El embarazo de Gwyneira transcurrió sin ningún incidente. Incluso las conocidas náuseas de los primeros tres meses fueron clementes y no se produjeron. Así que tampoco se tomó en serio las advertencias de su madre, quien prácticamente desde que había contraído matrimonio le había estado suplicando que dejara de montar a caballo. En lugar de eso, Gwyn iba cada día que hacía bueno a ver a Helen o a la señora Candler… para evitar con ello a James McKenzie. Al principio le dolía cada mirada que le lanzaba y siempre que era posible ambos procuraban no cruzarse. Pero si el encuentro era inevitable, ambos apartaban la vista turbados, esforzándose por no ver el dolor y la aflicción en los ojos del otro.
Así que Gwyn pasaba mucho tiempo con Helen y el pequeño Ruben. Aprendió a ponerle los pañales y a cantarle canciones de cuna mientras Helen hacía chaquetitas de punto de bebé para Gwyneira.
—¡Pero ninguna que sea de color rosa! —dijo Gwyn horrorizada cuando Helen empezó un pelele de colores para aprovechar los restos de lana—. ¡Será un niño!
—¿Cómo lo sabes? —contestó Helen—. También sería bonito que tuvieras una niña.
Gwyneira se horrorizaba ante la idea de no poder dar el deseado heredero varón. Por sí misma nunca se habría preocupado por un niño. Era ahora que cuidaba de Ruben y que cada día se percataba de que el pequeño también tenía ideas claras de lo que quería y no quería, cuando tomó clara conciencia de que no llevaba en su interior sólo al heredero de Kiward Station. Lo que crecía dentro de su vientre era un pequeño ser humano, con su personalidad particular, susceptible asimismo de ser mujer, y al que había ya condenado a vivir con una mentira. Cuando Gwyneira daba vueltas a este pensamiento, sentía que le remordía la conciencia, pues su hijo nunca conocería a su auténtico padre. Así que apartaba de sí esas reflexiones y ayudaba a Helen en sus casi interminables tareas domésticas —Gwyneira sabía ordeñar— y en la escuela de niños maoríes, que iba creciendo. Helen daba clases ahora a dos grupos y Gwyn descubrió admirada entre ellos a tres de los críos desnudos que chapoteaban en el lago de Kiward Station.
—Los hijos del jefe y su hermano —explicó Helen—. Sus padres quieren que aprendan algo, por eso han enviado a los niños a casa de unos parientes del poblado vecino. Un sacrificio bastante grande. Una exigencia para los niños. Cuando añoran su casa vuelven a ella, ¡a pie! ¡Y el pequeño siempre está añorado!
Señaló a un jovencito guapo y con cabellos negros y ondulados.
Gwyneira recordó los comentarios de James respecto a los maoríes y que los niños demasiado listos podían convertirse en un peligro para los blancos.
Helen se encogió de hombros cuando Gwyn se lo contó.
—Si yo no les enseño, lo hará otro. Y si esta generación no aprende, lo hará la próxima. ¡Además, es imposible negarle a un ser humano la educación!
—Bueno, no te emociones. —Gwyneira alzó la mano apaciguadora—. Soy la última persona que te lo impedirá. Pero tampoco estaría bien que estallara una guerra.
—Ah, los maoríes son pacíficos. —Helen rechazó con un gesto tal idea—. Quieren aprender de nosotros. Creo que han observado que la civilización hace la vida más fácil. Además, aquí las cosas funcionan, de todos modos, de una manera distinta a como se desarrollan en otras colonias. Los maoríes no son indígenas. Ellos mismos son inmigrantes.
—¿En serio? —Gwyneira se sorprendió. Nunca lo había oído decir.
—Sí. Claro que están aquí desde hace mucho, muchísimo antes que nosotros —prosiguió Helen—. Pero no desde tiempos inmemoriales. Es decir, llegaron aquí a principios del siglo XIV más o menos. Con siete canoas dobles, eso lo saben con exactitud. Cada familia puede remontarse a sus orígenes por haber ocupado una de esas canoas…
En lo que iba de tiempo, Helen hablaba bien el maorí y escuchaba con atención las historias de Matahorua, que cada vez entendía mejor.
—¿Entonces la tierra no les pertenece? —preguntó esperanzada Gwyneira.
Helen puso los ojos en blanco.
—Si las cosas se ponen realmente mal, es probable que ambas partes reivindiquen el derecho del descubridor. Esperemos que lleguen a un acuerdo de forma pacífica. Bien, y mientras tanto yo les enseño a sumar tanto si a mi esposo o a tu señor Gerald les parece bien como si no.
Aparte de la fría relación entre Gwyneira y James, el ambiente que reinaba en Kiward Station en esos tiempos era estupendo. La perspectiva de tener un nieto había reanimado a Gerald. Volvía a estar más pendiente de la granja, vendía más carneros a otros criadores de ganado y así ganaba mucho dinero. Desmotó otras superficies para ganar más pastizal. Al calcular qué ríos se podían emplear para el transporte y qué maderas tenían valor, incluso Lucas hizo aportaciones útiles. Se quejaba de la pérdida de los bosques, pero no protestaba con suficiente energía pues, a fin de cuentas, estaba contento de que Gerald hubiese dejado de burlarse de él. Nunca planteó la pregunta de cómo había aparecido el niño. Tal vez esperaba que fuera cosa del azar o simplemente no quería saberlo. De todos modos, no había tanta vida en pareja como para que se propiciase una conversación tan desagradable. Lucas suspendió sus visitas nocturnas tan pronto como Gwyneira reveló su embarazo. Así que en realidad sus «intentos» nunca le habían proporcionado placer. Sin embargo, disfrutaba retratando a su bonita esposa. Gwyneira posaba dócilmente para el retrato al óleo y ni siquiera Gerald criticaba esta ocupación. Como madre de las generaciones venideras, el retrato de Gwyneira merecía un lugar de honor junto al cuadro de su esposa Barbara. Todos encontraron el óleo concluido muy bien logrado. Lucas, por su parte, no estaba del todo satisfecho. Pensaba que no había sabido plasmar a la perfección la «enigmática expresión» de Gwyneira y tampoco le parecía óptima la forma de incidir de la luz. No obstante, todas las visitas elogiaron vivamente el cuadro. Lord Brannigan llegó incluso a pedirle a Lucas que pintara un retrato de su esposa. Gwyneira sabía que en Inglaterra se hubiera pagado una buena cantidad por ese trabajo, pero Lucas, naturalmente, habría calificado de denigrante pedir un penique a sus vecinos y amigos.
Gwyn no veía la diferencia entre vender un cuadro y una oveja o un caballo, pero no discutió al respecto y observó aliviada que tampoco Gerald censuraba la falta de espíritu comercial de su hijo. Por el contrario, parecía estar por primera vez casi orgulloso de su vástago. En la casa reinaban una alegría y una armonía sin reservas.
Cuando el nacimiento se fue acercando, Gerald buscó un médico para Gwyneira, pero sus esfuerzos fueron en vano, ya que ello habría significado dejar Christchurch sin especialista durante semanas. Gwyn tampoco encontraba tan malo tener que prescindir de un médico. Después de haber visto a Matahorua trabajando, estaba dispuesta a confiar en una comadrona maorí. Pero Gerald calificó eso de inadmisible y Lucas defendió la misma opinión, incluso con más determinación.
—¡No se trata de que te atienda una salvaje cualquiera! Eres una lady y debes ser atendida con las atenciones que corresponden a tu rango social. Todo en sí es, sin más, un riesgo que corres. Deberías dar a luz en Christchurch.
Una vez más esto llevó a Gerald a ponerse en pie de guerra. El heredero de Kiward Station, declaró, vendría al mundo en la granja y en ningún otro lugar.
Al final, Gwyneira le confesó el problema a la señora Candler, aunque temía que le fuera a ofrecer después a Dorothy. La mujer del tendero lo hizo de inmediato, pero aportó una solución todavía mejor.
—La comadrona de Haldon tiene una hija que suele ayudarla. Por lo que yo sé, ya ha asistido sola algunos partos. Pregúntele tan sólo si estaría dispuesta a quedarse un par de días en Kiward Station.
Francine Hayward, la hija de la comadrona, era una joven de veinte años espabilada y optimista. Tenía un abundante cabello rubio, una cara alegre de nariz respingona y unos llamativos ojos de color verde claro. Con Gwyneira se entendió estupendamente a la primera. A fin de cuentas, las dos eran de la misma edad y, después de las dos primeras tazas de té, Francine le confesó a Gwyneira su amor secreto por el hijo mayor de los Candler y Gwyn le contó que de joven había soñado con indios y cowboys.
—En una de las novelas una mujer tiene un hijo mientras los pieles rojas han rodeado la casa. Y está sola con su marido y su hija…
—Tampoco lo encuentro tan romántico —dijo Francine—. Al contrario, sería una pesadilla para mí. Imagínate que el hombre tenga que andar corriendo del tiroteo a los pañales al tiempo que alterna un «Empuja, cariño» con un «Ya te tengo, maldito piel roja».
Gwyneira se echó a reír.
—Algo así jamás acudiría a los labios de mi marido en presencia de una lady. Probablemente diría: «Discúlpame un momento, cariño mío, debo eliminar raudamente a uno de esos salvajes».
Francine estalló en carcajadas.
Puesto que la madre también estaba de acuerdo con el trato, Francine montó a la espalda de Gwyneira esa misma tarde y ambas se encaminaron hacia Kiward Station. Se sentó cómoda y sin temor sobre la grupa reluciente de Igraine. Escuchó impaciente la reprimenda de Lucas:
—¡Qué peligro, ir las dos a caballo! ¡Podríamos haber ido a buscar a la joven dama!
Francine ocupó maravillada una de las habitaciones nobles de invitados. En los días siguientes disfrutó del lujo de no tener nada que hacer salvo acompañar a Gwyneira hasta el nacimiento del «príncipe de la corona». Mientras, ésta embellecía solícita las labores de punto y ganchillo ya listas, bordando coronitas doradas.
—Eres de la nobleza —respondía cuando Gwyneira decía que lo encontraba lamentable—. El bebé seguro que está en algún lugar de la lista de los sucesores al trono británico.
Gwyneira esperaba que Gerald no lo oyera. Creía que el orgulloso abuelo era capaz sin lugar a dudas de atentar contra la vida de la reina y de sus descendientes. Por el momento, Gerald se limitó a incluir la coronita en la marca de fuego de Kiward Station. Hacía poco que había comprado un par de bueyes y necesitaba una marca registrada. Lucas dibujó, siguiendo las indicaciones de Gerald, un blasón en el que se unían la coronita de Gwyneira y un escudo con el que Gerald se remitía al nombre Warden, «guardián».
Francine era divertida y siempre estaba de buen humor. Su compañía le sentó bien a Gwyneira y permitió que no asomara ningún temor al parto. En lugar de eso, Gwyn sintió más bien un ataque de celos: Francine se había olvidado sin demora del joven Candler y no dejaba de poner a James McKenzie por las nubes.
—Estoy segura de que le intereso —decía emocionada—. Cada vez que me ve me pregunta por mi trabajo y por cómo te va. ¡Es tan dulce! Y es evidente que busca temas de conversación que me incumben. ¡Por qué iba a interesarse sino por cuándo vas a dar a luz al bebé!
A Gwyneira se le ocurrieron algunas razones y encontró bastante arriesgado por parte de James que mostrara su interés con tanta claridad. Pero sobre todo suspiraba por él y por su consoladora cercanía. Le hubiera gustado sentir su mano sobre el vientre y compartir la alegría arrebatadora de notar los movimientos del pequeño en su barriga. Cuando el niño se ponía a dar pataditas pensaba en la expresión de alegría de James al ver al recién nacido Ruben y recordaba una escena en la caballeriza, cuando Igraine estaba a punto de parir.
—¿Siente al potro, Miss Gwyn? —le había dicho resplandeciente—. Se mueve. ¡Ahora tiene que hablar con él, Miss Gwyn! Así ya reconocerá su voz cuando llegue al mundo.
Ahora hablaba con su bebé, cuyo nido había preparado con tanta perfección. La cuna junto a su cama, una cunita de ensueño de seda azul y amarillo oro que Kiri había colocado siguiendo las indicaciones de Lucas. Incluso ya tenía puesto el nombre: Paul Gerald Terence Warden. Paul por el padre de Gerald.
—Al próximo hijo le podremos poner el nombre de tu abuelo, Gwyneira —concedió Gerald con generosidad—. Pero al principio quiero establecer una tradición determinada…
En el fondo, a Gwyneira le daba igual el nombre. Ahora cada día le pesaba más el niño, ya era hora de que llegara al mundo. Se sorprendió contando los días y comparándolos con sus aventuras del año anterior.
«Si viene hoy, fue concebido junto al lago… Si espera hasta la semana próxima, será un niño de la niebla… Un pequeño guerrero creado en el círculo de piedras…» Gwyneira recordaba cada matiz de las caricias de James y a veces lloraba de añoranza al ir a dormir.
Los dolores comenzaron un día a finales de noviembre, un día que se correspondía al mes de junio en la lejana Inglaterra. Después de la lluvía caída en las últimas semanas, esa mañana el sol resplandecía, las rosas del jardín florecían y todas las flores de colores de primavera, que a Gwyneira le gustaban mucho más, brillaban en todo su esplendor.
—¡Qué bonito es! —exclamaba entusiasmada Francine, que había puesto la mesa de desayuno para su protegida en la ventana del mirador de los aposentos de Gwyneira—. Debo convencer urgentemente a mi madre de que plante un par de flores, en nuestro jardín sólo crecen las verduras. Pero siempre sale una mata de rata.
Gwyneira estaba a punto de replicar que justo al llegar a Nueva Zelanda se había enamorado de uno de esos arbustos con su suntuosa abundancia de flores rojas, cuando notó el dolor. Justo después expulsó el líquido amniótico.
Gwyneira no tuvo un parto fácil. Estaba muy sana y tenía muy bien desarrollada la musculatura del abdomen. En contra de lo que aseguraba su madre, el montar tanto a caballo no había provocado un aborto, sino que había dificultado al niño el paso por la pelvis. Sin embargo, Francine no dejó de asegurarle que todo estaba en orden y el niño perfectamente situado, aunque no pudo evitar con ello que Gwyneira gritara, e incluso soltara improperios. Lucas no la oía. Por fortuna, al menos ahí no lloraba nadie: Gwyn no sabía si habría soportado el gimoteo de Dorothy. Kiri, que ayudaba a Francine, se mantenía serena.
—Niño sano. Decir Matahorua. Siempre tener razón.
Antes del alumbramiento, por el contrario, era un infierno. Gerald, que al principio había estado tenso, luego preocupado, al final del día le gritaba a todo el que se le acercaba. Se emborrachó hasta perder el sentido. Las últimas horas del alumbramiento se quedó dormido en su butaca del salón. Lucas se preocupó y bebió en la justa medida, a su estilo. También él dormitó al final, pero tenía un sueño ligero. En cuanto algo se movía en el pasillo que llevaba a los aposentos de Gwyneira, levantaba la cabeza y, durante la segunda mitad de la noche, Kiri tuvo que darle el parte del último estado de las cosas en varias ocasiones.
—¡El señor Lucas tan atento! —le comunicó a Gwyneira.
James McKenzie, por el contrario, no durmió. Pasó el día con una tensión terrible y por la noche decidió apostarse en el jardín, delante de la ventana de Gwyneira. Así que era el único que oía sus gritos. Impotente, con los puños cerrados y lágrimas en los ojos, esperaba. Nadie le dijo si todo iba bien y con cada lágrima temía por la vida de Gwyn.
Al final, un ser peludo y suave se acercó a él. Otro más relegado al olvido. Francine había expulsado sin piedad a Cleo de la habitación de Gwyn, y ni Lucas ni Gerald se habían ocupado de ella. Ahora gimoteaba al oír los gritos de su ama.
—Lo siento, Gwyn, lo siento mucho —susurraba James contra el sedoso pelaje de Cleo.
Cuando por fin ambos oyeron otro sonido más bajo, pero más potente y bastante más rebelde, James abrazó a la perra. El recién nacido saludaba los primeros rayos de sol de un nuevo día. Y Gwyn le acompañaba con un último grito lleno de dolor.
James lloró de alivio sobre el suave pelaje de Cleo.
Lucas enseguida se despertó cuando Kiri apareció con el niño en los brazos en lo alto de las escaleras. Parecía la estrella de un espectáculo de variedades con plena conciencia de su importancia. Lucas le preguntó directamente por qué Francine misma no le presentaba al bebé, pero todo el rostro de Kiri resplandecía por lo que se podía deducir claramente que tanto la madre como el bebé se encontraban bien.
—¿Todo… en orden? —preguntó él de todos modos como era obligatorio, y se puso en pie para acercarse a la joven.
También Gerald se espabiló.
—¿Ya ha llegado? —preguntó—. ¿Todo ha ido bien?
—¡Sí, señor Gerald! —contestó alegremente Kiri—. Un bebé precioso. ¡Precioso! Pelo rojo como madre.
—Una persona impulsiva —dijo Gerald riendo—. El primer Warden pelirrojo.
—Yo creo no ser «el» —le informó Kiri—. Es «la». Es niña, señor Gerald. ¡Una niña preciosa!
Francine sugirió que llamaran a la niña Paulette, pero Gerald se negó. Paul debía ser conservado para su heredero varón. Lucas, como buen gentleman, apareció junto a la cama de su esposa una hora después del alumbramiento con una rosa roja del jardín y le dijo en un tono comedido que encontraba a la niña arrebatadora. Gwyneira sólo asintió. ¿De qué otro modo que no fuera arrebatadora podía encontrarse a esa pequeña criatura que sostenía ahora orgullosa en los brazos? No se hartaba de mirar los diminutos deditos, la naricilla y las largas y rojas pestañas que rodeaban los grandes ojos azules. La pequeña también tenía mucho pelo ya. Sin lugar a dudas, una pelirroja como su madre. Gwyneira acariciaba a su bebé y la pequeñita la cogía del dedo. Sorprendentemente fuerte. Llevaría las riendas con firmeza… Gwyn no tardaría en enseñarle a montar a caballo.
Lucas propuso el nombre de Rose e hizo enviar un enorme ramo de rosas rojas y blancas a la habitación de Gwyneira, que pronto impregnaron el ambiente con su fascinante perfume.
—Pocas veces he visto florecer las rosas de forma tan cautivadora como hoy, querida mía. Es como si el jardín se hubiera engalanado especialmente para recibir a nuestra hija. —Francine le había puesto el bebé en los brazos y él la sostenía con bastante torpeza, como si no supiera qué hacer con él. Repetía las palabras «nuestra hija» de forma natural. No parecía pues albergar ninguna sospecha.
Gwyneira, que pensaba en el jardín de rosas de Diana, le contestó:
—¡Es mucho más bonita que una rosa! ¡Es la más bonita del mundo!
Le volvió a coger la niña. Era una tontería, pero tenía una pizca de celos.
—Entonces tendrás que pensarte tú misma un nombre, cariño mío —dijo Lucas indulgente—. Estoy seguro de que encontrarás uno apropiado. Pero ahora debo dejaros solas, tengo que ocuparme de padre. Todavía no ha encajado que no sea un niño.
Hasta pasadas unas horas, Gerald no pudo reponerse e ir a visitar a Gwyneira y su hija. La felicitó sin gran entusiasmo y contempló al bebé. Sólo cuando la diminuta mano tomó posesión de su dedo y al hacerlo parpadeó, esbozó el hombre una sonrisa.
—Bueno, al menos lo tiene todo —gruñó de mala gana—. Esperemos que el próximo sea niño. Ahora ya sabéis cómo se hace…
Cuando Warden cerró la puerta tras de sí, Cleo se coló dentro de la habitación. Satisfecha de haberlo por fin conseguido, se acercó a la cama de Gwyneira y apoyó las patas delanteras sobre la colcha, mostrando su sonrisa de collie.
—¿Dónde te habías escondido? —preguntó Gwyn encantada mientras la acariciaba—. Mira, voy a presentarte a alguien.
Para horror de Francine permitió que la perra olfateara al bebé. Entonces le llamó la atención un pequeño ramo de flores de primavera que alguien había atado al collar de Cleo.
—¡Qué original! —observó Francine cuando Gwyn desató con cuidado el ramito—. ¿Quién podrá ser? ¿Uno de los hombres?
Gwyneira se lo podría haber revelado. No dijo nada pero su corazón estaba inundado de alegría. Él también sabía que su hija había nacido y, naturalmente, había escogido flores silvestres de colores en lugar de cortar rosas.
El bebé estornudó cuando las flores le acariciaron la naricita. Gwyneira rio.
—La llamaré Fleurette.