Paul llegó a la granja de los O’Keefe justo cuando la clase estaba finalizando, pero no se atrevió a penetrar en el campo visual de Helen, sino que esperó a los otros niños de Kiward Station en el recodo más próximo del camino. Marama le sonrió alegre y montó en el poni detrás de él sin hacerle grandes preguntas.
Tonga observaba con expresión amarga. El hecho de que Paul tuviera un caballo, mientras que él tenía que recorrer el largo camino a la escuela a pie o alojarse en otro poblado durante el período escolar, echaba más sal a su herida. Por regla general, Tonga prefería lo primero, pues se situaba en el centro de los acontecimientos y no quería de ninguna de las maneras perder de vista a su enemigo. Al mismo tiempo, el cariño que Marama profesaba a Paul era como llevar una espina clavada. Sentía la inclinación de la niña hacia el joven como una traición; un punto de vista que los adultos de la tribu no compartían con él. Para los maoríes, Paul era el hermano de leche de Marama, y ella, como era natural, lo quería. No consideraban a los pakeha rivales, ni tampoco a sus hijos. Tonga cada vez se apartaba más de tal opinión. En los últimos tiempos anhelaba muchas cosas de las que Paul y los otros blancos ya disponían. Le habría gustado tener caballos, libros y juguetes de colores y vivir en una casa como Kiward Station. Su familia y su tribu, incluida Marama, no lo entendían, pero Tonga se sentía engañado.
—¡Le diré a Miss Helen que has hecho novillos! —gritó a su enemigo mortal, mientras Paul se alejaba trotando. Pero el joven sólo se burló. Tonga hizo rechinar los dientes. Era factible que no llegara a chivarse. No era digno del hijo de un jefe descender al rango de soplón. El castigo, relativamente suave, que Paul se ganaría no era proporcionado.
—¿Dónde estabas? —preguntó Marama con su voz cantarina cuando los dos se hubieron alejado lo suficiente de Tonga—. Miss Helen te buscaba.
—¡He descubierto secretos! —contestó Paul dándose importancia—. ¡No te podrás creer lo que he encontrado!
—¿Has encontrado un tesoro? —inquirió Marama con dulzura. No parecía que el asunto le resultara especialmente interesante. Como la mayoría de los maoríes no se preocupaba demasiado por las cosas que los pakeha consideraban de valor. Si hubieran tendido a Marama un lingote de oro y una piedra de jade, seguramente se habría decantado por la segunda.
—No, ya te lo he dicho, ¡un secreto! Sobre Ruben y Fleur. ¡Se lo montan! —Paul esperaba impaciente la reacción de Marama. Ésta no tardó en llegar.
—¡Ah, ya sé que se quieren! ¡Todo el mundo lo sabe! —afirmó con toda tranquilidad Marama. Probablemente consideraba algo natural que los dos pasaran de los sentimientos a los actos. En las tribus, la moral sexual era muy laxa. Mientras una pareja se amara a puerta cerrada, la gente se limitaba a no prestar atención. Sin embargo, si los dos se preparaban un lecho común en la casa de la comunidad, el matrimonio quedaba establecido. Esto ocurría de forma discreta la mayoría de las veces, sin las gestiones preliminares de los padres. Asimismo, las grandes celebraciones para festejar un enlace no solían ser habituales.
—¡Pero no pueden casarse! —dijo fanfarroneando Paul—. Hay un viejo litigio entre mi abuelo y el padre de Ruben.
Marama rio.
—¡Pero los que se casan no son el señor Gerald y el señor Howard, sino Ruben y Fleur!
El chico resopló.
—¡No lo entiendes! ¡Se trata del honor de la familia! Fleur traiciona a sus antepasados…
Marama frunció el ceño.
—¿Qué tienen que ver aquí los antepasados? Los antepasados velan por nosotros, nos desean lo mejor. No se los puede traicionar. Al menos eso es lo que yo creo. En cualquier caso, nunca lo he oído decir. Además, todavía no se está hablando de boda.
—¡Pero pronto se hablará! —replicó Paul huraño—. En cuanto le diga al abuelo lo de Fleur y Ruben, todo el mundo hablará de ello. ¡Hazme caso!
Marama suspiró. Esperaba no estar en la casa grande en ese momento, siempre sentía un poco de miedo cuando el señor Gerald andaba vociferando por ahí. Le gustaba Miss Gwyn y, en realidad, también Fleur. No entendía qué tenía Paul en contra de ella. Pero el señor Gerald… Marama decidió marcharse inmediatamente al poblado y ayudar allí a preparar la comida en lugar de echar una mano a su madre en Kiward Station. Así al menos quizá tuviera ocasión de apaciguar a Tonga. La había mirado con mucha rabia cuando había montado con Paul en el caballo. Y Marama detestaba que se enfadaran con ella.
Gwyneira aguardaba a su hijo en el recibidor, que en el tiempo transcurrido había transformado en una especie de despacho. A fin de cuentas, las visitas nunca dejaban ahí su tarjeta para esperar luego a que la familia las invitara a tomar un té. Así que podía darse otra utilidad a ese espacio. Ya había perdido un poco el miedo a las reacciones de su suegro. En el ínterin, Gerald le dejaba manos libres en casi todas las decisiones que afectaban a la casa si no se mezclaban con los asuntos de la granja. Aunque, también en ese ámbito, ambos trabajaban bien en colaboración. Tanto Gerald como Gwyneira eran granjeros y ganaderos natos, y después de que, años atrás, Gerald también hubiera adquirido bueyes, las competencias se iban cristalizando cada vez más con mayor claridad: Gerald se ocupaba de los Longhorn, Gwyneira se cuidaba de la cría de ovejas y caballos. En el fondo, esto último es lo que requería más trabajo, pero no se mencionaba que Gerald solía estar demasiado borracho para tomar decisiones rápidas y complejas. En lugar de eso, los trabajadores se limitaban a dirigirse a Gwyn cuando no les parecía conveniente hablar con el propietario de la finca y recibían entonces instrucciones claras. Gwyneira, en realidad, había hecho las paces con su existencia y con Gerald. En especial, a partir del momento en que conoció la historia de él y Howard, fue incapaz de odiarlo profundamente, como en los primeros años tras el nacimiento de Paul. Para ella estaba claro que él nunca había amado a Barbara Butler. Sus pretensiones, sus expectativas acerca de la vida en una casa señorial y educar a su hijo como un gentleman tal vez le habían fascinado, pero al final seguro que también le habían desalentado. Gerald carecía de la naturaleza del aristócrata rural, era un jugador, un viejo soldado y aventurero…, y además, también un hábil granjero y hombre de negocios. Nunca sería ni nunca había querido ser el honorable gentleman con quien Barbara contraía un matrimonio por conveniencia tras haber tenido que renunciar a su auténtico amor. El encuentro con Gwyneira le había puesto frente a los ojos el tipo de mujer que él realmente ansiaba, y sin duda le había exasperado que Lucas no supiera qué hacer con ella. En el tiempo que había transcurrido, Gwyneira había tomado conciencia de que Gerald había sentido por ella algo así como amor cuando la llevó a Kiward Station y que, aquella funesta noche de diciembre, no sólo había descargado su cólera por la apatía de Lucas, sino también la presión de todos esos años en que había estado forzado a limitarse a ser un «padre» para la mujer que deseaba.
Gwyn también había comprendido que Gerald se arrepentía de su comportamiento, incluso si nunca había salido una palabra de disculpa de sus labios. Su constante forma de beber sin medida, su reserva, su indulgencia para con ella y Paul hablaban por sí mismas.
Gwyn alzó entonces la cabeza de los documentos relativos a la cría de ovejas y vio cómo su hijo se precipitaba al interior.
—¡Hola, Paul! ¿Por qué tienes tanta prisa? —preguntó sonriendo. Al hacerlo, le resultó difícil, como siempre, alegrarse sin reservas del regreso a casa de Paul. Su acuerdo de paz con Gerald era una cosa, las relaciones con Paul, otra. No conseguía amar al muchacho. No como quería a Fleur, de forma tan natural y sin condiciones. Si quería sentir algo por Paul, debía recurrir a la razón: tenía una buena apariencia, con su cabello abundante de color castaño oscuro con matices rojizos; de Gwyneira sólo había heredado el color, no la forma. En lugar de ricitos, su cabellera tenía la espesura que todavía hoy caracterizaba el cabello de Gerald. El rostro recordaba al de Lucas, pero tenía rasgos más resueltos, menos suaves y soñadores que los de su hermanastro. Era inteligente, pero las dotes de Paul destacaban más en el ámbito de las matemáticas que en el del arte. Con certeza se convertiría en un buen comerciante. Y era espabilado. Gerald no podría haber deseado un heredero mejor para la granja. Sin embargo, Gwyneira encontraba que el chico carecía de sentimientos hacia los animales y, sobre todo, hacia la gente de Kiward Station, y se reprochaba a sí misma por tener esa sensación. Quería ver lo bueno de Paul, quería amarlo, pero cuando lo miraba no sentía más que lo que sentía por Tonga: un chico amable, inteligente y educado para asumir las tareas para las que estaba destinado. Pero no era el amor profundo y desgarrador que sentía por Fleurette.
Sólo esperaba que Paul no se percatara de tal carencia y se esforzaba sin cesar en ser especialmente afable y benévola. También en ese momento estaba dispuesta a disculpar que pretendiera pasar por su lado sin saludarla.
—¿Ha sucedido algo, Paul? —preguntó preocupada—. ¿Ha pasado algo en la escuela? —Gwyn sabía que para Helen el trato con Paul no siempre era fácil y también conocía su rivalidad con Tonga.
—No, nada. Tengo que hablar con el abuelo, mamá. ¿Dónde puede estar? —Paul no se detuvo en cortesías.
Gwyn alzó la vista a un reloj de pie que dominaba una pared del despacho. Todavía faltaba una hora para la cena. Gerald ya debía de haber empezado con el aperitivo.
—Donde siempre está a estas horas —observó—. En el salón. Y ya sabes que ahora es mejor no hablarle. Sobre todo si uno está sin lavar ni peinar como tú. Si quieres seguir mi consejo, ve primero a tu habitación y cámbiate antes de presentarte ante él.
No obstante, ya hacía tiempo que el mismo Gerald no daba especial importancia al acto de cambiarse de ropa para cenar, y tampoco Gwyneira se ponía otro vestido a no ser que hubiera estado en los establos. Conservaría el vestido de tarde que llevaba en esos momentos también para la cena. Pero con los niños, Gerald era severo, precisamente a esa hora del día buscaba siempre un motivo para pelearse con alguien. De ahí que la hora que precedía a la cena en familia fuera la más peligrosa. En cuanto se servía la comida, el nivel de alcohol de Gerald solía haber llegado a un punto que ya no posibilitaba ningún estallido mayor.
Paul calculó en unos segundos sus posibilidades. Si corría a Gerald con la novedad, éste explotaría; pero en ausencia de la «víctima» eso no surtiría gran efecto. No cabía la menor duda de que era mejor delatar a Fleur cara a cara, entonces tal vez Paul tendría la oportunidad de observar con todo detalle el enfrentamiento subsiguiente. Además, su madre estaba en lo cierto: si Gerald estaba realmente de mal humor, quizá ni le dejara comunicarle la noticia, sino que descargaría su cólera de inmediato sobre Paul.
Así que el joven decidió encaminarse primero a su habitación. Aparecería vestido de forma adecuada para la comida, mientras que Fleur llegaría tarde con toda seguridad y, encima, con el traje de montar. Entonces él balbucearía una disculpa y al final… ¡haría explotar la bomba! Paul subió las escaleras satisfecho de sí mismo. Vivía en la antigua habitación de su padre, que en la actualidad no estaba hasta los topes de útiles de dibujo y libros, sino de juguetes y utensilios de pesca. El joven se cambió de ropa con esmero. Rebosaba de alegría anticipada.
Fleurette no había exagerado en sus promesas. En efecto, su perra Gracie reunió las ovejas descarriadas en un abrir y cerrar de ojos en cuanto Ruben y la muchacha las encontraron. Pero tampoco eso resultó difícil. Los jóvenes carneros se dirigían a las montañas, a los pastizales de las ovejas madre. Flanqueados por Gracie y Minette regresaron de buen grado hacia la granja. Gracie no estaba para bromas y enseguida devolvía al redil a cualquier animal fugitivo. El grupo era, asimismo, reducido y abarcable. Así que Fleurette pudo cerrar la puerta del corral detrás de los animales antes de que oscureciera y, sobre todo, mucho antes de que Howard regresara de la obra, en que se ocupaba de sus últimos bueyes. Por fin iban a venderse los animales, después de que Howard, siempre desoyendo los consejos de George, se hubiera aferrado a la cría de ganado vacuno como segundo puntal donde apoyarse. O’Keefe Station no era una tierra apropiada para bueyes; ahí sólo podían crecer ovejas y cabras.
Fleurette observó la posición del sol. Todavía no era tarde, pero si ahora se ponía a ayudar a Ruben a reparar la cerca, como de hecho le había prometido, no llegaría puntual a la cena. Pero eso tampoco era grave: después de comer, su abuelo solía retirarse enseguida a sus habitaciones con un último vaso de whisky, era seguro que Kiri y su madre le guardarían algo de comer. Fleur, sin embargo, odiaba dar al personal más trabajo del que era necesario.
Además, no tenía ningún interés en toparse con Howard y luego (¡para colmo!) irrumpir en medio de la cena en casa. Por otra parte, no podía dejar que Ruben arreglara solo la cerca. Estaba garantizado que los carneros se escaparían de nuevo al día siguiente camino de las montañas.
Para alivio de Fleurette, la madre de Ruben se acercaba ahora con su obediente mulo, que ya había cargado con herramientas de trabajo y material para el cercado.
Helen le guiñó un ojo.
—Vete tranquila a casa, Fleur, nosotros lo haremos —le indicó con afabilidad—. Has sido muy amable ayudando a Ruben a traer de vuelta las ovejas. De verdad que no mereces una regañina cuando llegues a casa. Y te la darán seguro si llegas tarde.
Fleurette asintió agradecida.
—Entonces volveré mañana a la escuela, Miss Helen —dijo. Un pretexto que siempre utilizaba para estar junto a Ruben cada día. En sí, Fleurette ya casi había terminado la escuela. Sabía aritmética y había leído a los clásicos más importantes, al menos el comienzo; aunque no en la lengua original como Ruben. Fleur consideraba superfluos por entero los conocimientos del griego y el latín. Por lo tanto, Helen apenas podía enseñarle ya nada más. Por otra parte, tras la muerte de Lucas, Gwyneira había llevado muchos de los manuales de botánica y zoología a la escuela de Helen. Fleur los leía con interés, mientras Ruben se concentraba en sus estudios secundarios. El año próximo debería ir a Dunedin si realmente quería estudiar. Helen todavía ni quería pensar en cómo presentárselo a Howard de forma que viera un aspecto positivo. Y por añadidura no tenían dinero para pagar la carrera: Ruben debería aceptar la generosa ayuda de George Greenwood, al menos hasta que no se distinguiera lo suficiente como para obtener una beca. Sin embargo, la carrera en Dunedin separaría por primera vez a Ruben y Fleurette. Helen veía con la misma claridad que Marama el manifiesto amor entre los dos y ya había hablado de ello con Gwyn. En principio, ninguna de las madres tenía nada que oponer al enlace, pero, como era natural, temían las reacciones de Warden y de O’Keefe y estaban de acuerdo, asimismo, en que el asunto debería esperar un par de años más. Ruben acababa de cumplir diecisiete años y Fleur todavía no había llegado a los dieciséis. Helen y Gwyn convenían en que los dos eran muy jóvenes para una unión fija.
Ruben la ayudó a ensillar de nuevo la yegua, pues habían cabalgado juntos a pelo.
La besó a escondidas antes de montar.
—¡Hasta mañana, te quiero! —dijo el chico en voz baja.
—¿Sólo hasta mañana? —respondió ella sonriendo.
—No, hasta el cielo. ¡Y un par de estrellas más lejos! —Ruben le acarició la mano y Fleurette sonrió resplandeciente al abandonar la granja. Ruben la siguió con la mirada hasta que el último resplandor de su cabello rojo dorado y la cola ruana de su yegua se fundieron con la luz del atardecer. Sólo la voz de Helen lo sacó de su arrobamiento.
—Venga, Ruben, la cerca no se levantará sola. ¡Tenemos que acabar antes de que tu padre llegue a casa!
Fleurette guio a su caballo a paso alegre y casi habría llegado puntual a la cena de Kiward Station, pero no encontró a nadie en el establo que guardara a Minette y tuvo, por consiguiente, que hacerlo todo ella sola. Cuando hubo cepillado la yegua, ésta hubo bebido y la hubo abastecido de forraje, ya se habría servido con toda seguridad el primer plato. Fleurette suspiró. Claro que podía entrar en la casa sin que nadie se percatara de ella y saltarse la cena, pero, aun así, temía que Paul la hubiera visto cuando llegaba a la granja: había distinguido movimientos tras la ventana de su hermano y seguro que la delataría. Así que Fleurette se enfrentó con lo inevitable. Siempre le darían algo de comer. Decidió tomarse el asunto con optimismo y esbozó una sonrisa deslumbrante cuando entró en el comedor.
—¡Buenas noches, abuelo, buenas noches, mamá! Hoy llego un poquito de nada tarde, porque me he pasado un poquito de nada calculando el tiempo cuando…, hum… bueno…
Demasiado tonto, tan deprisa no se le ocurriría ningún pretexto. Además, era inconcebible que le contara a Gerald que había pasado el día reuniendo las ovejas de Howard O’Keefe.
—¿Cuando has ayudado a tu amado a buscar las ovejas? —preguntó Paul con una sonrisa sardónica.
Gwyneira montó en cólera
—¿Qué es esto, Paul? ¿Es que siempre tienes que meterte con tu hermana?
—¿Lo has hecho o no lo has hecho? —preguntó Paul con insolencia.
Fleurette enrojeció.
—Yo…
—¿Con quién has estado buscando ovejas? —preguntó Gerald. Estaba bastante bebido. Tal vez no le hubiera armado ningún alboroto especial a la joven, pero había captado parte de los comentarios de Paul.
—Con…, bueno, con Ruben. Se les habían escapado a él y a Miss Helen un par de carneros.
—A él y a su honrado padre, quieres decir —ironizó Gerald—. Es típico del viejo Howard: demasiado tonto o demasiado tacaño para encerrar a sus animales. Y su distinguido hijito tiene que pedirle a una chica que le ayude a conducir el ganado… —El anciano se echó a reír.
Paul frunció el ceño. Las cosas no se desarrollaban en absoluto como él se había imaginado.
—¡Fleur se lo monta con Ruben! —soltó, y al principio le respondió con unos silenciosos segundos de desconcierto.
La primera en reaccionar fue de nuevo Gwyneira.
—Paul, ¿dónde has aprendido esta expresión? Pide perdón inmediatamente y…
—¡Un… un momento! —Gerald la interrumpió con una voz vacilante pero enérgica—. ¿Qué… qué ha dicho el chico? ¿Se… se lo está montando con… con el hijo de O’Keefe?
Gwyneira esperaba que Fleurette se limitara a negarlo, pero bastaba con mirar a la muchacha para distinguir que en el malintencionado comentario de Paul había algo de verdad.
—¡No es lo que tú piensas, abuelo! —protestó Fleur—. Nosotros…, bueno…, claro que nosotros no nos lo montamos, nosotros…
—¿Ah, no? ¿Entonces qué? —tronó Gerald.
—¡Lo he visto, lo he visto! —canturreó Paul.
Gwyneira le ordenó con determinación que se callara.
—Nosotros… nosotros nos queremos. Queremos casarnos —declaró Fleur. Ahora, al menos, ya lo había dicho. Incluso si no era la situación ideal para hacer tal revelación.
Gwyneira intentó quitar hierro al asunto.
—Fleur, cariño, ¡todavía no has cumplido dieciséis años! ¡Y Paul irá el año que viene a la universidad!
—¿Que queréis qué? —vociferó Gerald—. ¿Casaros? ¿Con el vástago de ese O’Keefe? ¿A quién se le ocurre?
Fleur se encogió de hombros. En cualquier caso no se la podía acusar de cobarde.
—No es algo que uno escoja, abuelo. Nos queremos. Es así y no se puede cambiar.
—¡Ya veremos si eso se puede o no cambiar! —replicó Gerald—. En cualquier caso, ¡tú no vuelves a ver a ese tipo! Por ahora quedas bajo arresto domiciliario. Basta de escuela. ¡Ya me estaba preguntando, de todos modos, qué más le queda por enseñarte a la esposa de O’Keefe! Ahora mismo me voy a Haldon y agarro a ese O’Keefe. ¡Witi! ¡Tráeme la escopeta!
—Gerald, estás exagerando. —Gwyneira intentó conservar la calma. Quizá podría convencer a Warden de que abandonara esa idea descabellada de arreglar cuentas ese mismo día con Ruben, ¿o tal vez con Howard?—. La niña apenas tiene dieciséis años y es la primera vez que se enamora. Nadie está hablando todavía de boda…
—¡La niña heredará una parte de Kiward Station, Gwyneira! Está claro que el viejo O’Keefe está pensando en boda. ¡Pero aclararé este asunto de una vez por todas! Y tú, encierra a la niña. ¡Pero ya! No necesita comer más, que ayune y piense en sus pecados. —Gerald agarró la escopeta que la horrorizada Witi le había llevado y se puso el abrigo encerado. Luego se precipitó fuera de la casa.
Fleurette hizo el gesto de seguirlo.
—Debo marcharme para advertir a Ruben —dijo.
Gwyneira sacudió la cabeza.
—¿De dónde vas a sacar un caballo? Todos están en el establo y montar uno de los potros sin silla por el monte…, no, no te lo permito, Fleur, te harás daño a ti y al caballo. Sin contar con que Gerald te alcanzaría. ¡Deja que esos hombres se las arreglen entre sí! Estoy segura de que nadie saldrá malherido. Cuando se encuentre con Howard se gritarán y quizá se rompan la nariz…
—¿Y si se encuentra con Ruben? —preguntó Fleur con el rostro blanco.
—¡Entonces lo matará! —intervino alegremente Paul.
Fue un error. En ese momento atrajo la atención de madre e hija.
—¡Soplón asqueroso! —gritó Fleurette—. ¿Eres realmente consciente de lo que has hecho, desgraciado?
—Fleurette, tranquilízate, tu amigo sobrevivirá —la sosegó Gwyneira con total convencimiento de lo que decía. Conocía el temperamento impetuoso de Gerald. Además volvía a estar muy borracho. Por otra parte confiaba en el carácter conciliador de Ruben. Seguro que el hijo de Helen no se dejaba provocar—. Y tú, Paul, vete ahora mismo a tu habitación. No quiero volver a verte aquí, al menos hasta pasado mañana. Estás bajo arresto domiciliario…
—¡Fleur también, Fleur también! —Paul no quería arrojar la toalla.
—Es algo totalmente distinto —respondió Gwyneira con severidad, y de nuevo le resultó difícil sentir aunque fuera una chispa de simpatía por el niño que había dado a luz—. El abuelo ha castigado a Fleur porque cree que se ha enamorado del chico equivocado. Pero a ti te castigo yo porque eres malo, porque espías a la gente y la traicionas y, además, porque te alegras de hacerlo. Así no se comporta un gentleman, Paul Warden. ¡Así sólo se comporta un monstruo! —Gwyneira supo en el momento en que pronunció esa palabra que Paul nunca se lo perdonaría. Pero había salido de sus labios. Aun ahora, sólo podía sentir odio por ese niño que le habían forzado a tener, que había sido la causa última de la muerte de Lucas y que ponía todo de su parte para hacer tambalear los cimientos de la ya de por sí vacilante armonía de la familia de Helen y destrozar también la vida de Fleur.
Paul miró a su madre con una palidez cadavérica ante el abismo que distinguió en los ojos de ella. No era un acceso de rabia como el de Fleurette. Gwyneira parecía creer en lo que decía. Paul rompió a llorar, aunque hacía un año al menos que había decidido ser un hombre y no volver a llorar nunca más.
—¿Vas a tardar mucho? ¡Desaparece! —Gwyneira se odió a sí misma por hablar así, pero no logró contenerse—. ¡Vete a tu habitación!
Paul se marchó corriendo. Fleurette miró a su madre desconcertada.
—Ha sido duro —observó desolada.
Gwyneira cogió su copa de vino con dedos temblorosos, pero se lo pensó mejor, se dirigió al armario y se sirvió una copa de brandy.
—¿También tú, Fleurette? Creo que las dos necesitamos tranquilizarnos. Y luego sólo nos queda esperar. En algún momento regresará Gerald, si es que no se cae del caballo por el camino y se rompe la crisma.
Se bebió el brandy de un trago.
—Y en lo que respecta a Paul…, lo siento.
Gerald Warden cruzó el bosque como alma que lleva el diablo. La rabia que sentía por el joven Ruben O’Keefe parecía querer desgarrarlo. Hasta el momento nunca había contemplado a Fleurette como una mujer. Para él, siempre había sido una niña, la hijita de Gwyneira, mona pero relativamente carente de interés. Y ahora resultaba que la pequeña se independizaba, ahora alzaba la cabeza orgullosa igual que su madre cuando tenía diecisiete años e incluso contestaba con la misma seguridad que aquélla. Y Ruben, ese cabroncete, se atrevía a acercarse a ella. ¡A una Warden! ¡A su propiedad!
Gerald volvió a calmarse un poco cuando llegó a la granja de O’Keefe y comparó los miserables graneros, establos y sobre todo la casa con la suya. Howard no pensaría en serio que él fuera a permitir que su nieta se casara con su hijo.
Tras la ventana de la casa había luz encendida. El caballo de Howard y el mulo estaban en el corral delante del edificio. Así que el cabrón estaba en casa. Y su degenerado hijo también, pues Gerald distinguió las siluetas de tres personas en torno a la mesa, en la cabaña. Arrojó sin cuidado las riendas de su caballo sobre uno de los postes del cercado y sacó la escopeta de la funda. Un perro ladró cuando fue hacia la casa, pero dentro nadie reaccionó.
Gerald abrió la puerta de par en par. Como había esperado, vio a Howard, Helen y su hijo a la mesa, donde en ese momento se servía un cocido. Los tres miraron sobresaltados hacia la puerta, incapaces de reaccionar al momento. Gerald aprovechó la ventaja que le daba la sorpresa. Entró en la habitación y volcó la mesa cuando se precipitó en dirección a Ruben.
—¡Confiesa, niñato! ¿Qué tienes con mi nieta?
Ruben se volvió.
—Señor Warden… ¿no podríamos hablar… como personas razonables?
Gerald montó en cólera. Justo así habría reaccionado su degenerado hijo Lucas ante una acusación de ese tipo. Golpeó. Con el impulso del gancho de izquierda Ruben salió disparado a través de media habitación. Helen gritó. En ese mismo instante, Howard alcanzó a Gerald. Aunque poco certeramente. O’Keefe acababa de llegar del pub de Haldon. Tampoco él estaba sobrio. Gerald evitó sin esfuerzo el golpe de O’Keefe y se concentró de nuevo en Ruben, que se levantaba sangrando por la nariz.
—Señor Warden, por favor…
Howard hizo una llave a Gerald antes de que lograra alcanzar una vez más a su hijo.
—¡Ya basta! ¡Hablemos como personas razonables! —siseó—. ¿Qué pasa, Warden, para que aterrices aquí y te pongas a zurrar a mi hijo?
Gerald intentó darse la vuelta para mirarlo.
—¡El maldito desgraciado de tu hijo ha seducido a mi nieta! ¡Esto es lo que pasa!
—¿Que tú has hecho qué? —Howard dejó a Gerald y se volvió hacia Ruben—. ¡Dime ahora mismo que esto no es verdad!
El rostro de Ruben era tan expresivo como poco antes lo había sido el de Fleur.
—¡Claro que no la he seducido! —aclaró de inmediato—. Sólo…
—¿Sólo qué? ¿Sólo la has desflorado un poco? —tronó Gerald.
Ruben estaba blanco como un cadáver.
—¡Le pido que no hable de Fleur en este tono! —dijo sosegadamente—. Señor Warden, amo a su nieta. Me casaré con ella.
—¿Que vas a hacer qué? —bramó Howard—. Ya veo que esa bruja te ha sorbido el seso…
—¡En ningún caso vas a casarte con Fleurette, mocoso de mierda! —amenazó furioso Gerald.
—¡Señor Warden! Quizá podríamos encontrar una forma de expresarnos menos drástica —intervino Helen conciliadora.
—Claro que me casaré con Fleurette, da igual lo que vosotros dos tengáis en contra… —Ruben habló tranquilo y con convencimiento.
Howard agarró a su hijo y lo sujetó por la pechera, igual que Gerald había hecho antes.
—¡Ahora mismo vas a cerrar el pico! Y tú, Warden, ¡lárgate! Rápido. Y te guardas a la putilla de tu nieta. No quiero volver a verla por aquí, ¿entiendes? Que te quede claro, o yo mismo tomaré cartas en el asunto y luego no podrá seducir a nadie más…
—Fleurette no es…
—¡Señor Warden! —Helen se interpuso entre los dos hombres—. Por favor, márchese. Howard no quería decir eso. Y en lo que concierne a Ruben…, aquí todos tenemos a Fleurette en gran estima. Tal vez los chicos se hayan dado algún beso, pero…
—¡Nunca más volverás a tocar a Fleurette! —Gerald hizo el gesto de volver a golpear a Ruben, pero luego desistió al ver al chico desamparado entre las garras de su padre.
—Te prometo que no volverá a tocarla nunca más. ¡Y ahora sal! ¡Ya ajustaré yo las cuentas con él, Warden, puedes confiar en esto!
De repente, Helen ya no estuvo tan segura de si realmente quería que Gerald se marchara. La voz de Howard era tan amenazadora que temía seriamente por la seguridad de Ruben. Howard ya estaba iracundo antes de que apareciera Gerald. Había tenido que volver a reunir los jóvenes carneros al llegar a casa, pues los esfuerzos de Helen y Ruben por arreglar el cercado no habían reprimido las ansias de libertad de los animales. Por suerte, Howard había podido conducir los carneros al establo antes de que huyeran a la montaña. No obstante, esa tarea adicional no había servido, precisamente, para mejorar su humor. En cuanto Gerald abandonó la cabaña, lanzó a su hijo una mirada asesina.
—Así que te lo montas con la pequeña Warden —afirmó—. Y acaricias grandes planes, ¿no es eso? Acabo de encontrarme con el chico maorí de Greenwood en el pub y me ha «felicitado» porque la universidad de Dunedin te ha aceptado. ¡Para estudiar Derecho! ¡Sí, todavía no lo sabes, esas cartas te las envían a través de tu querido tío George! Pero ahora mismo voy a quitarte esta costumbre, hijo mío. Haz cuentas, Ruben O’Keefe, a contar sí que has aprendido. Y el derecho estudia la justicia, ¿no? Ojo por ojo, diente por diente. Vamos a estudiar derecho ahora. ¡Éste va por las ovejas!
Propinó un golpe a su hijo.
—¡Y éste por la chica! —Un gancho con la derecha—. ¡Éste por tío George! —Un gancho izquierdo. Ruben cayó al suelo.
»¡Por la carrera de Derecho! —Howard le propinó una patada en las costillas. Ruben emitió un fuerte gemido.
»¡Y éste por tu arrogancia! —Otra patada brutal, esta vez en la zona de los riñones; Ruben se acurrucó. Helen intentó separarlos.
»¡Y éste es para ti, porque siempre estás haciendo cosas con ese tío de mierda! —Howard propinó el siguiente golpe en el labio superior de Helen. Ella se desplomó, pero siguió intentando proteger a su hijo.
Sin embargo, Howard pareció volver en sí entonces. La sangre en el rostro de Helen disipaba las brumas del alcohol.
—No valéis nada… vosotros… —balbuceó, y se dirigió dando traspiés al armario de la cocina en que Helen guardaba el whisky. Una botella de calidad, no el más barato. Lo tenía preparado para las visitas; George Greenwood, en especial, necesitaba un trago cuando había terminado de hablar con Howard. En esos momentos, Howard había echado unos buenos tragos y quería volver a colocar la botella en su sitio. Pero cuando iba a cerrar el armario, cambió de opinión y se la llevó.
—Voy a dormir al establo —informó—. No soporto veros más…
Helen suspiró cuando desapareció.
—Ruben, ¿te duele mucho? Estás…
—Todo está bien, mamá —susurró Ruben, si bien su aspecto transmitía lo contrario. Le sangraban las heridas en los ojos y el labio y la hemorragia de la nariz había empeorado, y tenía dificultades para levantarse. El ojo izquierdo estaba hinchado. Helen lo ayudó a levantarse.
—Ven, tiéndete en la cama. Te curaré —se ofreció. Pero Ruben sacudió la cabeza.
—¡No quiero meterme en su cama! —rechazó con firmeza, y en lugar de ello se arrastró al pequeño catre que había junto a la chimenea y en el que solía dormir en invierno. Desde hacía años, en verano, se buscaba un sitio para dormir en el establo, para no molestar a sus padres.
Temblaba cuando Helen se acercó a él con un cuenco de agua y un paño para lavarle la cara.
—No es nada, mamá…, Dios mío, espero que no le pase nada a Fleur.
Helen lavó con cuidado la sangre de los labios.
—A Fleur no le pasará nada. Pero ¿cómo se ha enterado? Maldita sea, no tendría que haberle sacado el ojo de encima a ese Paul.
—De todos modos, en algún momento lo habrían sabido —contestó Ruben—. Y ahora…, mañana me voy de aquí, mamá. Acéptalo. No me quedo ni un día más en su casa… —Señaló hacia el lugar por donde Howard había desaparecido.
—Mañana estarás enfermo —dijo Helen—. Y no deberíamos precipitarnos. George Greenwood…
—Tío George ya no puede ayudarnos más, madre. No iré a Dunedin. Iré a Otago. Allí hay oro. Yo… yo encontraré algo y luego recogeré a Fleur. Y a ti también. Él… ¡él no tiene que pegarte nunca más!
Helen guardó silencio. Cubrió las heridas de su hijo con un ungüento frío y se quedó sentada junto a él hasta que se durmió. Entonces recordó todas las noches que había pasado así a su lado, cuando estaba enfermo, una pesadilla lo había asustado o simplemente quería que le hiciera compañía. Ruben siempre la había hecho feliz. Pero también esto lo había destrozado Howard. Helen no durmió esa noche.
Lloró.