George Greenwood recibió una amable acogida en las llanuras de Canterbury. El nombre de Peter Brewster pronto le abrió las puertas de los granjeros pero era posible que también le habrían dado una bienvenida sin recomendación. Tenía la experiencia de los granjeros en Australia y África: quien vivía tan aislado como esos colonos, se alegraba de recibir cualquier visita del mundo exterior. Por eso escuchó paciente las quejas de la señora Beasley sobre el personal de servicio, elogió las rosas de su jardín y dio un paseo por los prados a caballo con su esposo para admirar las ovejas. Los Beasley lo habían hecho todo para convertir su granja en un pedacito de Inglaterra y George no pudo evitar sonreír cuando la señora Beasley le contó sus constantes esfuerzos por desterrar los boniatos de su cocina.
Kiward Station era totalmente distinta, enseguida se percató de ello. La casa y el jardín ofrecían una curiosa mezcla de formas. Por una parte, alguien intentaba imitar al máximo posible la vida de la nobleza rural inglesa; por otra, se percibía una reafirmación de la cultura maorí. En el jardín, por ejemplo, crecían juntos y en armonía los rata y las rosas; bajo los cabbage-trees había bancos tallados del típico modo maorí, y el cobertizo de las herramientas estaba cubierto con hojas de palmera de Nikau, siguiendo la tradición indígena. La doncella que abrió la puerta a George llevaba dócilmente un uniforme de servicio, pero iba sin calzado, y el sirviente le saludó con un amistoso haere mai, las palabras maoríes de «bienvenido».
George recordó lo que había oído decir de los Warden. La joven señora procedía de una familia de la aristocracia inglesa y era obvio que tenía buen gusto, como demostraba el mobiliario del recibidor. De todos modos parecía más obstinada que la señora Beasley en practicar aquí la anglificación: ¿cuántas veces dejaba una visita su tarjeta en la bandeja de plata que había sobre la delicada mesita? George se tomó la molestia, hecho que recompensó la sonrisa reluciente de la joven dama pelirroja que apareció justo en ese momento. Llevaba un elegante vestido de tarde de color beige con bordados del luminoso tono índigo de sus ojos. No obstante, su tez no se ajustaba a la palidez que estaba de moda entre las señoras londinenses. En lugar de eso, su rostro estaba algo bronceado y era evidente que no intentaba blanquear las pecas. Tampoco el elaborado peinado respondía a las normas establecidas, pues ya se le habían soltado un par de rizos.
—La dejaremos ahí para la eternidad —dijo, dirigiendo la vista a la tarjeta de visita—. ¡Hará feliz a mi suegro! Buenos días y bienvenido a Kiward Station. Soy Gwyneira Warden. Entre y póngase cómodo. Mi suegro pronto estará de vuelta. ¿O prefiere refrescarse ahora y cambiarse para la cena? Habrá un menú especial…
Gwyneira sabía que con esta indirecta sobrepasaba los límites de la buena educación. Pero era probable que ese joven no esperase que en una visita a tierras vírgenes se sirviera una cena de varios platos para la que los anfitriones iban a lucir ropa formal. Si George aparecía con los pantalones de montar y la chaqueta de piel que llevaba en esos momentos, Lucas estaría consternado y Gerald, posiblemente, ofendido.
—George Greenwood —se presentó sonriendo. Por fortuna no parecía fastidiado—. Muchas gracias por la indicación, preferiría lavarme primero. Tiene usted una casa preciosa, Warden. —Siguió a Gwyneira al salón y se quedó maravillado ante los impresionantes muebles y la gran chimenea.
Gwyneira asintió.
—Yo, personalmente, la encuentro un poco grande, pero mi suegro la encargó a los más reputados arquitectos. Todos los muebles son de Inglaterra. ¡Cleo, bájate de la alfombra de seda! ¡Y olvídate de tener las crías aquí!
Gwyn se había dirigido a una rolliza perra collie que descansaba sobre una distinguida alfombra oriental delante de la chimenea. El animal se puso en pie ofendido y trotó a otra alfombrilla que con toda certeza no sería menos valiosa que la primera.
—Se siente muy importante cuando está esperando —explicó Gwyneira, acariciando a la perra—. Pero ya puede sentirse así. Da a luz a los mejores perros pastores del entorno. En lo que va de tiempo, las llanuras de Canterbury rebosan de pequeños Cleos. La mayoría formada por nietos; además, dejo que la monten pocas veces. ¡No tiene que engordar!
George se sorprendió. Por lo que habían contado el director del banco y Peter Brewster, la señora de Kiward Station, con sólo una hija, parecía ser una lady beata y sumamente distinguida. Pero Gwyneira hablaba ahora con soltura sobre la cría de perros y no sólo permitía que un perro pastor entrara en la casa, sino que se tendiera en una alfombra de seda. Dejando aparte que no había pronunciado palabra sobre los pies sin calzar de las doncellas.
Charlando animadamente, la joven condujo al visitante a la habitación de invitados e indicó a los sirvientes que recogieran sus alforjas.
—Y dile a Kiri, por favor, que se calce. Lucas se pone histérico si sirve la comida así.
—Mami, ¿por qué tengo que ponerme zapatos? ¡Kiri no lleva!
George se encontró con Gwyneira y su hija en el pasillo que daba a su habitación justo cuando se disponía a bajar a cenar. Había hecho lo mejor que podía respecto a su indumentaria. El traje marrón claro estaba un poco arrugado, pero estaba cortado a medida y le sentaba mejor que los pantalones de piel y la chaqueta encerada que había adquirido en Australia.
También Gwyneira y esa niñita arrebatadora y pelirroja que con ella se peleaba iban vestidas con elegancia.
Gwyneira llevaba un traje de noche de color turquesa que no respondía a la última moda, pero con un corte tan impresionantemente distinguido que también hubiera causado sensación en los mejores salones londinenses…, al menos lucido por una mujer tan bella como ella. A la niñita le habían puesto un vestido de tirantes color verde claro que casi quedaba totalmente cubierto por la abundancia de sus bucles cobrizos. Cuando el cabello de Fleur caía suelto, se abría un poco por los lados y se encrespaba como el oropel de un ángel. Al precioso vestidito le correspondían unos zapatos de un sutil color verde, pero era evidente que la niña prefería llevarlos en la mano que en los pies.
—¡Me aprietan! —aseguró.
—¡Fleur, no te aprietan! —contestó la madre—. Hace apenas cuatro semanas que los compramos y casi eran demasiado grandes. ¡Ni siquiera tú creces tan deprisa! E incluso si aprietan: una lady soporta un ligero dolor sin quejarse.
—¿Como los indios? Ruben dice que en América tienen unos postes y se hacen daño para divertirse y para ver quién es el más valiente. Se lo ha contado su papá. Pero Ruben cree que es una tontería, como yo.
—Esto en cuanto al tema «comportarse como una lady» —observó Gwyneira, y miró a George en busca de ayuda—. Ven, Fleurette. He aquí un gentleman. Viene de Inglaterra, como yo y la mamá de Ruben. Si tus modales son distinguidos, tal vez te salude con un besamanos y te llame milady. Pero sólo si te pones los zapatos.
—El señor James siempre me llama milady, aunque vaya descalza.
—Pero él seguro que no viene de Inglaterra —señaló George, siguiendo el juego—. Y seguro que todavía no ha sido presentado a la reina… —Ese honor se había concedido a los Greenwood el año anterior y la madre de George probablemente viviría de ello el resto de su vida. A diferencia de su hija, a Gwyneira eso no pareció impresionarla.
—¿De verdad? ¿La reina? ¿Has visto a una princesa? —preguntó la niña.
—A todas las princesas —afirmó George—. Y todas llevaban zapatos puestos.
Fleurette suspiró.
—Bueno —respondió, y se calzó los zapatos.
—Muchas gracias —dijo Gwyneira, guiñando el ojo a George—. Me ha sido usted de gran ayuda. En estos momentos, Fleurette no está del todo segura de si quiere ser reina de los indios en el salvaje Oeste o casarse con un príncipe y criar ponis en su castillo. Por añadidura encuentra a Robin Hood sumamente atractivo y piensa en la posibilidad de vivir al margen de la ley. Con lo cual, me temo que se decida por lo último. Por desgracia le gusta comer con los dedos y también practica el tiro con el arco. —Hacía poco que Ruben había construido un arco para él y su pequeña amiga.
George se encogió de hombros.
—Bueno, seguro que lady Marian comía con cuchillo y tenedor. Y en el bosque de Sherwood no se llega muy lejos sin zapatos.
—¡Buen argumento! —exclamó Gwyn riendo—. Venga, mi suegro ya estará esperando.
Los tres juntos descendieron armoniosamente la escalera.
James McKenzie había acompañado al salón a Gerald Warden. Esto ocurría pocas veces, pero ese día había que firmar un par de facturas que McKenzie había traído de Haldon. Warden quería solucionarlo pronto: los Candler necesitaban su dinero y McKenzie se marcharía el día siguiente al amanecer para recoger la siguiente entrega. Kiward Station seguía estando en construcción: se estaba edificando un establo para el ganado vacuno. Desde que había estallado la fiebre del oro en Otago, la cría de bueyes florecía: todos los buscadores de oro debían ser abastecidos y no había nada que valorasen más que un buen filete. Los granjeros de Canterbury conducían cada dos meses rebaños enteros de bueyes hacia Queenstown. En esos momentos, el viejo Warden estaba sentado junto a la chimenea y examinaba las facturas. McKenzie contemplaba esa habitación decorada con todo lujo y se preguntaba en vano cómo sería vivir ahí. Entre todos esos muebles relucientes, las suaves alfombras…, con una chimenea que llenaba la habitación de una acogedora calidez y que no había que volver a encender en cuanto se regresaba a casa. A fin de cuentas, ¿para qué se tenían criados? James encontró todo eso tentador, pero bastante ajeno. Él no lo necesitaba ni tampoco aspiraba a ello. Pero tal vez Gwyneira sí. Bueno, cuando consiguiera hacerla suya también él construiría una casa como ésa y vestiría unos trajes como los de Lucas y Gerald Warden.
De la escalera llegaban ahora voces. James alzó la vista con curiosidad. La estampa de Gwyneira con el vestido de noche lo cautivó y su corazón empezó a latir más deprisa, así como ver a su hija, a la que raras veces contemplaba vestida de fiesta. Creyó al principio que el hombre que las acompañaba era Lucas. Un porte erguido, un elegante traje formal de color marrón…, pero luego distinguió a otro individuo bajando la escalera. En realidad debería de haberse percatado antes, pues nunca había visto a Gwyneira reír y bromear de forma tan alegre en compañía de Lucas. Ese caballero parecía divertirla. Gwyneira se burlaba de él, su hija o los dos, y él le devolvía igual de complacido la pulla. En James se despertaron los celos. ¿Quién demonios era ese hombre? ¿Quién le daba derecho para ir tonteando con su Gwyneira?
En cualquier caso, el extranjero tenía buena apariencia. Tenía un rostro delicado, de rasgos bellos e inteligentes, y unos ojos castaños de mirada algo sarcástica. Su cuerpo casi parecía larguirucho, pero era alto y fuerte y se movía con agilidad. Su actitud expresaba confianza en sí mismo y audacia.
¿Y Gwyn? James percibió el destello acostumbrado en sus ojos cuando la vio en el salón. ¿Pero era en realidad la chispa que en cada encuentro se reavivaba de las cenizas de su antiguo amor o sólo se reflejaba la sorpresa en la mirada de Gwyneira? Gwyneira no dejaba adivinar sentimientos si se percataba de la expresión adusta del joven capataz.
—¡Señor Greenwood! —También Gerald Warden se había dado cuenta entretanto de la presencia de los tres en la escalera—. Por favor, disculpe que no estuviera aquí para recibirlo. Pero ya veo que Gwyneira le ha familiarizado con la casa. —Gerald tendió la mano al visitante.
De acuerdo, ése debía de ser el comerciante de Inglaterra cuya llegada había desbaratado los planes del día de Gwyneira. Pero ahora no parecía enojada por ello, sino que indicó a Greenwood con gentileza que tomara asiento.
A James, por el contrario, lo dejó en pie… Los celos de McKenzie se transformaron en ira.
—Las facturas, señor Gerald —señaló.
—Sí, de acuerdo, las facturas. Todo en orden, McKenzie, las firmo enseguida. ¿Un whisky, señor Greenwood? Tiene que contarnos cómo van las cosas en nuestra Good Old England.
Gerald estampó una apresurada firma en los documentos y a partir de entonces sólo tuvo ojos para el invitado… y la botella de whisky. La pequeña petaca que siempre llevaba consigo debía de haberse vaciado a principios de la tarde como mínimo y el humor de Gerald iba empeorando de forma proporcional. McAran le había contado a James acerca de una desagradable escena entre Gerald y Lucas en los establos. Se trataba de una vaca que había tenido complicaciones en el parto. Una vez más, Lucas no había estado a la altura de las circunstancias: no soportaba ver la sangre. Por este motivo, encargarle precisamente la cría de los bueyes no había sido la mejor idea del viejo Warden. En opinión de McKenzie, Lucas lo habría hecho mucho mejor ocupándose de la administración de los campos. A Lucas le funcionaba mejor la cabeza que las manos y cuando se trataba del cálculo de beneficios, empleo preciso de abonos y el cálculo de rentabilidad de la maquinaria agrícola siempre pensaba de manera que favorecía los beneficios.
El balido de los animales de cría lo sacaba de quicio y esa tarde la situación se había agravado de nuevo. No obstante, eso era una suerte para Gwyn. Cuando la ira de Gerald se dirigía hacia Lucas, a ella la dejaba en paz. Pero ella cumplía muy bien sus deberes. Este invitado, al menos, parecía estar encantado.
—¿Algo más, McKenzie? —preguntó Gerald, sirviéndose whisky.
James se apresuró a despedirse. Fleur lo siguió cuando se marchaba.
—¿Has visto? —preguntó—. Llevo zapatos como una princesa.
James rio, de nuevo sosegado.
—Son muy bonitos, milady. Pero su presencia siempre es arrebatadora sin importar qué zapatos lleve.
Fleurette frunció el entrecejo.
—Esto sólo lo dices tú porque no eres un gentleman —dijo—. Los gentlemen sólo respetan a una dama si lleva zapatos. Me lo ha contado el señor Greenwood.
En una situación normal, tal comentario habría divertido a James, pero ahora las llamas de su cólera se reavivaban. ¿Cómo se permitía ese tipo enfrentar a la hija con su padre? James apenas si logró dominarse.
—Entonces, milady, ponga cuidado en ir con los hombres adecuados en lugar de con grandes nombres sin sangre en las venas y bien trajeados. Pues si el respeto depende de unos zapatos, pronto se perderá.
Dirigió estas palabras a la sorprendida niña, pero llegaron a oídos de Gwyneira, que había ido tras su hija.
Ella lo contempló consternada, pero James le devolvió sólo una mirada sombría y se retiró a los establos. Hoy él también disfrutaría de un buen trago de whisky. ¡Que ella bebiera vino con su rico lechuguino!
El plato principal de la cena se componía de cordero y un gratinado de boniato, lo que confirmó las observaciones de George. Conservar las tradiciones no le importaba demasiado a la dueña de la casa, incluso si la sirvienta llevaba ahora zapatos y servía con toda corrección. Mientras lo hacía, mostraba tanto respeto por el señor de la casa, Gerald Warden, que casi rayaba en el miedo. El caballero de más edad parecía ser colérico y era manifiesto que poseía un temperamento vivo. Charlaba animado, aunque algo bebido, sobre Dios y el mundo y tenía una opinión sobre cualquier tema. El caballero joven, Lucas Warden, producía el efecto contrario, de ser más bien taciturno, casi enfermizo. Cuando su padre defendía ideas demasiado radicales parecía incluso sentir dolor físico. Salvo por eso, el esposo de Gwyneira era simpático, muy bien educado, un perfecto gentleman. Corregía afectuosamente, pero con determinación, los modales de su hija a la mesa: se le daba bien el trato con la niña. Fleur no andaba peleándose con él como con su madre, sino que desplegó obediente la servilleta sobre las rodillas y se llevó la carne de cordero a la boca con el tenedor en lugar de cogerla simplemente con las manos, como hacían antes los asilvestrados habitantes del bosque de Sherwood. Pero tal vez eso se debiera también a la presencia de Gerald. De hecho, nadie alzaba la voz en esa familia cuando el viejo estaba allí.
Pese al silencio que lo rodeaba, George se comportó como un buen conversador esa noche. Gerald contaba animadamente anécdotas relativas a la vida en la granja y George vio confirmadas las afirmaciones de la gente de Christchurch. El viejo Warden sabía de ovejas y de obtención de la lana, había tenido buen olfato adquiriendo bueyes y mantenía la granja en buenas condiciones. De todos modos, George mismo hubiera seguido hablando más rato con Gwyneira, y Lucas no le pareció tan aburrido como Peter Brewster y Reginald Beasley habían dado a entender. Gwyneira le había confesado antes que su esposo era el autor del retrato del salón. Se lo informó vacilante y casi con un poco de ironía, pero George contempló la imagen con suma atención. Él mismo no se hubiera calificado de conocedor del arte, pero en Londres solía acudir invitado a vernissages y subastas. Un artista como Lucas Warden habría encontrado allí a sus admiradores y, con algo de suerte, incluso habría alcanzado la fama y la riqueza. George reflexionó si valía la pena llevarse a Londres algunos de los cuadros. Por otra parte corría el riesgo de perder la simpatía de Gerald Warden. Seguramente, lo que menos deseaba el viejo era un artista en la familia.
De todos modos, esa noche la conversación no giró en torno al arte. Gerald se apropió del visitante de Inglaterra todo el rato, bebió toda una botella de whisky mientras tanto, y pareció no darse en absoluto cuenta de que Lucas se despedía lo antes posible. Gwyneira escapó incluso después de la cena a acostar a la niña. Aquí no había pues nodriza, lo que George encontró extraño. A fin de cuentas, el hijo de la casa había recibido, eso era evidente, una educación fundamentalmente inglesa. ¿Por qué Gerald se abstenía en el caso de su nieta? ¿No le había gustado el resultado? ¿O respondía al mero hecho de que Fleurette «sólo» era una niña?
A la mañana siguiente se desarrolló una conversación más definida con la joven pareja Warden. Gerald no bajó a desayunar, o al menos no a la hora acostumbrada. La borrachera del día anterior exigía su tributo. Por esa razón, Gwyneira y Lucas actuaban de forma más desenvuelta. Lucas pidió información sobre la vida cultural londinense y, a ojos vistas, se mostró sumamente contento de que George tuviera algo más que decir que «conmovedor» y «edificante». Ante los elogios al retrato casi pareció crecerse y enseguida invitó al visitante a su taller.
—¡Puede venir cuando guste! Hoy por la mañana supongo que echará un vistazo a la granja, pero por la tarde…
George contestó con cierta vacilación. Gerald le había prometido un paseo a caballo por la granja, y George tenía mucho interés en hacerlo. Eso significaba a fin de cuentas que todas las demás empresas de la isla Sur competirían con Kiward Station. Pero Gerald no daba señales de vida…
—¡Oh, yo puedo dar un paseo a caballo con usted! —se ofreció de forma espontánea Gwyneira, cuando George hizo una prudente observación al respecto—. Claro que Lucas también…, pero ayer no salí de casa en todo el día. Si le resulta agradable mi compañía…
—¿A quién no podría resultarle agradable? —preguntó George galantemente, si bien no esperaba mucho de un paseo a caballo con la joven lady. En el fondo había contado con recibir las instrucciones de un experto y con formarse una idea de la cría y de la conducción a los pastizales. Más se sorprendió todavía cuando volvió a encontrarse a Gwyneira poco después en los establos.
—Por favor, ensille a Morgaine, señor James —indicó al capataz—. Necesita urgentemente doma, pero cuando está Fleur no me gusta montarla, es demasiado fogosa…
—¿Se refiere a que el joven llegado de Londres le resulta demasiado fogoso? —preguntó el ovejero sarcástico.
Gwyneira frunció el entrecejo. George se preguntó por qué no reprendía a ese desvergonzado tipo.
—Eso espero —se limitó a contestar—. Si no tendrá que cabalgar detrás de mí. Y no se caerá. ¿Puedo dejar a Cleo con usted? A ella no le gustará, pero es una cabalgada larga y su estado ya es muy avanzado. —La perrita, que como siempre seguía a Gwyneira, pareció haber comprendido y bajó la cola disgustada.
—¡Serán los últimos cachorros, Cleo, te lo prometo! —la consoló Gwyneira—. Iré con el señor George hasta los guerreros de piedra. A ver si descubro un par de carneros jóvenes. ¿Puedo hacer alguna tarea por el camino?
James pareció hacer casi una mueca de dolor ante los comentarios de Gwyn. ¿O era sarcasmo? ¿Reaccionaba así a su ofrecimiento de realizar alguna tarea de la granja?
En cualquier caso, no respondió, mientras que otro trabajador intervino con desenvoltura.
—Ah, sí, Miss Gwyn, uno de los carneros pequeños, el fanfarrón, el que el señor Gerald le ha prometido al señor Beasley, siempre se independiza. Va saltando entre las ovejas de cría y nos vuelve loco el rebaño. ¿Podría conducirlo de vuelta? O mejor, tráigase a los dos de Beasley, así habrá paz ahí arriba. ¿Te parece bien, James?
El capataz asintió.
—La semana que viene tendrán que irse de todos modos. ¿Quiere a Daimon, Miss Gwyn?
Al pronunciarse el nombre de Daimon, un macho grande, de color blanco y negro, se enderezó.
Gwyneira sacudió la cabeza.
—No, me llevo a Cassandra y Catriona. A ver cómo se las apañan. Ya hemos practicado suficiente.
Las dos perras tenían el mismo aspecto que Cleo. Gwyneira se las presentó a George como las hijas de la perra. También la briosa yegua descendía de dos caballos que ella había traído de Inglaterra. Gwyneira la montaba con silla de caballero y de nuevo pareció intercambiar con el capataz unas miradas extrañas cuando él se la llevó.
—Podría haber montado en silla de amazona —observó Gwyneira. En presencia de una visita de Londres había que salvaguardar la decencia.
George no entendió lo que el hombre contestó, pero Gwyneira enrojeció de ira.
—Venga, está claro que en esta granja fueron muchos los que ayer bebieron demasiado —se adelantó ella enfadada, y puso la yegua a trote. George la siguió desconcertado.
McKenzie se quedó atrás. Se hubiera abofeteado. ¿Cómo podía haberse dejado llevar de este modo? Una y otra vez acudía a su mente la insolente observación que había hecho:
—Disculpe, su hija se refería a que usted prefería sillas para «gente normal». Pero si milady hoy desea jugar a ser mujercita…
Era imperdonable. Y si hasta ahora Gwyneira no se había dado cuenta por sí misma de para qué iba a servir tal vez ese lechuguino inglés, a él no le habría costado nada indicárselo.
George estaba sorprendido por el experto recorrido que Gwyneira le había ofrecido una vez que se hubo tranquilizado y que hubo tirado de las riendas de su yegua, de modo que el caballo de alquiler pudiera seguirle el paso. Era evidente que Gwyn conocía el programa de cría de Kiward Station en profundidad y, de memoria, daba datos detallados del origen de los animales actuales y comentaba los éxitos y fracasos de la cría.
—Seguimos criando Welsh Mountains puras y las cruzamos con Cheviots: la mezcla es perfecta. Las dos son de lana gruesa, tipo Down. De las Welsh Mountain se pueden tejer de treinta y seis a cuarenta y ocho madejas con medio kilo de lana cruda; con la de las Cheviot de cuarenta y ocho a cincuenta y seis. Se complementan. La calidad de la lana es regular, mientras que trabajar con Merinas no es tan ideal. Es lo que siempre decimos a la gente que quiere tener Welsh Mountains de pura raza, pero algunos se creen más listos. Las Merinas producen Fine Wool, es decir, de sesenta a setenta madejas por cada medio kilo. Muy bien, pero aquí no se pueden criar de pura raza, no son tan resistentes. Y cruzadas con otras razas no dan un resultado regular.
George sólo entendía la mitad de todo ello, pero estaba bastante impresionado, sobre todo cuando llegaron felizmente a las estribaciones de la montaña donde pastaban en libertad los jóvenes carneros. Los frescos perros pastores de Gwyneira reunieron primero el rebaño, luego separaron los dos animales que habían sido adquiridos (que Gwyneira reconoció a la primera) y los condujeron sin dificultad al valle. Gwyn contuvo la yegua y cabalgó al paso de las ovejas. George aprovechó la oportunidad para apartarse por fin del tema «ovejas» y plantear una pregunta que pugnaba por salir de su corazón.
—En Christchurch me han dicho que conoce a Helen O’Keefe… —preguntó con cautela, y poco después fijó una nueva cita con la señora de Kiward Station. Le diría a Gerald que quería viajar a Haldon al día siguiente y Gwyneira lo acompañaría una parte del camino para llevar a Fleur a la escuela de Helen. De hecho, él la seguiría hasta la granja de los O’Keefe.
George tenía el corazón en un puño. ¡Mañana volvería a verla!