10

Lucas se dejó homenajear unos instantes más y luego salió del pub hacia el corral de alquiler. Daphne no había prometido demasiado. El recinto daba la impresión de orden. Por supuesto olía a caballo, pero el acceso estaba barrido, los caballos se hallaban en boxes amplios y las riendas en la sala de las sillas eran viejas, pero estaban bien cuidadas. Una única linterna de establo bañaba las instalaciones de una débil luz, la suficiente para orientarse y localizar los caballos por la noche, pero no demasiado clara como para molestar a los animales.

Lucas buscó un lugar donde dormir; pero al parecer ese día él era el único huésped nocturno. Reflexionó en si bastaba con prepararse un lecho en algún lugar sin hacerse grandes preguntas. Sin embargo, una voz clara, más asustada que inquisitiva, resonó en el establo oscuro:

—¿Quién anda ahí? ¡Di tu nombre y qué deseas, forastero!

Lucas alzó los brazos temeroso.

—Lucas…, hum…, Denward. No vengo con malos propósitos, sólo estoy buscando un lugar donde dormir. Y esa joven, Miss Daphne, me dijo…

—Aquí dejamos dormir a la gente que ha traído su caballo —respondió la voz, mientras se aproximaba. Al final, también su propietario se dejó ver. Un joven rubio, de unos dieciséis años tal vez, asomó la cabeza por el tabique de un box—. ¡Pero usted va sin montura!

Lucas asintió.

—Es cierto. Pero a pesar de ello podría pagar dos centavos. Y tampoco necesito todo un box. Un rinconcito bastará.

El muchacho asintió.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí sin caballo? —preguntó entonces curioso, dejándose ver de cuerpo entero. Era alto, pero flaco, y todavía tenía un rostro infantil. Lucas vio unos ojos redondos y claros, cuyo color no alcanzó a distinguir en la penumbra. Pero el joven parecía franco y amable.

—Vengo de los bancos de focas —explicó Lucas, como si eso fuera una aclaración de cómo cruzar los Alpes sin montura. Pero tal vez el joven dedujera por sí mismo que el visitante debía de haber llegado por barco. Lucas esperaba que no recordara de golpe al desertor del Pretty Peg.

—¿Ha cazado focas? Yo también quería hacerlo antes, se gana con ello mucho dinero. Pero era incapaz…, cómo te miran esos animales…

Lucas se enterneció.

—Precisamente por eso yo también estoy buscando otro trabajo —le confesó al joven.

El muchacho hizo gesto de entender.

—Puede ser de ayuda para los carpinteros o los leñadores. Hay suficiente trabajo. Venga conmigo el lunes. Yo también estoy en la construcción.

—Pensaba que eras el mozo de cuadra de aquí —replicó Lucas perplejo—. ¿Cómo te llamas? ¿David?

El joven se encogió de hombros.

—Así me llaman. En realidad, mi nombre es Steinbjörn, Steinbjörn Siglefson. Pero nadie sabe pronunciarlo aquí. Así que esa chica, Daphne, me llamó simplemente David. Como David Copperfield. Creo que una vez escribió un libro.

Lucas sonrió y una vez más sintió admiración por Daphne. ¿Una camarera que leía a Dickens?

—¿Y en qué lugar llaman a sus hijos «Steinbjörn Sigleifson»? —preguntó Lucas. Entretanto, David lo había conducido a un cobertizo que había arreglado para hacerlo acogedor. Balas de paja hacían las veces de mesas y asientos, y el heno se había convertido en una cama. Había más en una esquina y David indicó a Lucas que se sirviera de él.

—En Islandia —contestó, y se puso manos a la obra para ayudar a Lucas—. Vengo de ahí. Mi padre era ballenero, pero mi madre siempre quería marcharse, era irlandesa. Para ella, lo mejor hubiera sido volver a su isla, pero luego su familia inmigró a Nueva Zelanda y ella también quería venir a toda costa, pues no podía soportar el clima de Islandia, siempre oscuro, siempre frío… Entonces enfermó y en el viaje en barco hacia aquí murió. Un día de sol. Creo que eso era importante para ella… —David se secó los ojos con disimulo.

—¿Pero tu padre todavía estaba contigo? —preguntó Lucas con calidez, al tiempo que desplegaba su saco de dormir.

David asintió.

—Pero no por mucho tiempo. En cuanto oyó que aquí se cazaban ballenas se puso loco de contento. Así que nos desplazamos de Christchurch a la costa Oeste y se enroló enseguida en el primer ballenero. Quería llevarme como grumete, pero no necesitaban a ninguno. Eso fue lo que sucedió.

—¿Y se limitó a dejarte solo? —Lucas estaba horrorizado—. ¿Qué edad tenías? ¿Quince?

—Catorce —respondió David sin inmutarse—. Lo suficiente mayor para sobrevivir solo, pensaba papá. Y yo ni siquiera sabía inglés. Pero ya ve, tenía razón. Aquí estoy, vivo, y no creo que fuera la persona adecuada para cazar ballenas. Me mareaba cada vez que llegaba mi padre a casa y olía a aceite de ballena.

Mientras que los dos se acomodaban en sus sacos de dormir, el joven contó con toda franqueza sus experiencias con los rudos hombres de la costa Oeste. Al parecer, se sentía tan incómodo entre ellos como Lucas y se había alegrado mucho de encontrar ahí un puesto como mozo de cuadra. Mantenía los establos en orden y además podía dormir. Durante el día trabajaba en la construcción.

—Me gustaría hacerme carpintero y construir casas —le dijo al final a Lucas.

Éste sonrió.

—Para construir casas tienes que ser arquitecto, David. Pero no es sencillo.

El chico le dio la razón.

—Lo sé. Cuesta mucho dinero y hay que ir durante un largo tiempo a la escuela. Pero no soy tonto, incluso sé leer.

Lucas decidió regalarle el próximo ejemplar que encontrara de David Copperfield. Se sentía feliz, sin motivo alguno, cuando los dos al final se desearon las buenas noches y se acurrucaron en sus lechos. Lucas oía los ruidos del joven mientras dormía, su respiración regular, y pensó en sus movimientos flexibles pese a su delgadez, la voz viva y cristalina. Habría podido amar a un joven así…

David cumplió su palabra y ya al día siguiente presentó a Lucas al propietario de la cuadra, quien amablemente le asignó un lugar donde dormir y no le pidió que pagara por ello.

—Ayuda un poco a David en el establo, el chico ya trabaja demasiado. ¿Sabes de caballos?

Lucas contó, fiel a la verdad, que sabía limpiar los animales, ensillarlos y montar, lo que, al parecer, era suficiente para el propietario del lugar. David pasaba el domingo limpiando a fondo los establos (durante la semana no siempre lo conseguía) y Lucas lo ayudaba de buen grado. Mientras se ocupaban de tal tarea, el joven hablaba todo el tiempo, contaba sus aventuras, sus sueños y deseos, y Lucas lo escuchaba con atención. Mientras, agitaba la horquilla del estiércol con un vigor insospechado. ¡Nunca le había divertido tanto una tarea!

El lunes, David lo condujo al trabajo en la obra y el jefe enseguida le asignó una brigada de leñadores. Para las nuevas obras había que roturar bosques y las maderas preciosas que se encontraban al hacerlo se depositaban a continuación en Westport y más tarde se empleaban para la construcción o se vendían en otros lugares de la isla e incluso en Inglaterra. El precio de la madera era elevado y seguía subiendo; además, en la actualidad había vapores que circulaban entre Inglaterra y Nueva Zelanda que simplificaban la exportación también de artículos más voluminosos.

Sin embargo, los carpinteros de Westport no pensaban más allá de la nueva casa que tenían que construir. Prácticamente ninguno de ellos había aprendido su oficio, y menos aún oído hablar de arquitectura. Construían sencillas casas de madera para las cuales tallaban también muebles igual de sencillos. Lucas lamentaba el despilfarro de maderas nobles; además, el trabajo en el monte era duro y peligroso, siempre se producían accidentes a causa de las sierras o cuando caían los árboles. Pero Lucas no se quejaba. Desde que conocía a David, tenía la impresión de que se tomaba la vida de una forma mucho más despreocupada y fácil, y siempre estaba de buen humor. También el joven parecía, a su vez, buscar su compañía. Hablaba durante horas con Lucas y, obviamente, pronto se percató de que ese compañero de más edad sabía sobre muchos más temas y podía dar respuesta a muchas más preguntas que todos los otros hombres que lo rodeaban. A veces Lucas tenía que esforzarse para no revelar demasiado sobre su origen. Entretanto, apenas se distinguía ya, al menos en su aspecto, de los demás coasters. Su indumentaria estaba raída y no tenía prácticamente nada para cambiarse. Constituía una demostración de fuerza mantenerse, pese a todo, limpio. Para su satisfacción, también David se preocupaba de la higiene corporal y se bañaba con regularidad en el río. A ese respecto, se diría que el joven no conocía el frío. Mientras que Lucas ya se ponía a temblar con sólo acercarse al agua, David nadaba a la otra orilla riendo.

—¡Pero si no está fría! —bromeaba con Lucas—. ¡Deberías ver los ríos de mi país! ¡Los cruzaba con nuestro caballo cuando todavía flotaban témpanos por allí!

Luego, cuando el joven desnudo y mojado llegaba a la orilla y se tendía allí, Lucas creía que sus amadas estatuas de los adolescentes griegos habían cobrado vida ante él. Para él, no era el David de Dickens, sino el David de Miguel Ángel. Hasta el momento, el joven había oído tan poco del pintor y escultor italiano, como del escritor inglés. Pero en eso Lucas le prestaba su ayuda. Con unos rápidos trazos hizo un esbozo de las esculturas más famosas sobre una hoja.

Dave apenas si lograba salir de su asombro, aunque no eran tanto los adolescentes de mármol lo que le interesaban, sino el arte de dibujar de Lucas en sí mismo.

—Siempre intento dibujar casas —confesó a su amigo de mayor edad—. Pero nunca me sale bien del todo.

Lucas se sentía alegre mientras explicaba a Dave dónde residía el problema y luego le introducía en el arte de la perspectiva. David aprendía deprisa. A partir de entonces invertían cada minuto que tenían libre en las clases. Cuando el maestro de obras los vio en una ocasión, se apresuró a separar a Lucas del grupo de los leñadores y lo colocó en la construcción. Hasta entonces, Lucas no había sabido gran cosa de estática y construcción, sólo los conceptos básicos que cualquier auténtico amante del arte adquiere de forma inevitable cuando se interesa por iglesias románicas y palacios florentinos. Tan sólo eso ya era mucho más que lo que la mayoría de la gente sabía en la obra; además, Lucas era un matemático dotado. No tardó nada en ayudar a trazar los bocetos de los edificios y dar indicaciones mucho más precisas en los aserraderos que las que habían dado los obreros de la construcción hasta ese momento. Sin embargo, no era muy diestro en el manejo de la madera, pero David dio muestras de gran talento en ese ámbito y pronto intentó hacer los muebles siguiendo los diseños de Lucas. Los futuros inquilinos de la nueva casa, el comerciante de pieles y su esposa, apenas si podían dar crédito a lo que veían cuando les mostraron las primeras piezas.

Es innegable que Lucas pensaba con frecuencia en aproximarse también físicamente a su joven discípulo y amigo. Soñaba con abrazos íntimos y despertaba con una erección o, peor aún, entre las sábanas húmedas. Pero se reprimía con obstinación. En la antigua Grecia hubiera sido totalmente normal que surgiera una relación amorosa entre el mentor y el adolescente; pero en el moderno Westport ambos serían condenados por ello. Sin embargo, David se aproximaba a su amigo sin prejuicios. Cuando a veces, tras el baño, yacía a su lado desnudo para secarse al todavía tímido sol, solía acariciarle un brazo o una pierna y, cuando pasado el invierno hizo más calor y Lucas también disfrutaba chapoteando en el agua, el joven lo animaba a enzarzarse en fogosas peleas. No escondía ninguna intención cuando rodeaba a Lucas con las piernas o apretaba su tórax contra la espalda de Lucas. Éste agradecía entonces que el río Buller también llevara aguas frías en verano que no le permitieran mantener durante largo tiempo su erección. La relación se hubiera consumado compartiendo el lecho con David, pero Lucas sabía que no tenía que ser demasiado ambicioso. Lo que en ese tiempo experimentaba ya era más de lo que nunca había esperado. Pedir todavía más habría sido una temeridad. Lucas también era consciente de que su fortuna no podía durar para siempre. En algún momento, David crecería, tal vez se enamoraría de una muchacha y le olvidaría. Pero Lucas esperaba que para entonces el joven hubiera aprendido a asegurarse el sustento como ebanista. Él haría cuanto estuviera en su mano para ello. Intentaba enseñar también al chico los conceptos básicos de las matemáticas y el cálculo, para no ser sólo un buen artesano, sino también un comerciante listo. Lucas amaba a David desinteresada, apasionada y tiernamente. Se alegraba de cada día que pasaba con él e intentaba no pensar en el inevitable fin. ¡David era tan joven! Todavía les quedaban años para estar juntos.

Sin embargo, David —o Steinbjörn, como él mismo todavía se consideraba— no estaba tan satisfecho de su situación como Lucas. El joven era listo, aplicado y estaba sediento de logros y de vida. Pero, sobre todo, estaba enamorado, un secreto que no había revelado a nadie, ni siquiera a Lucas, su paternal amigo. El amor de Steinbjörn también era la razón por la que había adoptado tan dócilmente el nuevo nombre y por la que utilizaba cada minuto que tenía libre para empeñarse en leer David Copperfield. Por fin podría hablar acerca de él con Daphne, con toda naturalidad e inocencia, y nadie sospecharía de cuánto se consumía por la muchacha. Por supuesto, era consciente de que nunca tendría la menor posibilidad con ella. Era probable que ella ni siquiera se lo llevara a su habitación cuando él consiguiera reunir el dinero para pasar una noche a su lado. Para Daphne no era más que un niño al que había que proteger como a las mellizas, por quien se preocupaba, pero, con toda certeza, no era un cliente.

En el fondo, el joven tampoco pretendía serlo. No veía a Daphne como una puta, sino como una esposa digna de respeto junto a él. Un día ganaría mucho dinero, le compraría a Jolanda los derechos sobre la joven y convencería a Daphne de que merecía llevar una vida respetable. Podría llevarse a las mellizas con ella… En sus fantasías, David también podía mantenerlas económicamente.

Pero para que eso se convirtiera algún día en realidad, necesitaba ganar dinero, mucho dinero, y deprisa. Le partía el corazón ver a Daphne sirviendo en el pub y luego desapareciendo con cualquier hombre en el primer piso. Ella no iba a hacer eso siempre, no iba, sobre todo, a quedarse ahí para siempre. Daphne maldecía estar bajo el yugo de Jolanda. Tarde o temprano se marcharía y comenzaría de cero en otro lugar.

A no ser que David se presentara ante ella con una proposición de matrimonio.

Ahora el joven tenía claro que en ningún caso iba a obtener el dinero necesario trabajando en la construcción o como ebanista. Debía amasar su fortuna más deprisa y el destino quería que justo en ese momento y en esa región de la isla Sur surgieran nuevas oportunidades. Muy cerca de Westport, a pocos kilómetros, remontando el río Buller, se había encontrado oro. Cada vez eran más los buscadores que inundaban la ciudad, se abastecían de provisiones, palas y tamices y desaparecían en el bosque o en las montañas. Al principio, nadie los tomaba demasiado en serio; sin embargo, cuando regresaron los primeros con el pecho henchido de orgullo y una pequeña fortuna en pepitas de oro guardadas en bolsas de tela colgadas al cinto, la fiebre del oro también se apoderó de los coasters establecidos en torno a Westport.

—¿Por qué no probamos nosotros también, Luke? —preguntó David un día, cuando estaban sentados a la orilla del río y otro grupo más de buscadores de oro pasaron a su lado remando en una canoa.

Lucas le estaba explicando al joven en ese momento una técnica de dibujo especial y alzó la vista sorprendido.

—¿Probar el qué? ¿Ir a cavar en busca de oro? No seas ridículo, Dave, eso no está hecho para nosotros.

—¿Pero por qué no? —La mirada ávida de los ojos redondos de David agitó el corazón de Lucas. No había nada en ella de la codicia de los astutos buscadores de oro que ya habían recorrido unos yacimientos antes de que la noticia de que se habían encontrado otros nuevos los empujara hacia Westport. No se hallaba en ella ninguna reminiscencia de antiguas decepciones, de inviernos interminables en campamentos primitivos, de veranos abrasadores en los que se excavaba, desviaba arroyos y se contemplaban cantidades ingentes de arena pasando por el tamiz esperando, esperando, esperando…, hasta que de nuevo eran otros los que encontraban las pepitas del grueso de un dedo en el río o en las ricas vetas de oro de las rocas. No, la mirada de David era la de un niño ante un fabricante de juguetes. Ya se veía en posesión de los nuevos tesoros, si el padre reacio a comprar no contrariaba sus proyectos. Lucas suspiró. Le habría gustado satisfacer el deseo del joven, pero no veía perspectivas de éxito.

—David, no sabemos nada de yacimientos de oro —dijo pacientemente—. Ni siquiera sabríamos dónde buscar. Además, yo no soy ningún trampero ni me gustan las aventuras. ¿Cómo nos las apañaríamos por allí?

Para ser francos, Lucas ya había tenido suficiente con las horas pasadas en el bosque tras huir del Pretty Peg. Por mucho que le fascinara la rara flora del entorno, no dejaba de inquietarle la idea de que tal vez se extraviaran por ese entorno. Al menos, había tenido entonces el río como ayuda para orientarse. Para emprender una nueva aventura, debería alejarse mucho de ahí. Bien, quizá podía seguirse un arroyo, pero Lucas no compartía la idea de David de que, luego, el oro simplemente les llovería.

—Por favor, Luke, ¡intentémoslo al menos! Tampoco tenemos que abandonarlo todo aquí. ¡Démonos un fin de semana! Seguro que el señor Miller me presta un caballo. Podemos ir con él la noche del viernes remontando el río y echar un vistazo el sábado por ahí arriba…

—Ese «por ahí arriba», ¿dónde se supone que está, Dave? —preguntó con cautela Lucas—. ¿Tienes alguna idea?

—Rochford ha encontrado oro en Lyell Creek y en Buller Gorge. Lyell Creek está a sesenta y cinco kilómetros río arriba…

—Y es probable que allí ya haya buscadores de oro a rebosar —señaló escéptico Lucas.

—¡No tenemos que buscarlo allí! Es probable que haya oro por todas partes, ¡necesitamos de todos modos nuestra propia concesión! Venga, Luke, ¡no seas cenizo! ¡Sólo un fin de semana! —David suplicó tanto que Lucas se sintió alagado. A fin de cuentas, el joven podría haberse unido a algún grupo de buscadores, pero era evidente que quería estar con él. No obstante, Lucas dudaba. La aventura le parecía demasiado arriesgada. Lucas, prudente por naturaleza, tenía presentes los peligros de una incursión a lomos de un caballo por el bosque de lluvia, por senderos desconocidos lejos de la colonia más cercana. Tal vez nunca habría aceptado, pero entonces aparecieron Norman y un par de cazadores de focas más en el corral de alquiler. Saludaron complacidos a Lucas, sin desaprovechar la oportunidad de recordarse a sí mismos y a él, a voz en grito, la noche con las mellizas. Norman le dio unas joviales palmadas en la espalda.

—¡Hombre, y nosotros que habíamos pensado que no tenías lo que hay que tener! ¿A qué te dedicas ahora? ¡He oído decir que estás hecho un as de la construcción! Me alegro por ti. Pero no te harás rico. ¡Oye, vamos a remontar el Buller para buscar oro! ¿Te vienes? ¿No quieres probar tú también suerte?

David, que acababa de aprovisionar con sillas y alforjas los mulos que el grupo de Norman había alquilado, miró al hombre más maduro con los ojos centelleantes.

—¿Ya lo ha hecho alguna vez? Me refiero a lavar oro —preguntó emocionado.

Norman sacudió la cabeza.

—Yo no. Pero Joe sí, en algún lugar de Australia. Él nos enseñará. No debe de ser difícil. ¡Tú aguantas el tamiz en el agua y las pepitas entran solas! —Rio.

Lucas, por el contrario, suspiró. Ya sospechaba lo que iba a sucederle.

—¡Lo ves, Luke, todos dicen que es fácil! —observó como era inevitable David—. ¡Probémoslo, por favor!

Norman vio el entusiasmo en sus ojos y sonrió por igual a Lucas y Dave.

—Bien, ¡el muchacho arde de ganas de ir! ¡A éste no le retendrá nada aquí por mucho tiempo, Luke! ¿Y ahora qué, venís con nosotros o lo pensáis un poco más?

Si había algo que a Lucas seguro que no lo motivaba, era salir a buscar oro con todo el grupo. Por otra parte, sin embargo, le resultaba atractivo dejar en manos de otro la organización del asunto o al menos repartirla entre varios. Era probable que algunos hombres tuvieran más experiencia como cazadores, aunque seguro que no tenían ni idea de mineralogía. Fuera como fuese, si encontraban oro, sería por puro azar y luego, con toda certeza, se producirían peleas. Lucas rechazó la oferta.

—No podemos irnos de golpe y porrazo —contestó—. Pero tarde o temprano… ¡Nos veremos, Norman!

Norman rio y se despidió con un apretón de manos que dejó los dedos de Luke doloridos por unos minutos.

—¡Nos vemos, Luke! ¡Y es posible que para entonces seamos ricos los dos!

Se levantaron el sábado al amanecer. En efecto el señor Miller le había prestado un caballo a David, de todos modos sólo quedaba uno disponible. Así que David arrojó sobre la grupa desnuda del animal un par de alforjas y se montó detrás de Lucas. No avanzarían deprisa, pero el caballo era fuerte y el bosque de helechos, además, pronto se espesaría, de modo que no se podría ni trotar ni galopar. Lucas, que en un principio se había montado de mala gana, empezó a disfrutar del paseo a caballo. Había llovido en los días pasados, pero ese día relucía el sol. Sobre el bosque ascendían vapores de niebla, cubrían la cima de la montaña y envolvían la tierra de una luz extraña e irreal. El caballo era de paso seguro y tranquilo y Lucas disfrutaba sintiendo el cuerpo de David detrás de sí. El joven no tenía otra opción que estrecharse contra él y lo rodeaba con los brazos. Luke sentía el movimiento de sus músculos, y el roce del aliento del joven en la nuca le ponía la piel de gallina. Con el tiempo, el muchacho llegó incluso a adormilarse y hundió la cabeza en el hombro de Lucas. La niebla se disipó y el río brillaba a la luz del sol, reflejando las paredes rocosas que ahora a menudo se elevaban muy cerca de la orilla. Al final se acercaron tanto al río que era imposible proseguir y Lucas tuvo que retroceder un trecho para encontrar un lugar para iniciar el ascenso. Descubrió una especie de camino de herradura —tal vez abierto por maoríes o por anteriores buscadores de oro— por el cual podía seguir el curso del río por encima de las rocas. Avanzaron con lentitud hacia el interior. En algún lugar, expediciones anteriores habían descubierto yacimientos de oro y carbón. Cómo y con qué procedimiento seguía siendo para Lucas, de todos modos, un enigma. Para él, ahí todo tenía el mismo aspecto: un paisaje montañoso en el que había menos rocas que colinas de bosques de helechos. De vez en cuando se veían paredes que conducían a una altiplanicie, arroyos que con frecuencia desembocaban en mayores o menores cascadas en el río Buller. En alguna ocasión aparecían también playas de arena abajo, junto al río, que invitaban al descanso. Lucas se preguntaba si no habría sido mejor emprender la excursión con una canoa en lugar de a caballo. Probablemente la arena de las playas contenía también oro, pero Lucas debía asumir que no tenía conocimientos al respecto. ¡Si se hubiera interesado antes por la geología o la mineralogía en lugar de por las plantas y los insectos! Sin lugar a dudas las formaciones terrestres, la tierra o el tipo de rocas permitían deducir la presencia de oro. Pero no, ¡él no había encontrado nada mejor que hacer que dibujar wetas! Así que, lentamente, Lucas llegó a la conclusión de que las personas que se hallaban en su entorno —sobre todo Gwyneira— no estaban del todo equivocadas. Sus intereses correspondían a profesiones poco lucrativas; sin el dinero que su padre había cosechado en Kiward Station, él era un don nadie y sus posibilidades de administrar la granja con éxito siempre habían sido limitadas. Gerald estaba en lo cierto: Lucas había fracasado de plano.

Mientras que Lucas daba vueltas a tales oscuros pensamientos, David, a sus espaldas, despertó.

—¡Eh, creo que me he dormido! —dijo con tono alegre—. Pero, Luke, ¡vaya vista! ¿Es esto Buller Gorge?

Más abajo del sendero, el río quebraba su curso entre paredes rocosas. La visión del valle fluvial y las montañas que lo rodeaban era arrebatadora.

—Lo supongo —contestó Lucas—. Pero quien haya encontrado oro por aquí, no ha colocado letreros indicadores.

—¡Entonces hubiera sido demasiado fácil! —respondió complacido David—. ¡Y seguramente ya habrían desaparecido todos, con lo que hemos tardado! Oye, ¡tengo hambre! ¿Hacemos un descanso?

Lucas hizo un gesto de aprobación. Sin embargo, el camino en el que estaban no le parecía ideal para hacer una pausa; era rocoso y no había hierba para el caballo. Así que ambos acordaron seguir avanzando media hora y buscar un lugar mejor.

—Aquí no parece que haya oro —observó David—. Y si paramos, echaré un vistazo alrededor.

La paciencia de ambos pronto halló recompensa. Poco tiempo después encontraron una altiplanicie en la que no sólo crecían los siempre presentes helechos, sino también hierba abundante para el caballo. El Buller seguía su curso muy por debajo de ellos, pero justo bajo el lugar donde se habían instalado había una pequeña playa. De arena dorada.

—¿Se le habrá ocurrido a alguien alguna vez lavarla? —David mordió el bocadillo y desarrolló la misma idea que antes se le había ocurrido a Lucas—. ¡Tal vez esté llena de pepitas!

—¿No sería demasiado sencillo? —sonrió Lucas. El entusiasmo del joven le divertía. Pero David no deseaba dejar pasar así una oportunidad.

—¡Justo! ¡Por eso mismo todavía no lo ha intentado nadie! ¿Qué te apuestas a que abren los ojos como platos si encontramos ahora, como si nada, un par de pepitas?

Lucas rio.

—Inténtalo en una playa a la que sea más fácil acceder. Aquí deberías saber volar para bajar.

—Otra razón más por la que nadie lo haya intentado antes. ¡Aquí, Luke, está nuestro oro! ¡Estoy totalmente convencido! ¡Voy a bajar!

Lucas agitó preocupado la cabeza. El chico parecía firme en su propósito.

—Dave, la mitad de todos los buscadores de oro avanzan río arriba. Ya han pasado por aquí y seguramente han descansado en la playa, como nosotros aquí. ¡Hazme caso, allí no hay oro!

—¿Cómo puedes saberlo? —David se levantó de un brinco—. ¡En cualquier caso, yo creo en mi suerte! Voy a bajar y a echar un vistazo.

El joven buscó un buen punto de partida para el descenso, mientras Lucas miraba horrorizado el precipicio.

—David, ¡aquí hay al menos cuarenta y cinco metros! ¡Y esto desciende en picado! ¡No puedes bajar por ahí!

—¡Claro que puedo! —El chico ya desaparecía por el borde de la peña.

—¡Dave! —Lucas tenía la impresión de que estaba chillando—. ¡Dave, espera! ¡Deja que al menos te ate!

Lucas no tenía la menor idea de si las cuerdas que habían cogido eran lo suficientemente largas, pero buscó lleno de pánico en las alforjas.

Sin embargo, David no esperó. No parecía advertir el peligro. El descenso parecía divertirle y era evidente que no sentía ningún vértigo. No obstante, no era un alpinista experimentado y no podía reconocer si el saledizo de una roca era firme o quebradizo, y no calculó que la tierra del saliente, aparentemente seguro, en el que incluso crecía hierba y en el que dejó caer sin preocupación alguna todo su peso, todavía estaba húmeda a causa de la lluvia y era resbaladiza.

Lucas oyó el grito antes de que hubiera reunido todas las cuerdas. Su primer impulso fue correr hacia el precipicio, pero luego tomó conciencia de que David debería de estar muerto. Nadie sobreviviría a una caída desde tal altura. Lucas empezó a temblar y apoyó la frente por unos segundos contra las alforjas que todavía estaban sobre el paciente caballo. No sabía si reuniría el valor para mirar el cuerpo destrozado de su amado.

De repente oyó una voz débil y ahogada.

—¡Luke…, ayúdame! ¡Luke!

Lucas corrió. No podía ser verdad, era imposible que él…

Entonces divisó al joven sobre un saliente rocoso, tal vez veinte metros por debajo de él. Le sangraba una herida sobre el ojo y tenía la pierna extrañamente torcida; pero estaba vivo.

—Luke, creo que me he roto la pierna. Me hace tanto daño…

David parecía asustado, luchando por contener las lágrimas; ¡pero vivía! Y su situación tampoco era muy peligrosa. La peña ofrecía espacio suficiente para una e incluso dos personas. Lucas se descolgaría, ataría al joven consigo en la cuerda y lo tendría que ayudar durante el ascenso. Reflexionó acerca de si emplear o no el caballo, pero sin silla, en cuyo cuerno debería anudar la cuerda, no resultaba viable. Además, no conocía al animal. Si se desbocaba cuando estaban colgados de la cuerda, podía matarlos. ¡Entonces una de las rocas! Lucas la rodeó con la cuerda. No era lo suficientemente larga para descolgarse hasta el valle del río, pero sí llegaría con facilidad hasta el lugar donde se hallaba David.

—¡Ahora voy, Dave! ¡Tranquilo! —Lucas avanzó hacia el borde de la roca. El corazón le latía con fuerza y tenía la camisa empapada de sudor. Lucas nunca había escalado, las alturas elevadas le daban miedo. Sin embargo, descolgarse fue más sencillo de lo que pensaba. La roca no era lisa e iba encontrando apoyo en salientes, lo que le daba valor para el posterior ascenso. Lo único que debía evitar era mirar abajo…

David se había arrastrado al borde del saliente y esperaba a Lucas con los brazos extendidos. Éste, sin embargo, no había calculado correctamente la distancia. Había llegado demasiado a la izquierda del joven, a la altura del saliente. Debería hacer oscilar la cuerda hasta que el chico la agarrara. Lucas se sintió mal sólo de pensarlo. Hasta el momento siempre había encontrado un poco de apoyo en las rocas, pero para balancearse tenía que renunciar a todo contacto con la piedra.

Inspiró una profunda bocanada de aire.

—¡Voy, David! Coge la cuerda y tira de mí hacia ti. En cuanto pueda apoyar un pie, avanzas hacia arriba y yo te recojo. ¡Yo te aguanto, no tengas miedo!

David asintió. Tenía el rostro pálido y bañado en lágrimas. Sin embargo, obró con serenidad y destreza. Seguro de que conseguiría alcanzar la cuerda.

Lucas se separó de las rocas. Se dio impulso para llegar a Dave enseguida, a ser posible sin tener que oscilar largo tiempo. La primera vez, no obstante, se balanceó en la dirección errónea y quedó demasiado lejos del chico. Colgado de las manos, buscó apoyo para los pies y luego lo intentó una segunda vez. En esta ocasión lo logró. David agarró la cuerda, mientras el pie de Lucas intentaba hallar apoyo.

¡Pero entonces la cuerda cedió! O bien la roca que estaba en lo alto del precipicio se había movido, o el nudo que Lucas había hecho con torpeza se había soltado. Al principio, su cuerpo pareció resbalar un trozo. Gritó. Luego todo sucedió en cuestión de segundos. La cuerda que estaba por encima de la roca se desprendió del todo. Lucas cayó y David se agarró a la cuerda. El joven intentó desesperadamente detener la caída del amigo, pero en la posición en que se encontraba, tendido, era imposible. La cuerda se deslizaba entre sus dedos cada vez más deprisa. Cuando llegara al final, no sólo caería Lucas al fondo, sino que también David habría perdido su última oportunidad. Con la cuerda tal vez podría todavía descolgarse hasta el lecho del río. Sin ella se moriría de hambre y sed en el saliente. Los pensamientos se agolpaban en la mente de Lucas al tiempo que seguía resbalando hacia abajo. Debía tomar una determinación: David no lograría detenerlo y si conseguía llegar abajo con vida, lo haría sin lugar a dudas herido. Entonces la cuerda no serviría de ayuda a ninguno de los dos. Lucas decidió hacer lo correcto por una vez en la vida.

—¡No sueltes la cuerda! —gritó a David—. ¡Agárrala fuerte y no la sueltes pase lo que pase!

Arrastrada por su peso, la cuerda se deslizaba cada vez más deprisa entre los dedos de David. Ya debían de estar quemados, por lo que era posible que pronto tuviera que soltarla de dolor.

Lucas alzó la vista hacia él, vio el rostro joven, desesperado y, sin embargo, hermoso, que él tanto amaba, y se dispuso a morir por él. Entonces Lucas se soltó.

El mundo era un mar de dolor clavándose como puñales en su espalda. No estaba muerto, pero deseaba estarlo en cada uno de esos espantosos segundos. La muerte no tardaría mucho en sorprenderlo. Tras una caída de casi veinte metros, Lucas había llegado a la «playa dorada» de David. No podía mover las piernas y tenía el brazo izquierdo paralizado: una rotura abierta, los huesos astillados habían atravesado la carne. Con tal de que acabara pronto…

Lucas apretó los dientes para no gritar y oyó la voz de David desde arriba.

—¡Lucas! ¡Aguanta, ya voy!

Y, en efecto, el joven había conservado la cuerda y la había atado hábilmente a algún lugar de la peña. Lucas rezaba para que David no resbalara también, pero sabía en el fondo de su corazón que los nudos de David aguantaban…

Temblando de miedo y dolor, contempló al joven mientras se descolgaba. Pese a la pierna rota y los dedos, sin duda desollados, descendió diestramente por la roca y llegó por fin a la playa. Con prudencia, descansó el peso en la pierna sana, pero tuvo que arrastrarse hasta llegar al lugar donde se hallaba Lucas.

—Necesito una muleta —dijo con fingida alegría—. Y luego intentamos volver a casa a lo largo del río, o en el río, si así hay que hacerlo. ¿Qué te pasa, Luke? ¡Estoy contento de que vivas! El brazo se curará y…

El joven se agachó junto a Lucas y examinó el brazo.

—Yo… yo me muero, Dave —susurró Lucas—. No es sólo el brazo. Pero tú… tú regresa, Dave. Prométeme que no te rendirás…

—¡Nunca me rindo! —replicó David, si bien no consiguió sonreír al decirlo—. Y tú…

—Yo…, escúchame, Dave, ¿lo harías…, podrías…, abrazarme? —El deseo surgió de Lucas, él no pudo dominarse—. Yo… deseo…

—¿Quieres ver el río? —preguntó David solícito—. Es precioso y brilla como el oro. Pero… tal vez sea mejor que permanezcas quieto…

—Me muero, Dave —repitió Lucas—. Un segundo antes o después…, por favor…

Cuando David lo irguió, el dolor era rabioso, pero pareció desaparecer de repente. Lucas no sentía nada más que el brazo del muchacho en torno a su cuerpo, su aliento y su hombro, sobre el que se inclinó. Olió su sudor, que le pareció más dulce que el jardín de rosas de Kiward Station, y oyó el sollozo que en ese momento David era incapaz de seguir reprimiendo. Lucas inclinó la cabeza hacia un lado y depositó un beso furtivo en el pecho de David. El joven no lo percibió, pero estrechó al moribundo más firmemente contra sí.

—¡Todo irá bien! —susurró—. ¡Todo irá bien! Duerme ahora un poco y luego…

Steinbjörn meció al hombre agonizante entre sus brazos como había hecho con él su madre cuando todavía era pequeño. También él halló consuelo en ese abrazo, lo alejó del temor a ser abandonado en ese momento, solo, herido y sin refugio ni provisiones en esa playa. Al final, hundió el rostro en el cabello de Lucas buscando protección.

Lucas cerró los ojos y se abandonó a esa espléndida sensación de felicidad. Todo iba bien. Tenía lo que había deseado. Estaba en el lugar que le pertenecía.