6

Lucas siguió desaparecido las semanas posteriores. Circunstancia ésta que conllevó, inesperadamente, a que la relación entre Gwyneira y Gerald se normalizara un poco: a fin de cuentas debían arreglárselas de algún modo aunque fuera sólo por Fleur. Los primeros días tras la partida de Lucas, los dos compartieron la preocupación de que le hubiera ocurrido algo o incluso de que se hubiera él mismo hecho algo. La búsqueda en el entorno de la granja fue vana y, tras reflexionar en profundidad, Gwyneira llegó a la conclusión de que no se había suicidado. Entretanto había examinado las cosas de Lucas y confirmado que faltaba un par de trajes sencillos, justo aquellos, para su asombro, que menos le gustaban a su marido. Lucas se había llevado ropa de trabajo, prendas para la lluvia, ropa interior y muy poco dinero. Eso encajaba con el viejo caballo y la vieja silla: estaba claro que no quería llevarse nada de Gerald. La separación debía efectuarse limpiamente. A Gwyneira le dolía que la hubiera dejado sin decirle nada. Por lo que alcanzaba a ver, no se había llevado ningún recuerdo de ella ni de su hija, sólo una navaja que ella le había regalado una vez. Tenía la sensación de que nunca había significado nada para él, la amistad superficial que había unido a la pareja ni siquiera merecía una carta de despedida.

Gerald se informó en Haldon acerca de su hijo, lo que desencadenó los rumores, así como en Christchurch, de forma más discreta, con ayuda de George Greenwood. De nada sirvió, Lucas Warden no se había dejado ver en ninguno de los dos sitios.

—Sabe Dios dónde estará —dijo Gwyneira apenada a Helen—. En Otago, en los campos de los buscadores de oro, o en la costa Oeste, tal vez en la isla Norte. Gerald quiere emprender investigaciones, pero no hay esperanza. Si Lucas no quiere que lo encuentren, no lo encontrarán.

Helen hizo un gesto de resignación y sirvió el ineludible té.

—Quizá sea mejor así. Es posible que no le conviniera vivir siempre dependiendo de Gerald. Ahora puede demostrar quién es y Gerald ya no te fastidiará más con la falta de niños. ¿Pero por qué ha desaparecido tan de repente? ¿No ha habido una causa real? ¿Una pelea?

Gwyneira lo negó ruborizada. No había contado a nadie, ni siquiera a su mejor amiga, la violación. Esperaba que si se lo guardaba para sí, el recuerdo empezaría a difuminarse. Entonces sería como si esa noche nunca hubiera existido, como si sólo hubiera sido una horrible pesadilla. Gerald parecía ver el asunto del mismo modo. Era excepcionalmente cortés con Gwyneira, pocas veces la miraba y ponía atención en no tocarla. Ambos se veían en las comidas, para no dar motivo de conversación al servicio, y conseguían al mismo tiempo hablar con reservas entre sí. Gerald seguía bebiendo igual que antes, pero ahora, por lo general, tras la cena, cuando Gwyneira ya se había retirado. La joven empleó a la alumna favorita de Helen, Rongo Rongo, que ahora tenía quince años, como doncella personal, e insistió en que la muchacha durmiera en sus aposentos para estar siempre a su disposición. Esperaba impedir con ello los abusos de Gerald, pero sus inquietudes eran infundadas. La conducta de Gerald era impecable. Hasta ahí podría haber llegado a olvidarse de la funesta noche de verano. Sin embargo, el hecho tuvo sus consecuencias. Cuando por segundo mes no tuvo el período y Rongo Rongo rio elocuentemente y le acarició el vientre, Gwyn tuvo que reconocer que estaba embarazada.

—No quiero tenerlo —dijo entre sollozos después de una fatigosa cabalgada. No habría podido esperar a las horas de clase para hablar con su amiga. Pero Helen ya reconoció en su terrible expresión que algo horrible había tenido que pasar. Dio la tarde libre a los niños, envió a Fleur y Ruben a jugar en el monte y tomó a Gwyneira del brazo.

—¿Han encontrado a Lucas? —preguntó en voz baja.

Gwyneira la miró como si estuviera loca.

—¿Lucas? ¿Cómo Lucas…? ¡Ah, es mucho peor, Helen, estoy embarazada! ¡Y no quiero tener el niño!

—Estás hecha un lío —murmuró Helen, y condujo a su amiga a la casa—. Ven, te haré un té y hablaremos de ello. ¿Se puede saber por qué no te alegras de tener un niño, por el amor de Dios? Lo has intentado durante años y ahora… ¿O tienes miedo de que el niño pueda llegar demasiado tarde? ¿No es de Lucas?

Helen miró inquisitiva a Gwyneira. A veces había sospechado que el nacimiento de Fleur encerraba algo de misterioso: a ninguna mujer se le podía escapar el modo en que se iluminaban los ojos de Gwyn al mirar a James McKenzie. Pero en los últimos tiempos apenas si los había visto juntos. Y Gwyn no sería tan tonta como para tomar un amante justo después de la partida de su esposo. ¿O se había marchado Lucas porque ya tenía un amante? Helen no se lo podía imaginar, Gwyn era una lady. ¡Seguro que no infalible, pero sí infaliblemente discreta!

—El niño es un Warden —contestó con firmeza Gwyneira—. De ello no hay duda. ¡Pero no lo quiero!

—Pero esto no lo decides tú —dijo Helen impotente. No podía seguir los pensamientos de Gwyn—. Si se está embarazada, se está embarazada.

—¡Y qué! Debe de haber una posibilidad de desprenderse del niño. Hay abortos continuamente.

—Pero no en mujeres jóvenes y sanas como tú. —Helen sacudió la cabeza—. ¿Por qué no vas a ver a Matahorua? Seguro que te dice si el niño está sano.

—Tal vez pueda ayudarme… —dijo Gwyn esperanzada—. Tal vez conozca una bebida o algo así. Cuando estábamos en el barco, Daphne le contó a Dorothy algo sobre abortos clandestinos…

—¡Gwyn, no debes ni pensar en algo así! —Helen había oído rumores sobre esas personas que practicaban abortos en la clandestinidad. Su padre había sepultado a alguna de las víctimas de tales individuos—. ¡Es un acto impío! ¡Y peligroso! Puedes morirte. ¿Y por qué, Dios mío…?

—¡Iré a ver a Matahorua! —declaró Gwyn—. No intentes disuadirme. ¡No quiero ese niño!

Matahorua pidió a Gwyneira que tomara asiento junto a una hilera de piedras detrás de las casas de la comunidad, donde las dos estaban a solas. También ella debió de notar en su rostro que había sucedido algo grave. Pero esta vez tendrían que apañárselas sin intérprete: Gwyn había dejado a Rongo Rongo en casa. Lo último que necesitaba era una cómplice.

Matahorua hizo una mueca vaga cuando invitó a Gwyn a tomar asiento sobre las piedras. Su expresión debía de ser amistosa, incluso tal vez mostraba una sonrisa, pero para Gwyneira resultaba amenazante. Los tatuajes en el rostro de la anciana hechicera parecían transformar toda mueca y su figura arrojaba extrañas sombras a la luz del sol.

—Bebé. Lo sé de Rongo Rongo. Bebé fuerte…, mucha fuerza. Pero también mucha ira…

—¡No quiero el bebé! —declaró Gwyneira, sin mirar a la hechicera—. ¿Puedes hacer algo?

Matahorua buscó la mirada de la joven.

—¿Qué hacer? ¿Matar al bebé?

Gwyneira se crispó. Hasta el momento no se había atrevido a formularlo de manera tan brutal. Pero se trataba justamente de eso. Sintió que despertaba en ella un sentimiento de culpa.

Matahorua la miraba con atención, su rostro y su cuerpo, y como siempre parecía estar contemplando a través de las personas un lugar alejado que sólo ella conocía.

—¿Para ti importante bebé morir? —preguntó con suavidad.

Gwyneira sintió que de repente montaba en cólera.

—¿Estaría aquí si no fuera así? —espetó.

Matahorua se encogió de hombros.

—Bebé fuerte. Si bebé morir, tú también morir. ¿Tan importante?

Gwyneira se estremeció. ¿Qué es lo que daba tanta seguridad a Matahorua? ¿Y por qué nunca se ponían en duda sus palabras por muy extravagantes que fueran? ¿Podía realmente ver el futuro? Gwyneira reflexionó. No sentía nada por el niño que llevaba en su vientre, en cualquier caso rechazo y odio. Lo mismo que por su padre. ¡Pero el odio no era tan intenso para que valiera la pena morir! Gwyneira era joven y le gustaba la vida. Además la necesitaban. ¿Qué pasaría con Fleurette si perdía a su segundo progenitor? Gwyn decidió esperar a que el asunto se calmara. Igual podía traer al mundo a esa desdichada criatura y luego olvidarse de ella. ¡Que se ocupara Gerald!

Matahorua rio.

—Veo, tú no morir. Tú vivir, bebé vivir…, no feliz. Pero vivir. Y haber alguien que quiere…

Gwyneira frunció el entrecejo.

—¿Que quiere qué?

—Alguien querer al niño. Al fin. Hacer… círculo redondo… —Matahorua trazó con el dedo un círculo y rebuscó en su bolsillo. Al final sacó un trozo casi redondo de jade y se lo tendió a Gwyneira—. Toma, para el bebé.

Gwyneira cogió la pequeña piedra y dio las gracias. No sabía por qué, pero se sentía mejor.

Todo esto no impidió, claro está, que Gwyneira intentara cualquier forma concebible de abortar. Trabajaba hasta la extenuación en el jardín, a ser posible agachada, comía manzanas todavía verdes hasta casi morir de indigestión, y montaba la última hija de Igraine, un potro que sin duda era difícil. Para admiración de James consiguió incluso que el rebelde animal se acostumbrara a la silla de amazona: un último y desesperado esfuerzo, pues Gwyneira sabía que la silla lateral no era un asiento más frágil, sino más seguro. Los accidentes con las sillas de amazona se producían casi siempre cuando el caballo caía debajo de la silla y la amazona no podía soltarse del asiento y librarse de las correas. Tales accidentes solían ser, asimismo, mortales. Pero la yegua Viviane tenía unas patas tan recias como su madre; dejando de lado que Gwyneira no tenía la menor intención de morir con su hijo. Su última esperanza residía en las fuertes sacudidas que producía el caballo al trote y de las cuales no podía escapar en la silla de montar para damas. Tras media hora de trote, apenas podía mantenerse a lomos del caballo a causa de los dolores de costado, pero al niño eso no le molestaba. Sobrevivió los peligrosos primeros tres meses sin problemas y Gwyneira lloraba de ira cuando veía que su vientre empezaba a hincharse. Al principio intentó dominar la traicionera redondez con bandas, pero a la larga eso resultó inaguantable. Por último se resignó a su destino y se armó contra las inevitables felicitaciones. ¿Quién iba a sospechar cuán indeseado era el pequeño Warden que crecía en su vientre?

Las mujeres de Haldon, como era de esperar, se percataron del embarazo de Gwyneira enseguida y empezaron a chismorrear de inmediato. Esto dio pie a las más fantásticas especulaciones. A Gwyneira le daba igual. Le horrorizaba que Gerald abordara el tema. Y lo que más temía era la reacción de James McKenzie. Pronto se daría cuenta o al menos oiría hablar de ello, y ella no podía contarle la verdad. En realidad se apartaba de su camino desde que Lucas había desaparecido porque en su rostro se plasmaban las preguntas. Ahora querría tener respuestas: Gwyneira estaba preparada para sus reproches y enfados, pero no para su auténtica reacción. Sucedió de forma totalmente inesperada para ella, cuando se lo encontró una mañana en la cuadra, en traje de montar e impermeable, porque volvía a lloviznar, y con las alforjas listas. Había incluso cubierto con una manta los lomos de su huesudo caballo blanco.

—Me voy, Gwyn —dijo cuando ella lo miró interrogante—. Ya puedes imaginar por qué.

—¿Te vas? —Gwyneira no comprendía—. ¿Adónde? Qué…

—Me marcho, Gwyneira. Dejo Kiward Station y busco otro trabajo. —James le dio la espalda.

—¿Me abandonas? —Las palabras escaparon de sus labios antes de que Gwyneira pudiera retenerlas. Pero el dolor había llegado muy de repente, la conmoción había calado fondo. ¿Cómo podía dejarla sola? Ella lo necesitaba, justo ahora.

James se echó a reír, pero parecía más triste que divertido.

—¿Te sorprende? ¿Crees que tienes algún derecho sobre mí?

—Claro que no. —Gwyn buscó apoyo en la puerta de la cuadra—. Pero pensaba que tú…

—No estarás esperando ahora declaraciones de amor, ¿verdad, Gwyn? No después de lo que has hecho. —James iba apretando las cinchas como si estuviera manteniendo una conversación ocasional.

—¡Pero si yo no he hecho nada! —se defendió Gwyneira, consciente de lo falso que sonaba.

—¿Ah, no? —James se dio la vuelta y la miró con frialdad—. Así que se trata de una nueva versión de la inmaculada concepción. —Señaló el vientre de la joven—. ¡No me vengas con cuentos, Gwyneira! Vale más que me cuentes la verdad. ¿Quién fue el semental? ¿Venía de mejor cuadra que yo? ¿Mejor pedigrí? ¿Mejores movimientos? ¿Posiblemente un título de nobleza?

—James, nunca quise… —Gwyn no sabía qué decir. Habría preferido desplegar toda la verdad ante él, abrirle su corazón. Pero entonces él pediría cuentas a Gerald. Entonces habría muertos o al menos heridos y después todo el mundo conocería el origen de Fleurette.

—Fue ese Greenwood, ¿verdad? Un auténtico gentleman. Un joven apuesto, cultivado, de buenos modales y seguramente muy discreto. Lástima que no lo hubieras conocido entonces, cuando…

—¡No fue George! ¿Qué te crees? George vino a causa de Helen. Y ahora tiene esposa en Christchurch. Nunca hubo motivos para tus celos. —Gwyneira odiaba el tono implorante de su propia voz.

—¿Y entonces quién fue? —James se acercó a ella casi amenazador. Irritado la agarró por los brazos como si fuera a zarandearla—. ¡Dímelo, Gwyn! ¿Alguien de Christchurch? ¿El joven Lord Barrington? ¡Ése sí te gusta! Dímelo, Gwyn. ¡Tengo derecho a saberlo!

Gwyn sacudió la cabeza.

—No te lo puedo decir y tampoco tienes derecho…

—¿Y Lucas? Te ha descubierto, ¿verdad? ¿Te ha pillado, Gwyn? ¿En la cama con otro? ¿Te ha hecho vigilar y luego te lo ha dicho claramente? ¿Qué había entre tú y Lucas?

Gwyneira lo miró abatida.

—Nada de este tipo. No entiendes.

—Entonces, ¡explícamelo Gwyn! Explícame por qué un hombre te ha dejado al amparo de la noche y no sólo a ti, sino al viejo, a la niña y su herencia. Me gustaría entenderlo… —La expresión de James se suavizó, aunque todavía se esforzaba por no perder el control. Gwyn se preguntó por qué, a pesar de todo, no tenía miedo. Pero es que nunca había tenido miedo de James McKenzie. Tras la desconfianza y la cólera, siempre veía amor en sus ojos.

—No puedo, James. No puedo. Por favor, acéptalo, no te enfades. Te lo pido, ¡no me dejes! —Gwyneira se hundió en el hombro de él. Quería estar junto a él, daba igual si era bien recibida o no.

James no se lo impidió, pero tampoco la abrazó. Sólo se desprendió de ella y suavemente la apartó hasta que no hubo contacto físico.

—Sea lo que sea lo que haya pasado, Gwyn, no puedo quedarme. Tal vez podría si realmente tuvieras una explicación para todo esto…, cuando realmente confiaras en mí. Pero así no te entiendo. Eres tan obstinada, tan dependiente de nombres y herencias que incluso ahora quieres ser fiel a la memoria de tu marido…, y pese a ello te has quedado embarazada de otro hombre…

—¡Lucas no está muerto! —balbució Gwyneira.

James hizo un gesto de impotencia.

—Eso carece de importancia. Da igual que esté muerto o vivo, tú nunca te unirías a mí. Y, lentamente, esto me está superando. No puedo verte cada día sin pedir nada de ti. Llevo cinco años intentándolo, Gwyn, pero siempre, cuando te dirijo la mirada tengo ganas de tocarte, de besarte, de estar contigo. En lugar de eso están los «Miss Gwyn» y los «señor James», eres cortés y distante, si bien el deseo es tan perceptible en ti como en mí. Esto me está matando, Gwyn. Lo hubiera soportado mientras tú también lo hubieras soportado. Pero ahora…, es demasiado, Gwyn. Lo del niño es demasiado. ¡Dime al menos de quién es!

Gwyn volvió a sacudir la cabeza. La desgarraba por dentro pero no reveló la verdad.

—Lo siento, James. No puedo. Si por eso tienes que irte, entonces vete.

Contuvo un sollozo.

James puso una brida al caballo y ya se disponía a sacarlo al exterior. Como siempre, Daimon se unió a él. James acarició el perro.

—¿Vas a llevártelo? —preguntó Gwyn con la voz ahogada.

James dijo que no.

—No es mío. No puedo permitir que el mejor semental de Kiward Station se vaya conmigo.

—Pero te echará de menos… —Gwyneira contempló con el corazón partido cómo ataba al perro.

—Yo también echaré muchas cosas de menos, pero todos aprenderemos a vivir con ello.

—Te lo regalo. —Gwyneira deseó de repente que James se llevara al menos un recuerdo de ella. De ella y de Fleur. De los días en la montaña. De la demostración de los perros el día de su boda. De todas esas cosas que habían hecho juntos, de los pensamientos que habían compartido.

—No me lo puedes regalar, no te pertenece —dijo James en voz baja—. El señor Gerald lo compró en Gales, ¿no te acuerdas?

¡Que si lo sabía! Y recordaba Gales y las palabras amables que entonces había intercambiado con Gerald. Entonces lo había tenido por un gentleman, algo exótico quizá, pero honesto. Y qué bien recordaba esos primeros días con James, cuando ella le enseñó los trucos para adiestrar a los jóvenes perros. Él la respetaba, aunque fuera una mujer…

Gwyneira miró a su alrededor. Los cachorros de Cleo eran lo bastante mayores como para separarlos de su madre, si bien seguían corriendo tras ella y, por ello, pululaban ahora en torno a Gwyneira. Se agachó y levantó al cachorro más grande y bonito. Una joven perra casi negra, con la sonrisa típica de los collie de Cleo.

—Pero a ésta sí puedo regalártela. Es mía. Acéptala, James. ¡Por favor, acéptala! —Con resolución le puso a James el cachorro entre las manos. La perrita enseguida intentó lamerle la cara.

James sonrió y parpadeó turbado para que Gwyn no viera las lágrimas de sus ojos.

—Se llamará Friday, ¿verdad? Viernes, el compañero de Robinson Crusoe en la soledad.

Gwyn asintió.

—No tienes que estar solo… —dijo con un débil tono de voz.

James acarició al animal.

—A partir de ahora, nunca más. Muchas gracias, Miss Gwyn.

—James… —Se acercó y levantó el rostro hacia él—. James, desearía que fuera tu hijo.

James depositó un suave beso en sus labios, con tanta dulzura y serenidad como sólo Lucas la había besado.

—Te deseo suerte, Gwyn. Que tengas suerte.

Gwyneira lloró sin cesar cuando James se hubo ido. Lo siguió con la mirada desde su ventana, lo vio cabalgar por los prados, con la perrita delante de él, en la silla. Partía hacia tierras montañosas. ¿O tal vez iría a Haldon por el atajo que ella había descubierto? A Gwyn le daba lo mismo, lo había perdido. Había perdido a los dos hombres. Salvo Fleur, sólo le quedaban Gerald y ese maldito e indeseado niño.

Gerald Warden no habló del embarazo de su nuera, ni una sola vez, cuando era tan evidente que todos, a primera vista, lo reconocían. Por ello tampoco se habló de la cuestión de la asistencia al parto. Esta vez no se traería a ninguna comadrona a la casa, no se consultaría a ningún médico para que controlara el curso del embarazo. La misma Gwyneira intentaba ignorar en lo posible su estado. Siguió cabalgando hasta las últimas semanas, incluso los caballos más impetuosos, e intentaba no pensar en el nacimiento. Tal vez el niño no sobreviviera si no obtenía la ayuda de un especialista.

En contra de lo que Helen esperaba, los sentimientos de Gwyneira hacia el niño no cambiaron durante el embarazo. Ni siquiera mencionaba los primeros movimientos de la nueva vida que con tanto arrobo había celebrado cuando se trataba de Ruben y Fleur.

Y cuando en una ocasión el niño se agitó tanto que Gwyneira dio un respingo, no surgió después ningún alegre comentario respecto a la manifiesta buena salud del niño, sino sólo un desagradable: «Hoy está otra vez pesado. ¡A ver si esto acaba de una vez!»

Helen se preguntaba a qué se refería Gwyn. A fin de cuentas, con su nacimiento, el niño no desaparecería, sino que reclamaría con más firmeza sus derechos. Tal vez se despertaría entonces de una vez el instinto maternal de Gwyn.

Primero, sin embargo, se acercaba la hora de Kiri. La joven maorí se alegraba de la llegada de su hijo y continuamente intentaba involucrar a Gwyn en ello. Comparaba sonriente el tamaño de los vientres de las dos y bromeaba con su señora diciéndole que su bebé sería más joven pero mucho más grande. En efecto, el vientre de Gwyneira adquirió proporciones enormes. Intentaba ocultarlo en lo posible, pero a veces, en sus horas más oscuras, casi temía llevar mellizos.

—¡Imposible! —dijo Helen—. Matahorua se habría dado cuenta.

También Rongo Rongo se limitaba a reírse de los temores de su señora.

—No, tú sólo un bebé. Pero guapo, fuerte. Un parto no fácil, Miss Gwyn. Pero no peligro. Mi abuela dice que será bebé espléndido.

Cuando Kiri empezó a sentir dolores, Rongo Rongo desapareció. Siendo una discípula aplicada de Matahorua estaba bien considerada como comadrona pese a su juventud y pasaba algunas noches en el poblado maorí. Ese día llegó por la mañana contenta: Kiri había dado a luz a una niña sana.

Apenas tres días después del nacimiento, Kiri llevó orgullosa su hija a Gwyneira.

—Yo la llamo Marama. Bonito nombre para niña bonita. Significa «luna». La traigo al trabajo. ¡Jugar con el hijo de Miss Gwyn!

Seguramente Gerald Warden tendría su propio parecer al respecto, pero Gwyneira no hizo comentarios. Si Kiri quería tener el bebé a su lado, podía traerlo. Gwyn, en lo que iba de tiempo, no encontraba más motivos para contradecir a su suegro. La mayoría de las veces Gerald se retiraba en silencio. Las relaciones de poder en Kiward Station se habían transformado sin que Gwyn comprendiera de hecho la causa de ello.

En esta ocasión no había nadie en el jardín cuando Gwyneira sufrió las contracciones, ni nadie a la espera en el salón. Gwyn no sabía si Gerald estaba informado de que el alumbramiento era inminente y también le daba lo mismo. Era posible que el viejo pasara la noche otra vez con una botella en sus aposentos, y hasta que el parto no hubiera concluido sería incapaz de entender la noticia.

Tal como Rongo Rongo había anunciado, el nacimiento no transcurrió tan exento de complicaciones como el de Fleurette. Era evidente que el niño era más grande y Gwyneira obraba a disgusto. En el caso de Fleurette había anhelado la llegada, prestado atención a cada una de las palabras de la comadrona y se había esforzado por ser una madre por excelencia. Ahora se limitaba a soportarlo todo con apatía, a veces aguantaba los dolores con estoicismo, otras veces protestando. La perseguían los recuerdos de los dolores con que ese niño había sido concebido. Volvía a sentir el peso de Gerald encima, a oler su sudor. Entre los dolores vomitó varias veces, se sintió débil y apaleada, y gritó al final de cólera y dolor. Al terminar estaba totalmente agotada y sólo quería morir. O mejor aún, que muriese ese ser que se aferraba a su vientre como un pernicioso parásito.

—¡Sal de una vez! —gritó—. Sal de una vez y déjame en paz…

Tras casi dos días de tortura absoluta —y al final casi de odio hacia todos los que le habían hecho eso—, Gwyneira dio a luz un hijo. Sólo sintió alivio.

—¡Un niño tan guapo, Miss Gwyn! —exclamó Rongo resplandeciente—. Como Matahorua lo dijo. Espere, lo lavo y luego se lo doy. Darle un poco de tiempo antes de cortar el cordón…

Gwyneira sacudió enloquecida la cabeza.

—No, córtalo, Rongo. Y llévatelo. No quiero tenerlo. Quiero dormir… tengo que descansar…

—Pero después lo hará. Primero ver el bebé. ¿A que es bonito? —Rongo había limpiado con esmero al bebé y lo colocó sobre el pecho de Gwyn. Hacía los primeros movimientos para mamar. Gwyneira lo apartó. Bien, era sano, perfecto con sus diminutos deditos en las manos y en los pies, pero a pesar de eso no lo quería.

—¡Llévatelo, Rongo! —exigió con determinación.

Rongo no entendía.

—¿Pero dónde quiere que lo lleve, Miss Gwyn? Necesita a usted. Necesita a su madre.

Gwyn se encogió de hombros.

—Llévaselo al señor Gerald. Quería un heredero, ahora ya lo tiene. Ya verá como se las apaña. Ahora, déjame tranquila. ¿Lo harás pronto, Rongo? Oh, Dios mío, no, vuelve a empezar… —Gwyneira gimió de dolor—. No puede ser que tengan que pasar tres horas hasta expulsar la placenta…

—Ahora cansada, Miss Gwyn. Es normal —dijo apaciguadora Kiri cuando Rongo llegó, agitada y con el bebé, a la cocina. Kiri y Moana estaban ocupadas recogiendo los platos de la cena que Gerald había tomado solo. La pequeña Marama dormía en una cestita.

—¡No es normal! —protestó Rongo—. Matahorua ha ayudado en miles de nacimientos, pero ninguna madre ha reaccionado como Miss Gwyn.

—Ah, cada madre es distinta… —sostuvo Kiri, y pensó en la mañana en que encontró a Gwyneira con la ropa desgarrada durmiendo en el suelo de su habitación. Había muchos indicios de que el niño había sido concebido esa noche. Gwyn podría tener razones para no quererlo.

—¿Y qué hago ahora con él? —preguntó Rongo vacilante—. No puedo llevarlo al señor Gerald. No le gustan los niños alrededor.

Kiri rio.

—El bebé también necesita leche y no whisky. Es demasiado pronto para empezar con eso. No, no, Rongo, déjalo aquí. —Se desabrochó con toda naturalidad la pulcra ropa de servicio, descubrió sus pechos hinchados y tomó al niño de los brazos de Rongo—. Así está mejor.

El recién nacido se puso de inmediato a mamar. Kiri lo mecía con dulzura. Cuando por fin se durmió junto a su pecho, lo dejó con Marama en la cestita.

—Di a Miss Gwyn que está bien cuidado.

Gwyneira no quería saber nada. Ya dormía y al día siguiente no preguntó por el niño. No mostró la menor emoción cuando Witi le llevó un ramo de flores y le señaló la tarjeta que lo acompañaba.

—Del señor Gerald.

En el rostro de la joven se dibujó una expresión de horror y de odio, pero también de curiosidad. Abrió el sobre.

«Te doy las gracias por Paul Gerald Terence».

Gwyneira gritó, arrojó las flores al otro lado de la habitación y rompió la tarjeta en pedazos.

—¡Witi! —ordenó a la asustada sirvienta—. ¡O mejor, Rongo, a ella no le fallarán las palabras! Ve corriendo al señor Gerald y dile que el niño sólo se llamará Paul Terence o lo estrangularé en la cuna.

Witi no entendió, pero Rongo estaba horrorizada.

—Yo decir —prometió en voz baja.

Tres días más tarde, el heredero de los Warden era bautizado con el nombre de Paul Terence Lucas. Su madre se mantuvo alejada de la celebración, estaba indispuesta. Pero sus criadas sabían que Gwyneira ni siquiera había dedicado una sola mirada al niño.