—Una idea excelente del señor Warden, la de celebrar una fiesta en el jardín, ¿verdad? —dijo la señora Candler. Gwyneira acababa de darle la invitación para la fiesta de Año Nuevo. Dado que el cambio de año caía en pleno verano, la fiesta se celebraría en el jardín, con fuegos artificiales a medianoche como punto culminante.
Helen se encogió de hombros. Como siempre, ni su marido ni ella habían recibido ninguna invitación, pero era probable que Gerald no hubiera honrado con ella a ninguno de los pequeños granjeros. Gwyneira tampoco parecía participar del entusiamo. La seguía abrumando la dirección de Kiward Station, y una fiesta exigiría el desarrollo de nuevas tareas organizativas. Ahora estaba ocupada en enseñar a reír al pequeño Ruben poniéndole muecas y haciéndole cosquillas. El hijo de Helen ya tenía cuatro meses y el mulo Nepumuk mecía a madre e hijo durante las ocasionales excursiones a la ciudad. En las semanas que siguieron al nacimiento, Helen no se había atrevido a hacer el recorrido y de nuevo había permanecido aislada, pero con el bebé, la soledad en la granja se había suavizado. El pequeño Ruben la mantenía ocupada durante todo el día, y ella estaba encantada con cada uno de sus movimientos. Además, no resultaba un niño difícil. A los cuatro meses ya solía dormir durante toda la noche, al menos cuando podía quedarse en la cama de su madre. A Howard eso no le gustaba nada. Habría preferido volver a sus «placeres» nocturnos con su mujer. Sin embargo, en cuanto se acercaba, Ruben no paraba de chillar. A Helen se le partía el corazón, pero era lo bastante dócil para quedarse tendida y quieta y esperar a que Howard hubiera terminado. Entonces se ocupaba del niño. Pero al hombre no le gustaban ni el sonido de fondo ni la evidente tensión e impaciencia de Helen. En la mayoría de las ocasiones se retiraba en cuanto Ruben se ponía a llorar y cuando por las noches llegaba tarde a casa y encontraba al bebé en los brazos de Helen, se iba a dormir al establo. Si bien esto le causaba remordimientos, Helen le estaba agradecida a Ruben.
Durante el día, el niño casi nunca lloraba, sino que permanecía tranquilo en su cunita mientras Helen daba clases a los niños maoríes. Cuando no dormía, miraba tan serio y atento a la profesora como si ya entendiera lo que decía.
—Será profesor —dijo Gwyneira riendo—. ¡Será como tú, Helen!
No iba del todo desencaminada, al menos por la impresión que producía el bebé. Los ojos de Ruben, en un principio azules, se iban volviendo grises como los de Helen con el tiempo, y sus cabellos se oscurecían como los de Howard, pero eran lisos y sin rizos.
—¡Se parece a mi padre! —confirmaba Helen—. Se llama como él. Pero Howard está firmemente decidido a que sea granjero y no quiere ni oír hablar de que sea reverendo.
Gwyneira se rio.
—En eso hay otros que ya se han equivocado. Acuérdate del señor Gerald y mi Lucas.
Gwyn recordó de nuevo esta conversación mientras repartía las invitaciones por Haldon. Para ser exactos, la idea de la fiesta de Año Nuevo no era de Gerald, sino de Lucas y había nacido además con objeto de tener a Gerald ocupado y contento. Se percibía en el ambiente que en Kiward Station los ánimos andaban por los suelos y cada mes que pasaba sin que Gwyn quedara embarazada la cosa iba a peor. Gerald reaccionaba de forma francamente agresiva ante la falta de descendencia, incluso si ignoraba, claro está, a cuál de los elementos de la pareja debía hacer responsable de ello. Gwyneira se mantenía la mayoría de las veces a distancia, entretanto había más o menos aprendido a llevar el control de la casa y en estos temas ofrecía a Gerald pocos puntos de ataque. Tenía además una fina intuición para sus humores. Cuando ya por la mañana criticaba las magdalenas recién hechas y se las tomaba con un whisky en lugar de con un té, que era lo más frecuente, ella desaparecía de inmediato en los establos y prefería pasar el día con los perros y las ovejas en lugar de hacer de pararrayos de las iras de Gerald. Sobre Lucas, sin embargo, casi siempre recaía de pleno e inesperadamente la cólera de su padre. Como siempre, el joven vivía en su propio mundo, pero Gerald lo arrancaba de ese mundo constantemente y sin la menor consideración y lo forzaba a hacer algo útil en la granja. Había llegado al extremo de despedazarle un libro con el que lo había encontrado leyendo en su habitación, cuando debería haber estado vigilando el esquileo de las ovejas.
—¡Sólo tienes que limitarte a contar, maldita sea! —dijo furioso Gerald—. ¡Si no los esquiladores hacen trampas! En el cobertizo número tres acaban de pelearse dos tipos porque los dos exigen el pago del esquileo de cien ovejas y nadie puede mediar porque nadie puede comparar las cantidades. ¡Tú eras el responsable del cobertizo tres, Lucas! A ver cómo te las apañas ahora para arreglar este asunto.
Gwyneira se habría encargado con agrado del cobertizo número tres, pero a ella, como ama de casa, no le incumbía la tarea de controlar a los temporeros que se habían contratado para trasquilar las ovejas. Por eso el abastecimiento de los hombres era estupendo: Gwyneira aparecía una y otra vez con refrescos porque no se cansaba de ver el trabajo de los esquiladores. En Silkham, el esquileo había sido una actividad bastante tranquila: los mismos pastores se encargaban de los pocos cientos de ovejas y acababan en pocos días. Ahí, sin embargo, se trataba de miles de ovejas que eran recogidas en prados lejanos y que juntaban en corrales. El esquileo mismo se realizaba por especialistas a destajo. Los mejores equipos de trabajo conseguían esquilar ochocientos animales al día. En empresas tan grandes como Kiward Station siempre se hacía una apuesta…, y ese año James McKenzie estaba en camino de ganarla. Estaba en estrecha pugna con un esquilador del cobertizo uno, y esto aunque no sólo participaba en la esquila, sino que además controlaba a los esquiladores del cobertizo dos. Cuando Gwyneira pasaba por allí, lo relevaba y le cubría las espaldas. La presencia de la mujer parecía infundirle ánimos: las tijeras planeaban tan veloces por encima de los cuerpos de las ovejas que los animales apenas si conseguían protestar con sus balidos por ese rudo trato.
Lucas encontraba que la forma de tratar las ovejas era bárbara. Sufría al ver que se cogía a los animales, se los arrojaba al suelo boca arriba y los esquilaban a la velocidad de un rayo, con lo que a veces, si el esquilador no era experimentado o si el animal se movía demasiado, le cortaban también la carne. Por añadidura, Lucas no podía soportar el penetrante olor de lanolina que reinaba en los cobertizos de esquileo y dejaba que las ovejas se escaparan en lugar de darles un baño para limpiarles las pequeñas heridas y matar los parásitos.
—Los perros no me hacen caso —se defendía ante un nuevo ataque de ira de su padre—. Obedecen a McKenzie, pero cuando los llamo…
—A esos perros no se los llama, Lucas, ¡se les da un silbido! —explotó Gerald—. Son sólo tres o cuatro silbidos. Ya deberías de haberlo aprendido en lo que llevas de tiempo. ¡Con lo que cultivas tu musicalidad!
Lucas se encogió de hombros, ofendido.
—Padre, un gentleman…
—¡No me vengas con el cuento de que un gentleman no silba! Estas ovejas financian tu pintura, tu piano y tus así llamados estudios…
Gwyneira, que había escuchado esta conversación por casualidad, escapó al siguiente cobertizo. Odiaba que Gerald pusiera de vuelta y media a su marido delante de ella, y, todavía peor, cuando James McKenzie y otros trabajadores de la granja eran testigos del enfrentamiento. Todo en su conjunto le resultaba lamentable a la joven y parecía además tener un efecto negativo en Lucas y sus «intentos» nocturnos, que cada vez fracasaban con mayor evidencia. Gwyneira, entretanto, intentaba considerar sus esfuerzos conjuntos desde el aspecto de la procreación, pues, a fin de cuentas, el asunto no se diferenciaba de lo que sucedía entre una yegua y un semental. Pero no se hacía ilusiones: el azar debía ponerse muy de su lado. Empezaba a reflexionar sobre alternativas, y una y otra vez recordaba el viejo carnero de su padre al que éste había eliminado por su falta de rendimiento como semental.
«Inténtalo con otro hombre», había dicho Matahorua. Pero en cuanto estas palabras acudían a su mente, Gwyn sentía remordimientos de conciencia. Era totalmente impensable que una Silkham engañara a su esposo.
Y ahora la fiesta en el jardín. Lucas estaba absorto en los preparativos. Sólo planificar los fuegos de artificio exigía días, que él pasaba consultando los catálogos correspondientes para luego hacer el pedido en Christchurch. También él se hizo cargo de la disposición del jardín y de la distribución de las mesas y asientos. En esta ocasión se renunció a un gran banquete; en su lugar se cocieron a fuego lento corderos y carneros, y se prepararon verduras, carne de ave y setas a la piedra, siguiendo la tradición maorí. Las ensaladas y otras guarniciones se hallaban preparadas en largas mesas y se servían al gusto de los invitados. Kiri y Moana habían llegado a dominar esta tarea. Volverían a llevar los bonitos uniformes que les habían confeccionado para la boda. Gwyneira les suplicó que se pusieran zapatos.
Por lo demás se mantenía al margen de los preparativos. Tomar decisiones por encima del padre y el hijo era como andar por la cuerda floja. Lucas disfrutaba planificando la fiesta y ansiaba reconocimiento. Gerald, por el contrario, encontraba los esfuerzos de su hijo «poco varoniles» y hubiera preferido dejarlo todo en manos de Gwyn. Tampoco los trabajadores sabían valorar las tareas domésticas de Lucas, lo que no pasó inadvertido ni a Gwyneira ni a Gerald.
—El blando está plegando servilletas —contestó Poker cuando McKenzie le preguntó dónde había vuelto a meterse Lucas.
Gwyneira fingió no haber oído nada. Entretanto tenía una idea bastante exacta de lo que la palabra «blando» significaba, aunque no podía explicarse cómo deducían los mozos de cuadra el fracaso de Lucas en la cama.
El día de la fiesta, el jardín de Kiward Station brillaba en todo su esplendor. Lucas había encargado farolillos y los maoríes habían colocado antorchas. Durante la recepción de los invitados todavía había, no obstante, luz suficiente para poder admirar los arriates de rosas, los setos recién cortados y los senderos y parcelas de césped entrelazados según el modelo del paisajismo inglés. Gerald había organizado una nueva demostración de perros, pero esta vez no sólo para presumir de la fabulosa capacidad de los animales, sino también como una especie de espectáculo publicitario. Los primeros descendientes de Daimon y Dancer estaban a la venta y los criadores de ovejas de los contornos pagaban sumas elevadas por los Border collies de pura raza. Incluso los cruzados con los anteriores perros pastores de Gerald eran muy apreciados. Los hombres de Gerald no necesitaron en esa ocasión la ayuda de Gwyneira y Cleo para ofrecer un espectáculo perfecto. Los perros jóvenes conducían sin dificultades las ovejas por la pista a las órdenes de los silbidos de McKenzie. Gracias a ello, el elegante vestido de Gwyneira, un sueño de seda azul cielo con trabajos de calado en color dorado, se mantuvo impoluto, y también Cleo siguió los acontecimientos desde el borde de la pista, por lo que gimoteaba ofendida. Ya se había separado de los cachorros y la perrita ansiaba asumir nuevas tareas. De todos modos, ese día también se vería desterrada a los establos. Lucas no quería que los perros anduvieran alborotando por la fiesta y Gwyneira ya estaba lo suficientemente ocupada con atender a los invitados. No obstante, el tener que pasear entre la muchedumbre y conversar amablemente con las damas de Christchurch cada vez se parecía más a una carrera de baquetas. Sentía que la observaban y que los invitados contemplaban su cada vez más delgada cintura con una mezcla de curiosidad y compasión. Al principio sólo se trató de algún comentario, pero luego los caballeros (sobre todo) empezaron a beber whisky a conciencia y se les desató la lengua.
—Bien, Lady Gwyneira, ya lleva un año casada —resonó la voz de Lord Barrington—. ¿Cómo llevamos lo de la descendencia?
Gwyneira no sabía qué debía contestar. Se puso tan roja como el joven vizconde, a quien la conducta de su padre le resultaba vergonzosa. Intentó cambiar de tema al instante y preguntó a Gwyneira por Igraine y Madoc, a los que recordaba con cariño. Hasta el momento no había encontrado en su nuevo hogar ningún caballo que se le pudiera comparar. Gwyn se reanimó enseguida. La cría de caballos había dado al final buenos resultados y el joven Barrington quería comprarse un potro. Así que la muchacha aprovechó la oportunidad de huir de Lord Barrington para acompañar al vizconde a los prados. Igraine había dado a luz un mes antes un potrillo macho, negro y hermosísimo y, obviamente, Gerald había acercado también los caballos a la casa para que los invitados pudieran admirarlos.
Junto al paddock en el que pastaban las yeguas y los potros, McKenzie vigilaba los preparativos de la fiesta para el personal. Los empleados de Kiward Station tenían ahora quehaceres que llevar a término, pero cuando se hubiera terminado la comida y abierto el baile también ellos podrían divertirse. Gerald había puesto de buen grado a su disposición dos ovejas y abundante cerveza y whisky para la fiesta y en esos momentos también ahí se encendían los fuegos para asar la carne.
McKenzie saludó a Gwyn y al vizconde y ella aprovechó la oportunidad para felicitarlo por el éxito de la demostración.
—Creo que el señor Gerald ya ha vendido hoy cinco perros —dijo con reconocimiento.
McKenzie le devolvió la sonrisa.
—Incomparable, sin embargo, con el espectáculo de su Cleo, Miss Gwyn. Pero a mí me falta, es evidente, el encanto del ama de la perra…
Gwyn apartó la mirada. Él volvía a mostrar ese brillo en los ojos que por una parte le gustaba pero por otra la hacía sentir insegura. ¿Cómo es que le echaba un piropo delante del vizconde? Sospechó que no era muy decoroso por su parte.
—La próxima vez inténtelo con un vestido de novia —contestó, tomándose a broma el asunto.
El vizconde soltó una risa clueca.
—Ése está enamorado de usted, Lady Gwyn —rio con toda la frescura de sus quince años—. Tenga cuidado de que su esposo no lo desafíe.
Gwyneira dirigió al joven una mirada severa.
—¡No diga tales tonterías, vizconde! Ya sabe usted lo deprisa que se extienden las habladurías por aquí. Si naciera un rumor así…
—No se preocupe, su secreto está conmigo bien guardado. —El muy pillo se rio—. Por otra parte, ¿ha hecho ya el corte en su vestido de montar en lo que va de tiempo?
Gwyneira se alegró de que por fin comenzara el baile para librarse de la obligación de estar conversando. Guiada a la perfección como siempre, bailaba con Lucas sobre la pista que se había instalado expresamente en el jardín. Los músicos que Lucas había contratado eran en esta ocasión mejores que los de la boda. Pero la elección de los bailes resultó ser más convencional. Gwyn casi sintió algo de envidia cuando oyó, procedentes del lugar donde festejaban los empleados, unas alegres melodías. Alguien tocaba el violín, si bien no siempre con corrección, al menos sí con brío.
Gwyneira bailó sucesivamente con los invitados más importantes. En esta ocasión no lo hizo con Gerald, que ya hacía tiempo que estaba demasiado borracho para mantenerse vertical bailando un vals. La fiesta constituía un triunfo indiscutible, aunque Gwyn esperaba que pronto concluyera. Había sido un largo día y el siguiente también debería ocuparse, desde la mañana hasta el mediodía al menos, de entretener a los huéspedes La mayoría se quedaría hasta pasados dos días. Pero antes de poder retirarse, Gwyn todavía debía superar los fuegos artificiales. Lucas se disculpó casi una hora antes para ausentarse con objeto de comprobar una vez más la estructura. El joven Hardy Kennon le prestaría su ayuda si no estaba demasiado borracho. Gwyneira se ocupó del control de las provisiones de champán. Witi ya sacaba las botellas del lecho de hielo en que habían descansado hasta el momento.
—Esperar no matar de un tiro —dijo preocupado. Al sirviente maorí siempre le ponía nervioso el estallido con que saltaba el corcho al abrir las botellas de champán.
—¡Es totalmente inofensivo, Witi! —lo tranquilizó Gwyn—. Si lo haces un poco más a menudo…
—¡Sí, si… tuvié… ramos razo… nes más a me… menu… do! —Era Gerald que en ese momento se tambaleaba de nuevo junto a la barra para descorchar una botella de whisky—. Pero no nos das nin… ninguna razón de festejar… mi… mi princesa ga… gala. Había pensado que no serías tan mojigata, pa… parecía como si tuvieras fuego para diez y hasta pudieras encender con él a Lu… Lucas, ¡ese bland… ese témpano! —se corrigió Gerald, con la vista puesta ya en el champán—. Pero un… un año, Gwyn… Gwyneira…, y todavía sin nieto…
Gwyn suspiró aliviada cuando Gerald se vio interrumpido por un cohete que subió siseante al cielo: un lanzamiento de prueba para el espectáculo posterior. A pesar de ello, Witi descorchó las botellas de champán con los ojos entrecerrados por el susto. De repente, Gwyneira se acordó de los caballos. Igraine y las otras yeguas nunca habían visto unos fuegos de artificio y el paddock era en proporción pequeño. ¿Qué pasaría si los animales se asustaban?
Gwyneira lanzó una mirada al gran reloj que se había sacado para la ocasión al jardín y que ocupaba un lugar a la vista de todos. Tal vez todavía tuviera tiempo para llevar deprisa los caballos a los establos. Se habría abofeteado por haber olvidado dar las indicaciones pertinentes antes. Pidiendo disculpas, Gwyn se apretujó entre la muchedumbre de invitados y corrió a los establos. Pero en el paddock sólo quedaba una yegua que McKenzie estaba retirando en ese momento. El corazón de Gwyneira dio un brinco. ¿Es que conseguía leer sus pensamientos?
—Me pareció que los animales estaban inquietos, así que pensé en meterlos —dijo James cuando Gwyn abrió la puerta del establo a él y a la yegua. Cleo saltó encantada encima de su ama en cuanto la vio.
Gwyn sonrió.
—¡Qué casualidad, lo mismo había pensado yo!
McKenzie le lanzó una de sus miradas atrevidas, entre bromista y maliciosa.
—Deberíamos pensar a qué se debe esto —dijo—. ¿Tal vez seamos almas gemelas? En la India creen en la reencarnación. Quién sabe, puede que en nuestra última vida fuéramos… —Hizo como si se esforzara en pensar.
—Como buenos cristianos no vamos a perder el tiempo hablando de esto —le interrumpió Gwyn con firmeza, pero James se echó a reír.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos llenaron de heno los compartimentos de los caballos, y Gwyn no pudo evitar poner dos zanahorias en el comedero de Igraine. Al final, su vestido ya no estaba tan perfecto. Gwyn lo miró apesadumbrada. Bueno, a la luz de los farolillos nadie se daría cuenta.
—¿Está usted listo? Ya que estoy aquí, tal vez debería desear un feliz año nuevo al personal.
James sonrió.
—Tal vez tenga tiempo para bailar un baile. ¿Cuándo empiezan los espectaculares fuegos artificiales?
Gwyn se encogió de hombros.
—En cuanto den las doce y empiece el jaleo. —Sonrió—. Mejor dicho, cuando todo el mundo haya deseado a otro la mayor felicidad del mundo, aunque quizá no lo piense en serio.
—Vaya, vaya, Miss Gwyn. ¿Tan cínica hoy? Pero si es una fiesta maravillosa. —James la miró inquisitivo. Ella ya conocía esas miradas y le llegaban hasta la médula.
—Sazonada con una buena porción de alegría por el mal ajeno —suspiró—. En los próximos días todos hablarán del caso y el señor Gerald todavía empeorará las cosas con todo lo que dice.
—¿Cómo que alegría por el mal ajeno? —preguntó James—. Kiward Station está en su mejor momento. Con los beneficios que el señor Gerald obtiene ahora de la lana puede dar una fiesta así cada mes. ¿Por qué siempre está tan insatisfecho?
—Bah, no hablemos de eso —murmuró Gwyn—. Empecemos mejor el año con alegría. ¿Ha mencionado usted algo de baile? Mientras no sea un vals…
McAran interpretaba con el violín una jiga llena de brío. Dos sirvientes maoríes tocaban unos tambores, lo que obviamente no encajaba mucho, pero a ojos vistas deleitaba a todo el mundo. Poker y Dave giraban con las chichas maoríes. Moana y Kiri se dejaban llevar riendo al ritmo de esa danza para ellas extraña. Gwyneira desconocía o apenas conocía a las otras dos parejas. Se trataba del servicio de los invitados más distinguidos. La doncella inglesa de Lady Barrington miró con desaprobación cuando los empleados de Kiward Station saludaron alborozados a Gwyneira. James le tendió la mano para conducirla a la pista de baile. Gwyn la tomó y sintió de nuevo esa tierna impresión que le provocaba oleadas de excitación cada vez que tocaba a James. Él le sonrió y la sostuvo cuando ella dio un ligero tropiezo. Luego hizo una reverencia frente a ella, pero eso fue lo único que esa danza tenía en común con los valses que había bailado hasta la saciedad.
«She is handsome, she is pretty, she is the Queen of Belfast City», disfrutaban cantando Poker y unos cuantos hombres más, mientras James hacía revolotear a Gwyneira hasta que ella se mareó. Y cada vez que tras un giro jocoso volaba a los brazos de él, veía ese brillo en sus ojos, de admiración y… ¿qué era eso? ¿Anhelo?
En medio del baile se elevó el cohete que anunciaba el nuevo año y luego se descargó todo el esplendoroso espectáculo de los fuegos artificiales. Los hombres en torno a McAran interrumpieron la jiga y Poker entonó As old long syne. Los demás inmigrantes se unieron a ellos y los maoríes tararearon con más emoción que habilidad. Sólo James y Gwyneira no tenían oídos para la canción ni ojos para los fuegos de artificio. La música se había detenido mientras ellos seguían con las manos entrelazadas y sin poder moverse. Ninguno quería desprenderse del otro. Parecían estar en una isla, lejos del ruido y las risas. Sólo estaba él. Sólo estaba ella.
Al final, Gwyn reaccionó. No quería perder esa maravilla, pero sabía que no podía consumarse allí.
—Debemos… ir a ver los caballos —dijo en un tono inexpresivo.
James no soltó su mano por el camino hacia los establos.
—¡Mire! —susurró—. Nunca había visto algo así. ¡Como una lluvia de estrellas!
Los fuegos artificiales de Lucas producían un efecto espectacular. Pero Gwyn sólo veía estrellas en los ojos de James. Lo que estaba haciendo ahí era absurdo, estaba prohibido y no tenía nada de decente. Pero de todos modos se apoyó sobre el hombro del joven.
James le apartó dulcemente el cabello que había caído sobre su rostro con la alocada danza. Su dedo paseó liviano como una pluma por su mejilla, sus labios…
Gwyneira tomó una decisión. Era Año Nuevo. Se podía dar un beso a la persona que estuviera al lado. Se puso cuidadosamente de puntillas y besó a James en la mejilla.
—Feliz año nuevo, señor James —dijo en voz baja.
McKenzie la tomó entre sus brazos, lenta, dulcemente. Gwyn podría haberse liberado de su abrazo, pero no lo hizo. Tampoco se desprendió de él cuando los labios de James encontraron los suyos. Gwyneira se entregó al beso con pasión y sin artificios. Era la sensación de haber vuelto a casa, a un hogar donde todavía la aguardaba un mundo lleno de maravillas y sorpresas.
Estaba fascinada cuando él al fin la soltó.
—Feliz año nuevo, Gwyneira —dijo James.
Las reacciones de los invitados a la fiesta, así como las invectivas de Gerald, reforzaron la decisión de Gwyneira de quedarse embarazada aunque fuera sin ayuda de Lucas. Naturalmente, eso no tenía nada que ver con James y el beso de medianoche; eso había sido un patinazo. Al día siguiente la misma Gwyn no sabía qué le había ocurrido. Por suerte, McKenzie se comportaba igual que siempre.
Trataría el asunto del embarazo sin ninguna emoción. Justo como la cría de animales. Con esta idea reprimió una risita boba e histérica. No era momento para tonterías. En lugar de eso había que pensar de forma práctica en quién podía ser el padre de la criatura. Se trataba de un asunto de discreción, pero sobre todo de herencia. Los Warden, Gerald en primer lugar, no podían dudar en ningún momento de que el heredero era de su propia sangre. Con Lucas el asunto tenía otras connotaciones, pero si era sensato guardaría silencio. De todos modos esto no la preocupaba demasiado. Había visto a su marido cauto en exceso, severo y con poco aguante, pero nunca se había mostrado imprudente. Por añadidura era en su propio interés que acabaran de una vez con todas esas indirectas y bromas que se hacían a costa de ellos dos.
Gwyneira se puso a pensar con objetividad qué aspecto tendría el hijo de ella y Lucas. Su madre y todas sus hermanas eran pelirrojas, parecía heredarse. Lucas era rubio claro, pero James de cabello castaño…; aunque Gerald también tenía el pelo castaño. Y tenía ojos castaños. Si el niño se parecía a James se podría asegurar que era igual que su abuelo.
Color de ojos: azul y gris… y marrón si contaba a Gerald. Estructura corporal…, conjugaba. James y Lucas eran más o menos igual de altos, Gerald claramente más bajo y achaparrado. Ella misma era notablemente más baja. Pero sería un niño con toda seguridad y seguro que se parecería a su padre. Ahora lo que tenía que hacer era convencer a James… ¿Por qué a James en realidad? Gwyneira decidió posponer un poco más la decisión. Tal vez su corazón no latiría tan fuerte mañana cuando pensara en James McKenzie.
Al día siguiente había llegado a la conclusión de que, salvo James, no entraba nadie más en consideración como padre de su hijo. ¿O quizás un extranjero? Pensó en los «cowboys solitarios» de las novelas baratas. Iban y venían y nunca se enteraban de que nacía un niño cuando se sumergían en el heno. ¿Un esquilador quizá? No, eso sí que no podía ser. Además, los esquiladores volvían cada año. No podía ni imaginar qué pasaría si el hombre se iba de la lengua y se jactaba de haber cohabitado con la señora de Kiward Station. No, no había ni que planteárselo. Necesitaba a un hombre conocido, sensato y discreto que, además, sólo transmitiera al niño lo mejor.
Gwyneira volvió a pasar revista con objetividad a diversos candidatos. Los sentimientos, se convencía a sí misma, no desempeñaban ningún papel.
Su elección recayó en James.