George Greenwood se había quedado sin aliento tras el ascenso por el Bridle Path. Bebió lentamente la cerveza de jengibre que se podía adquirir en el punto más alto del trayecto entre Lyttelton y Christchurch y disfrutó de la vista sobre la ciudad y las llanuras de Canterbury.
Así pues ése era el país en que vivía Helen. Por eso había abandonado Inglaterra… George tuvo que reconocer que era una tierra hermosa. Christchurch, la ciudad, junto a la cual debía encontrarse su granja, parecía una comunidad floreciente. En calidad de primer asentamiento de Nueva Zelanda había adquirido el último año el título de municipio y ya era también sede episcopal.
George recordó la última carta de Helen en la que informaba, con cierta alegría por el mal ajeno, de que las aspiraciones del antipático reverendo Baldwin no se hubieran visto colmadas. El arzobispo de Canterbury había asignado el obispado a un sacerdote llamado Henry Chitty Harper quien, por esa razón, había dejado su país natal. Tenía familia y parecía haber sido una persona querida en su anterior parroquia. Helen no se había explayado más acerca de su personalidad, lo que a George le sorprendió bastante. A fin de cuentas, ya debía de hacer bastante tiempo que conocía a ese hombre a través de todas las actividades religiosas en las que participaba y siempre describía. Helen Davenport O’Keefe se había unido al círculo de damas que estudiaba la Biblia y se entregaba al trabajo con los niños indígenas. George esperaba que esto no la hubiera vuelto ni tan beata ni tan vanidosa como su propia madre. No obstante, era incapaz de imaginarse a Helen con un vestido de seda en una reunión del comité y las cartas de su antigua institutriz aludían más bien a un contacto personal con los niños y sus madres.
¿Podía realmente imaginarse todavía a Helen? Habían pasado muchos años y él había experimentado un sinfín de vivencias. La universidad, sus viajes por Europa, la India y Australia…, en el fondo todo eso debería de haber bastado para borrar de su memoria la imagen de una mujer mucho mayor que él, con un cabello castaño y brillante y ojos claros y grises. Pero George todavía la tenía en esos momentos ante sí, como si ella se hubiera marchado ayer. El rostro fino, el peinado sobrio, el porte erguido incluso cuando él sabía que estaba cansada. George recordaba su cólera velada y la impaciencia a duras penas contenida en el trato con su madre y su hermano William, pero también su sonrisa disimulada cuando él conseguía atravesar con alguna insolencia la coraza de su control personal. En aquel entonces leía cualquier emoción en sus ojos, detrás de la expresión sosegada y tranquila que mostraba al resto de su entorno. ¡Un fuego que ardía bajo aguas tranquilas para inflamarse tras la lectura de un anuncio delirante del otro extremo del mundo! ¿Amaría realmente a ese Howard O’Keefe?
En sus cartas se refería con gran respeto a su esposo, quien invertía todas sus fuerzas en mejorar su propiedad y en administrarla de forma beneficiosa. Sin embargo, George sabía, leyendo entre líneas, que el hombre no siempre conseguía esos propósitos. A esas alturas, George Greenwood ya llevaba trabajando el tiempo suficiente en el negocio de su padre como para saber que casi todos los primeros colonos de Nueva Zelanda se habían hecho ricos. Tanto daba si se habían concentrado en la pesca, el comercio o la cría de ganado: la empresa florecía. Quien no empezaba con una torpeza total obtenía beneficios, por ejemplo, Gerald Warden en Kiward Station. Visitar al mayor productor de lana de la isla Sur ocupaba uno de los primeros lugares en la lista de actividades que llevaban al hijo de Robert Greenwood a Christchurch. Los Greenwood tenían la intención de abrir ahí una sucursal de su compañía internacional. El comercio de la lana con Nueva Zelanda crecía en interés, y más cuando los barcos de vapor pronto cubrirían la ruta entre Inglaterra y las islas. El mismo George acababa de llegar en un barco impulsado por las tradicionales velas además de por una máquina de vapor. Tales ingenios libraban a los navíos de los humores del viento cuando había calma chicha, y la travesía duraba apenas ocho semanas.
Bridle Path había perdido ahora parte del horror con que Helen lo había descrito en su primera carta a George. Había mejorado hasta el punto en que era posible recorrerlo en carruaje y George habría podido ahorrarse el fatigoso trayecto a pie. No obstante, tras el largo viaje en barco, el joven ansiaba moverse y de alguna manera lo estimulaba pasar por las mismas experiencias que Helen había vivido al llegar. Desde que se había licenciado, George estaba obsesionado con la idea de Nueva Zelanda. Incluso cuando dejaba de recibir por largo tiempo las cartas de Helen, se empapaba de cualquier información disponible acerca del país para sentirse más cerca de ella.
Acometió entonces, descansado, el descenso. ¡Tal vez viera a Helen al mismo día siguiente! Si conseguía alquilar un caballo y la granja se hallaba tan cerca de la ciudad como hacían sospechar las cartas de Helen, nada se oponía a una pequeña visita de cortesía. De todos modos, pronto se pondría en camino a Kiward Station, que se encontraba en las cercanías de la casa de Helen. A fin de cuentas era amiga de la señora de la granja, Gwyneira Warden. Las fincas sólo deberían de estar separadas por un breve viaje en carro.
George dejó a sus espaldas el transbordador que cruzaba el río Avon, así como los últimos kilómetros hasta llegar a Christchurch y se instaló en el hotel del lugar. Modesto pero limpio…, y, por supuesto, su director sabía quiénes eran los Warden.
—Naturalmente, el señor Gerald y el señor Lucas siempre se detienen aquí cuando tienen asuntos que resolver en Christchurch. Unos señores muy cultivados, sobre todo el señor Lucas y su encantadora esposa. La señora Warden manda confeccionar su ropa en Christchurch, por eso la vemos dos o tres veces al año.
El hotelero, por el contrario, nada sabía de Howard y Helen O’Keefe. Ni se habían alojado ahí ni los había conocido en la parroquia.
—Pero eso no es posible, si son vecinos de los Warden —explicó el hotelero—. Entonces es que pertenecen a Haldon y hace poco que también hay iglesia allí. Venir cada domingo aquí representaría un trayecto demasiado largo.
George recibió tal información sorprendido y preguntó por alguna cuadra que alquilara caballos. Fuera como fuese, al día siguiente haría en primer lugar una visita al Union Bank de Australia, la primera filial bancaria de Christchurch.
El director del banco se comportó con suma cortesía y se alegró de conocer los planes de Greenwood en Christchurch.
—Hable con Peter Brewster —le aconsejó—. Hasta ahora es él quien se ocupa del comercio lanar de la región. Pero por lo que he oído decir, se siente atraído por Queenstown: la fiebre del oro, ya sabe. Si bien no será el mismo Brewster quien se parta el espinazo buscándolo, sino que más bien tendrá el propósito de comerciar con el preciado metal.
George frunció el ceño.
—¿Lo considera tan lucrativo como la lana?
El banquero se encogió de hombros.
—Si quiere saber mi opinión, la lana crece todos los años. Pero nadie sabe cuánto oro hay en la tierra ahí en Otago. No obstante, Brewster es joven y emprendedor. Además tiene motivos de carácter familiar. La esposa procede de allí, es maorí y ha heredado un montón de tierras. En cualquier caso no creo que se enoje si se hace usted cargo de sus clientes. Eso le simplificaría mucho la creación de su negocio.
George estaba totalmente de acuerdo con él y le dio las gracias por sus indicaciones. Aprovechó, asimismo, la oportunidad para informarse de paso sobre los Warden y los O’Keefe. Sobre los Warden, el director, como era obvio, se deshizo en alabanzas.
—El viejo Warden es un zorro, pero entiende de la cría de ovejas. El hijo es más bien un artista, al que no le interesa la granja. Por eso el viejo espera, en vano hasta el momento, la llegada de un nieto que se implique más en el negocio. La nuera es una belleza, lástima que, al parecer, tenga dificultades para concebir hijos. Por ahora, en casi seis años de matrimonio, sólo ha dado a luz una niña… De todos modos, todavía son jóvenes, hay esperanzas. Y bueno, los O’Keefe… —El director de banco elegía las palabras—. ¿Qué debo decir? Secreto bancario, usted ya me entiende…
En efecto, George entendía. Howard O’Keefe no era un cliente que disfrutara de gran estima. Probablemente tuviera deudas. Y las granjas estaban a dos días a caballo de Christchurch, Helen había mentido, pues, en sus cartas acerca de la vida en la ciudad, o al menos había exagerado mucho. Haldon, la siguiente mayor colonia situada junto a Kiward Station, apenas si era un pueblo. ¿Qué es lo que estaría ocultando y por qué? ¿Acaso se avergonzaba de su forma de vida? ¿Sería posible que no se alegrara de la visita de una persona de ultramar? ¡Pero él tenía que ir a su encuentro! ¡Por todos los demonios, había recorrido dieciocho mil millas para verla!
Peter Brewster era un hombre sociable y enseguida invitó a George a comer en su casa al día siguiente. Esto obligaba al recién llegado a postergar sus planes, pero le pareció imprescindible aceptar. De hecho, el encuentro transcurrió en perfecta armonía. La hermosísima esposa de Brewster sirvió una comida al estilo tradicional maorí con pescado fresco del Avon y unos boniatos exquisitamente condimentados. Sus hijos acosaron al invitado con preguntas sobre la good old England, y Peter conocía, naturalmente, tanto a los Warden como a los O’Keefe.
—Pero no se le ocurra preguntar al uno acerca del otro —le advirtió riendo—, son como perro y gato, y eso que una vez fueron socios. Kiward Station les perteneció a ambos tiempo atrás y el nombre procede de la unión de Kee y Ward. Pero los dos eran jugadores y Howard perdió su parte en el juego. No se sabe con exactitud qué sucedió, pero ambos siguen llevando mal ese asunto.
—Se entiende por la parte de O’Keefe —observó George—. ¡Pero el ganador no debería guardar rencor!
—Lo dicho, no sé nada con exactitud. Y al final también alcanzó para que Howard tuviera una granja. Pero a él le falta el know-how. Este año ha perdido prácticamente todos los corderos: los condujo muy pronto a los pastizales de montaña, antes de las últimas tormentas. Siempre se muere un par en la montaña si el invierno arremete de nuevo. ¿Pero subir los rebaños a comienzos de octubre…? ¡Clama al cielo!
George recordó que octubre correspondía allí a marzo, y también en las tierras altas galesas hacía un frío considerable.
—¿Por qué actúa así? —preguntó sin entender. Aunque en realidad se planteaba por qué Helen permitía que su esposo hiciera tal tontería. De hecho, ella nunca se había interesado por el mundo rural, pero tratándose de su supervivencia económica debería de haberse ocupado de ello.
—Ah, es un círculo vicioso —suspiró Brewster, ofreciéndole un cigarro—. O bien la granja es demasiado pequeña o el terreno demasiado pobre para una cantidad tan grande de animales. Pero una menor cantidad no da lo suficiente para vivir, así que se aumenta para ver si hay suerte. En los años buenos la hierba es suficiente, pero en los malos se agota el forraje para el invierno. Hay que comprarlo…, y para ello, una vez más, no hay dinero suficiente. O bien se lleva a los animales a la montaña con la esperanza de que no vuelva a nevar.
»Pero hablemos de algo más alegre. Usted está interesado en que le ceda mis clientes. De acuerdo, con gusto se los presentaré a todos. Seguro que nos pondremos de acuerdo en el traspaso. ¿Estaría usted también interesado eventualmente en nuestra agencia? ¿Despachos y almacenes en Christchurch y Lyttelton? Puedo alquilarle la casa y garantizarle el derecho a compra… O podemos asociarnos y conservo una parte del negocio como socio sin voz. Esto me protegería en caso de que disminuyera enseguida la fiebre del oro.
Los hombres pasaron la tarde revisando los bienes raíces y George quedó impresionado por la empresa de Brewster. Al final acordaron tratar las condiciones precisas para la cesión después de la excursión de George a las llanuras de Canterbury. Éste se despidió con buen ánimo de su socio y escribió de inmediato una carta a su padre. Greenwood Enterprises nunca había llegado a crear un fideicomiso en un nuevo país con tanta rapidez y facilidad. Ahora lo único que se planteaba era la cuestión sobre cómo dar con un administrador capacitado. El mismo Brewster hubiera sido el ideal, pero quería marcharse…
Por lo pronto, George dejó a un lado tal reflexión. Al día siguiente se marcharía tranquilamente a Haldon. Volvería a ver a Helen.
—¿Otra vez visitas? —preguntó Gwyneira con desagrado. En realidad habría preferido aprovechar ese precioso día de primavera para visitar a Helen. Fleurette llevaba días quejándose de que quería ir a jugar con Ruben; además, a la madre y la niña se les estaba agotando la lectura. A Fleurette le fascinaban los cuentos. Le encantaba que Helen se los leyera y ella misma ya hacía intentos de copiar las letras cuando asistía a las clases.
«¡Igual que su padre!», decía la gente de Haldon cuando Gwyneira volvía a pedir libros para leérselos a la pequeña. La señora Candler siempre encontraba similitudes físicas con Lucas que Gwyn no podía distinguir. A sus ojos, Fleurette no tenía prácticamente nada en común con Lucas. La niña era esbelta y pelirroja como Gwyn, pero el azul original del iris se había convertido a los pocos meses en un castaño claro con unos toques ambarinos. Los ojos de Fleur eran, a su manera, tan fascinantes como los de Gwyneira. El ámbar que había en ellos parecía resplandecer cuando se emocionaba y podía verdaderamente lanzar llamas si la niña montaba en cólera. Y eso sucedía deprisa, como su amante madre debía reconocer. Fleurette no era una niña tranquila y fácil de contentar como Ruben. Era vivaracha, muy exigente y se encolerizaba cuando no conseguía sus propósitos. Entonces juraba como un carretero, se ponía roja y, en caso extremo, escupía. Fleurette Warden, con casi cuatro años de edad, no era sin lugar a dudas una lady.
A pesar de ello mantenía una buena relación con su padre. Lucas estaba entusiasmado con su temperamento y cedía con demasiada frecuencia a sus cambios de humor. No hacía ningún intento por educarla, sino que parecía clasificarla en el ámbito de «objetos de investigación de sumo interés». Con el resultado de que Kiward Station ahora tenía dos habitantes cuya pasión era coleccionar wetas, dibujarlos y observarlos. Aun así, Fleur estaba interesada sobre todo en los saltos de esos bichos y encontraba que era una buena idea pintarlos de colores. Gwyneira había desarrollado una habilidad notable para cazar a esos enormes insectos con ayuda de tarros de conservas.
Pero ahora se preguntaba cómo debía explicar a la niña que no iban a emprender la salida prometida.
—¡Sí, otra vez un invitado! —gruñía Gerald—. Si milady lo permite. Un comerciante de Londres. Ha pasado la noche en casa de los Beasley y llegará aquí por la tarde. Reginald Beasley ha sido tan amable que ha enviado un mensajero. Así podremos recibir al caballero de forma conveniente. ¡Naturalmente, sólo si eso es del agrado de milady!
Gerald se levantó vacilante. Aunque todavía no era mediodía, parecía no estar sobrio desde la noche anterior. Cuanto más bebía, más malintencionados eran sus comentarios acerca de Gwyneira. En los últimos meses ella se había convertido en su objeto de escarnio favorito, lo que sin duda residía en el hecho de que fuera invierno. En esa estación, Gerald se daba más cuenta de que su hijo se escondía en su estudio en lugar de ocuparse de la granja, y tropezaba más a menudo con Gwyneira, quien permanecía más en casa a causa del tiempo lluvioso. En verano, cuando se esquilaban de nuevo las ovejas, nacían los corderos y se emprendían otras labores de la granja, Gerald volvía a concentrarse en Lucas mientras Gwyneira emprendía oficialmente largos paseos a caballo y volaba en realidad a casa de Helen. Si bien Gwyneira y Lucas ya conocían ese ciclo por los últimos años, no por ello les resultaba más llevadero. En realidad sólo había una posibilidad de romper el círculo vicioso. Gwyneira tenía que darle a Gerald por fin el deseado heredero. Sin embargo, las energías de Lucas en este aspecto parecían más bien disminuir con los años. Era así de simple: Gwyneira no le excitaba; por lo que ni pensar en engendrar a un segundo hijo. Y la creciente incapacidad de Lucas para compartir el lecho conyugal hacía imposible repetir el engaño de Fleur. Gwyneira tampoco se hacía ilusiones a este respecto. James McKenzie no volvería a aceptar un acuerdo para ello. Y ella tampoco volvería a conseguir separarse de él a continuación. Después del nacimiento de Fleurette, Gwyneira había tardado meses en superar el dolor de la añoranza y la desesperación que la paralizaba cada vez que veía o tocaba a su amante. No siempre podía evitar esto último, pues hubiera parecido extraño que James dejara de tenderle la mano de repente para ayudarla a bajar del carro o que hubiera dejado de recogerle la silla una vez que ella hubiera llevado a Igraine al establo. En cuanto sus dedos se rozaban se producía una explosión de amor y de reconocimiento que apagaba el continuo «nunca más, nunca más» que casi hacía estallar la cabeza de Gwyneira. En algún momento, las cosas mejoraron. Gwyn aprendió a controlarse y los recuerdos empalidecieron. Pero empezarlo todo de nuevo era inconcebible. ¿Y otro hombre? No, no lo conseguiría. Antes de James hubiera dado igual: todos los hombres se parecían más o menos. ¿Pero ahora…? No quedaba ninguna esperanza. Si no sucedía un milagro, Gerald debería resignarse a que Fleur fuera su única nieta.
A la misma Gwyneira no le hubiera importado. Amaba a Fleurette y reconocía tanto su propio ser en ella como todo cuanto había amado en James McKenzie. Fleur era aventurera y lista, tozuda y divertida. Entre los niños maoríes tenía bastantes compañeros de juegos, pues hablaba su lengua con fluidez. Pero a quien más quería era a Ruben, el hijo de Helen. El pequeño, un año mayor que ella, era su héroe y modelo. A su lado conseguía incluso quedarse quieta y en silencio durante la clase de Helen.
Así que hoy no podría ser. Gwyn suspiró y llamó a Kiri para que recogiera la mesa del desayuno. Cabía la probabilidad que a esta última no se le hubiera ocurrido. Hacía poco que se había casado y sólo tenía en mente a su marido. Gwyn únicamente esperaba que les comunicara su embarazo… y que Gerald explotara de nuevo.
Después había que convencer a Kiri para que abrillantara la plata y hablar con Moana acerca de la cena. Algo con cordero. Y un yorkshire pudding tampoco estaría mal. Pero primero, Fleur…
Fleurette no había permanecido inactiva mientras sus padres desayunaban. A fin de cuentas quería marcharse pronto, lo que significaba ensillar el caballo o aparejarlo. La mayoría de las veces Gwyneira se limitaba a sentar a su hija delante de ella a lomos de Igraine, pero Lucas prefería que «sus damas» fueran en carruaje. Por esa razón había mandado llevar a Gwyn un dogcart, que ella manejaba excelentemente. El ligero carruaje de dos ruedas se adaptaba muy bien a todo tipo de terreno e Igraine tiraba de él sin esfuerzo por los caminos complicados. Sin embargo, no era posible ir con él a campo traviesa ni tampoco saltar obstáculos. Así que no podía tomar el atajo del bosque. No era pues extraño que Gwyn y Fleur prefiriesen montar sobre la grupa, así que Fleurette tomó ese día también una decisión.
—¿Puedes ensillar a Igraine, señor James? —le preguntó a McKenzie.
—¿Con la silla de amazona o con la otra, Miss Fleur? —respondió con gravedad James—. Ya sabe lo que ha dicho su padre.
Lucas consideraba en serio pedir que enviaran un poni desde Inglaterra para que la niña aprendiera a montar con corrección en la silla lateral. Gwyneira replicó que, de todos modos, para cuando el poni llegara, la niña ya habría crecido demasiado. Primero enseñaría a su hija en la silla de caballero con Madoc. El semental era muy dócil, pero el problema residía más bien en mantener el secreto.
—Con una silla para personas de verdad —contestó Fleur.
James no pudo reprimir la risa.
—Una silla de verdad, muy bien, milady. ¿Irá usted sola de paseo a caballo?
—No, mamá vendrá enseguida. Pero le ha dicho a papá que todavía tiene que hacer de blanco del abuelo. ¿Disparará contra ella de verdad, señor James?
«No, si yo puedo evitarlo», pensó McKenzie furioso. Nadie en la granja ignoraba cómo Gerald atormentaba a su nuera. Al contrario de Lucas, por el que los trabajadores sentían cierta rabia, Gwyneira despertaba compasión. Y a veces los jóvenes se acercaban peligrosamente a la realidad cuando se burlaban de sus patrones. «Sólo con que Miss Gwyn tuviera un hombre como Dios manda… —era el comentario general—. ¡Entonces el viejo ya hubiera sido diez veces abuelo!»
Con bastante frecuencia los tipos se ofrecían en broma como «toros sementales» y se superaban en sugerencias sobre cómo satisfacer a un mismo tiempo a su bonita señora y al suegro de ésta.
James intentaba encajar esas bromas de mal gusto, aunque no siempre le resultaba fácil. Si al menos Lucas se hubiera esforzado por hacer algo útil en la granja… Pero no aprendía nada y cada año se volvía más reacio y desabrido cuando Gerald le obligaba a ocuparse de las cuadras o de los campos.
Mientras ponía la silla a Igraine, siguió charlando un poco más con Fleur. Lo ocultaba bien, pero amaba a su hija y no conseguía tratarla como a una Warden. Ese torbellino pelirrojo era su hija, y a él no le importaba lo más mínimo que fuera «sólo» una niña. Esperó pacientemente a que ella hubiera subido a una caja desde la que podía cepillar la cola de Igraine.
Gwyneira entró en las cuadras cuando James acababa de apretar la cincha y, como siempre, reaccionó de forma involuntaria a su mirada. Un destello en los ojos, un diminuto toque de rubor en el rostro…, luego de nuevo un férreo control.
—Oh, James, ¿ya ha ensillado el caballo? —preguntó Gwyneira con un tono compungido—. Por desgracia no podré dar el paseo a caballo con Fleur, esperamos visita.
James asintió.
—Ah, sí, ese comerciante inglés. Yo mismo debería haber pensado en que eso le impediría salir. —Se dispuso a desensillar la yegua.
—¿No vamos a ir en caballo a la escuela? —preguntó Fleur ofendida—. ¡Pero entonces me quedaré tonta, mamá!
Era el nuevo argumento para ir, a ser posible cada día, a casa de Helen. Ésta lo había utilizado con un niño maorí al que le gustaba hacer novillos, y a Fleur se le había grabado en la memoria dicha observación.
James y Gwyn no tuvieron otro remedio que echarse a reír.
—Es cierto que no podemos correr ese riesgo —intervino James con fingida seriedad—. Si usted lo permite, Miss Gwyn, yo mismo la llevaré a la escuela.
Gwyn lo miró maravillada.
—¿Tiene tiempo? —preguntó—. Pensaba que quería controlar los corrales para las ovejas de cría.
—Están en el camino —respondió James, y le hizo un guiño. De hecho, los corrales no se encontraban en el camino pavimentado que llevaba a Haldon, sino en el atajo secreto de Gwyneira que pasaba por el monte—. Es obvio que tenemos que ir a caballo. Si engancho el carro, perderé tiempo.
—¡Por favor, mamá! —suplicó Fleur. Y se preparó de inmediato para coger un berrinche si Gwyn se atrevía a negarse.
Por suerte, su madre no era difícil de convencer. De todos modos, sin la niña desilusionada y refunfuñando a su lado le resultaría más fácil realizar una tarea que ya de por sí le desagradaba.
—De acuerdo —contestó—. Que te diviertas. Me gustaría ir con vosotros.
Gwyneira observó con envidia cómo James sacaba su Wallach del establo y colocaba a Fleur en la parte delantera de la silla. La niña estaba bonita y erguida sentada a lomos del caballo y sus bucles rojos se balanceaban al compás de los pasos del animal. James también ocupó sin esfuerzo su sitio en la silla. Cuando ambos emprendieron la marcha, Gwyn se quedó un poco preocupada.
¿Es que nadie salvo ella se percataba del parecido entre el hombre y la niña?
Lucas Warden, el pintor y cultivado observador, siguió a los jinetes con la mirada desde su ventana. Contempló la figura solitaria de Gwyneira en el patio y creyó leer sus pensamientos.
Estaba contento en su mundo, pero a veces…, a veces hubiera querido amar a esa mujer.