8

—¡Golpea de una vez, Luke! Una vez, con fuerza, detrás de la cabeza. ¡Ahí no nota nada!

Mientras Roger todavía hablaba, aniquiló a otro cachorro siguiendo todas las normas del oficio de cazar focas: el animal murió sin que la piel se viera dañada. Los cazadores mataban con ayuda de una estaca con la que golpeaban en la nuca de la foca. Si se derramaba sangre, era por la nariz del joven animal. A continuación se ponían a despellejarlo sin comprobar antes que realmente estuviera muerto.

Lucas Warden levantó el garrote, pero no podía, sin más, hacer de tripas corazón y apalear con él el animalito que lo miraba confiado con sus grandes ojos de niño. Y eso sin contar con los lamentos de la foca madre que oía alrededor de él. Los hombres sólo iban en busca de las pieles especialmente blancas y valiosas de los cachorros. Se desplazaban por los bancos de focas donde las madres criaban a sus vástagos y mataban a los cachorros ante las miradas maternas. Las rocas de la bahía de Tauranga ya estaban teñidas de rojo a causa de la sangre y Lucas debía luchar para no vomitar. No podía entender cómo los hombres actuaban con tal falta de sensibilidad. El sufrimiento de los animales no parecía interesarles lo más mínimo; incluso bromeaban respecto a lo pacífica e ingenuamente que las focas esperaban a sus cazadores.

Hacía tres días que Lucas se había unido al grupo, pero hasta ese momento no había matado todavía ningún animal. Al principio, los hombres no advirtieron que se limitaba a ayudar a despellejar y a poner las pieles en los coches y en las estructuras portantes. Pero ahora exigían con vehemencia que también él participara en la matanza. Lucas se sentía mal sin remedio. ¿Era esto lo que haría de él un hombre? ¿Qué es lo que había de más honorable en matar animales indefensos que en pintar y escribir? Pero Lucas no quería planteárselo más. Estaba ahí para demostrarse, decidido, que iba a hacer el mismo trabajo con el que su padre había sentado las bases de su reino. En un principio, Lucas incluso se había enrolado en un ballenero, pero había fracasado vergonzosamente. Aunque no lo asumía de buen grado, había huido, y eso que ya había firmado un contrato y el hombre que lo había reclutado le había caído muy bien…

Lucas había conocido a Cooper, un hombre alto y de cabello oscuro, con el rostro anguloso y curtido por el aire libre típico de los coasters, en un pub cerca de Greymouth. Justo después de huir de Kiward Station, cuando todavía lo invadía la ira y el odio hacia Gerald hasta tal punto que apenas lograba pensar con claridad. Entonces se había precipitado hacia la costa Oeste, Eldorado de los «hombres duros» que se autodenominaban con orgullo coasters y que ganaban su sustento primero con la pesca de ballenas y la caza de focas y, más recientemente, también buscando oro. Lucas había querido mostrar a todos que sabía ganarse su propio dinero, comportarse como un «auténtico hombre» y luego, en algún momento, regresar a casa envuelto en la gloria y cargado con… ¿con qué? ¿Oro? Entonces más bien tendría que haberse armado con una pala y un tamiz y dirigirse a caballo a las montañas en lugar de enrolarse en un ballenero. Pero Lucas no había reflexionado tanto. Sólo quería estar lejos, muy lejos, a ser posible en alta mar, y quería derrotar a su padre con sus propias armas. Así que, tras una azarosa cabalgada por las montañas, había llegado a Greymouth, una colonia miserable que, salvo una taberna y un muelle, no tenía mucho que ofrecer. No obstante, en el pub había un rinconcito seco en el que Lucas podía instalarse.

Por primera vez en varios días se hallaba de nuevo bajo un techo. Las mantas todavía estaban húmedas y sucias de pernoctar al aire libre. Lucas también habría disfrutado de un baño, pero en Greymouth no estaban equipados para eso. A Lucas no le extrañaba demasiado que los «hombres auténticos» se lavaran pocas veces. En lugar de agua, fluían en abundancia la cerveza y el whisky y, tras unos pocos vasos, Lucas había explicado sus planes a Cooper. Lo animó el hecho de que el coaster no lo rechazara de inmediato.

—No tienes aspecto de cazador de ballenas —advirtió, dedicando una larga mirada a la cara delicada de Lucas y sus dulces ojos grises—. Pero tampoco pareces blando… —El hombre agarró los brazos de Lucas y percibió la musculatura—. Por qué no. Otros han aprendido a manejar un arpón. —Rio. Pero luego su mirada se volvió inquisitiva—. ¿Pero conseguirás estar solo durante dos o tres años? ¿No echarás de menos a las guapas muchachas de los puertos?

Lucas ya había oído que en la actualidad había que comprometerse por tres o cuatro años si uno se enrolaba en un ballenero. La época dorada de la pesca de la ballena, cuando era fácil encontrar cachalotes junto a las costas de la isla Sur, cuando los maoríes los pescaban incluso en canoas, había pasado. En el presente, las ballenas ya casi se habían extinguido de las proximidades de la costa. Había que navegar mar adentro para encontrarlas, lo que duraba meses, cuando no años. Sin embargo, a Lucas le daba igual. La compañía masculina incluso le resultaba tentadora, siempre que no volviera a ser el hijo del jefe, como en Kiward Station. Ya se las arreglaría; no, ¡iba a ganarse también respeto y consideración! Lucas estaba firmemente decidido y Cooper no parecía rechazarlo. Al contrario, lo trataba casi con interés, le pasó el brazo por los hombros y le dio unas palmadas con las garras de un experimentado carpintero de barco y ballenero. Lucas se avergonzó un poco de sus cuidadas manos, los pocos callos y las uñas todavía relativamente limpias. En Kiward Station los hombres se habían burlado de que se las limpiara de forma periódica, pero Cooper no hizo ningún comentario al respecto.

Lucas acabó siguiendo a su nuevo amigo hasta el barco, fue presentado al capitán y había firmado un contrato que lo ataba durante tres años al Pretty Peg, un velero panzudo y no demasiado grande que parecía tan robusto como su propietario. El capitán Robert Milford era más bien pequeño, pero un manojo de músculos. Cooper hablaba con gran respeto de él y elogiaba sus habilidades como arponero jefe. Milford saludó a Lucas con un fuerte apretón de manos, le informó acerca de su sueldo (que le pareció escandalosamente bajo) y pidió a Cooper que le asignara un camarote. El Pretty Peg zarparía pronto. Lucas todavía contaba con dos días para vender su caballo, llevar sus cosas a bordo del pesquero y ocupar un sucio catre al lado de Cooper. Todo esto respondía a sus deseos. En caso de que Gerald mandara buscarlo, llevaría largo tiempo en alta mar antes de que llegara la noticia al aislado Greymouth.

La estancia a bordo, sin embargo, pronto le decepcionó. Ya la primera noche, las pulgas que pululaban bajo cubierta le impidieron dormir; además, intentaba no marearse. Por mucho que Lucas pretendiera dominarse, su estómago se rebelaba ante el balanceo del barco sobre las olas. En el oscuro espacio interior se estaba peor que en la cubierta, así que al final probó a pasar las noches en el exterior, donde el frío y la humedad (con la mala mar la cubierta estaba empapada) pronto lo empujaron a buscar refugio. Los hombres se rieron de nuevo de él, aunque en esta ocasión no le importó tanto porque Cooper estaba manifiestamente de su parte.

—¡Así que nuestro Luke es un señorito distinguido! —observó con un tono jovial—. Todavía tiene que acostumbrarse. ¡Pero esperad a que lo bautice el aceite de ballena! ¡Lo hará bien, hacedme caso!

Cooper estaba bien considerado entre la tripulación. No sólo era un diestro carpintero, sino también un cazador de primera clase.

A Lucas le hizo bien su amistad e incluso los furtivos contactos que Cooper parecía querer establecer no le resultaban desagradables. Tal vez Lucas habría incluso disfrutado de ellos si las condiciones higiénicas del Pretty Peg no fueran tan horrorosas. Había poca agua potable y nadie pensaba en malgastarla para lavarse. Los hombres apenas se afeitaban y carecían de ropa de repuesto. Cuando transcurrieron unas pocas noches, los cazadores y sus alojamientos olían peor que los corrales de Kiward Station. El mismo Lucas intentaba lavarse como mejor podía con agua de mar, pero era difícil y levantaba de nuevo la hilaridad entre el resto de los hombres. Lucas se sentía sucio, tenía el cuerpo repleto de picaduras de pulga y se avergonzaba de estar así. Pero no tenía por qué hacerlo: los otros hombres disfrutaban, al parecer, de su compañía y no hacían caso del mal olor de su cuerpo. Lucas era el único al que eso le molestaba.

Puesto que había poco que hacer, porque el barco podría navegar con una tripulación mucho más reducida y sólo hubo trabajo para todos cuando empezó la caza, transcurrían mucho tiempo juntos. Contaban historias en las que fanfarroneaban sin el menor rubor, cantaban canciones obscenas y pasaban el tiempo jugando a cartas. Hasta hacía poco, Lucas había evitado jugar al póquer y al blackjack por ser juegos poco distinguidos, pero aun así, conocía las reglas y pasaba inadvertido. Por desgracia, no había heredado el talento de su padre. Lucas no conseguía echarse ningún farol ni poner cara de póquer. Se le notaba qué estaba pensando y eso no era agradable ni para los hombres ni para el juego. En un tiempo sumamente corto perdió el poco dinero que llevaba de Kiward Station y tuvo que contraer deudas.

Con toda seguridad habrían surgido nuevas dificultades si Cooper no lo hubiera protegido. El hombre, de más edad, no escondía sus elogios y Lucas empezaba a estar preocupado. No era engorroso, pero acabaría llamando la atención. Lucas todavía recordaba con espanto las indirectas de los conductores de ganado de Kiward Station cuando él se sentía mejor con el joven Dave que con los hombres más experimentados. No obstante, los comentarios de los cazadores del Pretty Peg todavía se mantenían en los límites. También entre otros hombres del ballenero había amistades estrechas y a veces, por la noche, surgían sonidos de los catres que ruborizaban a Lucas y despertaban en él deseo y envidia. ¿Era en eso en lo que había soñado en Kiward Station y en lo que había pensado cuando intentaba hacer el amor con Gwyneira? Lucas sabía que al menos algo tenía que ver con ello, pero había algo en él que rechazaba pensar en el amor en ese entorno. No tenía nada de excitante abrazar cuerpos apestosos y sucios, poco importaba si eran de hombres o de mujeres. Y tampoco tenía nada que ver con el único ejemplo literario de su deseo secreto que le era conocido, con el ideal griego del mentor que se encargaba de un niño bien educado para obsequiarlo no sólo con amor, sino también con sabiduría y experiencia.

Si tenía que ser franco, Lucas odiaba cada minuto de su estancia en el Pretty Peg. Le resultaba inimaginable pasar cuatro años a bordo de esa embarcación, pero no había ninguna posibilidad de cancelar el contrato. Además, el barco no atracaría durante meses. Cualquier pensamiento de huida era inútil. Lucas esperaba por eso acostumbrarse en algún momento a las estrecheces, el mar bravío y el hedor. Lo último demostró ser lo más fácil. Pasados unos pocos días, Cooper y los demás le repelían menos, tal vez porque él mismo se hallaba impregnado por el mismo olor. También acabó lentamente por no marearse más y había días en los que Lucas sólo vomitaba a lo sumo una vez.

Pero luego llegó la primera caza y con ella todo cambió.

En el fondo fue un hecho insólito y afortunado para el capitán que el timonel del Pretty Peg avistara ya, dos semanas después de zarpar, un cachalote. Su grito entusiasmado despertó a la tripulación, que aún dormía a primeras horas del día. La noticia puso de inmediato en pie a los hombres, que se precipitaron a la cubierta a la velocidad de un rayo. Estaban excitados y con la fiebre del cazador, lo que no era extraño. El éxito de la empresa significaba unas primas para los cazadores que mejoraban de forma considerable sus exiguas pagas. Cuando Lucas llegó a cubierta vio primero al capitán contemplando ceñudo la ballena que jugaba con las olas frente a la costa neozelandesa, todavía al alcance de la vista.

—¡Un ejemplar espléndido! —exclamó complacido Milford—. ¡Enorme! ¡Espero que lo consigamos! Si lo hacemos, llenaremos hoy mismo la mitad de los barriles. ¡El bicho está gordo como un cebón antes de la matanza!

Los hombres soltaron una ruidosa carcajada mientras Lucas todavía no podía considerar una presa de caza ese animal majestuoso, que se presentaba ante ellos sin el menor temor. Para Lucas era el primer encuentro con uno de los enormes mamíferos marítimos. El imponente cetáceo, casi tan grande como todo el Pretty Peg, surcaba elegantemente las aguas, parecía saltar de alegría en ellas y girar en el aire y voltear como un travieso caballo encabritado. ¿Cómo iban a matar a ese fabuloso animal? ¿Y por qué tenían interés en destrozar tal belleza? Lucas no se cansaba de observar la gracia y ligereza con que se mostraba la ballena pese a su imponente masa.

El resto de los hombres no le dedicó ni un vistazo. Los cazadores se dividieron en grupos y se reunieron en torno a sus respectivos barqueros. Cooper llamó con un gesto a Lucas. Al parecer pertenecía al grupo de hombres escogidos que capitaneaba su propia chalupa.

—¡Ahora es el momento! —El capitán corría excitado por la cubierta, ordenando que prepararan los botes. La tripulación formaba un equipo compenetrado. Los hombres bajaron al agua los pequeños y estables botes de remos, en cada uno de los cuales ocuparon sus lugares seis remeros, además del barquero y el arponero, a veces también un timonel. A Lucas los arponeros se le antojaban diminutos en relación con el animal que querían matar. Pero Cooper se limitó a reír cuando hizo un comentario al respecto.

—¡Es la cantidad lo que vale, joven! Claro, un sólo disparo es como una cosquilla para el animal. Pero seis lo dejan fuera de combate. Luego lo arrastramos junto al barco y le quitamos la grasa. Un trabajo duro pero lucrativo. Y el capitán no es tacaño. Si lo conseguimos, a todos nos caerá un par de dólares extras. ¡Así que ponle ganas!

El mar no estaba ese día demasiado bravío y los botes de remos no tardaron en acercarse a la ballena. Ésta no parecía tener la intención de escapar. Al contrario, se diría que encontraba divertido el bullicio de los botes que la rodeaban y dio un par de saltos más como si quisiera con ello deleitar a los hombres… hasta que se le clavó el primer arpón. Un arponero del bote uno hundió una lanza en la aleta del animal. Sorprendida y enojada, la ballena se puso a la defensiva y nadó directamente hacia el bote de Cooper.

—¡Cuidado con la cola! Si la herimos de gravedad golpeará con ella alrededor. ¡No nos acerquemos demasiado, chicos!

Cooper daba instrucciones mientras apuntaba hacia el tórax de la ballena. Acertó en el segundo disparo, que situó mucho mejor que el primero. La ballena pareció perder fuerzas. Pero entonces cayó una auténtica lluvia de arpones sobre ella. Lucas contemplaba, con una mezcla de fascinación y espanto, cómo la ballena se rebelaba contra los ataques para huir de ellos mientras era, de hecho, capturada. Los arpones estaban atados con unas cuerdas, con las cuales el animal iba a ser arrastrado, al barco. Ahora la ballena estaba casi enloquecida de dolor y miedo. Tirando de sus ataduras, consiguió liberarse de uno de los arpones. Sangraba a causa de las docenas de heridas y el agua en torno a ella espumeaba teñida de rojo. Lucas sentía repugnancia por la escena y la violencia inmisericorde empleada contra el majestuoso animal. La lucha del coloso con sus rivales duró horas y los hombres agotaron sus fuerzas de tanto remar, disparar y tirar de las cuerdas para vencer su presa. Lucas no advirtió cómo se le formaban ampollas en sus manos y reventaban. No sintió ningún miedo cuando Cooper, dispuesto a distinguirse del resto, osó acercarse cada vez más al animal moribundo que coleaba a su alrededor. Lucas sólo sentía rechazo y compasión por esa criatura dispuesta a luchar hasta su último suspiro. Apenas si podía asimilar que estaba participando en esa lucha desigual, pero tampoco podía dejar en la estacada a la tripulación. Ahora estaba en ello y su vida dependía de que la ballena fuera abatida. Ya reflexionaría más tarde…

La ballena flotaba inmóvil por fin en el agua. Lucas no sabía si realmente estaba muerta o totalmente extenuada, pero, en cualquier caso, los hombres lograron arrastrarla junto al barco. Y luego todo fue casi peor. Empezó la carnicería. Los hombres clavaron largos cuchillos en el vientre del animal para sacar la grasa, que de inmediato se recocía en el barco para convertirla en aceite. Lucas esperaba que la presa estuviera muerta cuando desgarraron los primeros trozos del cuerpo y los arrojaron a la cubierta. Minutos más tarde, los hombres caminaban entre la grasa y la sangre. Alguien abrió la cabeza del animal para sacar el codiciado blanco de ballena. Cooper había contado a Lucas que de ahí se obtenían velas y productos de limpieza y para el cuidado de la piel. Otros buscaban en el intestino del animal el todavía más preciado ámbar gris, un ingrediente básico de la industria del perfume. El hedor era terrible y Lucas se estremeció cuando recordó todos los perfumes que Gwyneira y él tenían en Kiward Station. Nunca había pensado que una porción de ellos se obtuviera de las entrañas pestilentes de un animal cruelmente sacrificado.

En el ínterin colocaron unas marmitas enormes al fuego y el olor de la grasa de ballena hirviendo invadió el barco. Se diría que el aire estaba cargado de grasa, que parecía pegarse a las vías respiratorias. Lucas se asomó por la borda, pero no podía escapar del hedor a pescado y sangre. Hubiera querido vomitar, pero ya hacía tiempo que tenía el estómago completamente vacío. Antes había sentido sed, pero ahora ya no lograba pensar en otro sabor que el del aceite de ballena. Recordó vagamente que de pequeño se lo habían administrado y lo horrible que lo había encontrado. Y ahora se hallaba en medio de una pesadilla de enormes pedazos de carne y grasa que se arrojaban en fétidas marmitas para luego verter el aceite ya listo en los toneles. El responsable de llenar y ordenar los toneles lo llamó para que lo ayudara a cerrar los recipientes. Lucas lo hizo, intentando no mirar al menos el interior de las marmitas, en las que hervían los trozos de la ballena.

Los demás hombres parecían no sentir ninguna aversión. Al contrario, se diría que el olor despertaba su apetito y ya se alegraban a ojos vistas de una comida a base de carne fresca. Para su pesar, la carne de la ballena no podía conservarse, puesto que se pudría con demasiada rapidez, así que la mayor parte del cuerpo, tras quitarle la grasa, se arrojó al mar. No obstante, el cocinero cortó durante dos días carne del animal y prometió a los hombres un banquete. Lucas sabía con certeza que él no probaría bocado.

Al final avanzaron tanto en la tarea que los restos de la ballena se soltaron del barco. La habían descuartizado considerablemente. La cubierta seguía llena de trozos de grasa y la tripulación se desplazaba en medio de una sustancia viscosa y sanguinolenta. Hervir la carne se prolongó muchas horas y pasarían días hasta que la cubierta quedara limpia. Lucas no lo creía posible, sin lugar a dudas no con las simples escobas y cubos de agua que solían utilizar para fregar la cubierta. Era probable que sólo con la próxima tormenta que cayera con intensidad e inundara la cubierta se borrarían todas las huellas de la matanza. Lucas casi deseaba una tromba de agua de tales proporciones. Cuanto más tiempo encontraba para elaborar mentalmente los acontecimientos de ese día, mayor era el pánico que le atenazaba las tripas. Tal vez podría acostumbrase a las condiciones de vida durante el viaje, al contacto de los cuerpos sin lavar; pero, con toda seguridad, no se acostumbraría a días como ésos. No a ese matar y destripar a un animal imponente, pero sí, de forma manifiesta, pacífico. Lucas no tenía ni idea de cómo iba a sobrevivir a los próximos tres años.

Sin embargo, acudió en su auxilio el hecho de que la primera ballena hubiera «caído en las redes» del Pretty Peg tan pronto. El capitán Milford decidió atracar en Westport y descargar el botín antes de volver a zarpar. Al fin y al cabo, esto le llevaría sólo unos pocos días a la tripulación, pero garantizaba un buen precio por el aceite fresco y dejaría los toneles vacíos para otro viaje. Los hombres saltaron de alegría. Ralphie, un hombrecillo rubio de origen sueco, ya soñaba con las mujeres de Westport.

—Todavía es un pueblucho de mala muerte, pero en expansión. Hasta ahora sólo hay balleneros y cazadores de focas, pero también están en camino algunos buscadores de oro. Incluso debe de haber auténticos mineros, alguien dijo algo de yacimientos de carbón. ¡En cualquier caso hay un pub y un par de chicas complacientes! ¡Una vez me tocó una pelirroja…, os aseguro que valía lo que costaba!

Cooper se acercó a Lucas por detrás, quien agotado y asqueado se asomaba por la borda.

—¿También tú estás pensando en el siguiente burdel? ¿O puedes imaginarte celebrando la exitosa caza ya aquí en el barco? —Cooper había descansado la mano en el hombro de Lucas y la desplazaba ahora, despacio, casi como en una caricia, a lo largo del brazo. Lucas no podía fingir que no entendía la invitación que resonaba en las palabras de Cooper; sin embargo, no se decidía. Sin duda le debía algo a Cooper; ese hombre mayor había sido amable con él. ¿Y acaso no había pensado durante toda su vida una y otra vez en compartir su lecho con un hombre? ¿Acaso ante sus ojos no pasaban las imágenes de hombres cuando se masturbaba y (oh, Dios) cuando yacía con su esposa?

Pero esto…, Lucas había leído los textos de los griegos y los romanos. Entonces, el cuerpo masculino había constituido el ideal de belleza por antonomasia; el amor entre hombres y adolescentes no era escandaloso siempre que no se forzara al niño. Lucas había admirado las imágenes de las esculturas que entonces se tallaban de los cuerpos varoniles. ¡Qué bellos habían sido! ¡Qué lisos, qué limpios y tentadores…! El mismo Lucas se había colocado ante el espejo y se había comparado a ellos, había adoptado las posturas que mostraban los adolescentes, había soñado con estar en brazos de un querido mentor. Pero no se parecía a ese ballenero que, en efecto, era amable y bondadoso, pero voluminoso y hediondo. No había la menor posibilidad de lavarse en el Pretty Peg. Los hombres deambularían por la cubierta sudados, sucios, embadurnados de sangre y grasa. Lucas evitó la mirada inquisitiva de Cooper.

—No lo sé…, ha sido un largo día…, estoy cansado…

Cooper asintió.

—No te preocupes, ve al camarote. Descansa. Tal vez más tarde…, bien, podría llevarte algo de comer. Incluso puede que encuentre whisky.

Lucas tragó saliva.

—Otro día, Cooper. Quizás en Westport… Tú…, yo… No me malinterpretes, pero necesito un baño.

Cooper soltó una carcajada atronadora.

—¡Mi pequeño gentleman! De acuerdo, yo mismo me encargaré en Westport de que las chicas te preparen un baño o, mejor todavía, ¡que nos lo preparen para los dos! ¡Puede que yo también lo necesite! ¿Te gustaría?

Lucas asintió. Lo importante era que el hombre lo dejara en paz al menos ese día. Lleno de odio y asco hacia sí mismo y los individuos con los que se envilecía, se retiró a su cama plagada de pulgas. ¡Quizás ellas al menos se asustaran del hedor a grasa y sudor! Una esperanza que no tardó en mostrarse vana. Por el contrario, eso parecía agradar todavía más a esos bichos inmundos. Lucas aplastó docenas contra su cuerpo y con ello se sintió todavía más mancillado. Sin embargo, mientras yacía despierto, oyó risas y gritos en la cubierta (era evidente que el capitán había repartido whisky) y al final el sonido de las canciones de borrachos de la tripulación hizo madurar un plan en su mente. Abandonaría el Pretty Peg en Westport. Poco importaba que de ese modo incumpliera o no el contrato. ¡Todo eso le resultaba insoportable!

La huida había sido en el fondo bastante sencilla. El único problema residía en que debía dejar todas sus cosas en el barco. Habría levantado sospechas si hubiera desembarcado con su saco de dormir y sus escasas prendas de vestir para la breve estancia en tierra que el capitán había permitido a la tripulación. No obstante, tomó algo de ropa para cambiarse, a fin de cuentas Cooper le había prometido un baño, lo que justificaba su acción. Cooper, claro está, se rio de ello; pero a Lucas le daba igual. Ahora sólo buscaba una oportunidad para escabullirse. Ésta pronto se le brindó cuando Cooper negociaba con una hermosa y pelirroja muchacha acerca de si había en algún sitio una bañera. Los otros hombres del pub no prestaron atención a Lucas; sólo pensaban en el whisky o estaban con la mirada fija en las exuberantes curvas de la muchacha. Lucas todavía no había pedido nada y por ello no se le podía acusar de marcharse sin pagar cuando salió del local y se escondió a continuación en la cuadra. Había una salida trasera. Lucas la tomó, pasó a hurtadillas por el patio de un herrero, luego por el taller de un fabricante de ataúdes y por unas cuantas casas más, todavía en construcción. Westport era un pueblucho, en eso Cooper había tenido razón, pero estaba en crecimiento.

La localidad estaba situada a las orillas de un río, el Buller. Ahí, justo en la desembocadura del mar, el río era ancho y tranquilo. Lucas vio unas playas de arena interrumpidas por unos bordes rocosos. Pero sobre todo, justo detrás de Westport, se encontraba el bosque de helechos, una naturaleza de un color verde oscuro que parecía por entero inexplorada y que posiblemente sí fuera virgen. Lucas miró a su alrededor, pero estaba solo allí. Al parecer nadie más buscaba la soledad al margen de las casas. Podría fugarse sin ser visto. Corrió a lo largo de la orilla del río con decisión, buscó refugio entre los helechos, siempre que era factible, y avanzó siguiendo el curso del río durante una hora antes de considerar la distancia lo bastante grande como para relajarse. El capitán tampoco se percataría de su ausencia tan pronto, pues el Pretty Peg debía zarpar a la mañana siguiente. Claro que Cooper lo buscaría, pero sin duda no junto al río, al menos, no al principio. Tal vez más tarde miraría en la orilla, pero seguro que se limitaría al entorno de Westport. Sin embargo, Lucas habría preferido internarse ya en la selva si el asco hacia su propio cuerpo sucio no lo hubiera detenido. ¡Había llegado el momento de lavarse! Lucas se desvistió tiritando y escondió su ropa sucia entre un par de piedras; al principio le pasó por la cabeza lavarlas y llevárselas, pero se estremeció sólo de pensar en lavar la sangre y la grasa. Así que conservó sólo la ropa interior, debía dar por perdidos la camisa y los pantalones. Naturalmente era una pena, pues cuando se atreviera a volver a reunirse con seres humanos, no poseería nada más que lo que llevaba puesto. Pero cualquier cosa era preferible a la matanza a bordo del Pretty Peg.

Al final, Lucas se deslizó tiritando en las aguas heladas del río Buller. Sintió que el frío se le clavaba en la piel, pero el agua lavó toda la suciedad. Lucas se sumergió en el fondo, cogió un guijarro y empezó a restregarse la piel con él. Se frotó el cuerpo hasta ponerse rojo como un cangrejo y no sentir apenas el frío del agua. Al fin dejó el río, se vistió con ropa limpia y se internó en el bosque. Éste atemorizaba: húmedo, espeso y lleno de plantas desconocidas y enormes. Pero ahí pudo sacar provecho de su interés por la flora y la fauna de su tierra. Había visto en los libros científicos muchos de los formidables helechos cuyas hojas a veces se enroscaban como orugas y casi parecían estar vivas y superó el miedo intentando clasificarlos. Por lo general no eran venenosos e incluso el mayor weta de los árboles era menos agresivo que las pulgas que había a bordo del ballenero. Tampoco los múltiples sonidos de los animales que resonaban por la selva lo asustaban. Ahí no había más que insectos y pájaros, sobre todo papagayos que llenaban la espesura con sus singulares chillidos, pero que eran totalmente inofensivos. Al final, Lucas se hizo una cama de helechos y no sólo durmió en un sitio más mullido, sino con más tranquilidad que las semanas que había pasado en el Pretty Peg. Aunque lo había perdido todo, la mañana siguiente se despertó con ánimos renovados; algo sorprendente, si se consideraba que había huido de la persona que le daba trabajo, había incumplido un contrato, había contraído deudas de juego y no las había pagado. De todos modos, pensó casi divertido, nadie volverá a llamarme gentleman.

A Lucas le hubiera gustado permanecer en el bosque, pero pese a toda la desbordante fecundidad de esa guarida verde, no había nada comestible. Al menos, no para Lucas; un maorí o un auténtico explorador tal vez lo habrían visto de otro modo. Así que los gruñidos de su estómago lo forzaban a buscar una colonia humana. Pero ¿cuál? En Westport no debía ni pensar. Allí todos sabrían ahora que el capitán buscaba a un marinero fugado. Era incluso posible que el Pretty Peg lo estuviera esperando.

Luego recordó que el día anterior Cooper había mencionado Tauranga Bay. Bancos de focas, a veinte kilómetros de Westport. Los cazadores de focas sin duda no sabrían nada del Pretty Peg ni tampoco se interesarían por él. La caza, sin embargo, prosperaba en Tauranga: seguro que encontraba trabajo allí. Lucas emprendió animado el camino. La caza de focas no podía ser peor que la pesca de la ballena…

Los hombres de Tauranga lo recibieron de hecho amistosamente y el mal olor de su campamento se mantenía en límites aceptables. A fin de cuentas estaba al aire libre y los hombres no se apelotonaban. Por supuesto, la gente debió de pensar que había algo raro en Lucas, pero nadie le formuló ninguna pregunta acerca de su aspecto desaliñado, la ausencia de equipaje y la falta de dinero. Con un gesto de mano rechazaron las manidas explicaciones de Lucas.

—No pasa nada, Luke, nosotros también te daremos de comer. Tú sé útil, mata un par de crías. El fin de semana llevaremos las pieles a Westport. Entonces volverás a tener dinero. —Norman, el cazador de mayor edad, aspiró con calma una bocanada de humo de su pipa. Lucas sintió la oscura sospecha de que ahí no era el único fugitivo.

Hasta podría haberse sentido bien entre esos coasters silenciosos y sosegados… ¡si no hubiera existido la caza! Si es que así podía designarse la matanza de crías indefensas ante los ojos de sus horrorizadas madres. Vacilante, miró el palo que tenía en la mano y al animalito que estaba ante él.

—¡Dale, Lucas! ¡Píllate esa piel! ¿O te crees que en Westport van a darte dinero el domingo porque nos hayas ayudado a despellejar los animales? ¡Aquí todos nos ayudamos, pero sólo pagan por las pieles de cada uno!

Lucas no veía otra salida. Cerró los ojos y golpeó.