pequeño escándalo. Pero te aseguro que Christchurch ya ha superado otros asuntos. Limítate a permanecer tranquila y deja claro tu punto de vista.

No obstante, Fleurette no permaneció tranquila.

—¿Tengo que conformarme? —le replicó a Gerald también—. ¡Ni pensarlo! Antes de casarme con ese viejo me tiro al agua. ¡En serio, abuelo, me tiro al lago!

Gwyneira no pude evitar una sonrisa. ¿De dónde había sacado Fleur esa vena dramática? Seguramente de los libros de Helen. De hecho un remojón en las charcas de Kiward Station no le sentaría mal. En primer lugar, no había corrientes, y en segundo lugar, Fleur sabía nadar estupendamente gracias a los amigos maoríes de ella y Ruben.

—¡O me meto en un convento! —proseguía Fleurette. No había ninguno en Nueva Zelanda, pero le pareció adecuado para la situación. Gwyneira conseguía tomárselo por el lado cómico. Pero luego oyó la voz de Gerald y volvió a alarmarse. Arrastraba algo las palabras…, el anciano había bebido, con toda certeza, más de lo que Gwyneira creía. ¿Mientras ella había preparado a Fleur? ¿O justo ahora mientras Fleur lanzaba sus pueriles amenazas?

—¡Tú no quieres meterte en un convento, Fleurette! Es el último lugar al que te marcharías. Ahora que le has encontrado el gusto a revolcarte por la paja con el guarro de tu amiguito. Pero espera, pequeña, otros han acabado domados. Necesitas un hombre, Fleur, tú…

Fleurette pareció sentir también ahora la amenaza.

—Mi madre tampoco permite que me case ahora… —dijo en voz mucho más baja. Pero esto todavía encolerizó más a Gerald.

—¡Tu madre hará lo que yo quiera! A partir de ahora las cosas van a cambiar. —Gerald empujó dentro a la muchacha, que acababa de abrir la puerta en ese momento para huir de él—. ¡Todos vais a hacer de una vez por todas lo que yo diga!

Gwyneira, que entretanto se había acercado llena de miedo a la sala de caballeros, se precipitó al interior. Todavía vio cómo Fleurette era arrojada a un sillón y permanecía allí sentada sollozante y amedrentada. Gerald hizo el gesto de abalanzarse sobre ella, con lo que la botella de whisky se rompió. No fue una pérdida, la botella estaba vacía. A Gwyneira le cruzó por la mente que poco antes estaba llena en sus tres cuartas partes.

—Es respondona la yegüita, ¿eh? —siseó Gerald a su nieta—. ¿Todavía sin domar? Bueno, esto lo arreglaremos ahora. Vas a aprender a obedecer a tu jinete…

Gwyneira lo apartó con violencia del lado de su hija. La rabia y el miedo por Fleur hizo crecer en ella una fuerza enorme. Reconoció con exactitud ese brillo en los ojos de Gerald que la perseguía en sus peores pesadillas desde la concepción de Paul.

—¡Cómo te atreves a tocarla! —le dijo—. ¡Déjala inmediatamente en paz!

Gerald temblaba.

—¡Apártala de mi vista! —farfulló entre dientes—. Está bajo arresto domiciliario. Hasta que haya pensado el asunto con Beasley. ¡Está prometida a él! ¡No voy a romper mi palabra!

Reginald Beasley había esperado arriba en sus habitaciones, pero era evidente que la escena no le había pasado del todo inadvertida. Penosamente conmovido salió a la puerta y se topó con Gwyneira y su hija en la escalera.

—Miss Gwyn…, Miss Fleur…, les pido por favor que me disculpen.

Beasley estaba sobrio ese día y una mirada al joven y alterado rostro de la muchacha y a los ojos brillantes de ira de su madre le dijeron que no tenía posibilidades de salir airoso.

—Yo… yo no podía sospechar que iba a significar para usted tal… hum, tal exigencia aceptar mi proposición. Mire usted, ya no soy joven, pero tampoco tan viejo… Yo le rendiría todos los honores.

Gwyneira le miró furiosa.

—Señor Beasley, mi hija no quiere que le rindan honores, sino crecer primero. Y entonces es probable que elija a un hombre de su edad; al menos un hombre que se le declare él mismo y no que le envíe como anticipo a otro viejo chivo para que la obligue a meterse en su cama. ¿Me he explicado con claridad?

En realidad querría haber conservado los modales, pero la visión del rostro de Gerald sobre Fleurette la había asustado profundamente. Debía librarse antes de nada de ese viejo verde. Pero eso no iba a ser difícil. Y luego tenía que ocurrírsele alguna cosa respecto al asunto con Gerald. Ni ella misma se había dado cuenta de sobre qué volcán estaba sentada. ¡Pero tenía que proteger a Fleurette!

—Miss Gwyn, yo…, lo dicho, Miss Fleur, lo siento. Y en estas circunstancias estaré desde luego dispuesto…, hum, a renunciar al compromiso.

—¡Yo no estoy comprometida con usted! —respondió Fleur con voz temblorosa—. No puedo en absoluto, yo…

Gwyneira siguió tirando de su hija.

—Esta decisión me alegra y le honra —comunicó a Reginald Beasley con una sonrisa forzada—. Tal vez podría informar también de ello a mi suegro para acabar con este lamentable asunto. Siempre le he tenido en gran consideración y no sería de mi agrado perderlo como amigo de la casa.

Con un porte majestuoso, pasó por el lado de Beasley. Fleurette quiso detenerse. Parecía querer añadir algo más, pero Gwyneira no le permitió que se quedara parada.

—No le cuentes nada de Ruben, si no también se sentirá herido en su honor —le susurró a su hija—. Quédate ahora en tu habitación, y lo mejor es que permanezcas ahí hasta que se haya ido. Y, por todos los cielos, no salgas mientras tu abuelo esté borracho.

Gwyneira cerró temblorosa la puerta tras su hija. Habían logrado parar el golpe. Esa noche, Gerald y Beasley beberían juntos, no habría que temer más arrebatos. Y al día siguiente se avergonzaría profundamente de su acceso. ¿Pero qué pasaría luego? ¿Cuánto tiempo servirían para mantenerlo alejado de su nieta los reproches que el mismo Gerald se hacía? ¿Y bastaría la seguridad de la puerta de la habitación para detenerlo cuando estuviera demasiado borracho y posiblemente se le metiera en la cabeza que tenía que «domar» a la chica para su futuro esposo?

Gwyn ya había tomado una decisión. Debía sacar de ahí a su hija.