10

—Bueno, lo primero de todo… ¡No estoy enamorada de usted!

Gwyneira no sabía si éste era un buen comienzo, pero eso es lo que salió de sus labios cuando se encontró a solas con James McKenzie. Había pasado aproximadamente una semana desde la fiesta. Los últimos invitados se habían ido el día anterior y ese día Gwyneira podía por fin balancearse de nuevo a lomos de un caballo. Lucas había empezado un nuevo cuadro. El jardín resplandeciente de colores lo había inspirado y trabajaba en esos momentos en una escena festiva. En los últimos días, Gerald casi se había dedicado en exclusiva a beber y ahora dormía la borrachera, y McKenzie cabalgaba a las tierras altas para recoger las ovejas que debían ser conducidas a las ferias. Los perros habían tenido que mostrar su talento varias veces en las últimas semanas y habían sido cinco los invitados que habían adquirido en total ocho cachorros. No obstante, las crías de Cleo no estaban entre ellos, se quedaban como animales de cría en Kiward Station y acompañaban a su madre cuando conducía las ovejas. Pese a que Cleo todavía tropezaba con sus propias patas a veces, su talento no dejaba lugar a dudas.

James se había alegrado de que Gwyneira se hubiera reunido con él para conducir el ganado. Pero prestó atención cuando ella, que cabalgaba a su lado en silencio, respiró hondo para iniciar la conversación. Lo que dijo, pareció divertirle.

—Claro que no está enamorada de mí, Miss Gwyn. Cómo podría ocurrírseme algo así… —dijo, reprimiendo la risa.

—¡No se burle de mí, James! Debo hablar de algo muy serio con usted…

McKenzie pareció afectado.

—¿La he ofendido? No era mi intención. Pensé que también se refería…, al beso, quiero decir. Pero si desea que me vaya…

—Olvídese del beso —respondió Gwyneira—. Se trata de otra cosa, señor James…, hum, James… Yo…, yo quería pedirle su ayuda.

McKenzie detuvo su caballo.

—Lo que usted desee, Miss Gwyn. Nunca le negaría nada.

Se la quedó mirando fijamente a los ojos, y a ella le resultó difícil seguir hablando.

—Pero es algo…, no es decente.

James rio.

—No me preocupa demasiado la decencia. No soy ningún gentleman, Miss Gwyn. Creo que ya habíamos hablado una vez al respecto.

—Es una pena, señor James, porque sobre todo… Lo que quiero pedirle… precisa de la discreción de un gentleman.

Gwyneira se sonrojó. ¿Qué pasaría cuando a continuación hablase con mayor claridad?

—Tal vez baste con un hombre de honor —sugirió James—. Alguien que cumpla con su palabra.

Gwyneira reflexionó. Luego asintió.

—Entonces tiene que prometerme que no le dirá a nadie si usted…, nosotros…, lo hacemos o no.

—Sus deseos son órdenes para mí. Haré lo que usted me pida que haga. —James volvía a mostrar ese brillo en los ojos, pero hoy no era tan alegre y malicioso, sino casi una súplica.

—Pero es usted muy imprudente —le reprochó Gwyneira—. Todavía ignora por completo lo que quiero. Imagínese que le exijo que asesine a alguien.

James no pudo evitar echarse a reír.

—¡No se ande con tantos rodeos, Gwyn! ¿Qué quiere? ¿Quiere que mate a su esposo? Valdría la pena pensarlo. Entonces por fin la tendría para mí.

Gwyn le lanzó un mirada horrorizada.

—¡No hable así! ¡Es terrible!

—¿La idea de matar a su marido o la de pertenecerme a mí?

—Nada…, las dos… ¡Ay, ahora ya me ha liado usted! —Gwyneira estaba a punto de arrojar la toalla.

James silbó a los perros, detuvo su caballo y desmontó. Luego ayudó a Gwyneira a bajar de su montura. Ella lo permitió. Sentir sus brazos era excitante y consolador.

—Bien, Gwyn. Ahora nos sentamos aquí y me explica tranquilamente qué es lo que aflige su corazón. Y entonces podré decidir si sí o si no. ¡Y le prometo que no me reiré!

McKenzie desató una manta de su silla, la desplegó y pidió a Gwyneira que tomara asiento.

—Pues bien —dijo ella en voz baja—. Tengo que tener un hijo.

James sonrió.

—Nadie puede forzarla.

—Quiero tener un hijo —se corrigió Gwyneira—. Necesito un padre.

James frunció el entrecejo.

—No entiendo…, pero si está casada.

Gwyneira sentía su cercanía y el calor de la tierra debajo de ella. Era agradable sentarse al sol y era bueno hablar por fin. Sin embargo, no pudo evitar estallar en lágrimas.

—Lucas…, no lo consigue. Es un…, no, no puedo decirlo. En cualquier caso…, todavía no he sangrado y nunca me ha hecho daño.

McKenzie sonrió y pasó dulcemente el brazo alrededor de ella. La besó con cautela en la sien.

—No puedo garantizarte, Gwyn, que haga daño. Sería mejor que te gustara.

—Lo principal es que lo hagas bien para que tenga el niño —susurró Gwyneira.

James volvió a besarla.

—Puedes confiar en mí.

—¿Así que tú ya lo has hecho?

James tuvo que reprimir la risa.

—A menudo, Gwyn. Lo dicho, no soy un gentleman.

—Bien. Sobre todo tiene que ser rápido. Corremos demasiado riesgo de ser descubiertos. ¿Cuándo lo hacemos? ¿Y dónde?

James le acarició el cabello, le besó la frente y le hizo cosquillas con la lengua en el labio superior.

—No tiene que ser rápido, Gwyneira. Y tampoco puedes estar segura de que funcione la primera vez. Ni siquera aunque lo hagamos todo bien.

Gwyn adoptó un aire receloso.

—¿Por qué no?

James suspiró.

—Mira, Gwyn, tú sabes de animales… ¿Qué sucede con una yegua y un semental?

Ella asintió.

—Si es en la época, basta con una vez.

—Justo, cuando es la época.

—El semental lo nota… ¿Eso significa que tú no lo notas?

James no sabía si tenía que reír o llorar.

—No, Gwyneira. Los seres humanos somos en eso distintos. Siempre disfrutamos del amor, no sólo los días en que la mujer puede quedar embarazada. Así que puede ser que tengamos que intentarlo varias veces.

James miró a su alrededor. Había elegido bien el lugar de la acampada, bastante arriba en la montaña. Nadie pasaría por ahí. El rebaño se había desperdigado para pastar, los perros vigilaban la ovejas. Los caballos estaban atados a un árbol que también les podía dar sombra.

James se puso en pie y tendió la mano a Gwyneira. Cuando ella se levantó sorprendida, él extendió la manta a media sombra. Abrazó a Gwyneira, la levantó y la tendió sobre la manta. Abrió con cuidado la blusa que ella llevaba sobre la ligera falda de montar y la besó. Sus besos la encendieron y sus caricias en las zonas más íntimas de su cuerpo despertaron sensaciones que Gwyneira nunca antes había experimentado y que la transportaban a lugares felices. Cuando al final la penetró, sintió un breve dolor, pero que luego se disolvió en un delirio de los sentidos. Era como si se hubieran estado buscando toda la vida y por fin se hubieran encontrado… Una ampliación del «parentesco de almas» del que hacía poco se había reído. Al final, yacieron uno al lado del otro, medio desnudos y extenuados, pero inmensamente felices.

—¿Tienes algo en contra si tenemos que hacerlo varias veces? —preguntó James.

Gwyneira lo miró reluciente.

—Yo diría —respondió, esforzándose por adoptar la debida seriedad— que lo hagamos simplemente cuantas veces sea necesario.

Lo hacían siempre que se les brindaba la oportunidad. Gwyneira, en especial, vivía con el temor a ser descubierta y prefería no correr ni siquiera el menor riesgo. Por otra parte, sólo pocas veces encontraban buenos pretextos para desaparecer juntos, por lo que Gwyneira tardó un par de semanas hasta quedar embarazada. Fueron las semanas más felices de su vida.

Cuando llovía, James la amaba en los cobertizos de la esquila que, una vez cortada la lana de las ovejas, estaban abandonados. Se quedaban abrazados y escuchaban el golpeteo de las gotas de lluvia en la cubierta, se estrechaban el uno contra el otro y se contaban historias. James se rio de la leyenda maorí de rangi y papa y sugirió que volvieran a hacer el amor para consolar a los dioses.

Cuando brillaba el sol se amaban en las colinas, entre las plantas que formaban extensiones de tussok, acompañados por la melodía regular del sonido que hacían al masticar los caballos que pastaban a su lado. Se besaban a la sombra de las imponentes piedras de las llanuras y Gwyneira contó la historia de los soldados encantados, mientras James afirmaba que los círculos de piedras de Gales formaban parte de un hechizo de amor.

—¿Conoces la leyenda de Tristán e Iseo? Se amaban el uno al otro, pero el esposo de ella no debía descubrirlo, así que los elfos hicieron crecer un círculo de piedra alrededor del lugar donde acampaban en el prado para apartarlos de las miradas del mundo.

Se amaban a la orilla de lagos de montaña helados y de aguas transparentes como el cristal y en una ocasión James logró convencer a Gwyneira de que se metiera con él en el agua completamente desnuda. Gwyn se moría de vergüenza. No recordaba haber estado así desnuda desde su infancia. Pero James le dijo que era tan bonita que rangi se pondría celosa si seguía permaneciendo en el suelo firme de papa, así que la arrastró al agua dónde ella se abrazó a él gritando.

—¿No sabes nadar? —le preguntó con aire incrédulo.

Gwyneira escupió agua.

—¿Dónde debería de haber aprendido? ¿En la bañera de Silkham Manor?

—¿Has cruzado medio mundo en un barco sin saber nadar? —James agitó la cabeza y la sujetó con firmeza—. ¿Y no tuviste miedo?

—¡Habría tenido más miedo si hubiera tenido que nadar! Y ahora deja de hablar y enséñame. Tampoco puede ser tan difícil. ¡Hasta Cleo sabe hacerlo!

Gwyneira aprendió a flotar en el agua en un abrir y cerrar de ojos y luego se tendió en la orilla del lago agotada y con frío, mientras James pescaba unos peces y los asaba a continuación en un hoguera. A Gwyneira le encantaba cuando él encontraba algo comestible en el monte y se lo servía después a ella. Lo llamaba el juego de «Supervivencia en la Naturaleza Virgen» y James lo dominaba de maravilla. Para él, el monte era como su despensa particular. Mataba pájaros y conejos, pescaba peces y recogía raíces y frutas extrañas. Semejaba al pionero de los sueños de Gwyn. A veces se preguntaba cómo sería estar casada con él y administrar una pequeña granja como Helen y Howard. James no la dejaría todo el día sola, sino que compartiría las tareas con ella. De nuevo soñaba con arar con el caballo, con el trabajo a cuatro manos en el huerto y de cómo James enseñaba a un niño pelirrojo a pescar.

Naturalmente desatendía a Helen con toda esa conducta reprobable, pero su amiga nada decía cuando Gwyn, con expresión feliz pero el vestido manchado de hierba, aparecía por su casa, después de que James continuara su camino hacia las montañas.

—Tengo que ir a Haldon, pero ayúdame por favor a cepillarme el vestido. No sé cómo se me ha ensuciado…

Al parecer, Gwyn partía hasta tres veces por semana hacia Haldon. Ella aseguraba que se había unido al club de amas de casa. Gerald se alegraba y ella aparecía con frecuencia con nuevas recetas de cocina que había pedido a toda prisa a la señora Candler. Lucas lo encontraba más bien extraño, pero él tampoco ponía objeciones; de todos modos estaba contento de que lo dejaran tranquilo.

Gwyneira ponía como excusa reuniones de damas y James ovejas descarriadas. Pensaban nombres para sus lugares de encuentro favoritos en el bosque y se esperaban el uno al otro allí, amándose ante el imponente telón de los Alpes en los días claros o bajo una tienda provisional, confeccionada con el abrigo encerado de James, cuando caía la niebla. Gwyn hacía como si se estremeciera de vergüenza ante la mirada curiosa de una parejita de kea que birlaba los restos de su picnic, y una vez James se puso a perseguir medio desnudo a dos kiwis que intentaban desaparecer con la hebilla de su cinturón.

—¡Rateros como las urracas! —exclamó riéndose—. No es extraño que pongan su nombre a los inmigrantes.

Gwyn levantó sorprendida la vista hacia él.

—La mayoría de colonos que conozco son gente muy honorable —dijo.

James asintió furioso.

—Respecto a otros colonos. Pero considera cómo se comportan con los maoríes. ¿Crees que la tierra para Kiward Station se pagó a un precio razonable?

—¿Acaso toda la tierra no pertenece desde el tratado de Waitangi a la Corona? —preguntó Gwyneira—. ¡La reina no se dejará dar gato por liebre!

James rio.

—Esto es poco probable. Por lo que dicen, es muy hábil para los negocios. Pero la tierra sigue perteneciendo a los maoríes. La Corona sólo tiene derecho de retracto. Esto garantiza a la gente, naturalmente, cierto precio mínimo. Pero por una parte, para algunos, el mundo que deseaban no es así; y, por otra, muchos jefes tribales todavía no han firmado el tratado. Por lo que yo sé, los kai tahu, por ejemplo…

—¿Los kai tahu son nuestros empleados? —preguntó Gwyn.

—Ahí lo tienes —observó James—. Naturalmente no son «vuestros empleados». Sólo han cometido la imprudencia de vender al señor Gerald la tierra donde está su poblado porque los engañaron. Esto ya demuestra que no se ha tratado honestamente a los maoríes.

—Parecen estar muy felices —señaló Gwyn—. Conmigo son siempre muy amables. Y a menudo no están allí. —Varias tribus maoríes emprendían largas migraciones hacia territorios de caza o de pesca.

—Todavía no se han dado cuenta de todo el dinero que se les ha estafado —dijo James—. Pero todo esto es un polvorín. En el momento en que los maoríes tengan un jefe que sepa leer y escribir habrá jaleo. Pero ahora olvídate de eso, preciosa. ¿Volvemos a intentarlo?

Gwyn se rio alegre por la forma en que James había hablado. Del mismo modo introducía Lucas sus tareas en el lecho conyugal. ¡Pero qué diferencia entre Lucas y James!

Cuanto más estaba con James, más aprendía Gwyneira a disfrutar del amor físico. Al principio era dulce y tierno, pero cuando percibía que la pasión nacía en Gwyn disfrutaba jugando con la tigresa que al final se le había despertado. A Gwyneira siempre le habían gustado los juegos apasionados y ahora le encantaba cuando James se movía deprisa en su interior y hacía que esa danza íntima entre los dos se convirtiera en un crescendo de pasión. Con cada nuevo encuentro, arrojaba por la borda sus reparos respecto al tema de la decencia.

—¿Funciona también si me pongo yo encima en lugar de al revés? —preguntó en una ocasión—. Eres bastante pesado, ¿sabes…?

—Has nacido para cabalgar —respondió James riendo—. Siempre lo he sabido. Inténtalo sentada, así tendrás más libertad de movimiento.

—¿Pero en realidad, dónde has aprendido todo esto? —preguntó Gwyn, recelosa cuando embriagada y feliz apoyó la cabeza en el hombro de él y en su interior se iba apaciguando la excitación.

—En verdad no quieres saberlo —respondió él elusivo.

—Sí. ¿Ya habías amado a una mujer? Me refiero de verdad, de corazón… ¿tanto que habrías dado la vida por ella como en los libros? —Gwyneira suspiró.

—No, hasta ahora no. Respecto al amor de tu vida hay poco que se pueda aprender. Más bien es una clase por la que hay que pagar.

—¿Los hombres pueden adquirir una instrucción? —se sorprendió Gwyn. Debía de ser la única clase en la que James había hecho novillos—. ¿Y las chicas se tiran simplemente al ruedo sin preparación? En serio, James, nadie nos explica lo que nos espera.

James rio.

—Oh, Gwyn, eres tan ingenua, pero te interesa lo esencial. Puedo imaginarme que aquí las plazas de aprendizaje irían muy buscadas. —En los quince minutos que siguieron, James impartió una lección sobre el comercio de la carne. Gwyn oscilaba entre la repugnancia y la fascinación.

—De todos modos, las chicas ganan su dinero propio —dijo al final—. ¡Pero yo insistiría en que los clientes se lavaran antes!

Gwyn apenas si podía dar crédito cuando al tercer mes no tuvo el periodo. Claro que ya había notado algunos indicios: los pechos más hinchados y unos ataques de hambre canina cuando no había ya preparado un plato de col en la mesa. Pero ahora estaba totalmente segura y su primera reacción fue de alegría. Siguió, sin embargo, la amargura de la pérdida inminente. Estaba embarazada, así que no había ninguna razón para seguir engañando a su marido. Incluso si el mero pensamiento de no volver a tocar a James, de no volver a tenderse desnuda junto a él, a besarlo y a sentirlo en su interior y gritar en el punto culminante del deseo era para ella como una puñalada en el corazón.

Gwyneira no se decidió a revelar enseguida a James lo que ya sabía. Durante dos días guardó el secreto y conservó como un tesoro las miradas arrobadas y tiernas de James durante la jornada de trabajo. Nunca más volvería a guiñarle el ojo en secreto. Nunca más le diría al pasar «Buenos días, Miss Gwyn» o «Como usted diga, Miss Gwyn» cuando se encontraban en compañía de otros.

Nunca más volvería a robarle un beso fugaz justo cuando nadie miraba y nunca más volvería ella a regañarle por correr tales riesgos.

Seguía postergando el momento de la verdad.

Pero al final no quedó otro remedio. Gwyneira acababa de regresar de un paseo a caballo cuando James le hizo un gesto y le señaló sonriendo un box vacío. Quería besarla, pero Gwyn se desprendió de su abrazo.

—Aquí no, James…

—Pues mañana, en el anillo de los guerreros de piedra. Llevo las ovejas de cría. Si quieres, puedes venir. Ya le he hablado al señor Gerald respecto a que es posible que necesite a Cleo. —Guiñó expresivamente un ojo—. No era una mentira. Dejaré que ella y Daimon se hagan cargo de las ovejas y nosotros dos podremos jugar a «Supervivencia en la naturaleza virgen».

—Lo siento, James. —Gwyn no sabía cómo empezar—. Pero tenemos que dejarlo…

James frunció el ceño.

—¿Qué es lo que tenemos que dejar? ¿Mañana no tienes tiempo? ¿Se espera otra vez una visita? El señor Gerald no ha dicho nada…

Gerald Warden parecía sentirse cada vez más solo en los últimos meses. Aprovechaba cualquier oportunidad para invitar a más gente a Kiward Station, a menudo comerciantes de lana o nuevos colonos adinerados, a los que podía mostrar durante todo el día su granja modelo y con los que empinaba el codo por las noches.

Gwyneira sacudió la cabeza.

—No, James, es sólo…, estoy embarazada. —Ya lo había dicho.

—¿Estás embarazada? ¡Es maravilloso! —Sin pensarlo, la levantó en el aire y dio una vuelta sobre sí mismo—. Pues sí, ya has engordado —bromeó—. Pronto no podré con los dos.

Cuando descubrió que ella no reía se puso de repente serio.

—¿Qué pasa, Gwyn? ¿Es que no te alegras?

—Claro que me alegro —contestó Gwyn sonrojándose—. Pero me da un poco de pena. Me ha divertido… estar contigo.

James rio.

—Es que no hay ninguna razón para dejarlo. —Quería besarla pero ella lo rechazó.

—No se trata de deseo —dijo con vehemencia—. Se trata de moral. No debemos hacerlo más. —Se lo quedó mirando. En su mirada había tristeza, pero también determinación.

—Gwyn, ¿te estoy entendiendo bien? —preguntó James consternado—. ¿Quieres acabar, tirar todo lo que teníamos juntos? ¡Pensaba que me amabas!

—No se trata en absoluto de amor —contestó Gwyneira en voz baja—. Estoy casada, James. No debo amar a ningún otro hombre. Y desde el principio acordamos que sólo me ayudarías a bendecir mi… mi matrimonio con un hijo. —Odiaba que todo sonara tan lamentable, pero no sabía cómo expresarlo. Y de ningún modo quería echarse a llorar.

—Gwyneira, yo te amo, desde la primera vez que te vi. Es sencillo…, pasa de la misma forma que cae la lluvia o brilla el sol. No se puede evitar.

—Uno puede protegerse de la lluvia —susurró Gwyneira—. Y buscar la sombra cuando brilla el sol. No puedo evitar la lluvia y el calor, pero no hay por qué mojarse o quemarse.

James la atrajo hacia sí.

—Gwyneira, tú también me amas. Ven conmigo. Nos vamos de aquí y empezamos de nuevo en otro lugar…

—¿Y adónde vamos, James? —preguntó sarcástica para no parecer desesperada—. ¿En qué granja de ovejas vas a trabajar cuando se sepa que has secuestrado a la esposa de Lucas Warden? Toda la isla Sur conoce a los Warden. ¿Crees que Gerald te dejará salir adelante?

—¿Estás casada con Gerald o con Lucas? Y da igual con quién de los dos. ¡Conmigo no podrán ni el uno ni el otro! —James apretó los puños.

—¿Ah, no? ¿Y en qué disciplina pretendes batirte con ellos? ¿A puñetazos o a tiros? ¿Y luego huimos a la naturaleza virgen y vivimos de nueces y bayas? —Gwyneira odiaba discutir con él. Habría deseado despedirse pacíficamente con un beso: agridulce y fatal como en una novela de Bulwer-Lytton.

—Pero te gusta la vida en la naturaleza. ¿O has mentido? ¿Te importa más el lujo aquí en Kiward Station? ¿Es importante para ti ser la esposa de un barón de la lana, celebrar grandes fiestas, ser rica? —James intentaba que sus palabras sonaran iracundas, pero las expresaba de una forma más bien amarga.

El cansancio se apoderó de repente de Gwyneira.

—James, no nos peleemos. Ya sabes que todo eso no significa nada para mí. Pero he dado mi palabra. Soy la esposa de un barón de la lana. Pero también la mantendría si fuera la esposa de un mendigo.

—¡Has roto tu promesa cuando te has ido a la cama conmigo! —protestó James—. ¡Ya has traicionado a tu marido!

Gwyneira dio un paso atrás.

—Nunca he compartido una cama contigo, James McKenzie —respondió—. Lo sabes perfectamente. Nunca te hubiera recibido en casa, eso…, eso…, hubiera… En cualquier caso ha sido totalmente distinto.

—¿Y qué es lo que ha sido? ¡Por favor, Gwyneira! No me digas que sólo me has utilizado como un animal de cría.

Gwyn únicamente quería poner punto final a esa conversación. Ya no podía soportar más tiempo la mirada suplicante de él.

—Te lo consulté, James —dijo con dulzura—. Estabas de acuerdo. Sin condiciones. Y no se trata de lo que yo quiero. Se trata de lo que es correcto. Soy una Silkham, James, no puedo evadirme de mis responsabilidades. Lo entiendas o no lo entiendas. En cualquier caso, es inamovible. A partir de ahora…

—¿Gwyneira? ¿Qué pasa? ¿No tenías que estar conmigo hace un cuarto de hora?

Gwyn y James se separaron cuando Lucas entró en el establo. Sólo raras veces se dejaba ver de forma voluntaria por ahí, pero el día anterior Gwyn le había prometido que a partir de entonces por fin posaría como modelo para un retrato al óleo. En realidad lo hacía sobre todo porque él le daba pena, pues Gerlad había vuelto a ponerle de vuelta y media y Gwyn sabía que bastaba una sola palabra para acabar con todo ese tormento. Pero no podía hablar de su embarazo sin antes haber informado a James. Así que se le había ocurrido otra idea para consolar a Lucas. Y además en los meses siguientes tendría tiempo suficiente y tranquilidad para estarse quieta en una silla.

—Ya voy, Lucas. Sólo tenía un… un pequeño problema y el señor McKenzie ya lo ha solventado. Muchas gracias, señor James. —Gwyneira esperaba no tener un aspecto demasiado sofocado y excitado, pero consiguió hablar con calma y sonreír con candidez a James. ¡Si James también hubiera mantenido sus sentimientos bajo control tan bien como ella! Sin embargo, su expresión herida y desesperada partió el corazón de la joven.

Lucas, por fortuna, no se percató de nada. Ante sus ojos no veía más que el retrato de Gwyneira que iba a iniciar en ese instante.

Por la noche, ella informó a Lucas y Gerald de su embarazo.

Gerald Warden no cabía en sí de alegría. Lucas cumplió con sus labores de gentleman asegurando a su esposa que estaba sumamente contento y besándola con decoro en la mejilla. Unos días más tarde compró en Christchurch una joya, un valioso collar de perlas. Lucas se lo dio a Gwyneira en señal de reconocimiento y estima. Gerald cabalgó a Haldon para festejar que al final sería abuelo e invitó a todo el bar durante una noche, excepto a Howard O’Keefe, quien por suerte fue lo bastante sensato para dejarle el campo libre. Helen se enteró a través de su marido del embarazo de su amiga, cuyo anuncio en público encontró algo más que lamentable.

—¿Crees que para mí no es lamentable? —preguntó Gwyn cuando, dos días más tarde, visitó a su amiga y verificó que ya sabía la novedad—. Pero él es así. ¡Justo lo contrario de Lucas! Nadie diría que son padre e hijo. —Se mordió los labios en cuanto hubo pronunciado estas palabras.

Helen sonrió.

—Mientras tú estés convencida de ello… —dijo de forma ambigua.

Gwyn le devolvió la sonrisa.

—Sea como fuere, hasta aquí hemos llegado. Debes explicarme con todo detalle cómo me sentiré en los próximos meses para que no cometa ningún error. Y tendré que hacer ropa de ganchillo para el bebé. ¿Crees que en nueve meses aprenderé?