11

George Greenwood condujo su caballo al corral de alquiler de Westport e indicó al propietario que lo alimentara bien. El hombre parecía de confianza y el recinto daba la impresión de estar relativamente cuidado. Esa pequeña ciudad en la desembocadura del río Buller no le gustaba en absoluto. Hasta entonces había sido una aldea diminuta, de apenas doscientos habitantes, pero cada vez afluían más buscadores de oro y, a la larga, también llegarían en pos del carbón. En cuanto a George, se interesaba mucho más por esta materia prima que por el oro. Los descubridores de los yacimientos de carbón buscaban inversores que se ocuparan a largo plazo de la construcción de una mina, pero que antes lo hicieran de un enlace ferroviario. Mientras no hubiera la posibilidad de transportar el carbón a buen precio, su explotación no resultaría rentable. George quería aprovechar su visita a la costa Oeste para obtener, entre otras cosas, una impresión acerca de la zona y de la posibilidad de establecer comunicaciones en ella. Siempre era positivo para un comerciante observar las condiciones que lo rodeaban y ese verano, por primera vez, su floreciente empresa le permitía viajar de una granja de ovejas a otra sin intereses comerciales inmediatos. En enero, después de esquiladas las ovejas y de que ya hubiera pasado el período agotador en que éstas parían, podía atreverse a abandonar a su propia suerte durante dos semanas el siempre problemático caso de Howard O’Keefe.

¡George suspiraba sólo de pensar en el esposo sin remedio de Helen! Gracias a su apoyo, a los valiosos animales de cría y al asesoramiento intensivo, la granja de O’Keefe daba por fin algún beneficio; pero Howard seguía siendo un candidato incierto. El hombre tendía a encolerizarse y beber y no escuchaba consejos de buen grado, y si los aceptaba, sólo tenían que proceder del mismo George, no de sus subordinados, y ni hablar de Reti, el antiguo discípulo de Helen que, paulatinamente, se había ido convirtiendo en la mano derecha de George. Cada conversación, cada exhortación, por ejemplo a conducir de una vez las ovejas en abril para no perder ningún animal con la llegada brusca del invierno, exigía una cabalgada de Christchurch a Haldon. Y por mucho que George y Elizabeth disfrutaran de la compañía de Helen, el exitoso y joven comerciante tenía otras cosas que hacer que arreglar los asuntos de un pequeño granjero. Además, le molestaba la obstinación de Howard y el modo en que trataba a Helen y Ruben. Ambos atraían siempre la cólera del respectivo esposo y padre, paradójicamente porque, según la opinión de Howard, Helen se ocupaba demasiado de los intereses de la granja y Ruben demasiado poco. Ya hacía tiempo que la mujer había comprendido que la ayuda de George era la única que no sólo podía salvar su existencia económica, sino mejorar en lo sucesivo, de forma drástica, sus condiciones de vida: estaba en disposición, contrariamente a su marido, de entender las sugerencias de George y sus motivos. Ella siempre instaba a Howard a llevarlas a la práctica, lo que a él lo encolerizaba de inmediato. La relación empeoraba cuando George salía en defensa de ella. Asimismo, la evidente admiración del pequeño Ruben por «tío George» era como un incordio para O’Keefe. Greenwood era generoso suministrando al joven los libros que deseaba, y le había regalado una lupa y un contenedor de muestras botánicas para fomentar sus intereses científicos. Howard, por el contrario, opinaba que eso era absurdo: Ruben tenía que hacerse cargo de la granja y para ello bastaba con los conocimientos básicos de lectura, escritura y cálculo. Ruben, de todos modos, no se interesaba en absoluto por los quehaceres de la granja y sólo, de forma limitada, por la flora y la fauna. A este respecto era más bien su pequeña amiga Fleur quien emprendía tales «investigaciones». Ruben compartía más las dotes intelectuales de su madre. Ya leía a los clásicos en sus lenguas originales y su marcado sentido de la justicia lo predestinaban para el sacerdocio o también para la carrera de Derecho. George no se lo imaginaba como granjero: se preveía un conflicto fuerte entre padre e hijo. Greenwood temía que incluso su propia colaboración con O’Keefe fracasara con el tiempo y ni quería plantearse las consecuencias que ello tendría para Helen y Ruben.

Pero ya se ocuparía más tarde de ello. Su excursión actual a la costa Oeste constituía para él una especie de vacaciones: quería conocer la isla Sur más de cerca y descubrir nuevos mercados. Además, le motivaba otra tragedia entre un padre y un hijo: aunque no se lo había confesado a nadie, George iba en busca de Lucas Warden.

Ya había pasado más de un año desde que el heredero desapareciera de Kiward Station y las habladurías en Haldon se habían apaciguado mucho. Los rumores acerca del hijo de Gwyneira se habían acallado, se aceptó en general que el esposo estaba en Londres. Dado que de todos modos la gente del lugar no había llegado a ver a Lucas Warden, no lo echaron en falta. Además, el banquero local no era el más discreto, por lo que siempre circulaban noticias de los inmensos logros financieros de Lucas en la madre patria.

La gente de Haldon aceptó de forma natural que Lucas ganaba ese dinero pintando nuevos cuadros. De hecho, sin embargo, las galerías compraban en la capital las obras que ya existían largo tiempo atrás. Accediendo a los ruegos de George, Gwyneira había enviado una tercera selección de acuarelas y óleos a Londres, donde cada vez aumentaban de valor, y George participaba en las ganancias; otra razón, junto a la curiosidad, para seguir las huellas del artista perdido.

No obstante, la curiosidad desempeñaba también una función. En opinión de George Greenwood las pesquisas de Gerald tras su hijo habían sido demasiado superficiales. Se preguntaba por qué el viejo Warden no había enviado al menos a mensajeros para que buscaran a Lucas o por qué no se había puesto él mismo en camino, lo que no hubiera constituido ningún problema dado que Gerald conocía la costa Oeste como la palma de su mano y Lucas probablemente no había pensado en muchos otros «escondites». Si Lucas no había conseguido en algún lugar documentación falsa (lo que George consideraba improbable), no había abandonado la isla Sur, pues las listas de pasajeros de los barcos eran fiables y el nombre de Lucas no constaba en ellas. En cualquier caso, no se encontraba en las granjas de ovejas de la costa Este, porque se habría hablado al respecto. Y para refugiarse en una tribu maorí, Lucas era, sencillamente, demasiado inglés. No podría haberse adaptado a la forma de vida indígena y no hablaba ni una palabra de la lengua autóctona. Así que la costa Oeste era el lugar, y allí sólo había un puñado de colonias. ¿Por qué Gerald no las había investigado a fondo? ¿Qué había pasado antes para que fuera obvio que el viejo Warden estuviera contento de haberse librado de su hijo? ¿Y por qué había reaccionado primero con tanto retraso y casi de forma forzada ante el nacimiento de su nieto? George quería saberlo, y Westport era la tercera colonia en la que pensaba preguntar por Lucas. ¿Pero a quién? ¿Al propietario del establo? Por algún sitio había que empezar.

Miller, el encargado del establo de alquiler sacudió, sin embargo, la cabeza.

—¿Un joven gentleman con un viejo caballo castrado? No, que yo sepa. Por aquí no pasan muchos caballeros. —Rio—. Pero también puede ser que me haya pasado por alto. Hasta hace poco tenía un mozo de cuadra, pero él…, bueno, es una larga historia. En cualquier caso era muy de fiar y con frecuencia atendía solo a la gente que únicamente se quedaba una noche. Lo mejor es que pregunte en el pub. ¡A la pequeña Daphne no se le escapa, con toda seguridad, nada que tenga que ver con hombres!

George rio, como se esperaba que hiciera, por lo que evidentemente era una broma, si bien no la había entendido del todo y acto seguido dio las gracias por la información. De todos modos, quería ir al bar. A fin de cuentas, allí tendrían habitaciones para alquilar y, además, estaba hambriento.

El local le causó tan buena impresión como el establo de alquiler. Reinaba allí también un orden y una limpieza relativos. De todos modos, la taberna y el burdel no parecían estar separados. La joven pelirroja que en cuanto George entró le preguntó qué deseaba iba muy maquillada y llevaba la llamativa ropa de una chica de bar.

—Una cerveza, algo que comer y una habitación si es que hay —pidió George—. Y busco a una muchacha llamada Daphne.

La pelirroja sonrió.

—Enseguida le sirvo la cerveza y el bocadillo, pero sólo alquilamos habitaciones por horas. En cualquier caso, si quiere reservarme a mí también y no es estrecho de miras, le dejaré que descanse. ¿Quién le ha aconsejado tan vivamente que pregunte por mí sólo al entrar?

George le devolvió la sonrisa.

—Así que tú eres Daphne. Pero tengo que desengañarte. No me has sido recomendada por tu gran discreción, sino más bien porque al parecer conoces a todo el mundo aquí. ¿Te dice algo el nombre de Lucas Warden?

Daphne frunció el ceño.

—Así de golpe, no. Pero me suena… Voy a buscar su comida y me lo pienso.

Entretanto, George había sacado un par de monedas del bolsillo con las que esperaba aumentar la disposición de Daphne para darle información. Sin embargo, no tuvo que recurrir a ellas: la joven no parecía fingir. Por el contrario, salió resplandeciente de la cocina.

—¡Había un señor Warden en el barco con el que llegué de Inglaterra! —informó solícita—. Sabía que conocía el nombre. Pero ese hombre no se llamaba Lucas, sino Harald o algo así. Ya era mayor. ¿Por qué pregunta por él?

George se quedó desconcertado. No había contado en absoluto con tal respuesta. Pero bien, era evidente que Daphne y su familia habían zarpado en el Dublin hacia Christchurch con Helen y Gwyneira. Una extraña coincidencia, pero que no tenía que servirle forzosamente de ayuda.

—Lucas Warden es el hijo de Gerald —respondió George—. Un hombre alto, delgado, rubio, con ojos grises y muy buenos modales. Hay razones para suponer que se encuentra en algún lugar de la costa Oeste.

La expresión de Daphne manifestó desconfianza.

—¿Y lo está buscando? ¿Es usted policía o algo así?

George agitó la cabeza.

—Un amigo —explicó—. Un amigo con muy buenas noticias para él. Estoy convencido de que el señor Warden se alegraría de verme. Así que en caso de que sepa algo…

Daphne se encogió de hombros.

—Lo mismo daría —murmuró—. Pero por si le interesa, corría por aquí un hombre llamado Luke, no conozco su apellido, pero se ajusta a la descripción. Lo cual es, como decía, indiferente ahora. Luke está muerto. Pero si lo desea, puede hablar con David…, en caso de que él quiera hacerlo con usted. Hasta ahora apenas habla con nadie. Está bastante destrozado.

George se estremeció y supo, en ese mismo momento, que la joven tenía razón. Con toda certeza no había muchos hombres como Lucas Warden en la costa Oeste y esta muchacha era una aguda observadora. George se levantó. Aunque el bocadillo que Daphne le había llevado tenía buen aspecto, había perdido el apetito.

—¿Dónde puedo encontrar a ese David? —preguntó—. Si Lucas…, si está realmente muerto, quiero saberlo. Enseguida.

Daphne asintió.

—Lo lamento, señor, si es el Lucas al que busca. Era un hombre amable. Un poco extraño, pero legal. Venga conmigo, lo acompañaré a ver a David.

Para sorpresa de George no lo condujo fuera del local, sino escaleras arriba. Ahí debían de estar las habitaciones por horas…

—Pensaba que no alquilaban a largo plazo —dijo cuando la muchacha cruzó decidida un salón tapizado del que partían varias habitaciones numeradas.

Daphne asintió.

—Por eso Miss Jolanda puso el grito en el cielo cuando hice venir a David. ¿Pero, adónde iban a llevarlo estando tan enfermo? Todavía no tenemos médico. El barbero le entablilló la pierna, ¡pero no iban a dejarlo en un establo con fiebre y medio muerto de hambre! Así que puse mi cuarto a su disposición. Comparto ahora los clientes con Mirabelle y la vieja se queda con la mitad de mi sueldo por el alquiler. Pero los clientes pagan con gusto el doble y seguro que yo no estoy ganando menos. Bueno, la vieja racanea que da gusto. En cuanto pueda me voy de aquí. Cuando Dave esté bien, cojo a mis niñas y me busco algo nuevo.

Así que también tenía hijos. George suspiró. ¡La muchacha debía de llevar una vida muy dura! Pero luego concentró su atención en la habitación que en ese momento abría Daphne y en cuya cama yacía un joven.

David no era un niño. Parecía pequeño en la cama doble y tapizada, y la pierna derecha, entablillada y con un grueso vendaje, que se mantenía en alto sobre una complicada construcción de puntales y cuerdas, reforzaba todavía más esa impresión. El joven tenía los ojos cerrados. Su hermoso rostro, bajo un cabello rubio y enmarañado, estaba pálido y se veía afligido.

—¿Dave? —saludó Daphne cariñosa—. Tienes visita. Un señor de…

—Christchurch —concluyó George.

—Dice que conoció a Luke. Dave, ¿cómo se llamaba de apellido? ¿Te acuerdas?

Para George, que había echado entretanto un breve vistazo a la habitación, la pregunta ya estaba contestada. Sobre la mesilla de noche del joven había un cuaderno de bocetos con dibujos realizados con un estilo absolutamente particular.

—Denward —respondió el joven.

Una hora más tarde, George sabía toda la historia. David contó los últimos meses de Lucas como trabajador de la construcción y encargado de los planos de las obras y describió al final la fatal expedición en busca del oro.

—¡Todo fue culpa mía! —se lamentó entristecido—. Luke no quería…, y luego tuve que intentar bajar por esas rocas. ¡Yo lo maté! ¡Soy un asesino!

George sacudió la cabeza.

—Cometiste un error, muchacho, puede que varios. Pero si ocurrió tal como tú lo has contado, fue un accidente. Si Lucas hubiera anudado mejor la cuerda, todavía estaría con vida. No debes hacerte reproches eternamente, de ese modo no le haces ningún favor a nadie.

En silencio pensaba que ese accidente se ajustaba a la personalidad de Lucas. Un artista, irremediablemente falto de habilidad para la vida práctica. ¡Con tanto talento, qué pérdida!

—¿Y cómo te salvaste? —quiso saber George—. Me refiero a que, si he entendido bien, ambos estabais muy lejos de aquí.

—Nosotros… Nosotros no estábamos tan lejos —le respondió David—. Los dos calculamos mal. Yo pensaba que habíamos cabalgado más de sesenta kilómetros, pero sólo eran veinticuatro. De todos modos, no lo habría conseguido a pie… con la pierna rota. Estaba seguro de que iba a morir. Pero primero… primero enterré a Luke. Justo en la playa. No muy profundamente, me temo, pero… pero aquí no hay lobos, ¿verdad?

George le aseguró que no había ningún animal salvaje en Nueva Zelanda que fuera a desenterrar el cadáver.

—Y luego esperé… esperé mi muerte. Tres días, creo…, en algún momento perdí el conocimiento, tenía fiebre y no podía llegar al río para beber agua… Pero entretanto nuestro caballo llegó a casa y el señor Miller pensó que algo no había salido bien. Quería enviar un equipo de salvamento de inmediato, pero los hombres se rieron de él. Luke… Luke no era tan hábil con los caballos, ¿sabe? Todos creyeron que simplemente no lo había atado bien y que se le había escapado. Pero como no regresábamos, enviaron una barca. Hasta el barbero los acompañó. Y enseguida me encontraron. Sólo dos horas remando, dijeron. Pero yo no me enteré de nada. Cuando desperté, estaba aquí…

George asintió y acarició el cabello del joven. David parecía muy joven. A George le resultaba inevitable pensar en el niño que Elizabeth llevaba dentro de sí. Tal vez en pocos años, él también tuviera un hijo así: tan valiente y aplicado, pero era de esperar que con mejor fortuna que el muchacho de esa habitación. ¿Qué debía de haber visto Lucas en David? ¿El hijo que hubiera deseado? ¿O más bien el amante? George no era un necio y procedía de una gran ciudad. El que alguien tuviera preferencia por personas de su mismo sexo no le resultaba extraño, y la conducta de Lucas (además de todos los años de Gwyneira sin hijos) había despertado desde el principio la sospecha de que el joven Warden prefería los muchachos en lugar de las muchachas. Pero eso a él le era indiferente. Y en cuanto a David, las miradas enamoradas que arrojaba a Daphne no dejaban lugar a dudas respecto a su orientación sexual. Pero Daphne no correspondía a tales miradas. Otro inevitable desengaño para el joven.

George reflexionó unos minutos.

—Escúchame, David —dijo entonces—. Lucas Warden…, Luke Denward…, no estaba tan sólo en el mundo como tú habías pensado. Tenía familia, y creo que su esposa tiene derecho a saber cómo murió. Cuando vuelvas a encontrarte bien, un caballo en el establo de alquiler te estará esperando. Dirígete con él a las llanuras de Canterbury y pregunta por Gwyneira Warden en Kiward Station. ¿Lo harás…, por Luke?

David asintió con una expresión de seriedad.

—Si usted cree que él así lo habría querido…

—Estoy seguro de ello, David —contestó George—. Luego viajas a Christchurch y vienes a mi compañía: Greenwood Enterprises. Allí no encontrarás oro, pero sí un trabajo más lucrativo como mozo de cuadra. Si eres un joven listo, y no me cabe duda de que lo eres, pues si no Lucas no te habría tomado bajo su protección, a la larga prosperarás.

David volvió a asentir, aunque esta vez de mala gana.

Daphne, por el contrario, miró a George con una expresión amistosa.

—Le dará un trabajo que pueda realizar sentado, ¿verdad? —preguntó cuando acompañó después a George de vuelta—. El barbero dice que cojeará para siempre, la pierna está rota. No podrá volver a trabajar en la construcción ni en el establo. Pero si le consigue el trabajo en un despacho…, entonces también cambiará de idea respecto a lo que toca a las chicas. Le hizo bien no huir de Luke, pero yo no soy la novia adecuada para él.

Habló tranquila y sin amargura, y George sintió una tenue pena de que esa solícita e inteligente criatura fuera una muchacha. Como hombre, Daphne podría haber encontrado la felicidad en esa tierra nueva. Como mujer, sin embargo, sólo podía ser lo que también en Londres habría sido: una puta.

Pasaría más de medio año hasta que Steinbjörn Sigleifson realmente encaminase los pasos de su caballo hacia Kiward Station. El joven había pasado mucho tiempo en cama y luego había vuelto a aprender a caminar con esfuerzo. Además, la despedida de Daphne y las mellizas le había resultado dura, aunque las chicas lo animaban cada día para que se fuera. Al final, sin embargo, no le había quedado otro remedio. Miss Jolanda le exigía con insistencia que abandonara la habitación del burdel y, pese a que el señor Miller le permitió que volviera a instalarse en el establo, ya no podía ofrecer nada como contrapartida. Para un tullido no había ningún trabajo en todo Westport; los endurecidos coasters ya se lo habían comunicado sin la menor piedad. Si bien el joven volvía a moverse con soltura, sufría una fuerte cojera y no podía permanecer largo tiempo de pie. Así que se había marchado a lomos de su caballo y se hallaba, desconcertado a causa de la sorpresa, frente a la fachada de la casa señorial en que había vivido Lucas Warden. Seguía sin tener la menor idea de por qué su amigo había abandonado Kiward Station, pero debería de haber tenido razones de peso para renunciar a tal lujo. ¡Gwyneira Warden debía de ser un ogro! Steinbjörn (después de haber dejado a Daphne no veía ningún motivo para seguir conservando el nombre de David) pensó seriamente en marcharse con las manos vacías. ¡A saber lo que le diría la esposa de Luke! Era posible que ella también lo hiciera responsable de la muerte del amigo.

—¿Qué haces aquí? ¡Di tu nombre y qué te trae por estas tierras!

Steinbjörn se sobresaltó cuando oyó a sus espaldas la vocecita cantarina. Procedía de un arbusto bajo y el joven islandés, educado en la creencia de hadas y elfos que habitaban las piedras, pensó en un primer momento que se trataba de un espectro.

La niñita que apareció detrás de él a lomos de un poni daba de hecho esa impresión, y más cuando amazona y montura producían un efecto tiernamente mágico. Steinbjörn nunca había visto un poni tan pequeño, ni en su isla de origen, donde los caballos no eran grandes. Sin embargo, esa diminuta yegua roana, el color de cuyo pelaje tan bien armonizaba con el cobrizo de su amazona, daba la impresión de un purasangre en miniatura. La niña acercó la yegua al muchacho.

—¿Vas a tardar mucho? —preguntó con insolencia.

Steinbjörn no pudo reprimir la risa.

—Mi nombre es Steinbjörn Sigleifson y busco a Lady Gwyneira Warden. Esto es Kiward Station, ¿verdad?

La niña asintió con gravedad.

—Sí, pero ahora es temporada de esquileo y mamá no está en casa. Ayer se encargó del cobertizo tres y hoy le toca el número dos. Alterna con el capataz. El abuelo se encarga del cobertizo uno.

Steinbjörn no sabía de qué le hablaba la niña, pero estaba convencido de que tenía razón.

—¿Puedes dejarme entrar? —preguntó.

La niña frunció el ceño.

—Eres una visita, ¿no? Entonces, en realidad tengo que llevarte a la casa y tendrás que dejar una tarjeta en la bandeja de plata. Luego vendrá Kiri y te dará la bienvenida, y luego Witi, y luego pasarás al saloncito y te darán té…, bueno, y yo tengo que entretenerte, dice Miss Helen. Significa que tenemos que hablar. Sobre el tiempo y esas cosas. ¿Eres un gentleman o qué? —Steinbjörn seguía sin entender nada, pero no podía negar que la niña tenía una cierta disposición para dar conversación—. Además, soy Fleurette Warden, y ella es Minty —añadió señalando el poni.

Steinbjörn contempló a la niña con mayor interés. Fleurette Warden… ¡tenía que ser la hija de Luke! Así que también había abandonado a esa niña encantadora… Steinbjörn cada vez entendía menos a su amigo.

—Creo que no soy un gentleman —comunicó a la pequeña—. En cualquier caso, no tengo tarjeta. ¿No podríamos simplemente…, quiero decir, no podrías llevarme simplemente hasta donde está tu madre?

Fleurette tampoco parecía tener muchas ganas de proseguir una conversación cortés y cedió. Colocó su poni delante del caballo de Steinbjörn, que tuvo que esforzarse para seguirle el paso. La pequeña Minty daba pasos cortos pero muy rápidos y Fleurette la dirigía de forma magistral. En el breve camino hasta los cobertizos de esquileo informó a su nuevo amigo de que acababa de llegar de la escuela, adonde en realidad no debía ir sola, pero que en el período en que se esquilaban las ovejas no había nadie disponible para acompañarla. Le habló de su amigo Ruben y de su hermanito Paul, al que encontraba bastante tonto porque no hablaba, sólo chillaba cuando Fleurette lo cogía en brazos.

—No nos quiere, sólo quiere a Kiri y Marama —dijo—. Mira, ése es el cobertizo dos. ¿A que mamá está dentro?

Los cobertizos de esquileo eran edificios alargados que daban acogida a varios corrales y que permitían esquilar a los animales tanto si llovía como si apretaba el sol. Delante y detrás se encontraban otras cercas en las que esperaban las ovejas que todavía no estaban esquiladas y las que ya estaban listas para ser conducidas de nuevo a los prados. Steinbjörn sabía poco de esos animales, pero había visto muchos en su tierra y, en comparación con éstos, hasta un lego en la materia se percataba de que se hallaba ante unos especímenes de primera categoría. Antes del esquileo, las ovejas de Kiward Station semejaban ovillos de lana limpios y suaves sobre patas. Luego las bañaban y se diría que estaban desplumadas, pero bien alimentadas y vivaces. Mientras tanto, Fleurette había desmontado y atado su poni delante del cobertizo con un nudo digno de un profesional.

Steinbjörn la imitó y la siguió hacia el interior, donde enseguida le golpeó el penetrante olor a estiércol, sudor y juarda. Fleurette no pareció notarlo. Se desplazó decidida a través del ordenado caos de hombres y ovejas. Steinbjörn observaba fascinado cómo los esquiladores agarraban los animales con la velocidad de un rayo, los tendían de espaldas y los desprendían a toda velocidad de la lana. Parecía como si apostaran entre ellos. No dejaban de gritarse unos a otros, y sobre todo al supervisor del cobertizo, nuevas cifras en tono triunfal.

Quien llevara ahí las cuentas debía de andarse con muchísimo cuidado. Pero la mujer joven que paseaba entre los hombres y que anotaba sus resultados no parecía superada por la situación. Bromeaba relajada con los esquiladores y no producía la impresión de que se cuestionaran sus anotaciones. Gwyneira Warden llevaba un sencillo vestido de montar de color gris y había recogido descuidadamente su largo cabello rojo en una trenza. No era alta, pero a ojos vistas era igual de enérgica que su hija, y cuando volvió el rostro hacia Steinbjörn él se quedó pasmado ante su belleza. ¿Qué es lo que habría llevado a Luke Warden a abandonar a esa mujer? Steinbjörn no se cansaba de contemplar su rasgos nobles, la sensualidad de sus labios y los fascinantes ojos de color índigo. Se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente cuando la sonrisa de la mujer cedió el paso a una mueca irritada y el joven apartó de inmediato la vista.

—Es mamá. Y éste es Stein…, Stein…, algo con Stein —anunció Fleur, intentando proceder a la presentación según la norma.

Steinbjörn había recobrado la serenidad entretanto y se dirigió cojeando hacia Gwyneira.

—¿Lady Warden? Soy Steinbjörn Sigleifson. Vengo de Westport. El señor Greenwood me pidió…, bueno, yo estaba junto a su fallecido esposo, cuando… —Estrechó la mano de la mujer.

Gwyneira asintió.

—Señora Warden, no lady —lo corrigió de forma mecánica mientras lo saludaba—. Pero sea usted bienvenido. George mencionó de hecho…, pero éste no es lugar para conversar. Espere un momento.

La joven buscó a su alrededor y distinguió a un hombre mayor, de cabello oscuro entre los esquiladores, con el que intercambió un par de palabras. Luego informó a los hombres del cobertizo de que Andy McAran se ocuparía del control a partir de ese momento.

—¡Y espero que mantengáis la ventaja! Hasta ahora este cobertizo va claramente por delante del uno y del tres. ¡Que no os la arrebaten! Ya sabéis: ¡a los ganadores les espera un tonel de whisky de la mejor categoría! —Saludó a los hombres amistosamente y se dirigió a Steinbjörn—. Venga, vayamos a casa. Pero antes iremos a buscar a mi suegro. También él debe escuchar lo que usted tiene que contarnos.

Steinbjörn siguió a Gwyn y su hija hacia los caballos. Allí Gwyneira montó velozmente y sin ayuda sobre una sólida yegua castaña. El joven se percató también entonces de los perros que la seguían a todas partes.

Finn y Flora, ¿es que no os necesitan? Corriendo a los cobertizos. Tú te vienes, Cleo. —La joven envió dos de los collies a donde se hallaban los esquiladores y el tercero, una perra vieja, cuyo pelo empezaba a encanecer alrededor del morro, se unió a los jinetes.

El cobertizo uno, donde Gerald llevaba el control, se encontraba en el lado oeste del edificio principal. Los jinetes habían recorrido apenas un kilómetro y medio. Gwyneira cabalgaba en silencio y Steinbjörn tampoco le dirigía la palabra. Sólo Fleur se ocupaba de la conversación general, contando emocionada lo que había sucedido en la escuela, donde era evidente que se había producido una pelea.

—El señor Howard estaba muy enfadado con Ruben porque se había quedado en la escuela y no le había ayudado con las ovejas. Aunque los esquiladores llegarán en un par de días. El señor Howard todavía tiene ovejas en los prados de montaña y Ruben tendría que haber ido a buscarlas, ¡pero Ruben es terriblemente torpe con las ovejas! Le he dicho que mañana iré a ayudarlo. Me llevaré a Finn o a Flora y todo irá la mar de bien.

Gwyneira suspiró.

—Exceptuando que O’Keefe no estará especialmente contento de que una Warden conduzca sus ovejas con un par de collies Silkham mientras su hijo aprende latín… ¡Vigila que no te pegue un tiro!

Steinbjörn encontró la forma de expresarse de la madre tan extraña como la de la hija, pero, al parecer, Fleur entendió.

—Dice que a Ruben debería gustarle hacer todo eso porque es un chico —señaló Fleurette.

Gwyn volvió a suspirar y detuvo su caballo delante del siguiente cobertizo de esquileo, que era idéntico al otro.

—En eso no es el único. Por aquí…, venga señor Sigleifson, aquí trabaja mi suegro. O mejor espere, voy a buscarlo. Ahí dentro reina el mismo alboroto que en el mío…

Pero Steinbjörn ya había desmontado y la seguía hacia el recinto. No hubiera sido cortés saludar al anciano desde la silla. Además, odiaba que la gente le tratara con miramientos a causa de su cojera.

En el cobertizo uno reinaba la misma intensa y ruidosa actividad que en el edificio de Gwyneira, pero la atmósfera era distinta, más tensa y no tan amigable. Los hombres parecían estar menos motivados, más presionados y azuzados. Y el hombre de edad avanzada y complexión fuerte que se movía entre los esquiladores censuraba en lugar de bromear. Además, junto a la tabla donde anotaba los resultados había una botella de whisky medio llena y un vaso. Tomó incluso un trago cuando Gwyneira entró y habló con él.

Steinbjörn observó un rostro hinchado y marcado por el whisky y unos ojos inyectados en sangre.

—¿Qué haces tú aquí? —ladró a Gwyneira—. ¿Ya has terminado con las cinco mil ovejas del cobertizo dos?

Gwyneira sacudió la cabeza. Steinbjörn se percató de la mirada, a un mismo tiempo preocupada y llena de reproches, que la joven lanzaba a la botella.

—No, Gerald, Andy se encarga del control. He dejado el puesto. Y creo que tú también deberías venir.

»Gerald, éste es el señor Sigleifson. Ha venido para contarnos cómo murió Lucas. —Presentó a Steinbjörn, pero el rostro del anciano sólo reflejaba desprecio.

—¿Y por eso dejas el cobertizo? ¿Para oír lo que el amiguito de tu blando esposo tiene que contar?

Gwyneira se alarmó, pero para su alivio el joven visitante no daba la impresión de haber comprendido. Gerald ya se había percatado antes de su acento nórdico y probablemente no había prestado atención a sus palabras o no las había entendido.

—Gerald, el joven fue el último que vio a Lucas con vida… —Lo intentó de nuevo con calma, pero el anciano la miró furioso.

—Y os disteis un beso de despedida, ¿no? Ahórrame estas historias, Gwyn. Lucas está muerto. Que descanse en paz, ¡pero déjame también a mí en paz! Y a ese tipo no quiero verlo en mi casa cuando haya terminado con esto.

Warden le dio la espalda.

Gwyneira condujo a Steinbjörn fuera del recinto con el rostro compungido.

—Perdone a mi suegro, es el whisky el que habla. Nunca ha olvidado que Lucas fuera…, bueno, que fuera como era, que al final dejara la granja, que desertara, según la expresión de Gerald. Dios sabe que él también fue responsable de ello. Pero todo esto son viejas historias, señor Sigleifson. En cualquier caso le agradezco que esté aquí. Vayamos a casa, seguro que no le vendrá mal un trago…

Steinbjörn apenas si osaba entrar en la casa señorial. Estaba seguro de que cometería un error tras otro. Luke le había enseñado a comportarse con corrección a la mesa y las reglas de cortesía, y también Daphne parecía desenvolverse bien a ese respecto. Pero él mismo no tenía ni idea de cómo actuar y temía ponerse en ridículo delante de Gwyneira. Ella, por su parte, lo condujo con toda naturalidad por una puerta lateral, le cogió la chaqueta, no llamó a la criada, sino que se topó enseguida con la nodriza, Kiri, en el salón. En los últimos tiempos, Gerald ya no se oponía a que la joven llevara siempre consigo a los niños mientras limpiaba o realizaba otras labores domésticas. Si desterraba a Kiri a la cocina, al final Paul crecería con toda certeza en ese lugar.

Gwyneira saludó afablemente a Kiri y sacó a uno de los bebés de la canasta.

—Señor Sigleifson, mi hijo Paul —le presentó, pero las últimas palabras fueron apagadas por un grito ensordecedor del bebé. A Paul no le gustaba que lo arrancaran del lado de su hermana de leche, Marama.

Steinbjörn reflexionó de nuevo. Paul era otro bebé. Debería de haber nacido durante la ausencia de Luke.

—Me rindo —gimió Gwyneira, y volvió a dejar al niño en la canasta—. Kiri, podrías llevarte a los niños, también a Fleur, todavía tiene que comer y no está bien que escuche lo que tenemos que hablar. Y tal vez podrías prepararnos un té… ¿o prefiere café, señor Sigleifson?

—Llámeme Steinbjörn, por favor… —dijo el joven con timidez—. O David. Luke me llamaba David.

La mirada de Gwyneira se posó en sus rasgos y en su cabello revuelto. Luego sonrió.

—Siempre sintió un poco de envidia de Miguel Ángel —observó después—. Venga, tome asiento. Ha sido un largo viaje a caballo…

Para sorpresa de Steinbjörn la conversación con Gwyneira Warden se desarrolló con fluidez. Al principio había temido que todavía no supiera nada sobre la muerte de Lucas, pero George Greenwood ya la había preparado. Gwyneira había superado hacía tiempo la primera pena y sólo preguntó compasivamente por el tiempo que Steinbjörn había pasado con su marido, cómo lo había conocido y cómo habían sido los últimos meses de su vida.

Finalmente, Steinbjörn describió las circunstancias de su muerte, no sin culpabilizarse de nuevo por ello.

Sin embargo, Gwyneira consideró el asunto del mismo modo que Greenwood y se expresó incluso de forma más tajante.

—Usted no tiene la culpa de que Lucas no supiera hacer un nudo. Era una buena persona, sabe Dios que yo lo apreciaba. Y al parecer también era un artista de mucho talento. Pero carecía de destreza para desenvolverse en la vida. Pero…, creo que siempre había deseado ser un héroe. Y al final lo consiguió, ¿no es cierto?

Steinbjörn asintió.

—Todos hablan de él con mucho respeto, señora Warden. La gente está pensando en poner su nombre a la roca. La roca de la que… caímos.

Gwyneira estaba conmovida.

—Creo que es todo cuanto podía desear —dijo en voz baja.

Steinbjörn se temía que fuera a romper en llanto y no tenía la menor idea de cómo consolar educadamente a una lady. Pero ella se tranquilizó y planteó nuevas preguntas al joven. Para sorpresa del muchacho, preguntó mucho por Daphne, a la que todavía recordaba muy bien. Después de que Greenwood le contara su encuentro con la muchacha, Helen había escrito de inmediato a Westport, pero todavía no había obtenido ninguna respuesta. Steinbjörn confirmó ahora su suposición de que la pelirroja Daphne de Westport era idéntica a su pupila. Gwyneira se puso fuera de sí cuando oyó hablar de Laurie y Mary.

—¡Así que Daphne encontró a las niñas! ¿Cómo lo consiguió? ¿Y están todas bien? ¿Daphne se ocupó de ellas?

—Bueno, ella… —Steinbjörn se puso un poco rojo—. Ellas… ellas también hacen algo. Bailan…, aquí…, aquí, Luke las retrató.

El joven llevaba unas alforjas y buscó una carpeta en la que se puso a hojear acto seguido. En cuanto sacó los dibujos, tuvo claro que no eran los adecuados para los ojos de una dama. Gwyneira, sin embargo, los miró sin pestañear. Gwyneira había ordenado a fondo el estudio de Lucas y ya no era tan ignorante como un par de meses atrás. Lucas ya había pintado desnudos antes: al principio jóvenes cuyas poses semejaban a las del «David», pero también hombres en posturas más inequívocas. Algunas imágenes mostraban huellas de haberse manoseado con frecuencia. Lucas las había cogido en repetidas ocasiones, las había mirado y…

Gwyneira advirtió que también los desnudos de las mellizas y, sobre todo, un estudio de la joven Daphne, presentaba huellas digitales. ¿Lucas? ¡Ni hablar!

—¿Le gusta Daphne? —preguntó con cautela al joven visitante.

Steinbjörn todavía se sonrojó más.

—¡Oh, mucho! Quería casarme con ella. Pero no me quiere. —En la voz del muchacho resonaba todo el dolor del amante despechado. Ese joven ¡nunca había sido el «amiguito» de Lucas!

—Se casará con otra muchacha —dijo Gwyneira para consolarlo—. ¿A usted… a usted le gustan las chicas?

Steinbjörn se la quedó mirando como si esa fuera la pregunta más absurda que una persona pudiera hacerle. Luego dio de buena gana más información sobre sus proyectos de futuro. Buscaría a George Greenwood y entraría en su compañía.

—En realidad hubiera preferido construir casas —confesó afligido—. Quería ser arquitecto. Luke decía que tenía talento. Pero para eso tendría que ir a Inglaterra, estudiar en academias y no me lo puedo permitir. Pero aquí hay algo más… —Steinbjörn cerró la carpeta con los bocetos de Lucas y se la tendió a Gwyneira—. Le he traído los dibujos de Luke. Todos…, el señor Greenwood opina que es posible que tengan valor. No quiero enriquecerme con ellos. Si sólo pudiera conservar uno… El de Daphne…

Gwyneira sonrió.

—Puede conservarlos todos, naturalmente… —Reflexionó durante unos breves segundos, y pareció tomar una determinación—. Póngase la chaqueta, David, y vaya a Haldon. Allí hay algo que Lucas habría querido.

El director del banco de Haldon pareció pensar que Gwyneira se había confundido. Encontró mil razones para oponerse a sus deseos, pero al final se sometió a sus exigencias. En contra de su voluntad, puso la cuenta en que se reunían las ganancias de Lucas por la venta de los cuadros a nombre de Steinbjörn Sigleifson.

—Se arrepentirá, señora Warden. Hay una fortuna acumulada ahí. Sus hijos…

—Mis hijos ya tienen fortuna. Son los herederos de Kiward Station y, al menos mi hija, no se preocupa lo más mínimo por el arte. No necesitamos el dinero, pero ese joven era el discípulo de Lucas. Un hermano del alma… por decirlo de alguna manera. ¡Necesita el dinero, sabe valorarlo y debe tenerlo! Aquí, David, tiene que firmar. Con el nombre completo, es importante.

Steinbjörn se quedó sin respiración cuando vio la suma que había en la cuenta. Pero Gwyneira le hizo un gesto amistoso.

—Ahora haga lo que tenga que hacer, yo debo ir a mis cobertizos para aumentar la fortuna de mis hijos. Y lo mejor es que se preocupe usted mismo de las galerías en Londres. Para que no le den gato por liebre cuando compre el resto de los cuadros. Es usted, por así decirlo, el administrador de la herencia artística de Lucas. ¡Sáquele pues partido!

Steinbjörn no dudó largo tiempo, sino que puso su nombre en el documento.

El «David» de Lucas había encontrado su mina de oro.