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—Mire, señor O’Keefe, he visitado hasta ahora varias granjas de esta región —dijo George. Estaban sentados en la terraza de la cabaña y Howard acababa de servir whisky. Helen encontró este hecho tranquilizador: su esposo sólo bebía con hombres que le caían bien. Así que la inspección previa de la granja había transcurrido sin contratiempos—. Y debo admitir —prosiguió George con voz mesurada— que estoy preocupado…

—¿Preocupado? —gruñó Howard—. ¿En qué medida? Hay aquí todo tipo de lana para su negocio. No tiene por qué preocuparse. Y si no le gusta la mía…, bueno, a mí no tiene por qué engañarme. Ya me buscaré yo otro comprador. —Vació su vaso de un trago y se sirvió de nuevo.

Geoge levantó las cejas sorprendido.

—¿Por qué iba yo a rechazar sus productos, señor O’Keefe? Por el contrario, estoy muy interesado en una colaboración. Justamente a causa de lo que me preocupa. Mire, he inspeccionado hasta ahora varias granjas y al hacerlo me ha parecido que algunos ganaderos aspiran a monopolizar el negocio, sobre todo Gerald Warden de Kiward Station.

—¡Eso sí que es cierto! —exclamó irritado O’Keefe, tomando el siguiente trago—. Esos tipos quieren todo el mercado para ellos…, sólo los mejores precios para la mejor lana… Ya sólo el nombre que se han puesto: ¡barones de la lana! ¡Atajo de engreídos!

Howard agarró el whisky.

George asintió contenido y dio un sorbo a su vaso.

—Yo lo expresaría con mayor prudencia, pero en el fondo no anda usted equivocado. Y su observación sobre los precios es muy sagaz: Warden y los otros grandes productores los elevan. Es cierto que también aumentan la calidad que se espera, pero en lo que a mí respecta…, bien, mi posición como comerciante sería más ventajosa si hubiera más variedad.

—Entonces, ¿va a elevar usted la compra a los pequeños criadores? —preguntó Howard con ansiedad. En sus ojos había interés, pero también desconfianza. ¿Qué comerciante compraba de forma consciente artículos de menor calidad?

—Me gustaría, señor O’Keefe. Pero la calidad también tiene que ser buena. Si quiere saber mi opinión, debería romperse el círculo vicioso en que se han metido los pequeños granjeros. Usted mismo lo sabe: tiene un poco de tierra y demasiados animales, pero de poca calidad, los beneficios todavía son aceptables de forma cuantitativa, pero mediocres cualitativamente. Así que no quedan suficientes beneficios para adquirir animales de cría mejores y con los que ascendería a largo plazo la calidad de los productos.

O’Keefe asintió con fervor.

—Tiene usted toda la razón. ¡Es lo que intento que comprendan desde hace años esos banqueros de Christchurch! Necesito un préstamo…

George sacudió la cabeza.

—Necesita material de cría de primera clase. Y no sólo usted, sino también otros pequeños granjeros. La inyección de capital puede ayudar, pero no tiene por qué hacerlo. Imagínese que compra usted un carnero que ha ganado premios y al siguiente invierno le…

En realidad, George temía que el préstamo de Howard se perdiera en el pub de Haldon antes que invertirse en un carnero, pero había reflexionado largo tiempo sobre sus argumentos.

—Éste es ahora el ri… riesgo —contestó Howard, a quien ya empezaba a trabársele la lengua.

—Un riesgo que usted no debe asumir, O’Keefe. ¡Tiene usted una familia! No puede arriesgarse a quedarse sin casa ni granja. No, mi sugerencia es otra. Estoy pensando en que mi compañía, Greenwood Enterprises, adquiera un lote de ovejas de primera clase y yo lo ponga a disposición de los criadores como préstamo. En lo que respecta a la compensación, ya nos pondremos de acuerdo. Lo importante es que de ello resulte que usted cuide a los animales y después de un año los pase sanos y salvos al siguiente. Un año durante el cual un carnero cubrirá todo su rebaño de ovejas de cría o en que una oveja madre de pura raza le dará dos corderos que formen la base para un nuevo rebaño. ¿Estaría usted interesado en un tipo de colaboración así?

Howard sonrió con ironía.

—Y con el tiempo, Warden se quedará hecho polvo cuando de repente todos los granjeros que lo rodean tengan ovejas de raza. —Levantó su vaso para brindar con George.

George lo miró con gravedad.

—Bueno, seguro que el señor Warden no será más pobre por eso. Pero usted y yo tendremos mejores oportunidades comerciales. ¿De acuerdo? —tendió la mano al esposo de Helen.

Helen vio desde la ventana que Howard la estrechaba. No sabía de qué se trataba, pero pocas veces se veía a su marido tan satisfecho. Y George tenía esa expresión de pillo de antes y ya guiñaba un ojo en su dirección. El día anterior se había hecho reproches, pero hoy estaba contenta de haberle besado.

George estaba satisfecho consigo mismo cuando el día después dejó Kiward Station y volvió a caballo a Christchurch. Ni siquiera la expresión de desagrado de ese impertinente mozo de cuadra, James McKenzie, iba a aguarle la fiesta. El tipo se había limitado a no ensillarle el caballo después de que el día anterior, cuando George regresó con Gwyneira de la granja de Helen, casi provocara un escándalo. McKenzie había salido con la yegua de Gwyneira equipada con la silla de amazona, después de que Gwyn le hubiera pedido que le preparase la yegua para otro paseo a caballo con el visitante. La señora Warden le había dicho algo desagradable al respecto y él le había dado una respuesta seca, de la cual, George sólo había escuchado las palabras «como una dama». Después, Gwyneira había cogido furiosa a la pequeña Fleur, que McKenzie iba a colocar detrás de ella a lomos de Igraine y la puso en volandas delante de George, sentándola en la silla del caballo del joven.

—¿Puede Fleurette ir con usted? —le preguntó dulce como la miel, al tiempo que lanzaba al conductor de ganado una mirada casi triunfal—. En la silla de amazona no se me puede agarrar.

McKenzie había mirado a George con una ira casi asesina cuando puso el brazo en torno a la niña para que estuviera sentada más segura. Algo había entre él y la señora de Kiward Station…, pero no cabía duda de que Gwyneira sabía defenderse si la importunaban. George decidió no entrometerse y, sobre todo, no mencionar nada frente a Gerald o Lucas Warden. Todo eso no era de su incumbencia y, sobre todo, necesitaba que Gerald estuviera del mejor humor posible. Tras una abundante comida de despedida y tres whiskys, le presentó una oferta por un rebaño de ovejas Welsh Mountain de pura raza. Una hora más tarde se había desprendido de una pequeña fortuna, pero la granja de Helen pronto estaría habitada por los mejores animales de cría que Nueva Zelanda podía ofrecer. George sólo tenía que encontrar a unos pocos pequeños granjeros más que necesitaran ayuda para empezar y así no despertar los recelos de Howard. Pero seguramente eso no presentaría dificultades: Peter Brewster le daría los nombres.

Este nuevo segmento empresarial (pues en calidad de tal debía vender George a su padre el compromiso recién adquirido con la cría de ovejas) significaba, además, que el joven Greenwood tenía que prolongar su estancia en la isla Sur. Había que distribuir las ovejas y supervisar a los criadores que participaban en el proyecto. Lo último no era obligatorio: seguramente Brewster le recomendaría socios que conocían su trabajo y que habían caído en la miseria sin ser responsables de ello. Pero si había que ayudar a Helen por un largo tiempo, Howard O’Keefe necesitaría una guía y control constantes, diplomáticamente disfrazados de asesoramiento y ayuda contra su enemigo acérrimo, Warden. Era probable que O’Keefe no siguiera unas simples indicaciones. Sin duda no, cuando procedían de un administrador empleado por los Greenwood. Así que George debía quedarse, y la idea le iba gustando cada vez más cuanto más avanzaba a caballo por el aire diáfano de las llanuras de Canterbury. Tantas horas en la grupa le dieron tiempo de reflexionar, incluso sobre su situación en Inglaterra. Transcurrido sólo un año junto con William en la dirección del negocio, éste ya casi lo había llevado a la desesperación. Mientras que su padre apartaba la vista intencionadamente, el mismo George descubrió en sus escasas estancias en Londres los errores de su hermano y las pérdidas, en parte exorbitantes, que la compañía debía asumir. La alegría que George experimentaba en viajar también residía en que la situación le resultaba insoportable: en cuanto ponía pie en suelo inglés, directores y gerentes se dirigían preocupados al director junior: «¡Debe hacer algo, señor George!»… «Tengo miedo de que se me acuse de deslealtad si esto sigue así, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?»… «Señor George, he dado los balances al señor William pero casi tengo la impresión de que ni siquiera sabe leerlos»… «¡Hable con su padre, señor George!»

Obviamente, George lo había intentado, pero no había remedio. Greenwood seguía intentando que William interviniera en la compañía de modo provechoso. En lugar de limitar su influencia, intentaba darle cada vez más responsabilidades para ponerlo en el buen camino. Pero George ya estaba harto y además temía tener que recoger él los añicos cuando su padre se retirase del negocio.

Esa filial en Nueva Zelanda, sin embargo, ofrecía alternativas. Si conseguía convencer a su padre de que le cediera el negocio de Christchurch en su totalidad como adelanto, por así decirlo, de su herencia… Entonces podría poner en marcha algo, protegido de las escapadas de William. Al principio, naturalmente, debería vivir de forma más modesta que en Inglaterra, pero las casas señoriales como Kiward Station parecían totalmente fuera de lugar en esa tierra recién colonizada. Además, George no necesitaba lujos. Una casa confortable en la ciudad, un buen caballo para viajar por el país y un pub agradable y en el que relajarse por las noches y charlar animadamente, seguro que encontraría todo eso en Christchurch. Todavía sería mejor tener una familia, claro está. Hasta ese momento, George nunca había pensado en fundar una familia, en cualquier caso, nunca desde que Helen le había dado calabazas. Pero ahora, desde que había vuelto a ver a su primer amor y se había despedido del entusiasmo de su juventud, la idea no se apartaba de su cabeza. Un casamiento en Nueva Zelanda: una «historia de amor» que conmoviera el corazón de su madre y la pudiera llevar a apoyar su proyecto… Sobre todo, sin embargo, un buen pretexto para permanecer en ese país. George decidió quedarse unos días en Christchurch y tal vez pedir consejo a los Brewster y al director del banco. Quizá conocieran a una muchacha adecuada. Pero lo primero que necesitaba era una vivienda. Si bien el White Hart era un hotel agradable, no se ajustaba a una permanencia estable en su nuevo hogar…

George acometió la empresa «Compra o alquiler de casa» al día siguiente. La noche en el White Hart había sido intranquila. Primero, un grupo musical interpretó melodías bailables en la sala inferior, luego los clientes varones se pelearon por las chicas, hecho éste que dejó en George la impresión de que la búsqueda de novia en Nueva Zelanda también tendría, si lugar a dudas, sus dificultades. El anuncio al que había contestado Helen se le apareció de repente desde otro punto de vista. Tampoco buscar un alojamiento resultó ser tan fácil. Quien llegaba allí, no solía comprar una casa, se la construía. Las viviendas edificadas raras veces se ponían a la venta y eran por ello muy solicitadas. Los mismos Brewster habían alquilado a largo plazo su casa en Christchurch hacía tiempo, antes de que llegara George. No querían vender, pues el futuro en Otago todavía les resultaba incierto.

George visitó, pues, las pocas direcciones que le facilitaron en el banco, el White Hart y algunos pubs, pero la mayoría eran alojamientos bastante sórdidos. Por regla general se trataba de familias o ancianas que vivían solas y buscaban subarrendar. Una opción con certeza más barata y conveniente que el hotel, que muchos emigrantes gustaban de aprovechar mientras intentaban echar raíces en el país. Pero George, que estaba acostumbrado a alojamientos señoriales, no iba tras algo así.

Abatido, se arrastró al final hacia el nuevo parque construido en las orillas del Avon. Ahí se celebraban las regatas estivales y había miradores y merenderos, si bien ahora, en primavera, se utilizaban poco. El tiempo inestable de esa estación permitía como mucho detenerse brevemente en uno de los bancos junto al río. Por lo pronto, sólo había gente transitando por los caminos más importantes. Sin embargo, un paseo por ese lugar casi despertaba la sensación de estar en Inglaterra, en Oxford o Cambridge. Las niñeras llevaban de paseo a los pequeños a su cargo, los niños jugaban a la pelota en los prados y algunas parejas de novios buscaban podorosos las sombras de los árboles. Todo esto ejercía un efecto tranquilizador en George, aunque no lo arrancaba por entero de sus cavilaciones. Acababa de ver el último inmueble para alquilar, un cobertizo que sólo con mucha fantasía podía calificarse de casa y que precisaría de tanto tiempo y dinero para su rehabilitación como la construcción, al menos, de una vivienda nueva. Además, se hallaba mal situado. Si no ocurría un milagro, George tendría que buscar parcelas al día siguiente y tomar en consideración la posibilidad de hacer construir un edificio nuevo. Cómo iba a explicárselo a sus padres, escapaba a su discernimiento.

Cansado y de mal humor deambulaba, contemplando los patos y cisnes del río, cuando inesperadamente una muchacha que cuidaba de dos niños atrajo su atención. La niña debía de tener siete u ocho años, era un poco regordeta y tenía unos bucles espesos y casi negros. Hablaba complacida con su niñera mientras lanzaba al agua pan duro para los patos desde una pasarela segura. El pequeño, un querubín rubio, demostraba, por el contrario, ser una auténtica calamidad. Había dejado la pasarela y deambulaba por el barro junto a la orilla.

La niñera parecía estar preocupada por ello.

—¡Robert, no te acerques tanto al río! ¿Cuántas veces he de decírtelo? ¡Nancy, vigila a tu hermano!

La joven (George calculó que debía de tener como mucho dieciocho años) estaba bastante desamparada al borde de la franja embarrada de la orilla. Llevaba unos zapatos de cordones negros y brillantes y un vestido de paño azul oscuro y modesto. Si tenía que ir en busca del pequeño por el agua salobre se ensuciarían los dos. Lo mismo le ocurriría a la niña que iba delante. Iba limpia y aseada y seguramente le habían indicado que no se ensuciara la ropa.

—No me hace caso, missy —respondió obediente la pequeña.

El niño ya se había puesto perdido de barro el traje de marinero.

—Iré cuado me hagas barquitos —gritó travieso a su niñera—. Entonces iremos al lago para hacerlos navegar.

El «lago» no era más que una gran charca que se había formado con la crecida del río en invierno. No estaba limpia, pero al menos no había corrientes peligrosas en ella.

La joven parecía indecisa. Seguro que sabía que era erróneo meterse en negociaciones, pero era evidente que no quería caminar por el lodo y recoger al niño a la fuerza. Al final intentó presentar una contraoferta.

—¡Pero primero repasamos los deberes! No quiero que hoy por la noche tampoco sepas nada cuando te pregunte tu padre.

George sacudió la cabeza. Helen nunca hubiera cedido ante William en situaciones similares. Pero esta institutriz era más joven y al parecer menos experimentada que Helen cuando estaba en casa de los Greenwood. Parecía al borde del desespero, y estaba claro que el niño la superaba. Pese a su expresión malhumorada, era hermosa: George distinguió en el dulce rostro con forma de corazón y de tez muy clara unos ojos azules y diáfanos y unos labios de un rosa pálido. Tenía el cabello fino y rubio, atado en un moño bajo en la nuca, pero que no quedaba firmemente sujeto. O bien tenía un pelo muy suave para mantenerse recogido o bien la joven era una mala peluquera de sí misma. En la cabeza llevaba una pulcra cofia a juego con el vestido. Todo modesto, pero sin llegar a ser el uniforme de una sirvienta. George corrigió su primera impresión. La muchacha era profesora particular, no una niñera.

—¡Hago un problema y me das el barco! —gritó Robert con arrogancia. Acababa de descubrir una pasarela bastante destartalada que se adentraba más en el río y se columpiaba complacido encima de ella. George estaba alarmado. Hasta el momento, el niño sólo había sido rebelde, pero ahora corría un peligro real. La corriente era muy fuerte.

La profesora también era consciente de ello, pero no quería rendirse sin haber luchado.

—Resuelves tres problemas —sugirió. Tenía la voz quebrada.

—¡Dos! —El niño, que debía de tener seis años, se meció como un demonio sobre una tabla suelta.

George ya tuvo suficiente. Llevaba unas recias botas de montar con las que podía pasar fácilmente por el barro. En tres pasos se plantó en la pasarela, atrapó al niño, que protestó, y lo llevó sin más ni más por la orilla hasta su profesora.

—¡Aquí tiene, me parece que se le ha escapado! —George sonrió.

La joven dudó al principio, vacilante respecto a qué hacer en esa situación. Pero luego venció el alivio y también sonrió. Además resultaba cómico ver a Robert pataleando bajo el brazo del desconocido como un cachorro rebelde. Su hermana se reía de su desgracia.

—Tres problemas, jovencito, y te suelto —señaló George.

Robert dijo estar de acuerdo entre quejas y George lo dejó. La profesora lo agarró enseguida del cuello y lo sentó en el banco más cercano.

—Muchas gracias —dijo con los ojos castamente bajados—. Estaba preocupada. A veces es travieso…

George asintió y se dispuso a seguir su paseo, pero algo lo retuvo. Así que también él se buscó un banco no lejos de la profesora, quien obligaba ahora a su discípulo a estarse quieto. Mientras lo sujetaba en el banco, intentó, ya no que resolviera un problema, sino que diera una respuesta a una suma.

—Dos más tres… ¿Cuánto es, Robert? ¿Te acuerdas de que lo hemos visto con cubitos de madera?

—No me acuerdo. ¿Hacemos el barco? —Robert se agitó.

—Después de las cuentas. Mira, Robert, aquí hay tres hojas. Y aquí dos. ¿Cuánto suman?

El niño sólo tenía que contar. Pero era rebelde y no mostraba el menor interés. George volvió a tener a William ante sus ojos.

La joven profesora no perdía la paciencia.

—Basta con que cuentes, Robert.

El niño contó de mala gana.

—Uno, dos, tres, cuatro…, cuatro, missy.

La profesora suspiró, al igual que la pequeña Nancy.

—Vuelve a contar, Robert.

El niño era protestón y tonto. La compasión de George por la profesora aumentaba con cada problema para cuya solución ella tenía que avanzar cautelosa y esforzadamente. Sin duda no resultaba fácil seguir siendo amable, pero la joven sonreía estoicamente mientras Robert continuaba gritando: «¡El barquito, el barquito!» Desistió cuando Robert dio por fin la respuesta correcta al tercer y más fácil problema. Para hacer el barquito de papel, no mostró, por el contrario, ni paciencia ni habilidad. El modelo con el que Robert pareció al fin contentarse no parecía hallarse en buen estado para navegar. Como era de esperar, el niño volvió enseguida e interrumpió la clase de cálculo de Nancy. La hermana reaccionó malhumorada. La niña era buena en las sumas y a diferencia de su profesora sí era consciente de que tenía público. Cada vez que disparaba como una pistola la solución de un problema, miraba triunfal a George. Éste, a su vez, se concentraba más bien en la joven profesora. Planteaba los problemas con una voz baja y diáfana, pronunciando la ese con un poco de afectación, como los miembros de la clase alta inglesa o como una muchacha que de joven hubiera ceceado y que controlara ahora de forma consciente la pronunciación. Pero de nuevo, Robert volvía a privarles a ella y a su hermana de la mínima tranquilidad. George sabía perfectamente cómo se sentía la pequeña. Y en los ojos de la profesora leyó la misma reprimida impaciencia que antaño en los de Helen.

—¡Se ha hundido, missy! ¡Haz otro! —exigió Robert, y lanzó el barco mojado al regazo de la profesora.

George decidió volver a intervenir.

—Ven aquí, yo sé construir un barquito de papel —le dijo a Robert—. Te enseñaré y luego lo podrás hacer tú solo.

—Pero no es necesario que usted… —La muchacha le arrojó una mirada desvalida—. Robert, estás molestando al señor —dijo con severidad.

—No, no —respondió George con un gesto desdeñoso de la mano—. Al contrario. Me gusta hacer barquitos. Y hace más de diez años que no he construido ninguno. Ya es hora de que lo vuelva a intentar, o me oxidaré.

Mientras la joven seguía haciendo cálculos con Nancy y George arrojaba miradas de soslayo de vez en cuando, éste fue plegando rápidamente el papel hasta construir el barquito. Intentó enseñar a Robert cómo hacerlo, pero el niño sólo se interesaba por el producto acabado.

—¡Ven conmigo, lo haremos navegar! —insistió a George—. ¡En el río!

—¡En el río ni hablar! —La profesora se puso en pie de un salto. Pese a que con ello seguro que ofendía a Nancy, estaba dispuesta, de forma manifiesta, a acompañar a Robert al «lago», siempre que no volviera a correr riesgos. George fue a su lado y admiró sus movimientos livianos y encantadores. Esa muchacha no era ninguna campesina como el par de chicas que estaban bailando la noche anterior en el White Hart. Era una pequeña lady.

—Es un joven difícil, ¿verdad? —preguntó George compartiendo sus sentimientos.

Ella asintió.

—Pero Nancy es amable. Tal vez Robert cambie al crecer —dijo esperanzada.

—¿Lo cree así? —inquirió George—. ¿Ha tenido alguna experiencia similar?

La muchacha se encogió de hombros.

—No. Es mi primer empleo.

—¿Tras los estudios de pedagogía? —quiso saber George. Parecía increíblemente joven para ser una profesora con formación.

La muchacha sacudió la cabeza cohibida.

—No he asistido a ninguna escuela. Todavía no las hay en Nueva Zelanda, al menos aquí, en la isla Sur. Pero sé leer y escribir, un poco de francés y muy bien maorí. He leído a los clásicos, aunque no en latín. Y los niños tampoco es que vayan a la universidad.

—¿Y? —preguntó George—. ¿Le gusta?

La joven lo miró y frunció el ceño. George le señaló un banco junto al «lago» y se alegró cuando ella efectivamente tomó asiento.

—¿Si me gusta? ¿Dar clase? Bueno, sí, no siempre. ¿Qué trabajo pagado gusta sin cesar?

George se sentó a su lado e intentó un acercamiento.

—Ya que estamos aquí conversando, ¿me permite que me presente? George Greenwood, de Greenwood Enterprises, Londres, Sidney y desde hace poco Christchurch.

Si quedó impresionada, al menos no lo dejó entrever. En lugar de eso, dijo su nombre tranquila y orgullosamente:

—Elizabeth Godewind.

—¿Godewind? Parece danés. Pero no tiene usted acento escandinavo.

Elizabeth sacudió la cabeza.

—No, soy de Londres. Pero mi madre de acogida era sueca. Me adoptó.

—¿Sólo madre? ¿No tuvo padre? —George se enfadó consigo mismo a causa de su curiosidad.

—La señora Godewind ya era mayor cuando fui a vivir con ella, como una especie de dama de compañía. Luego quiso que heredase la casa y lo más sencillo para eso era adoptarme. La señora Godewind fue lo mejor que me ha pasado… —La joven luchaba por reprimir las lágrimas. George apartó la vista para que ella no se sintiera avergonzada y se quedó mirando a los niños. Nancy recogía flores y Robert hacía cuanto podía para hundir el segundo barco.

Entretanto, Elizabeth encontró el pañuelo y recuperó la calma.

—Lo lamento. Pero apenas hace nueve meses que ha muerto y todavía me duele.

—Pero si es usted una persona acomodada, ¿por qué se ha buscado una colocación? —preguntó George. Hurgar tanto era indecoroso, pero la muchacha le fascinaba.

Elizabeth se encogió de hombros.

—La señora Godewind recibía una pensión de la que vivíamos, pero tras su muerte sólo conservamos la casa. Intentamos alquilarla al principio, pero no era lo correcto. No tengo la autoridad necesaria y Jones, el mayordomo, no la tiene en absoluto. La gente no pagaba el alquiler, era impertinente, ensuciaba la habitación y daba órdenes a Jones y su esposa. Era insoportable. En cierto modo dejaba de ser nuestra casa. Entonces me busqué este puesto. El trato con los niños me gusta mucho más. Sólo estoy con ellos durante el día, por las noches vuelvo a casa.

Así que por las noches estaba libre. George se preguntaba si podía pedirle una cita. Tal vez una cena en el White Hart o un paseo. Pero no, ella lo rechazaría. Era una muchacha bien educada, y esta conversación en el parque ya rayaba en los límites de la decencia. Una invitación sin la mediación de una familia conocida o en un marco adecuado era totalmente inconcebible. ¡Pero, maldita sea, no estaban en Londres! Estaban en el otro extremo del mundo y no quería, en ninguna circunstancia, perderla de vista. Debía simplemente atreverse. Ella debía atreverse… ¡Diablos, Helen también se había atrevido al final!

George se volvió a la muchacha e intentó expresar en su mirada tanto encanto como seriedad le era posible.

—Miss Godewind —dijo circunspecto—. La pregunta que ahora quisiera plantearle rompe todo tipo de convenciones. Naturalmente podría salvar las apariencias si la siguiera con discreción, por ejemplo, descubriera el nombre de las personas para quienes trabaja, me dejara introducir en su casa por algún miembro conocido de la sociedad de Christchurch y luego esperase que en algún momento nos presentaran oficialmente.

»Pero hasta entonces es posible que ya se hubiera casado con otro y a mí no me gusta arreglar mis asuntos dando rodeos. Así pues, si no desea usted pasar el resto de su vida alterándose con niños como Robert, présteme atención: tiene usted justamente lo que yo busco, y es usted una mujer bonita, atractiva y cultivada, con una casa en Christchurch…

Tres meses después, George Greenwood contraía matrimonio con Elizabeth Godewind. Los padres del novio no estaban presentes. Robert Greenwood había tenido que renunciar al viaje a causa de obligaciones laborales, pero dio su bendición a la pareja y sus mejores deseos y transfirió a George, como regalo de bodas, filiales en Nueva Zelanda y Australia. La señora Greenwood contó a todas sus amigas que su hijo se había casado con la hija de un capitán sueco e insinuó cierto parentesco con la casa real de Suecia. Nunca sabría que Elizabeth había nacido en realidad en Queens y que había sido desterrada al nuevo mundo por su propio comité del orfanato. No obstante, de ningún modo se advertían los orígenes de la joven novia. Estaba arrebatadora en su vestido de puntillas blanco, cuya cola Nancy y Robert llevaban solícitamente a sus espaldas. Helen observaba al niño con recelo y George podía estar seguro de que él no se atrevería a cometer ninguna insolencia. Puesto que entretanto George ya se había hecho un nombre como comerciante de lana y la señora Godewind era uno de los pilares de la comunidad, el obispo no permitió que fuera otro quien casara a la pareja. Al final el enlace se celebró por todo lo alto en el salón del hotel White Hart, y durante el festejo Gerald Warden y Howard O’Keefe se emborracharon en rincones opuestos de la sala. Helen y Gwyneira no se dejaron aguar la fiesta por ello y lograron imponerse por encima de todas las tensiones logrando que Ruben y Fleur arrojaran juntos flores. Con ello, Gerald Warden fue consciente por vez primera de que el matrimonio de Howard O’Keefe había sido bendecido con un hijo varón y en buenas condiciones, lo que todavía le avinagró más el humor. ¡Así que para la miserable granja de O’Keefe había un heredero! Gwyneira, sin embargo, seguía tan delgada como un junco. Gerald se hundió profundamente en la botella de whisky y Lucas, que observaba su expresión, se alegró de poder retirarse con Gwyneira a una de las habitaciones del hotel antes de que su padre descargara escandalosamente su cólera. De noche intentó de nuevo acercarse a Gwyneira y, como siempre, ella se mostró solícita e hizo lo mejor que pudo para animarlo. Pero Lucas fracasó una vez más.