Si Helen hubiera tenido que describir su existencia en los últimos años, con franqueza y sin las excusas con que se consolaba y esperaba impresionar a los lectores de las cartas que enviaba a Inglaterra, habría elegido la palabra «supervivencia».
Mientras que cuando ella llegó, la granja de Howard todavía parecía ser una empresa prometedora, tras el nacimiento de Ruben iba cuesta abajo. Si bien el número de ovejas de cría había aumentado, la calidad de la lana parecía haber empeorado, las pérdidas en primavera habían sido grandes. Además, hacía un tiempo que, dados los exitosos intentos realizados por Gerald, Howard también intentaba criar ganado vacuno.
—¡Es una locura! —le comentó al respecto Gwyneira a Helen—. Los bueyes necesitan mucha más hierba y forraje en invierno que las ovejas —explicó—. En Kiward Station esto no es un problema. Sólo con la tierra que ahora está roturada podríamos alimentar el doble de ovejas. Pero vuestra tierra es árida, y también está mucho más arriba. Aquí no es tan fértil y las ovejas no se sacian. ¡Y ahora los bueyes! No hay la menor esperanza. Podría intentarse con cabras. Pero lo mejor sería desprenderse de todo este ganado que va corriendo por ahí y empezar de nuevo con dos buenas ovejas. ¡Calidad, no cantidad!
Helen, para quien las ovejas sólo habían sido ovejas hasta el momento, debía escuchar con atención conferencias sobre razas y cruces y, si bien se había aburrido al principio, cada vez escuchaba con más atención cuanto Gwyneira explicaba sentando cátedra. Si había que hacer caso de lo que decía su amiga, al comprar sus ovejas Howard o bien había topado con unos comerciantes de ganado bastante cuestionables o bien simplemente no había querido gastar dinero. En cualquier caso, sus ovejas estaban cruzadas a la buena de Dios y era imposible conseguir una calidad regular de la lana. No importaba el cuidado que se pusiera en la elección de la comida ni que las llevara a los pastizales.
—Ya lo ves en los colores, Helen —señalaba Gwyneira—. Todas son distintas. Las nuestras, por el contrario, se parecen como gotas de agua. Es como debe ser, entonces sí puedes vender grandes cantidades de lana de calidad y te pagan un buen precio por ella.
Helen lo comprendió e intentaba alguna vez influir con prudencia en Howard en ese sentido. Sin embargo, éste se mostraba poco abierto a sus sugerencias. Incluso la reprendía con rudeza cuando ella sólo le hacía una insinuación. No podía soportar las críticas en absoluto y eso dificultaba que estableciera amistades entre ganaderos y comerciantes de lana. En los últimos tiempos se había enemistado con casi todos, salvo con el paciente Peter Brewster, quien, pese a que no le ofrecía ningún precio elevado por su lana de tercera calidad, siempre se la compraba. Helen no se atrevía ni a pensar en qué sucedería cuando los Brewster se mudaran realmente a Otago. Dependerían de su sucesor, y nada podía esperarse de la diplomacia de Howard. ¿Mostraría el hombre comprensión pese a ello o sólo ignoraría la granja en los futuros viajes comerciales?
De todos modos, la familia ya vivía ahora al día, y sin la ayuda de los maoríes, que daban a los pupilos piezas de caza, pescado o verduras para pagar las clases, Helen se habría visto con frecuencia sin saber qué hacer. Pedir ayuda para el cuidado del establo y el mantenimiento de la casa era del todo inconcebible, Howard cada vez exigía más de Helen en el trabajo de la granja porque ni siquiera podía permitirse a un ayudante maorí. Pero por desgracia, Helen no solía salir airosa de tales tareas y Howard la regañaba con dureza cuando ella se sonrojaba durante los partos de los animales o rompía a llorar cuando se los mataba.
—¡No te pongas así! —gritaba, y la forzaba a mirar y a echar una mano. Helen intentaba tragarse el asco y el miedo y se sometía a sus exigencias haciendo de tripas corazón. No obstante, no podía soportar que tratara a su hijo de la misma forma y eso sucedía cada vez con mayor frecuencia.
Howard apenas si podía esperar a que el chico creciera y se hiciera «útil», si bien ya ahora se notaba que Ruben también se adaptaría poco al trabajo de la granja. Por su aspecto, el niño tenía algún parecido con Howard: era alto, con un cabello oscuro y ondulado, y no cabía duda de que sería un hombre fuerte. Los ojos grises y soñadores eran, sin embargo, de su madre, y la naturaleza de Ruben tampoco respondía a la dureza del negocio de la granja. El niño era el orgullo de Helen: amable, educado y de trato agradable, además de muy inteligente. Con cinco años ya sabía leer bien y devoraba mamotretos como Robin Hood e Ivanhoe. En la escuela se quedaban pasmados cuando resolvía problemas matemáticos propios de niños de doce y trece años, y, como era natural, hablaba el maorí con fluidez. No obstante, los trabajos manuales no eran lo suyo, incluso la pequeña Fleur era más habilidosa haciendo flechas para el recién construido arco para jugar a Robin Hood y dispararlas con él.
Pero Ruben era aplicado. Cuando Helen le pedía algo se esforzaba para cumplir la tarea cuanto le era posible. El tono rudo de Howard, sin embargo, lo asustaba y las sangrientas historias que su padre le contaba para endurecerle el ánimo lo aterrorizaban. Por esta razón, la relación de Ruben con su padre fue empeorando con los años, y Helen ya preveía un desastre similar al acontecido entre Gerald y Lucas en Kiward Station. Por desgracia, sin disponer de la fortuna que haría posible que Lucas contratara a un hábil administrador.
Cuando Helen reflexionaba sobre todo ello, sentía que su matrimonio no hubiera sido bendecido con más hijos. Si bien Howard reemprendió sus visitas nocturnas tras el nacimiento de Ruben, no volvió a quedarse embarazada. Tal vez a causa de la edad de Helen o al hecho de que Howard no volviera a dormir con ella de forma regular como el primer año de su matrimonio. La manifiesta inapetencia de Helen, la presencia del niño en el dormitorio y el creciente gusto por el alcohol de Howard no eran especialmente estimulantes. El hombre buscaba más a menudo el placer en la mesa de juego del bar de Haldon que en la cama con su esposa. Helen no quería saber nada de si allí había también mujeres y de si alguna ganancia en el juego pasaba tal vez al bolsillo de una prostituta.
Pero ése era un buen día. Howard no había bebido la noche anterior y había ido a caballo a la montaña antes del amanecer para supervisar las ovejas madre. Helen había ordeñado las vacas, Ruben había recogido los huevos y pronto llegarían los niños maoríes a la escuela. Helen esperaba también la visita de Gwyneira. Fleurette se quejaría si no la dejaban ir de nuevo a clase, en realidad todavía era demasiado pequeña, pero ardía en deseos de aprender a leer y no tener que depender más de que le leyera en voz alta su impaciente madre. Aunque su padre tenía más paciencia, los libros que le leía no le gustaban a Fleur. No quería saber nada de niñitas buenas que caían en la pobreza y la desdicha para, a través de la suerte o el azar, volver a salir de algún modo de ellas. Antes hubiera incendiado las casas de esas asquerosas madrastras, padres adoptivos o brujas que alimentado el fuego de la chimenea. Prefería leer las historias de Robin Hood y sus hombres o viajar con Gulliver. Helen sonrió al pensar en ese pequeño torbellino. Parecía increíble que el sosegado Lucas Warden fuera su padre.
A George Greenwood le dolía el costado del cuerpo a causa del trote ligero. Gwyneira se había rendido al principio de la decencia y había pedido que le engancharan el caballo. La elegante yegua Igraine tiraba con brío del carro de dos asientos: habría podido ganar cualquier carrera de carruajes. La mayoría de las veces, el caballo de alquiler de George la seguía sólo al trote, pero en general debía esforzarse y daba bastantes sacudidas al jinete. Por añadidura, Gwyneira tenía ganas de hablar y contó muchas cosas sobre Howard y Helen O’Keefe que a George le interesaban vivamente. Por eso intentaba galopar a su lado aunque le doliera todo.
No obstante, poco antes de llegar a la granja, Gwyn tiró de las riendas del caballo. A fin de cuentas no quería atropellar a ninguno de los niños maoríes que iban a la escuela. Ni tampoco debía sucederle nada al pequeño salteador de caminos que los acechaba tras cruzar el arroyo. Al parecer, Gwyneira ya había contado con ello, pero George se llevó un auténtico susto cuando el pequeño de cabello oscuro, con la cara pintada de color verde y una flecha y un arco en la mano, salió de un salto de los arbustos.
—¡Alto ahí! ¿Qué hacéis en mis bosques? ¡Decid vuestros nombres y cuál es vuestra misión!
Gwyneira rio.
—Pero vos ya me conocéis, maestro Robin —respondió ella—. ¡Miradme! ¿Acaso no soy la dama de compañía de Lady Fleurette, la dama de vuestro corazón?
—¡No es cierto! ¡Soy Little John! —cantó Fleur—. ¡Y él es un correo de la reina! —Señaló a George—. ¡Viene de Londres!
—¿Os envía nuestro buen rey Ricardo Corazón de León? ¿O acaso venís de parte de Juan, el traidor? —preguntó Ruben receloso—. ¿O tal vez de la reina Leonor con el tesoro para liberar al rey?
—¡Exacto! —respondió George con gravedad. El pequeño estaba muy gracioso con su disfraz de bandido y empleando esas palabras tan graves—. Y hoy todavía debo dirigirme a Tierra Santa. Así que, ¿nos dejaríais pasar ahora? Sir…
—¡Ruben! —replicó el niño—. Ruben Hood, a su servicio.
Fleur saltó del coche.
—¡No lleva tesoro! —se chivó—. Sólo ha venido a ver a tu mamá. Pero sí que ha llegado de Londres.
Gwyneira prosiguió la marcha. Los niños ya encontrarían solos la granja.
—Era Ruben —le explicó a George—. El hijo de Helen. Un niño espabilado, ¿verdad?
George asintió. «A ese respecto, lo ha hecho bien», pensó. Todavía tenía presente aquella aburrida e interminable tarde con el inútil de su hermano William en que Helen tomó la decisión. Pero antes de que pudiera decir algo, apareció a la vista la granja de los O’Keefe. Ante tal visión George se sintió tan horrorizado como la misma Helen seis años atrás. Y por añadidura, la cabaña ya no era nueva como antes, sino que mostraba los primeros signos de deterioro.
—Ella no se lo había imaginado así —dijo en voz baja.
Gwyneira detuvo su coche delante de la granja y desenganchó la yegua. Mientras, George tuvo tiempo para mirar a su alrededor y observar con detenimiento los pequeños y desperdigados establos, las vacas flacas y el mulo. Vio el pozo en el patio —era evidente que Helen debía cargar con cubos el agua a la casa— y el tajo para la leña. ¿Se ocuparía al menos el señor de la casa del abastecimiento? ¿O tenía que blandir Helen el hacha si quería que la casa estuviera caliente?
—Venga, la escuela está al otro lado. —Gwyneira arrancó a George de sus pensamientos y rodeó el edificio—. Debemos caminar un poco por el monte. Los maoríes han construido un par de chozas en el bosquecillo, entre la casa de Helen y su propio poblado. Pero no se ven desde la casa…, Howard no quiere tener niños cerca. Lo de la escuela, además, no le gusta, preferiría que Helen lo ayudara más en la granja. Pero últimamente así está mejor. Cuando su marido necesita ayuda urgente, Helen le envía uno de sus discípulos de mayor edad. Ellos hacen mucho mejor el trabajo.
Esto sí se lo podía figurar muy bien George. Llegaba a imaginarse a Helen realizando tareas del hogar en caso de urgencia. ¿Pero ayudando a castrar corderos o a parir terneros? ¡Nunca jamás!
El sendero que conducía al bosquecillo se recorría con frecuencia, pero también aquí distinguió George indicios de la triste situación de la granja. En unos corrales había un par de carneros y ovejas de cría, pero los animales se hallaban todos en mal estado: delgados, con la lana sucia y amazacotada. Los cercados estaban desatendidos, el alambre mal tensado y las puertas se salían de los goznes. Ni punto de comparación con la granja de los Beasley y nada que ver con Kiward Station. El conjunto ofrecía un aspecto más que desolador.
No obstante, del bosquecillo salían risas de niños. Allí parecía reinar un buen ambiente.
—Al principio —leía una vocecita cristalina y con un divertido acento— Dios creó el Cielo y la Tierra, rangi y papa.
Gwyneira sonrió a George.
—Helen vuelve a pelear de nuevo con la versión maorí de la Creación —observó—. Es bastante peculiar, pero ahora los niños la formulan de forma que Helen ya no se ruboriza más.
Mientras se hablaba alegre y tolerantemente de los dioses maoríes ávidos de amor, George espió a través de los arbustos el interior de las cabañas abiertas y cubiertas de palmas. Los niños estaban sentados en el suelo y escuchaban con atención las palabras de una niñita que leía en voz alta los acontecimientos del primer día de la Creación. Luego le tocó el turno al siguiente niño. Y entonces George descubrió a Helen. Estaba sentada en un pupitre improvisado al borde del escenario de la lectura, erguida y delgada, tal como él la conservaba en su recuerdo. El vestido gastado, pero limpio y con el escote cerrado, al menos de perfil era la institutriz correcta y contenida que recordaba. El corazón de George se puso a latir sin control cuando, al llamar a otro de sus alumnos, Helen volvió la cara hacia él…, todavía era bonita y siempre lo sería, más allá de los cambios que sufriera o de lo que envejeciera. Lo último, no obstante, le asustó. Helen Davenport O’Keefe se había marchitado mucho en los últimos años. El sol, que había oscurecido su fina tez blanca, no era algo que le hiciera bien. Además su rostro, antes delgado, era ahora más afilado y con una sombra casi de aflicción. Su cabello, sin embargo, seguía siendo de un color castaño reluciente. Lo llevaba recogido en una gruesa y larga trenza que le caía por la espalda. Un par de mechas se habían desprendido de ella y Helen las apartaba con descuido de su rostro, mientras bromeaba con los alumnos, con mayor frecuencia que cuando les daba clases a William y a él, observó celoso George. Helen en absoluto se la veía menos severa que antes, el trato con los niños maoríes parecía divertirla. Y era evidente que su pequeño maese Ruben le hacía bien.
Ruben y Fleurette acababan de reunirse con el grupo. Llegaban demasiado tarde, pero con la esperanza de que Helen no se diera cuenta. Algo, naturalmente, imposible. La profesora interrumpió la clase tras el tercer día de la Creación.
—Fleurette Warden. Me alegro de volver a verte. ¿Pero no crees que una lady debe dar cortésmente los buenos días cuando se reúne con un grupo? Y tú, Ruben O’Keefe, ¿te encuentras mal o hay algún motivo para que tengas la cara tan verde? Ve corriendo al pozo y lávate para tener el aspecto de un gentleman. ¿Dónde está tu madre, Fleur? ¿O has venido otra vez con el señor McKenzie?
Fleur intentó al mismo tiempo decir que sí y que no con la cabeza.
—Mamá está en la granja con el señor…, algo de Wood —explicó—. Pero yo he venido corriendo porque pensaba que seguiríamos leyendo la historia. La nuestra, no estas viejas tonterías de rangi y papa.
Helen puso los ojos en blanco.
—Fleur, nunca se ha escuchado lo suficiente la historia de la Creación. Y tenemos a unos niños aquí que todavía no la conocen, en ningún caso la versión cristiana. Siéntate y escucha con atención. Ya veremos qué sigue después… —Helen se disponía a llamar al siguiente niño, pero Fleur acababa de descubrir a su madre.
—Ahí están mamá y el señor…
Helen miró a través del enramado y pareció quedarse de piedra cuando reconoció a George Greenwood. Primero empalideció un momento y luego se ruborizó. ¿Era de alegría? ¿Del susto? ¿De vergüenza? George esperaba que venciera la alegría. Sonrió.
Helen recogió sus libros agitada.
—Rongo… —Su mirada erró por el grupo de niños y se detuvo en una de las muchachas mayores, que hasta el momento no había seguido la clase con especial atención. Al parecer era una de las niñas a quienes no les resultaba ajena la historia de la Creación. La muchacha había preferido hojear el libro que también Fleur encontraba más interesante—. Rongo, debo dejaros solos un par de minutos, tengo una visita. ¿Podrías encargarte tú de la clase? Pon atención en que los niños lean correctamente y no cuenten cualquier cosa ni dejen de leer ninguna palabra.
Rongo Rongo asintió y se puso en pie. Plenamente consciente de su importancia como profesora auxiliar, se sentó en el pupitre y llamó a una niña.
Mientras ésta se esforzaba en concentrarse en la lectura de la historia del cuarto día de la Creación, Helen se dirigió a Gwyn y George. George admiró como entonces su actitud. Cualquier otra mujer habría intentado recogerse el pelo precipitadamente, estirarse el vestido o lo que se le hubiera ocurrido para arreglarse un poco. Helen no hizo nada de eso. Se acercó tranquila y erguida al visitante y le tendió la mano.
—¡George Greenwood! ¡Cuánto me alegro de verle!
—¡Miss Helen, me ha reconocido! —respondió él contento—. No lo ha olvidado.
Helen se ruborizó tenuemente. Constató que él había dicho «lo» y no «me». Aludía a la promesa que le hizo entonces, al absurdo enamoramiento del joven y su intento desesperado por evitar que ella comenzara una nueva vida.
—¿Cómo podría haberle olvidado, George? —respondió ella con afecto—. Era usted uno de mis más prometedores alumnos. Y ahora ha hecho su deseo realidad, viajar por el mundo.
—No todo el mundo, Miss Helen… ¿O debo llamarla señora O’Keefe? —George se la quedó mirando con su antigua insolencia en los ojos.
Helen se encogió de hombros.
—Todos me llaman Miss Helen.
—El señor Greenwood ha venido para fundar la filial de su empresa en Christchurch —explicó Gwyneira—. Se hará cargo del comercio lanar de Peter Brewster cuando él y su familia se vayan a Otago…
Helen esbozó una sonrisa un tanto forzada. No estaba claro si esto resultaría ser bueno o malo para Howard.
—Está… muy bien —titubeó—. ¿Y está ahora aquí para conocer a sus clientes? Howard volverá por la tarde…
George la miró con ironía.
—Estoy aquí, sobre todo, para volver a verla a usted, Miss Helen. El señor Howard puede esperar. Ya se lo dije entonces a usted, pero no quiso escuchar.
—George, deberías… ¡desde luego! —La voz de la vieja institutriz.
George esperaba un «¡Eres un impertinente!», pero Helen se contuvo. En lugar de eso pareció asustada porque ella le había tuteado sin querer. George se preguntó si la idea de Gwyneira tenía algo que ver con ello. ¿Tenía miedo Helen del nuevo comprador de lana? Por lo que se decía, no le faltaban razones para ello.
—¿Cómo está su familia, George? —preguntó Helen, intentando entablar una conversación formal—. Me encantaría charlar largo y tendido con usted, pero los niños han recorrido cinco kilómetros para venir a clase y no puedo decepcionarlos. ¿Puede esperar?
George asintió sonriendo.
—Usted sabe que puedo esperar, Miss Helen… —De nuevo una alusión—. Y siempre he disfrutado de sus clases. ¿Puedo participar en ésta?
Helen pareció relajarse.
—La enseñanza todavía no ha hecho daño a nadie —dijo—. Siéntese con nosotros.
Los niños maoríes le dejaron sitio sorprendidos cuando George tomó asiento en el suelo, entre ellos. Helen explicó en inglés y en maorí que era un antiguo alumno que venía de la lejana Inglaterra y que había recorrido el trayecto más largo para llegar a la escuela. Los niños rieron y George volvió a notar que el tono de las clases de Helen se había transformado. Antes bromeaba en muy raras ocasiones.
Los niños saludaron a su nuevo compañero de clase en su lengua, por lo que George aprendió sus primeras palabras en maorí. Tras la clase, también él pudo leer el primer fragmento de la historia de la Creación, mientras, los niños fueron corrigiéndolo entre risas. A continuación, los escolares de mayor edad le hicieron preguntas y George les habló acerca de su período escolar, primero en su casa londinense con Helen y luego en la universidad, en Oxford.
—¿Y qué le gustó más? —preguntó indiscreto uno de los chicos mayores. Helen lo llamaba Reti y hablaba muy bien el inglés.
George rio.
—Las clases con Miss Helen, claro. Cuando hacía buen tiempo nos sentábamos fuera, justo igual que aquí. Y mi madre insistía en que Miss Helen jugara a cróquet con nosotros, pero ella nunca aprendía y siempre perdía. —Le guiñó el ojo a Helen.
Reti no pareció sorprendido.
—Cuando llegó aquí tampoco sabía ordeñar una vaca —reveló—. ¿Qué es el cróquet, señor George? ¿Hay que saberlo si se quiere trabajar en Christchurch? Yo quiero trabajar con los ingleses y hacerme rico.
George archivó con cuidado el comentario. Tendría que hablar con Helen sobre este joven prometedor. Un maorí perfectamente bilingüe podría ser de enorme utilidad en Greenwood Enterprises.
—Si quieres actuar como un gentleman y conocer a una lady deberías al menos jugar tan bien al cróquet como para poder perder con educación.
Helen puso los ojos en blanco. Gwyneira se percató de cuán joven que se la veía de golpe.
—¿Nos puedes enseñar? —preguntó Rongo Rongo—. Seguro que una lady también tiene que saber jugar.
—¡A toda costa! —dijo en serio George—. Pero no sé si tendré tanto tiempo. Yo…
—¡Yo os puedo enseñar! —intervino Gwyneira. El juego era una oportunidad inesperada para liberar a Helen antes de la clase—. ¿Qué os parecería si por hoy en lugar de leer y sumar nos ocupáramos de los mazos y los arcos? Yo os enseño cómo se juega y así Miss Helen dispondrá de tiempo para ocuparse de su visita. Seguro que quiere mostrarle la granja.
Helen y George le lanzaron una mirada de agradecimiento. Sin embargo, la institutriz dudaba de que a su amiga le hubiera entusiasmado demasiado el juego lento cuando era más joven, pero sin duda lo dominaba mejor que Helen y George juntos.
—Bien, necesitamos una pelota…, no, no una tan grande, Ruben, una pequeña…, sí, también podemos utilizar esa piedra. Y unos pequeños arcos…, buena idea la de trenzarlos, Tani.
Los niños se afanaban en el asunto cuando Helen y George se alejaron. Helen condujo a su antiguo alumno hacia la casa por el mismo camino por el que éste había llegado con Gwyneira.
El estado de la casa le pareció a George deplorable.
—Mi marido todavía no ha tenido tiempo de arreglar los corrales tras el invierno —se disculpó ella cuando pasaron junto a los cercados—. Tenemos mucho ganado en la montaña, dispersado por los prados, y ahora en primavera no dejan de nacer corderos…
George no hizo el menor comentario pese a que conocía lo suaves que eran los inviernos en Nueva Zelanda. Howard bien podía haber reparado los corrales también en la estación fría.
Helen lo sabía, era evidente. Permaneció unos minutos en silencio y luego se volvió de repente hacia él.
—¡Oh, George, me avergüenzo tanto! Qué debe de pensar usted de mí, comparando lo que está viendo aquí con mis cartas…
La expresión de su rostro se le clavó como una espina en el corazón.
—No entiendo lo que dice, Miss Helen —respondió con dulzura—. He visto una granja que… no es grande, no es lujosa, pero está sólidamente construida y arreglada con cariño. Y aunque el ganado no se ve de gran valor, está alimentado y las vacas, ordeñadas. —Le guiñó el ojo—. ¡Y el mulo parece quererla de verdad!
Nepumuk lanzó su habitual y penetrante bramido cuando Helen pasó al lado del paddock.
—Sin duda saludaré a su esposo como un caballero que se esfuerza por alimentar bien a su familia y por administrar de forma modélica su granja. No se preocupe, Miss Helen.
La mujer lo miró con incredulidad. Luego sonrió.
—George, lleva usted unas gafas con cristales de color rosa.
Él se encogió de hombros.
—Usted me hace feliz, Miss Helen. Ahí donde está usted sólo veo belleza y bondad.
Helen se puso roja como un tomate.
—George, por favor. Realmente debería de dejar esto…
George le sonrió con ironía. ¿Lo había dejado? En cierto modo, sí, no podía negarlo. Su corazón había latido más fuerte en el reencuentro; se alegraba de volver a ver a Helen, de oír su voz, de su constante equilibrio entre la decencia y la originalidad. Pero ya no luchaba contra el deseo constante de imaginar cómo la besaba y como la amaba físicamente. Eso formaba parte del pasado. Por la mujer que ahora estaba delante de él sentía todavía, en cualquier caso, una vaga ternura. ¿Sucedería ahora lo mismo si ella no lo hubiera rechazado entonces? ¿Hubiera la pasión cedido también el paso a la amistad y al sentido de la responsabilidad? ¿Probablemente antes de que concluyera su carrera y hubiera podido unirse en matrimonio a ella? ¿Y se habría casado realmente con ella o habría esperado que las llamas de su amor volvieran a inflamarse por otra mujer?
George no habría podido responder con toda certeza a ninguna de estas preguntas, salvo la última.
—Cuando digo para siempre, también lo pienso. Pero no voy a molestarla con esto. Tampoco va a fugarse conmigo, ¿no es así? —La vieja mueca insolente.
Helen agitó la cabeza y tendió una zanahoria a Nepumuk.
—Nunca podré abandonar a este mulo —bromeó con lágrimas en los ojos. George era tan dulce y todavía tan ingenuo… Qué feliz haría a la muchacha que aceptara su promesa—. Pero entre y hábleme de su familia.
El interior de la cabaña respondía a las expectativas de George: un mobiliario modesto pero acogedor gracias a la mano incansable, pulcra y solícita de un ama de casa. La mesa estaba decorada con un mantel de colores y un jarrón lleno de flores, y unos cojines confeccionados por la misma Helen hacían más cómodas las sillas. Delante de la chimenea había una rueca y la vieja mecedora de Helen, y en una estantería, primorosamente ordenados, sus libros. Incluso había un par de ejemplares nuevos. Regalos de Howard, ¿o tal vez «préstamos» de Gwyneira? Kiward Station contaba con una biblioteca enorme, pese a que George no podía imaginar que Gerald leyera mucho.
George le habló de Londres mientras Helen preparaba el té. Trabajaba dándole la espalda, seguramente no quería que él viera sus manos. Esas manos ásperas y callosas de trabajar, en lugar de los suaves y cuidados dedos de su antigua institutriz.
—Madre sigue dedicándose a sus organizaciones benéficas, sólo ha abandonado el comité del orfanato debido al escándalo que se produjo. Además la culpa a usted. Las damas están totalmente convencidas de que usted echó a perder a las niñas durante la travesía.
—¿Que yo hice qué? —preguntó Helen perpleja.
—En cualquier caso, cito, su «actitud emancipada» habría hecho olvidar a las chicas la humildad y la entrega debidas a quienes las empleaban. Sólo por esa razón podía haberse producido tal escándalo. Sin contar con que le habló del asunto al pastor Thorne. La señora Baldwin no manifestó nada al respecto.
—George, ¡eran niñas pequeñas y trastornadas! Una fue entregada a un delincuente sexual, la otra fue comprada para trabajar como una esclava. Una familia con ocho hijos, George, en la cual una niña de diez años como mucho debía ocuparse del trabajo de la casa. Incluso hacer de comadrona. ¡No es extraño que la niña se escapara! Y los llamados señores de Laurie no eran mucho mejores. Todavía escucho las palabras de esa inaceptable señora Lavender: «No, si nos llevamos dos se pasarán todo el día hablando en lugar de trabajar». Y la niña agotó sus lágrimas de tanto llorar…
—¿Se ha vuelto a oír hablar de las chicas? —preguntó George—. No volvió a escribir.
Sonaba como si el joven supiera de memoria cada una de las cartas de Helen.
Helen sacudió la cabeza.
—Sólo se sabe que Mary y Laurie desaparecieron el mismo día. Justo una semana después de que las separasen. Se sospecha que ya lo habían hablado. Pero yo no lo creo. Mary y Laurie nunca llegaban a acuerdos. La una siempre sabía lo que pensaba la otra, era casi inquietante. Luego no se volvió a saber nada más de ellas. Temo que hayan muerto. Dos niñas solas en tierras vírgenes… no es lo mismo que si hubieran estado viviendo a tres kilómetros de distancia la una de la otra y pudieran reunirse fácilmente. Esos… esos cristianos —escupió las palabras—. Enviaron a Mary a una granja más allá de Haldon y Laurie se quedó en Christchurch. Entre ambos lugares hay ochenta kilómetros de bosque. No puedo ni pensar en qué debieron de hacer las niñas.
Helen sirvió el té y se sentó con George a la mesa.
—¿Y la tercera? —preguntó—. ¿Qué sucedió con ella?
—¿Daphne? Oh, eso fue un escándalo, lo supimos semanas después. Escapó. Pero antes arrojó agua hirviendo a su señor, ese Morrison, en plena cara. Al principio parecía que no iba a sobrevivir. Luego lo consiguió, pero está ciego y tiene el rostro deformado por las cicatrices. Dorothy dice que Morrison tiene ahora el aspecto del monstruo que siempre fue. Lo vio una vez, ya que los Morrison van a comprar a Haldon. La mujer ha rejuvenecido después de que el marido sufriera el… accidente. Se busca a Daphne, pero si no entra justo en la comisaría de Christchurch, no la encontrarán. Si desea saber mi opinión, tenía buenas razones para escapar y para hacer lo que hizo. Lo que ignoro es qué futuro la aguarda…
George se encogió de hombros.
—Es probable que el mismo futuro que la esperaba en Londres. Pobre chica. Pero el comité del orfanato se llevó su merecido, de eso se encargó el reverendo Thorne. Y ese Baldwin…
Helen sonrió casi triunfal.
—Al hombre le han pasado a Harper por delante de las narices. Le han arrebatado el sueño de ser obispo de Canterbury. ¡Siento una alegría por su desgracia carente por completo de piedad cristiana! ¡Pero cuénteme! Su padre…
—Sigue dirigiendo su despacho en Greenwood Enterprises. La compañía crece y se expande. La reina apoya el comercio exterior y se amasan enormes fortunas en las colonias, con frecuencia a costa de los indígenas. He visto cosas… Sus maoríes deberían alegrarse de que tanto los inmigrantes blancos como ellos mismos sean pacíficos. Pero ni mi padre ni yo podemos cambiar la situación: también nosotros nos aprovechamos de la explotación de estos países. Y en Inglaterra mismo florece la industrialización, aun cuando con abusos que me gustan tan poco como el maltrato en ultramar. Las condiciones de trabajo son horribles en algunas fábricas. Pensándolo bien, ningún otro lugar me ha gustado tanto como Nueva Zelanda. Pero me estoy yendo por las ramas…
Mientras George volvía al tema, se dio cuenta de que no sólo había hecho tal comentario para halagar a Helen. Ese país le gustaba de verdad. Las personas rectas y tranquilas, el vasto paisaje con las majestuosas montañas, las extensas granjas con los bien alimentados ovejas y bueyes en los abundantes pastizales…, y Christchurch, que se disponía a ser una típica ciudad inglesa con obispado y universidad en el otro extremo del mundo.
—¿Qué hace William? —preguntó Helen.
George suspiró con un expresivo parpadeo.
—William no fue nunca a la universidad, pero con eso ya contaba seriamente usted.
Helen sacudió la cabeza.
—Tuvo una serie de profesores privados que al principio fueron periódicamente despedidos por mi madre y luego por mi padre porque no le enseñaban nada. Trabaja en la compañía desde hace un año, si es que se puede hablar de trabajar. En el fondo está matando el tiempo, para lo cual no le faltan compañeros, ya sean varones o mujeres. Después de los bares, acaba de descubrir a las mujeres. Lamentablemente son en su mayoría de las que salen del arroyo. No las diferencia, al contrario. Las ladies le dan miedo, pero las mujeres de costumbres ligeras le maravillan. A mi padre lo pone enfermo y mi madre todavía no se da cuenta. Pero llegará un día en que…
No siguió hablando, pero Helen sabía lo que pensaba a la perfección: el día que el padre muriese, los dos hermanos heredarían la compañía. Entonces George debería o bien compensar a William (lo que destruiría una empresa como Greenwood) o seguir aguantándolo en la firma. Helen consideraba poco probable que resistiera esto último durante mucho tiempo.
Mientras bebían su té en silencio y ensimismados, se abrió la puerta de entrada y Fleur y Ruben se precipitaron al interior.
—¡Hemos ganado! —Fleurette resplandecía y agitaba un improvisado mazo de cróquet—. ¡Ruben y yo somos los ganadores!
—Habéis hecho trampa —los reprendió Gwyneira, que apareció detrás de los niños. También ella ofrecía un aspecto sofocado y un poco desaseado, pero parecía habérselo pasado en grande—. He visto perfectamente bien cómo empujabas la bola de Ruben por el último arco.
Helen frunció el ceño.
—¿Es verdad, Ruben? ¿Y no has dicho nada?
—Con esos mazos tan raros no es pre… pre… ¿Cómo se dice, Ruben? —defendió Fleur a su amigo.
—Preciso —completó Ruben—. ¡Pero la dirección era la correcta!
George rio.
—Cuando esté de vuelta en Inglaterra os enviaré unos buenos mazos —prometió—. Pero entonces, nada de trampas.
—¿De verdad? —preguntó Fleur.
A Ruben, por el contrario, le rondaban otros asuntos por la cabeza. Examinó a Helen y a ese visitante de ojos castaños e inteligentes que era de su confianza. Finalmente, se volvió hacia George.
—Tú eres de Inglaterra. ¿Eres tú mi auténtico padre?
Gwyn se quedó sin aire y Helen se ruborizó.
—¡Ruben! Pero qué tonterías dices. ¡Sabes muy bien que sólo tienes un padre! —Se volvió a Gerald para disculparse—. Espero que no piense nada equivocado. Es sólo que Ruben… no tiene muy buenas relaciones con su padre y últimamente alimenta la idea de que Howard…, bueno, de que tal vez tenga otro padre en algún lugar de Inglaterra. Supongo que se debe a que yo le he contado muchas cosas de su abuelo. Ruben se parece mucho a él, ¿sabe? Y esto lo desorienta. Ruben, pide por favor perdón ahora mismo.
George sonrió.
—No debe disculparse. Por el contrario, me siento halagado. A quién no le gustaría guardar parentesco con Ruben Hood, un intrépido aventurero y un destacado jugador de cróquet. ¿Qué piensas, Ruben, me aceptarías como tío? Uno puede tener varios tíos.
Ruben pensaba.
—¡Ruben! ¡Quiere regalarnos unos mazos de cróquet! Está muy bien tener un tío así. Puedes ser mi tío, señor Greenwood. —No cabía duda de que Fleur era una niña práctica.
Gwyneira puso los ojos en blanco.
—Si sigue siendo tan decidida frente a los asuntos financieros, será fácil casarla.
—Yo me caso con Ruben —dijo Fleur—. Y Ruben se casa conmigo, ¿no? —Agitaba el mazo de cróquet. Más le valía a Ruben no rechazar tal pretensión.
Helen y Gwyneira se miraron la una a la otra impotentes. Luego se echaron a reír y George con ellas.
—¿Cuándo puedo hablar con el padre del novio? —preguntó el hombre, mirando la posición del sol—. He prometido al señor Warden volver para la cena y me gustaría mantener mi palabra. Mi conversación con el señor O’Keefe tendrá que esperar hasta mañana. ¿Existe la posibilidad de que me reciba por la mañana, Miss Helen?
Helen se mordió los labios.
—Estaré encantada de informarle y sé que se trata de un asunto prioritario. Pero Howard es a veces…, bueno, obstinado. Si se obsesiona con la idea de que quiere usted imponerle una cita… —Era evidente que le resultaba difícil hablar de la obstinación y falso orgullo de Howard, además de que no podía admitir con cuánta frecuencia sus humores y decisiones se guiaban por sus estados de ánimo y por el whisky.
Habló, como siempre contenida y con calma, pero George sabía leer en sus ojos, como ya antes durante las cenas en casa de los Greenwood. Vio rabia y rebelión, desesperación y desprecio. Antes, tales sentimientos se habían dirigido hacia su frívola madre, hoy contra el hombre a quien en una ocasión Helen había creído poder amar.
—No se preocupe, Miss Helen. No tiene que decir que vengo de Kiward Station. Basta con que le diga que voy hacia Haldon y que con gusto echaré un vistazo a la granja y le haré un par de propuestas comerciales.
Helen asintió.
—Lo intentaré…
Gwyneira y los niños ya habían salido para enganchar el caballo. Helen oyó las voces de los niños, peleándose por la almohaza y el cepillo. George no parecía tener tanta prisa. Echó un vistazo más a la cabaña antes de hacer el gesto de despedirse. Helen luchaba consigo misma. ¿Debía hablar con él o interpretaría él erróneamente su petición? Al final decidió abordar de nuevo el tema relacionado con Howard. Si George iba a encargarse del comercio de la lana de la región, toda su existencia dependería de él. Y era posible que Howard no tuviera nada mejor que hacer que provocar al visitante de Inglaterra.
—George… —empezó ella vacilante—, cuando mañana hable con Howard, sea por favor indulgente. Es muy orgulloso, todo se lo toma a mal enseguida. La vida no lo ha tratado bien y le cuesta dominarse. Es, es…
«No es un gentleman», quería decir, pero no consiguió articularlo.
George asintió con la cabeza y sonrió. En sus ojos, por lo habitual tan irónicos, había una dulzura y un eco de su antiguo amor.
—¡No siga, Miss Helen! Estoy seguro de que con su marido llegaré a un acuerdo satisfactorio para ambas partes. En materia de diplomacia he ido, a fin de cuentas, a las mejores escuelas… —Le guiñó el ojo.
Helen esbozó una tímida sonrisa.
—Entonces hasta mañana, George.
—¡Hasta mañana, Helen! —George quería tenderle la mano, pero pensó otra cosa. Una vez, una única vez la besaría. La rodeó levemente con el brazo y acarició su mejilla con los labios. Helen lo permitió, y luego también ella cedió a su debilidad y se apoyó por unos segundos en su hombro. Tal vez otra persona además de ella sería fuerte. Tal vez había alguien capaz de cumplir su palabra.