—Paul, Paul, ¿dónde te has vuelto a meter?
Helen llamaba al más rebelde de sus discípulos, aunque sabía perfectamente que el niño no la oiría. Paul Warden estaría jugando, y no de forma pacífica, con los niños maoríes en los alrededores inmediatos de su improvisada escuela. Por regla general sus desapariciones acarreaban problemas. O bien estaba peleándose en algún lugar con su enemigo mortal, Tonga (el hijo del jefe de la tribu del poblado maorí establecido en Kiward Station), o bien acechaba a Ruben y Fleurette para hacerles una mala pasada. Además, sus travesuras no siempre eran divertidas. Ruben había estado bastante afligido cuando Paul, pocos días antes, le había derramado un tintero sobre su libro nuevo. No sólo se había disgustado porque el joven hacía tiempo que deseaba ese código de leyes que George Greenwood acababa de traérselo de Inglaterra, sino también porque el libro era sumamente caro. Gwyneira, por supuesto, les había restituido el dinero, pero ella estaba igual de escandalizada que Helen por lo que su hijo había hecho.
—¡Ya no es tan pequeño! —exclamó enfadada, mientras que Paul, de once años de edad, permanecía como si no hubiera pasado nada a su lado—. ¡Paul, sabías lo que costaba el libro! ¡Y no ha sido por descuido! ¿Crees que el dinero crece de los árboles en Kiward Station?
—No, ¡pero sí de las ovejas! —respondió Paul, no del todo falto de razón—. ¡Y nosotros nos podemos permitir un tocho así de tonto cada semana si nos da la gana! —Al decirlo miró iracundo y con maldad a Ruben. El niño sabía de buena tinta cuál era la situación económica de las llanuras de Canterbury. Si bien Howard O’Keefe había incrementado de forma considerable sus beneficios desde que Greenwood Enterprises lo protegía, se hallaba muy lejos de obtener el título honorífico de barón de la lana que ostentaba Gerald. Los rebaños y la fortuna de Kiward Station tampoco habían dejado de aumentar en los últimos diez años y, de hecho, no había deseo de Paul Warden que quedara insatisfecho. Los libros no solían estar entre sus debilidades. Paul prefería el poni más veloz y disfrutaba con rifles de juguete y pistolas, y ya habría tenido su propia escopeta de aire comprimido si George Greenwood no se la hubiera vuelto a «olvidar» en sus pedidos a Inglaterra. Helen contemplaba preocupada el modo en que estaba creciendo Paul. En su opinión, no se le marcaban suficiente los límites. Aunque tanto Gwyneira como Gerald le hacían regalos caros, apenas se ocupaban de él. Paul ya era lo bastante mayor para alejarse de la influencia de su ama de leche, Kiri. Hacía tiempo que había hecho propia la opinión de su idolatrado abuelo de que la raza blanca era superior a la de los maoríes. Esto se había convertido recientemente en el desencadenante de las eternas peleas con Tonga. El hijo del jefe se sentía tan seguro de sí mismo como el heredero del barón de la lana, y los jóvenes luchaban de manera encarnecida por la propiedad de la tierra en la que habitaban el pueblo de Tonga y los Warden. A Helen también la intranquilizaba este asunto. Era muy probable que Tonga sucediera a su padre, al igual que Paul sería el heredero de Gerald. Si persistía la rivalidad cuando fueran hombres la situación se complicaría. Cada nariz ensangrentada con la que los chicos llegaban a sus casas, ahondaba el abismo que los separaba.
Al menos estaba Marama. Esto tranquilizaba un poco a Helen, pues la hija de Kiri, la «hermana de leche» de Paul, tenía una especie de sexto sentido para las confrontaciones de los chicos y procuraba aparecer en los campos de batalla para mediar entre ellos. Si en esos momentos jugaba brincando inocentemente con un par de amigas, eso significaba que Paul y Tonga no estarían enredados en una pelea. Marama dirigió una sonrisa apaciguadora a Helen. Era una criatura encantadora, al menos según el criterio de Helen. Su rostro era más fino que el de la mayoría de las chicas maoríes y su tez aterciopelada tenía el color del chocolate. Todavía no llevaba tatuajes, pero era probable que no la adornaran según las costumbres tradicionales. Los maoríes se desprendían cada vez más de ese hábito y apenas llevaban la indumentaria tradicional. Era evidente que se habían esforzado por adaptarse a los pakeha, lo que para Helen era por una parte motivo de alegría, pero por otra, a veces, de cierta tristeza.
—¿Dónde está Paul, Marama? —le preguntó directamente Helen a la chica. Paul y Marama solían llegar juntos a la clase desde Kiward Station. Si Paul se hubiera enfadado por algo y hubiera regresado antes a su casa, ella lo sabría.
—Se ha ido a caballo, Miss Helen. Anda tras la pista de un secreto —reveló Marama con su voz cristalina. La pequeña cantaba bien, una virtud que su gente apreciaba.
Helen suspiró. Acababan de leer un par de libros en los que se hablaba de piratas y tesoros escondidos, tierras y jardines misteriosos y ahora todas las chicas intentaban hallar jardines de rosas encantados, mientras que los chicos trazaban emocionados mapas del tesoro. También Ruben y Fleur habían actuado así cuando tenían esa edad, pero con Paul siempre cabía el temor de que sus secretos no fueran del todo inofensivos. Poco antes, por ejemplo, había puesto a Fleurette fuera de sí cuando secuestró a su querida yegua Minette, hija de la poni Minty y el semental Madoc, y la escondió en el jardín de rosas de Kiward Station. Desde la muerte de Lucas, esa parcela apenas recibía cuidados y a nadie se le ocurrió, obviamente, buscar allí el caballo, sobre todo porque Minette había sido secuestrada en la granja de los O’Keefe y no en su propio corral. Helen estaba muerta de angustia pensando en que Gerald hiciera responsable a su marido de la pérdida del valioso animal. Al final, la misma Minette había llamado la atención relinchando y galopando por el jardín. Pero esto ocurrió después de que se hubiera hartado de comer la abundante hierba que crecía en la parcela, es decir, horas en las cuales la desesperada Fleurette creía que su caballo estaría vagando en la montaña o que lo habían robado los ladrones de ganado.
Sobre todo los ladrones de ganado…, éste también era un tema que desde hacía pocos años inquietaba a los granjeros de las llanuras de Canterbury. Mientras que apenas una década antes los neozelandeses eran famosos por no descender de presidiarios, como los australianos, sino por formar una sociedad de colonos honrados, estaban apareciendo ahora, allí también, delincuentes. En el fondo no era extraño, la elevada cantidad de ganado en granjas como Kiward Station y el aumento constante de la fortuna de su propietario despertaban la codicia. Sobre todo porque a los nuevos inmigrantes ya no les resultaba tan sencillo su ascenso social en esos días. Las primeras familias se habían establecido, la tierra ya no se conseguía por nada o casi por nada y hacía tiempo que se había agotado la pesca de la ballena y los bancos de focas. No obstante, todavía se producían espectaculares hallazgos de oro. Al igual que antes, todavía era factible, pues, amasar una fortuna de la nada, pero no necesariamente en las llanuras de Canterbury. Sin embargo, justo las tierras de las estribaciones de los Alpes y los rebaños de los grandes barones de la lana se habían convertido en los últimos tiempos en campo de operaciones y presa de brutales ladrones de ganado. Y todo ello había comenzado con un hombre que era un antiguo conocido de Helen y los Warden: James McKenzie.
Helen, al principio, no había querido dar crédito cuando Howard llegó maldiciendo a casa desde el pub y mencionó el nombre del que una vez fuera capataz de Gerald.
—Sabe Dios por qué Warden mandó a ese tipo a tomar vientos y ahora lo tenemos que pagar todos. Los trabajadores hablan de él como si fuera un héroe. Sólo roba los mejores animales, dicen, los de los ricos. Deja en paz los bichos de los pequeños granjeros. ¡Qué tontería! ¿Cómo los va a distinguir? Pero disfruta robando. No me extrañaría que pronto se formara una banda alrededor de ese tipo.
Como Robin Hood, fue lo primero que pensó Helen; pero luego se censuró por sus accesos de romanticismo. Glorificar el robo de ganado entre la gente humilde era, a su entender, también parte del reino de la fantasía.
—¿Cómo se las debe arreglar un hombre solo? —observó hablando con Gwyn—. Reunir las ovejas, seleccionarlas, esquilarlas, llevarlas a la montaña… Para eso se necesita toda una tropa…
—O un perro como Cleo… —contestó Gwyneira incómoda, pensando en el cachorro que había regalado a James de despedida. McKenzie era un dotado adiestrador de perros. Friday seguramente estaría, en el tiempo que había transcurrido, a la altura de su madre o aun más; ya hacía tiempo que la habría aventajado. Cleo había envejecido mucho y estaba casi sorda. Seguía pegándose a Gwyn como si fuera su sombra, pero ya no podía realizar ninguna labor.
No hubo que esperar mucho a que los himnos de alabanza en honor a James McKenzie incluyeran a su genial perro pastor. Gwyn salió de dudas cuando se mencionó por primera vez el nombre de Friday.
Por fortuna, Gerald no hizo ningún comentario sobre las habilidades de James como pastor y la ausencia del cachorro, que, en realidad, ya debería de haber notado antaño. Por otra parte, en ese desafortunado año, Gerald y Gwyneira tenían otras cosas en que pensar. Era probable que el barón de la lana hubiera simplemente olvidado al perrito. En cualquier caso, y debido a las acciones de McKenzie, estaba perdiendo cada año algunas cabezas de ganado y lo mismo les sucedía a Howard, los Beasley y a todos los grandes ganaderos. A Helen le hubiera gustado saber qué pensaba Gwyneira al respecto, pero su amiga no pronunciaba el nombre de aquel hombre si podía evitarlo.
Helen ya estaba harta de andar buscando absurdamente a Paul. Empezaría la clase tanto si el niño estaba como si no. La probabilidad de que apareciera en algún momento era, de todos modos, bastante alta. Paul respetaba a Helen, tal vez ella era la única persona a quien solía escuchar y a veces ella pensaba que sus continuos ataques a Ruben, Fleurette y Tonga estaban causados por los celos. El espabilado hijo del jefe era uno de sus discípulos preferidos y Ruben y Fleurette ya ocupaban, de por sí, un lugar especial. Paul, a su vez, no era tonto pero no destacaba por unos especiales logros escolares. Prefería convertirse en el payaso de la clase y con ello creaba problemas a Helen y a sí mismo.
Ese día, no obstante, no existía la posibilidad de que Paul apareciera en la escuela durante la clase. Estaba demasiado lejos. En cuanto Ruben se había vuelto a Fleur para asociarse con ella, Paul se había pegado a los talones de los dos mayores. Ya sabía que los secretos casi siempre giraban en torno a algo prohibido y para Paul no había nada más hermoso que sorprender a Fleur en cualquier pequeña infracción. No tenía entonces el menor reparo en divulgarlo todo, incluso si los resultados que obtenía de ese modo pocas veces eran satisfactorios. Kiri, en especial, nunca castigaba realmente a los niños y también la madre de Paul era bastante indulgente cuando pillaba a Fleurette diciendo alguna mentirijilla o si ésta rompía algún jarrón o vidrio jugando a lo loco. Tales contratiempos pocas veces le ocurrían a Paul. Era hábil por naturaleza y, además, había crecido prácticamente con los maoríes. Al igual que su rival Tonga, había aprendido a caminar con la agilidad del cazador y a acercarse a su presa con sigilo. Los hombres maoríes no hacían ninguna diferencia entre el pequeño pakeha y su propio descendiente. Cuando había niños, se ocupaban de ellos, y entre las labores del cazador se hallaba la de instruir a los jóvenes en sus artes, al igual que las mujeres enseñaban a las chicas. Paul siempre había estado entre los alumnos aventajados y ahora esas habilidades le servían para seguir furtivamente a Fleurette y Ruben. Lástima que se tratara, casi con toda probabilidad, de un secreto del joven O’Keefe en lugar de un error de Fleur. Seguramente, el castigo de Miss Helen no sería tan duro como para que valiera la pena que lo sermoneara por ser un chivato. El resultado habría sido mejor si hubiera delatado a Ruben a su padre, pero Paul no se atrevía con Howard O’Keefe. Sabía que ese hombre y su abuelo no se caían bien, y Paul no iba a ponerse al servicio del rival de Gerald, ¡era una cuestión de honor! Paul sólo esperaba que su abuelo supiera apreciarlo. Siempre intentaba impresionar a Gerald, pero la mayoría de las veces el viejo Warden no reparaba en él. Paul no se lo tomaba a mal. Su abuelo tenía cosas más importantes que hacer que jugar con niños pequeños: a fin de cuentas, Gerald Warden era en Kiward Station casi como Dios. Pero en algún momento Paul haría una gran jugada y a Gerald no le quedaría más remedio que prestarle atención. Lo único que el niño deseaba era ganarse la admiración de Gerald.
Pero ¿qué habrían tramado Ruben y Fleurette? Paul desconfió en cuanto Ruben no cogió su propio caballo, sino que montó a Minette delante de Fleur. Después de todo, ¡qué forma tan rara de cabalgar! Minette iba sin ensillar, así que los dos jinetes se sentaban a lomos del animal. Ruben iba delante y llevaba las riendas; Fleurette se había colocado detrás y estrechaba el torso contra el del chico, incluso tenía las mejillas apretadas contra su espalda y los ojos cerrados. Sus cabellos de color rojo y dorado se desparramaban sobre los hombros. Paul recordó que uno de los conductores de ganado había dicho que la pequeña estaba para comérsela. Eso significaba que al tipo le habría gustado montárselo con ella. Algo de cuyo significado Paul, por el momento, sólo tenía una vaga idea. Pero una cosa era segura: Fleurette era la última en la que Paul hubiera pensado para montárselo. Relacionar la palabra belleza con su hermana le resultaba inconcebible. ¿Por qué se acurrucaba así contra Ruben? ¿Tenía miedo a caerse? Era del todo impensable, pues era una amazona sumamente competente.
No había más remedio, Paul tenía que acercarse más y escuchar lo que los dos andaban cuchicheando. ¡Qué tontería que su poni Minty diera esos pasos tan cortos y rápidos! Resultaba casi imposible ir al compás de Minette y pasar desapercibido. Al menos, era evidente que Fleurette y Ruben no sospechaban nada. Deberían de haber oído el sonido de los cascos, pero no prestaron atención. Gracie, la perra pastora de Fleur, que seguía siempre a su ama como Cleo a Gwyneira, era la única que lanzaba recelosas miradas de soslayo a los matorrales. Pero Gracie no ladraría porque conocía a Paul.
—¿Crees que encontraremos esas dichosas ovejas? —preguntó justo entonces Ruben. Su voz tenía un timbre nervioso, casi asustado.
Fleurette alzó la cabeza de mala gana de la espalda del muchacho.
—Sí, seguro —murmuró—. No te preocupes. Gracie las reunirá en un santiamén. Puede que… hasta tengamos tiempo para hacer un descanso.
Paul observó desconcertado que las manos de su hermana jugueteaban por la camisa de Ruben y sus dedos avanzaban con cautela entre botón y botón por el pectoral desnudo del muchacho.
Éste no parecía poner trabas. Incluso se volvió un momento y acarició el cuello de Fleur.
—Ah, no sé…, las ovejas…, mi padre me mata si no las llevo a casa.
Eso era. Otra vez se le habían escapado las ovejas a Ruben. Paul ya se imaginaba muy bien de cuáles se trataban. El día anterior, camino de la escuela, había visto de qué forma tan chapucera se había parcheado la cerca del corral de los jóvenes carneros.
—¿Has arreglado al menos la cerca? —preguntó Fleur. Los dos jinetes llegaron en ese momento a un arroyo y pasaron por un lugar de la orilla especialmente bello y cubierto de hierba que estaba protegido por rocas y palmeras de Nikau. Las manitas morenas de Fleurette se separaron del pecho de Ruben y agarraron con destreza las riendas. Detuvo a Minette, se deslizó de sus lomos y se tendió en la hierba, donde se estiró de modo provocativo. Ruben ató el caballo a un árbol y se tendió junto a ella.
—Sujétala bien, si no se marchará enseguida… —indicó Fleur. Pese a tener los ojos entrecerrados se percató de que Ruben no había atado bien las riendas. La muchacha amaba a su amigo, pero también se desesperaba a causa de su torpeza, como había hecho antaño Gwyneira con el hombre al que Fleur consideraba su padre. No obstante, Ruben no sentía inclinación por el arte, sino que anhelaba viajar a Dunedin para estudiar Derecho en la universidad. Helen lo apoyaría; pero a Howard todavía no le había contado nada por si acaso.
El joven se levantó ahora de mala gana y se ocupó del caballo. Nunca se tomaba a mal la firmeza de la chica. Conocía sus propias debilidades y admiraba sin reservas la eficacia de ella.
—Mañana arreglaré el cercado —murmuró en esos momentos, lo que provocó que Paul, en el escondite que acababa de encontrar tras las rocas, sacudiera la cabeza. Si Ruben volvía a encerrar los carneros en el corral roto, éstos se escaparían de nuevo al día siguiente.
Fleurette opinó lo mismo.
—Te ayudaré —prometió, y luego los dos callaron por un tiempo. Paul se impacientó porque desde donde se encontraba no podía ver nada, así que acabó rodeando a hurtadillas las piedras situándose en un lugar desde donde tenía mejor visión. Lo que descubrió casi lo dejó sin respiración. Los besos y caricias que Ruben y Fleur se prodigaban en el lecho bajo los árboles se acercaban bastante a los que Paul entendía por «montárselo». Fleur estaba tendida en la hierba, con el cabello desparramado como una resplandeciente maraña de hilos y una expresión extasiada en su rostro. Ruben le había desabotonado la blusa y acariciaba y besaba sus pechos, que Paul, a su vez, observaba con atención. Hacía cinco años, de eso estaba seguro, que no veía desnuda a su hermana. También Ruben parecía feliz; era evidente que se tomaba su tiempo y que no tenía prisa por moverse hacia delante y hacia atrás como el hombre de la pareja maorí que Paul había visto desde lejos. Tampoco estaba completamente encima de Fleur, sino más bien junto a ella: así que no se lo estaban montando del todo. Sin embargo, Paul estaba seguro de que Gerald Warden encontraría el dato de sumo interés.
Fleurette rodeaba con sus brazos a Ruben y le acariciaba la espalda. Al final los dedos de la chica avanzaron por debajo de la cintura de sus pantalones de montar y lo tocaron. Ruben gimió de placer y se colocó totalmente encima de ella.
Así que…
—No, déjalo, amor mío… —Fleurette lo apartó con suavidad. No parecía tener miedo, pero obraba con determinación—. Tenemos que reservarnos un poco para la noche de bodas… —Ahora había abierto los ojos y sonreía a Ruben. El joven le devolvió la sonrisa. Ruben era un muchacho apuesto, que había heredado de su padre los rasgos faciales un poco rudos, pero viriles, y el cabello oscuro y ondulado. Por lo demás se parecía a Helen. El conjunto de su cara era más delicado que la de Howard y tenía los ojos grises y soñadores. Era más alto, más esbelto que macizo, y fibroso. En su dulce mirada había deseo, pero se trataba de alegría anticipada más que de pura lascivia. Fleurette suspiró feliz. Se sentía amada.
—Si es que en efecto hay noche de bodas… —observó Ruben con preocupación—. No me imagino que tu abuelo y mi padre se alegren de la noticia.
Fleurette se encogió de hombros.
—Pero nuestras madres no se opondrán —replicó con optimismo—. Deberán hacer frente común. ¿Qué es lo que tienen en contra el uno del otro? Me refiero a que una hostilidad de tantos años… ¡es enfermiza!
Ruben le dio la razón. Era de natural conciliador, mientras que Fleurette estallaba más deprisa. Así visto podría esperarse de ella que mantuviera con alguien una pelea de por vida. Ruben era capaz de imaginarse muy bien a Fleurette con una espada en llamas. Sonrió, pero luego se puso serio de nuevo.
—¡Yo sé la historia! —le reveló al final a su amiga—. Tío George se la sonsacó a ese banquero parlanchín de Haldon y luego se la contó a mi madre. ¿Quieres saberla? —Ruben jugueteaba con una mecha de cabello cobrizo.
Paul aguzó el oído. ¡Eso iba a mejor! Al parecer, ese día no sólo iba a descubrir los secretos de Fleur y Ruben, sino también los detalles de la historia familiar.
—¿Bromeas? —preguntó Fleurette—. ¡Estoy deseándolo! ¿Por qué no me lo has contado nunca?
Ruben se encogió de hombros.
—¿Será porque siempre tenemos otras cosas que hacer? —preguntó con picardía, y le dio un beso.
Paul suspiró. ¡Ahora basta de demoras! Lentamente tenía que ponerse en camino si quería llegar más o menos puntual a casa. Si Marama regresaba sola, Kiri y su madre empezarían a preguntar y entonces averiguarían que se había saltado la clase.
Pero también Fleur estaba más deseosa de oír la historia que de renovar las caricias. Apartó con dulzura a Ruben y se sentó. Se estrechó contra él, mientras él iba contando, pero aprovechó la ocasión para abotonarse la blusa. También ella debía de haberse dado cuenta de que había llegado el momento de salir en busca de las ovejas.
—Pues bien, mi padre y tu abuelo ya estaban en los años cuarenta aquí, cuando todavía no había colonos, sólo balleneros y cazadores de focas. Pero entonces se ganaba mucho dinero de esa forma y, además, los dos jugaban muy bien al póquer y al blackjack. Sea como fuere, ambos llevaban una fortuna en el bolsillo cuando llegaron a las llanuras de Canterbury. Mi padre sólo iba de paso, quería dirigirse a los alrededores de Otago, donde había oído hablar del oro. Pero Warden pensó en construir una granja de ovejas y trató de convencer a mi padre para que invirtiera dinero en ella. Y en el terreno. Gerald enseguida entabló buenas relaciones con los maoríes. Enseguida empezó a trapichear con ellos. A lo que los kai tahu no fueron del todo contrarios. La tribu ya había vendido tierra en una ocasión y llegaron a un acuerdo con los compradores.
—¿Y? —preguntó Fleur—. Así que compraron la tierra…
—No tan deprisa. Mientras que se prolongaban las negociaciones y Howard no acababa de decidirse, estuvieron viviendo con unos colonos…, Butler se llamaban. Y Leonard Butler tenía una hija: Barbara.
—¡Pero ésa era mi abuela! —El interés de Fleur se reavivó en ese momento.
—Exacto. Pero en realidad tendría que haber sido mi madre —explicó Ruben—. Sea como fuere, mi padre se enamoró de Barbara y ella también de él. Pero el padre de ella no estaba tan entusiasmado con Howard, y éste pensó que necesitaba todavía más dinero para ganarse sus simpatías…
—Así que se marchó a Otago y encontró oro y… ¿entretanto Barbara se casó con Gerald? ¡Oh, qué triste, Ruben! —Fleur gimió fantaseando sobre la supuesta historia romántica.
—No del todo —respondió Ruben sacudiendo la cabeza—. Howard quería hacer dinero aquí y ahora. Jugaron a las cartas…
—¿Y perdió? ¿Gerald se llevó todo el dinero?
—Fleurette, déjame acabar de hablar —protestó Ruben con firmeza, y esperó a que Fleurette le diera la razón y se disculpara. A ojos vistas ardía en deseos de que siguiera con la historia.
Howard ya se había declarado antes de asociarse con Gerald para criar ovejas, incluso tenían un nombre para la granja: Kiward Station, por Warden y O’Keefe. Pero entones no sólo se jugó su propio dinero, sino también el que Gerald le había dado para pagar la tierra de los maoríes.
—¡Oh, no! —exclamó Fleur, entendiendo de golpe por qué Gerald estaba tan enfurecido—. ¡Seguro que mi abuelo lo habría matado!
—Se produjeron escenas horribles —explicó Ruben—. Al final, el señor Butler le prestó algo de dinero a Gerald, lo necesario para no defraudar a los maoríes a quienes se les había prometido comprar la tierra. Gerald adquirió una parte de ella, que es la que constituye hoy en día Kiward Station, y Howard no quiso tirar la toalla. Conservaba la esperanza de que se casaría con Barbara. Invirtió entonces sus últimos centavos en un trozo de tierra pedregosa y un par de ovejas medio muertas de hambre. Pero ya hacía tiempo que Barbara se había prometido a Gerald. El dinero era su dote. Y claro, más tarde heredó las tierras del viejo Butler. No es de extrañar que Gerald ascendiera como un cohete a la categoría de barón de la lana.
—¡Y que Howard lo odie! —señaló Fleur—. Oh, qué historia tan terrible. ¡Y la pobre Barbara! ¿Quería a Gerald?
Ruben hizo un gesto de ignorancia.
—Tío George no contó nada al respecto. Pero si lo que realmente deseaba era casarse con mi padre…, su amor por Gerald no debió de ser muy grande.
—Lo que Gerald le reprochó a Howard. ¿O puede que no fuera de su agrado tener que casarse con Barbara? No, ¡qué horrible habría sido! —Fleur había empalidecido. Las buenas historias siempre la afectaban.
—Éstos son, en cualquier caso, los secretos de Kiward y O’Keefe Station —concluyó Ruben—. Y con este legado vamos a llegar y decirles a mi padre y a tu abuelo que queremos casarnos. Unas condiciones previas insuperables, ¿no crees? —Rio con amargura.
Y todavía serán peores cuando Gerald oiga sonar campanas, pensó Paul alegrándose ya de la tristeza ajena. ¡Había merecido la pena la excursión a los pies de los Alpes! Pero ahora debía marcharse. Volvió sin hacer ruido a su caballo.