El verano se acercaba a su fin y en Kiward Station la temporada de cría había sido un éxito. Todas las ovejas destinadas a ello estaban preñadas; el nuevo semental había montado a tres yeguas y el pequeño Daimon a todas las perras listas para ello de la granja e incluso a algunas de otras granjas. Hasta el vientre de Cleo se redondeó. Gwyneira se alegraba por los carneros. Respecto a sus propios intentos de quedar embarazada, hasta el momento no había cambios, si bien ahora Lucas sólo dormía una vez a la semana con ella. Y siempre sucedía lo mismo: Lucas era cortés y atento, y se disculpaba cuando pensaba que podía haber sido brusco de algún modo con ella, pero nada le dolía ni nada sangraba, y, encima, las indirectas del señor Gerald la sacaban de sus casillas. Su suegro opinaba que tras unos cuantos meses de matrimonio con una mujer joven y sana ya podía contarse con un embarazo. Esto reforzó a Gwyn en la idea de que algo le ocurría a ella. Finalmente, se sinceró con Helen.
—A mí me daría igual, pero el señor Gerald es horrible. Ahora ya habla de eso delante del personal y de los pastores. Dice que debería pasar menos tiempo en los establos y dedicarme más a mi marido. Entonces tendría un bebé. ¡Pero no voy a quedarme embarazada viendo pintar a Lucas!
—Pero él… ¿te visita de forma periódica? —preguntó Helen con prudencia. Ella misma estaba ahora segura de que algo había cambiado en ella, aunque nadie había confirmado todavía su embarazo.
Gwyneira asintió y se tiró del lóbulo de la oreja.
—Sí, Lucas se esfuerza. Debo de ser yo. Si sólo supiera a quién preguntar…
A Helen se le ocurrió una idea. Debía ir al poblado maorí en breve y allí… No sabía por qué, pero en ese lugar sentía menos vergüenza de hablar con las mujeres indígenas sobre su posible embarazo que la que sentiría al consultar a la señora Candler u otra mujer del lugar. ¿Por qué no comentar también el problema de Gwyneira si surgía la oportunidad?
—¿Sabes? Le preguntaré a la hechicera maorí —dijo decidida—. La abuela de la pequeña Rongo. Es muy amable. La última vez que estuve con ella me regaló un trozo de jade en agradecimiento por las clases que doy a los niños. Los maoríes la consideran una tohunga, una mujer sabia. Tal vez sepa algo de estas cosas de mujeres. Lo máximo que puede hacer es decirme que no.
Gwyneira era escéptica.
—En realidad no creo en los hechiceros —respondió—, pero vale la pena intentarlo.
Matahorua, la tohunga maorí, recibió a Helen delante del wharenui, la casa de asambleas adornada con abundantes tallas de madera. Era una construcción bien ventilada, cuya arquitectura se inspiraba en el ser vivo, según le había informado Rongo a Helen. El caballete encarnaba la espina dorsal y las tablas de la cubierta las costillas. Delante del edificio había un asador cubierto, el kauta, donde se cocinaba para todos, pues los maoríes viven en estrecha comunidad. Dormían juntos en grandes dormitorios que no estaban divididos en habitaciones individuales y no contenían prácticamente muebles.
Matahorua indicó a Helen una piedra que sobresalía del suelo de hierba junto a la casa para que tomara asiento sobre ella.
—¿Cómo poder ayudar? —preguntó sin dar rodeos.
Helen rebuscó en su vocabulario, que se basaba en su mayoría en el de la Biblia y los dogmas religiosos.
—¿Qué hacer cuando no embarazo? —preguntó, esperando haber omitido el «sin mancha» realmente.
La anciana rio y la colmó de un aluvión de palabras ininteligible.
Helen hizo un gesto de no comprender.
—¿Cómo no bebé? —preguntó Matahorua intentando expresarse en inglés—. ¡Tú sí esperas bebé! En invierno, cuando mucho frío. Yo ayudar cuando tú querer. ¡Bebé guapo, sano!
Helen no podía entenderlo. Así que era cierto… ¡iba a tener un hijo!
—Yo ayudar cuando tú querer —se ofreció una vez más Matahorua con amabilidad.
—Yo…, gracias, tu eres… bienvenida —respondió con esfuerzo Helen.
La hechicera sonrió.
Pero Helen debía intentar volver a su pregunta anterior. Lo probó otra vez en maorí.
—Yo embarazo —dijo y señaló su vientre, con lo cual apenas se sonrojó ahora—. Pero amiga no embarazo. ¿Qué hacer?
La anciana se encogió de hombros y volvió a dar abundantes explicaciones en su lengua materna. Al final hizo señas a Rongo Rongo, que estaba jugando al lado con otros niños.
La pequeña se acercó despreocupada y se mostró abiertamente dispuesta a prestar sus servicios de traductora. Helen, sin embargo, se puso roja de vergüenza de tener que plantear a un niño tales asuntos, pero Matahorua no parecía ver ningún problema en ello.
—Esto ella no puede decirlo —explicó Rongo una vez que la tohunga hubo repetido sus palabras—. Puede haber muchas causas. En el hombre, en la mujer, en los dos… Tiene que ver a la mujer, o mejor, al hombre y la mujer. Así sólo puede adivinar. Y adivinar no sirve.
Matahorua regaló un nuevo trozo de jade a su amiga.
—Amigos de Miss Helen siempre bienvenidos —dijo Rongo.
Helen sacó de su bolsa unas patatas de siembra como muestra de agradecimiento. Howard protestaría de que ella regalara la preciosa mercancía, pero la anciana maorí se alegró a ojos vistas. Con unas pocas palabras indicó a Rongo que recogiera unas hierbas que le tendió a Helen.
—Esto, contra mareos por la mañana. Calentar en agua, beber antes levantarse.
Por la noche, Helen comunicó a su esposo que iba a ser padre. Howard gruñó satisfecho. Era evidente que estaba contento, pero Helen habría deseado un par de palabras más de reconocimiento. El embarazo llevó consigo algo positivo: a partir de ese momento, Howard dejó tranquila a su esposa. Dejó de tocar a su mujer y se acostaba junto a ella como un hermano, lo que para Helen supuso un alivio increíble. La conmovió hasta las lágrimas que al día siguiente Howard apareciera con una taza de té cuando ella todavía estaba en la cama.
—Toma. Es lo que tienes que beber, según la bruja. Y las mujeres maoríes entienden de estas cosas. Tienen hijos como conejas.
Gwyn se alegró también por su amiga, pero al principio no se atrevió a visitar a Matahorua.
—No servirá de nada si Lucas no viene. Puede que haga un conjuro por la pareja o algo así. Por el momento me llevo la piedra de jade, quizá me la cuelgue en una bolsita del cuello. A fin de cuentas, a ti te ha dado suerte.
Gwyneira señaló expresivamente el vientre de Helen y parecía tan esperanzada que Helen prefirió no contarle que tampoco los maoríes creían en hechicerías y amuletos. La piedra de jade debía considerarse más bien como un signo de agradecimiento, de reconocimiento y amistad.
La magia tampoco obró efecto, sobre todo porque Gwyn no se atrevía a que la piedra estuviera colocada en algún sitio demasiado visible junto a su cama o en ella. No quería que Lucas se burlara de sus supersticiones o que se enfadara. En los últimos tiempos intentaba con mayor obstinación que sus esfuerzos sexuales tuvieran un desenlace exitoso. Prescindiendo casi de todas las caricias, intentaba penetrar en Gwyn de inmediato. A veces hacía realmente daño, pero, a pesar de eso, Gwyn creía que algo en ella no andaba bien.
Comenzaron los días de primavera, pero no era así, los nuevos colonos tuvieron que acostumbrarse a que en marzo ahí, en el hemisferio sur, era otoño y anunciaba el invierno. Lucas cabalgó con James McKenzie y sus hombres para recoger las ovejas de las montañas. Lo hizo muy a pesar suyo, pero Gerald insistió, y para Gwyn apareció la inesperada oportunidad de participar también en la tarea. Con Witi y Kiri tripuló el carro de abastecimiento.
—¡Hay irish stew! —informó complacida a los hombres, cuando éstos regresaron la primera noche al campamento. Las chicas maoríes se habían aprendido la receta de memoria y Gwyneira casi habría podido prepararla sola. Ese día, sin embargo, no lo había pasado cociendo rodajas de patatas y col, sino que había salido con Igraine y Cleo en busca de un par de ovejas que se habían descarriado en las estribaciones de las montañas. James McKenzie se lo había pedido con discreción.
—Sé que el señor Warden no lo ve con buenos ojos, Miss Gwyn, y yo mismo lo haría o encargaría a uno de los chicos que lo hiciera. Pero necesitamos a todos los hombres con los rebaños, somos realmente demasiado pocos. Los últimos años teníamos al menos algún ayudante del campamento maorí. Pero como esta vez viene con nosotros el señor Lucas…
Gwyn sabía a qué se refería y comprendió también los matices. Gerald se había ahorrado los gastos de otro pastor y estaba encantado con ello. Ya lo había oído en la mesa familiar. Lucas, de todos modos, no podía sustituir al experimentado ayudante maorí. El trabajo de la granja no se le daba bien y tampoco resistía demasiado. Ya había sorprendido a Gwyneira al construir el campamento diciéndole que le dolían todos los huesos; y eso que todavía no había empezado la recogida del ganado. Los hombres, claro está, no solían quejarse de la torpeza de su joven jefe, pero Gwyn oía comentarios como: «Hubiéramos ido más deprisa si las ovejas no se nos hubieran escapado tres veces», y eso le daba que pensar. Cuando Lucas estaba inmerso en la contemplación de una formación de nubes o de un insecto, seguro que no sería un par de ovejas pasando al galope lo que lo arrancaría de su observación.
Así que McKenzie lo colocó con otro pastor, por lo que faltaba al menos un hombre. A Gwyneira le encantaba, claro está, ayudar en la tarea. Cuando los hombres regresaron al campamento, Cleo condujo al rebaño quince ovejas que habían encontrado en la montaña. La joven estaba un poco preocupada de lo que Lucas podría decir, pero él ni se dio cuenta. Comió en silencio el estofado y se retiró pronto a su tienda.
—Voy a ayudar a recoger —declaró Gwyn con la misma gravedad que si hubiera que lavar los cubiertos de un menú de cinco platos. De hecho dejó los pocos platos y cubiertos a los maoríes y se quedó un poco más en compañía de los hombres, que estaban relatando ahora sus aventuras. Iban pasándose la botella y gracias a ella, como era habitual, las historias fueron haciéndose cada vez más dramáticas y peligrosas.
—Por Dios, si yo no hubiera estado ahí, el carnero lo habría embestido de lleno —reía burlón el joven Dave—. El caso es que el animal corría hacia él y yo grité: «¡Señor Lucas!», pero él seguía sin verlo. Así que silbé al perro y corrió y se puso entre él y el carnero y lo ahuyentó. ¿Pero alguien puede imaginarse que el tipo me dio las gracias? ¡Ni hablar! ¡Se puso a refunfuñar! Dijo que había visto un kea y que el perro había asustado al pájaro. ¡Y ya os digo yo que el carnero casi lo embiste! ¡Entonces le quedaría en los pantalones menos de lo poco que tiene!
El resto de los hombres se pusieron a vocear. Sólo James McKenzie parecía incómodo. Gwyn comprendió que era mejor que se retirase entonces si no quería escuchar más comentarios comprometedores sobre su marido. James la siguió cuando se levantó.
—Lo siento, Miss Gwyn —dijo cuando ambos se introdujeron en la penumbra, lejos de la hoguera. No era una noche oscura: había luna llena y brillaban las estrellas. También el día siguiente sería despejado, un regalo para los pastores que, en caso contrario, debían apañárselas con la niebla y la lluvia.
Gwyneira se encogió de hombros.
—No tiene por qué sentirlo. ¿O se ha dejado embestir también usted por los cuernos del carnero?
James se reprimió la risa.
—Me gustaría que los hombres fueran un poco más discretos…
Gwyneira rio.
—Entonces tendría que explicarles el significado de la discreción. No, no, señor McKenzie. Puedo imaginarme muy bien lo que ha ocurrido y comprendo que la gente esté indignada. El señor Lucas no está…, bueno, no está hecho para estas cosas. Toca muy bien el piano y pinta estupendamente, pero lo que es ir a caballo y conducir ovejas…
—¿Lo ama de verdad? —James se habría abofeteado en el mismo momento en que estas palabras salieron de su boca. No quería preguntarlo. Nunca… Él no tenía nada que ver. Pero también había bebido y el día había sido largo y también había maldecido más de una vez a Lucas Warden.
Gwyneira sabía que se debía a su nombre y posición.
—Respeto y honro a mi marido —respondió con dignidad—. Fui confiada a él por voluntad propia y se porta bien conmigo. —Debería haber añadido que eso no era asunto de McKenzie, pero no lo consiguió. Algo le decía que él tenía derecho de preguntarlo—. ¿Responde esto a su pregunta, señor McKenzie? —preguntó suavemente en lugar de eso.
James McKenzie asintió.
—Lo siento, Miss Gwyn. Buenas noches.
No sabía por qué le tendía la mano. No era normal, y seguramente tampoco conveniente, despedirse con tanta ceremonia después de haber pasado dos horas juntos al lado de la hoguera. A fin de cuentas, al día siguiente por la mañana volverían a verse. Pero Gwyn tomó su mano con toda naturalidad; su mano pequeña y delicada, pero endurecida de cabalgar y del trabajo con los animales, estaba en la del hombre. James apenas si conseguía reprimir el impulso de llevársela a los labios.
Gwyneira mantuvo la vista baja. Era una sensación agradable que la mano del hombre envolviera la suya, una sensación deliciosa, de seguridad. La calidez pareció extenderse por todo su cuerpo, incluso por esos rincones que nada tenían de decentes. Lentamente alzó la vista y advirtió un eco de su placer en los ojos oscuros y penetrantes de McKenzie. Y de repente los dos se echaron a reír.
—Buenas noches, James —dijo Gwyn dulcemente.
En tres días consiguieron conducir el rebaño, más deprisa que nunca. Durante el verano, Kiward Station había perdido pocos animales; la mayoría se encontraba en un estado fabuloso y los carneros fueron muy elogiados. Un par de días después de haber regresado a la granja, Cleo parió sus crías. Gwyn contempló fascinada los cuatro diminutos cachorros en la cesta.
Gerald, por el contrario, parecía disgustado.
—Al parecer todo el mundo puede… ¡salvo vosotros! —gruñó, y lanzó una mirada furiosa a su hijo. Lucas salió sin pronunciar palabra. Hacía semanas que las relaciones entre padre e hijo eran tensas. Gerald no podía perdonar a Lucas su incapacidad para realizar las tareas de la granja, y Lucas estaba iracundo con Gerald porque lo forzaba a montar con los hombres. Gwyneira tenía a menudo la sensación de estar entre dos fuegos. Y cada vez tenía más la impresión de que Gerald estaba enfurecido con ella.
Durante el invierno había menos trabajo en los pastizales en el que Gwyneira pudiera colaborar y Cleo también estuvo unas semanas sin salir. Así que Gwyn encaminó la yegua con más frecuencia a la granja de los O’Keefe. Durante la conducción del ganado había descubierto un camino a campo traviesa, sin lugar a dudas más corto, y visitaba a Helen varias veces a la semana. Ésta se alegraba de ello. El trabajo en la granja le resultaba más pesado a medida que avanzaba el embarazo y le era casi imposible montar a lomos del mulo. Apenas si iba a Haldon a tomar un té con la señora Candler. Prefería pasar los días estudiando la Biblia en maorí y cosiendo la ropa del bebé.
Seguía, como era habitual, dando clases a los niños maoríes, que le aliviaban de muchas de las tareas. No obstante, pasaba sola la mayor parte del día. Eso se debía también a que Howard salía por las noches a beber una cerveza en Haldon y solía llegar bastante tarde. Gwyneira se sentía preocupada por ello.
—¿Cómo vas a avisar a Matahorua cuando empiece el parto? —preguntó—. No podrás encargarte tú sola.
—La señora Candler quiere enviarme a Dorothy. Pero no me gusta…, la casa es tan pequeña que tendría que dormir en el establo. Y por lo que sé, los niños nacen siempre por la noche. Así que Howard estará aquí.
—¿Seguro? —preguntó Gwyneira asombrada—. Mi hermana tuvo los niños al mediodía.
—Pero los dolores debieron de comenzar por la noche —respondió Helen convencida. En lo que iba de tiempo había aprendido al menos los conceptos básicos del embarazo y la concepción. Después de que Rongo Rongo le contara las historias más osadas en su inglés chapurreado, Helen había reunido todo su valor para pedir a la señora Candler una explicación. Ésta se lo había relatado de forma objetiva. Había dado a luz a tres hijos y no en las condiciones más civilizadas. Helen sabía ahora el modo en que se anunciaba el parto y lo que debía tener preparado.
—Si así lo crees… —Pero Gwyneira no estaba del todo convencida—. Aunque deberías pensarte lo de Dorothy. Ella aguantará un par de noches en el establo; pero tú podrías morirte si tuvieras que dar a luz totalmente sola.
Cuanto más se acercaba el día, más inclinada se sentía Helen a aceptar la oferta de la señora Candler. Howard cada vez estaba menos en casa. El estado de su mujer lo incomodaba y era evidente que ya no compartía de buen grado la cama con ella. Cuando regresaba tarde de Haldon, apestaba a cerveza y whisky y hacía tanto ruido cuando iba a acostarse que Helen dudaba de que llegara a encontrar el camino del poblado maorí. Así que Dorothy se mudó a principios de agosto a su casa. No obstante, la señora Candler se negó a que la muchacha durmiera en el establo.
—Por todos los cielos, Miss Helen, eso no puede ser. Ya veo yo en qué estado se marcha de aquí el señor Howard por las noches. Y usted está…, quiero decir, él tiene… Echará de menos compartir la cama con una mujer, no sé si me entiende. Cuando llegue al establo y encuentre a una adolescente allí…
—¡Howard es un hombre decente! —protestó Helen, defendiendo a su esposo.
—Un hombre decente no deja de ser un hombre —replicó categórica la señora Candler—. Y un hombre decente borracho es tan peligroso como cualquier otro. Dorothy dormirá en casa. Yo hablaré con el señor Howard.
Helen estaba preocupada por el choque de pareceres, pero sus temores eran infundados. Después de haber recogido a Dorothy, Howard se llevó ropa de cama al establo con toda naturalidad y montó allí su campamento.
—No me importa —dijo caballerosamente—. He dormido en sitios peores. Y la reputación de la pequeña debe mantenerse a salvo, en eso la señora Candler tiene razón. ¡Que no caiga en descrédito!
Helen admiraba el sentido de la diplomacia de la señora Candler. Al parecer había argumentado que Helen necesitaba una señorita de compañía y que incluso después del parto Dorothy tampoco podría ocuparse por las noches de Helen y el niño si Howard estaba en la casa.
Así que los últimos días antes del nacimiento, Helen compartía la cabaña con Dorothy y se ocupaba de la mañana a la noche de tranquilizar a la muchacha. Dorothy estaba tan asustada antes del alumbramiento, tanto, que Helen a veces llegó a pensar que su madre tal vez no había muerto de no se sabía qué misteriosa enfermedad, sino del parto de una infeliz hermanita.
Gwyneira, por el contrario, se sentía más o menos optimista, incluso ese día nublado de finales de agosto en que Helen se encontraba especialmente mal y deprimida. Howard ya se había marchado a Haldon por la mañana, quería construir un nuevo cobertizo y ya había llegado por fin la madera para levantarlo. Sin embargo, cargaría el material de construcción y seguramente no regresaría de inmediato, sino que se detendría a tomar una cerveza y echar una partida de cartas. Dorothy ordeñó la vaca mientras Gwyneira hacía compañía a Helen. Tenía la ropa húmeda de la cabalgada entre la niebla y sentía frío. Disfrutaba pues de la chimenea y el té de Helen.
—Ya se encargará Matahorua —respondió a Helen cuando ésta le contaba los temores de Dorothy—. ¡Ay, desearía estar en tu lugar! Sé que en estos momentos te sientes desgraciada, pero deberías ver cómo me va a mí. El señor Gerald cada día hace algún comentario, y no es él el único. También las damas de Haldon me examinan del mismo modo que si fuera una yegua en una feria de ganado… Y Lucas también parece enojado conmigo. ¡Si sólo supiera qué es lo que hago mal! —Gwyneira jugueteaba con la taza de té. Estaba a punto de echarse a llorar.
Helen frunció el entrecejo.
—Gwyn, una mujer no hace nada mal. No lo rechazas, ¿verdad? ¿Le dejas hacer?
Gwyn puso los ojos en blanco.
—¡Y que lo digas! Sé que debo quedarme tranquila. Boca arriba. Y soy amable y lo abrazo y todo… ¿qué más debo hacer?
—Es más de lo que yo he hecho —observó Helen—. Tal vez sólo necesites más tiempo. Eres mucho más joven que yo.
—Pues tendría que ser más fácil —gimió Gwyn—. Al menos eso decía mi madre. ¿No será quizá por culpa de Lucas? ¿Qué significa en realidad que un hombre es un «blando»?
—¡Pero cómo puedes, Gwyn! —Helen estaba horrorizada de oír tal expresión de la boca de su amiga—. Esas cosas no se dicen.
—Los hombres lo dicen cuando hablan de Lucas. Claro que cuando él no los oye. Si supiera qué significa.
—¡Gwyneira! —Helen se puso en pie como si quisiera coger la tetera del fuego. Pero entonces gritó y se llevó la mano al vientre—. ¡Oh, no!
A los pies de Helen se formó un charco.
—¡La señora Candler dice que es así como empieza! —exclamó—. Pero sólo son las once de la mañana. Qué desgracia… ¿Puedes recogerlo tú, Gwyn? —se dirigió vacilante a una silla.
—Es líquido amniótico —dijo Gwyn—. No te preocupes, Helen, no hay nada que lamentar. Te llevaré a la cama y luego enviaré a Dorothy en busca de Matahorua.
Helen se encogió.
—¡Hace daño, Gwyn, hace mucho daño!
—Pronto pasará —aseguró Gwyneira, cogiendo con determinación a Helen por el brazo y llevándola al dormitorio. Allí ayudó a su amiga a desvestirse y ponerse un camisón, la volvió a tranquilizar y se precipitó al establo para decirle a Dorothy que fuera al poblado maorí. La muchacha se echó a llorar y salió atolondrada del establo. ¡Ojalá que en la buena dirección! Gwyneira pensó en si no habría sido mejor que ella misma hubiera salido a caballo, pero su hermana había necesitado horas para dar a luz a su hijo. Así que con Helen tampoco iría tan deprisa. Y Gwyn le sería sin duda de mayor consuelo que la llorosa Dorothy.
Gwyn limpió la cocina y preparó mientras tanto otro té que llevó a la cama de Helen. Ésta tenía en esos momentos dolores periódicos. Cada dos minutos gritaba y se contraía. Gwyneira la tomó de la mano y le habló para tranquilizarla. Entretanto había transcurrido una hora. ¿Dónde estaban Dorothy y Matahorua?
Helen no parecía percatarse del paso del tiempo, pero Gwyn cada vez estaba más nerviosa. ¿Qué haría si en efecto Dorothy se había perdido? Sólo cuando ya habían pasado más de dos horas, oyó por fin a alguien en la puerta. Con los nervios a flor de piel, Gwyneira se sobresaltó. Pero naturalmente sólo era Dorothy. Seguía llorando. Y no la acompañaba, como era de esperar, Matahorua, sino Rongo Rongo.
—¡No puede venir! —sollozó Dorothy—. Todavía no. Está…
—Llega otro bebé —explicó Rongo con serenidad—. Es difícil. Es pronto y mamá enferma. Debe quedarse. Decir que Miss Helen fuerte, bebé sano. Yo ayudar.
—¿Tú? —preguntó Gwyn. Rongo tenía once años como mucho.
—Sí. Yo ya ver y ayudar kuia. ¡En mi familia muchos niños! —advirtió Rongo orgullosa.
Gwyneira no parecía ser la comadrona óptima, pero estaba claro que tenía más experiencia que todas las mujeres y niñas que estaban disponibles.
—Pues bien. ¿Qué hacemos ahora, Rongo? —preguntó.
—Nada —respondió la pequeña—. Esperar. Dura horas. Matahorua dice, cuando estar listo, viene.
—Esto es una auténtica ayuda —gimió Gwyneira—. Pero está bien, esperaremos. —No se le ocurría nada más.
Rongo tenía razón. La espera se prolongó durante horas. A veces iba mal, y Helen gritaba de dolor, luego volvía a tranquilizarse, parecía incluso dormir durante unos minutos. Hacia el anochecer, sin embargo, los dolores aumentaron y aparecieron de forma más seguida.
—Esto normal —señaló Rongo—. ¿Puedo preparar crepe de sirope?
Dorothy estaba escandalizada de que la niña pudiera pensar en comida en esos momentos, pero Gwyn no encontró que fuera mala idea. También ella estaba hambrienta y tal vez podría convencer a Helen para que probara un bocado.
—Ve a ayudarla, Dorothy —ordenó.
Helen la miró desesperada.
—¿Qué pasará con el niño si me muero? —susurró.
Gwyneira le secó el sudor de la frente.
—No te morirás. Y el niño tiene que estar aquí primero antes de que nos planteemos su futuro. ¿Dónde se ha metido tu Howard? ¿No tendría que estar ya llegando? Podría ir a caballo a Kiward Station y decirles que llegaré un poco más tarde. ¡Si no, se preocuparán!
Helen casi se puso a reír a pesar de los dolores.
—¿Howard? Antes de que vaya a Kiward Station tendrían que echarse a volar los cerdos. Quizá podrá ir Reti…, u otro niño…
—No les dejo que monten a Igraine. Y el burro conoce tan poco el camino como los niños…
—Es un mulo… —la corrigió Helen, y dio un fuerte suspiro—. No lo llames burro, se lo tomará a mal…
—Sabía que acabarías queriéndolo. Escucha, Helen, ahora voy a subirte el camisón y mirar ahí abajo. Quizás el niño ya se esté asomando…
Helen sacudió la cabeza.
—Lo habría notado. Pero… Pero ahora…
Helen sufrió una nueva contracción. Recordó que la señora Candler le había dicho algo de empujar, así que lo intentó y gimió de dolor.
—Puede ser que ahora… —La siguiente contracción no la dejó terminar de hablar. Helen dobló las piernas.
—Es mejor si se pone de rodillas, Miss Helen —señaló Rongo con la boca llena. Entró con un plato de crepes—. Y caminar ayuda. Porque bebé tiene que bajar, ¿comprende?
Gwyneira ayudó a Helen, que gemía y protestaba, a ponerse en pie. Pero sólo consiguió dar un par de pasos antes de derrumbarse a causa del siguiente dolor. Gwyn le levantó el camisón, mientras se arrodillaba y vio algo oscuro entre las piernas.
—¡Ya llega, Helen, ya llega! ¿Qué he de hacer ahora, Rongo? Si ahora se cae, se caerá en el suelo.
—No se cae tan deprisa —contestó Rongo, llevándose a la boca otro trozo de crepe—. ¡Hummm, está muy buena! Miss Helen comer cuando el bebé llegar.
—Quiero volver a la cama —se quejó Helen.
Gwyneira la ayudó, aunque no le parecía una idea muy inteligente. Todo había ido sin lugar a dudas más rápido mientras Helen estaba de pie o de rodillas.
Pero luego no tuvo tiempo para seguir pensando. Helen dio un fuerte chillido, y al instante la coronilla oscura que había visto se convirtió en una cabeza de bebé avanzando hacia el exterior. Gwyneira recordó los numerosos nacimientos de corderos que había observado en su hogar y en los que había ayudado al pastor. Eso tampoco iba a perjudicar. Buscó atrevida la cabecita y tiró, mientras que Helen jadeaba y gritaba a causa del dolor. Expulsó la cabeza, Gwyneira tiró de ella, vio los hombros… Y ahí estaba el bebé y Gwyn vio su carita arrugada.
—Ahora cortar —indicó Rongo tranquilamente—. Cortar cordón. Niño guapo, Miss Helen. ¡Niño!
—¿Un niño? —gimió Helen, e intentó erguirse—. ¿De verdad?
—Eso parece… —dijo Gwyn.
Rongo cogió un cuchillo que había dejado preparado y cortó el cordón umbilical.
—Ahora respirar.
El bebé no sólo respiró, sino que inmediatamente se puso a llorar.
Gwyneira estaba resplandeciente.
—¡Parece que está sano!
—Sano seguro…, yo decir, sano… —La voz procedía de la puerta. Matahorua, la tohunga maorí, entró. Para protegerse del frío y la humedad se había envuelto el cuerpo en una manta que llevaba sujeta con un cinturón. Sus numerosos tatuajes se veían con mayor claridad que en otras ocasiones, pues la anciana estaba pálida del frío y quizá también del cansancio.
—Yo sentir, pero el otro bebé…
—El otro bebé… ¿también sano? —preguntó Helen apagadamente.
—No. Muerto. Pero mamá vivir. ¡Tu hijo guapo!
Matahorua tomó el mando. Secó al pequeño y pidió a Dorothy que calentara agua para un baño. Antes depositó al recién nacido en los brazos de Helen.
—Mi hijito… —susurró Helen—. Qué pequeñito es…, lo llamaré Ruben, como mi padre.
—¿Howard no tiene nada que opinar al respecto? —preguntó Gwyneira. En sus círculos era normal que el padre decidiera al menos el nombre del hijo varón.
—¿Dónde está Howard? —preguntó Helen desdeñosa—. Sabía que el niño llegaría uno de estos días. Pero en lugar de quedarse conmigo, está colgado en la barra de una taberna y se bebe el dinero que ha ganado con sus carneros. ¡No tiene ningún derecho a dar un nombre a mi hijo!
Matahorua asintió.
—Es cierto. Es tu hijo.
Gwyneira, Rongo y Dorothy bañaron al bebé. Dorothy había dejado por fin de llorar y no se cansaba de mirar al niño.
—¡Es tan mono, Miss Gwyn! ¡Mire, ya ríe!
Gwyneira pensaba menos en las muecas que hacía el niño que en el modo en que había transcurrido su nacimiento. Aparte de que duraba más tiempo, no se había diferenciado todo lo ocurrido de lo que pasaba cuando se paría un potro o un cordero, ni siquiera la expulsión de la placenta. Matahorua aconsejó a Helen que la enterrara en un lugar particularmente bonito y que plantara allí un árbol.
—Whenua a whenua…, tierra —dijo.
Helen prometió cumplir con la tradición, mientras Gwyneira seguía meditando.
Si el nacimiento de un ser humano transcurría del mismo modo que el de los animales, tampoco el acto de engendrarlo sería muy diferente. Gwyneira se sonrojó cuando recordó el proceso, pero ahora sus sospechas acerca de qué era lo que Lucas hacía mal eran bastante acertadas…
Al final, Helen yacía feliz en su cama recién cambiada con el niño dormido entre sus brazos. También había mamado, Matahorua insistió en ponérselo a Helen al pecho aunque el proceso le resultara ahora doloroso. Ella habría preferido criar al bebé con leche de vaca.
—Es bueno para bebé. La leche de vaca buena para el ternero —afirmó categóricamente Matahorua.
Otro paralelismo más con los animales. Esa tarde Gwyn había aprendido mucho.
Helen, entretanto, encontró el momento para pensar también en los demás. Gwyn se había comportado de fábula. ¿Qué habría hecho sin su ayuda? Pero ahora tenía por fin oportunidad de devolverle en parte el favor.
—Matahorua —se dirigió a la tohunga—. Ésta es la amiga de quien te había hablado hace poco. Aquella que…, que no…
—¿Decir la que no tener bebé? —preguntó Matahorua, y lanzó una mirada escudriñadora a Gwyneira, a sus pechos y a su vientre. Lo que vio, pareció gustarle—. Bien, bien —dijo al final—. Guapa mujer. Muy sana. Poder tener muchos bebés, bebés sanos…
—Pero hace mucho que lo intenta —dijo Helen con desespero.
Matahorua se encogió de hombros.
—Intentar con otro hombre —aconsejó impasible.
Gwyneira se preguntaba si ahora ya tenía que marcharse a su casa. Hacía rato que había anochecido, hacía frío y estaba nublado. Por otra parte, Lucas y los demás estarían con el corazón en un puño pensando en dónde se habría metido. ¿Y qué diría Howard O’Keefe cuando llegara, posiblemente borracho, y se encontrara a una Warden en su casa?
Al parecer pronto iba a hallar respuesta a esta última pregunta. Alguien andaba trajinando en el establo. Pero Howard no habría llamado a la puerta de su propia casa. Esa visita, por el contrario, se anunció educadamente.
—¡Abre, Dorothy! —dijo Helen, pasmada.
Gwyn ya estaba a la puerta. ¿Habría ido Lucas a buscarla? Le había hablado de Helen y había reaccionado con simpatía, incluso había expresado el deseo de conocer a la amiga de Gwyn. La pelea entre los Warden y los O’Keefe no parecía importarle.
Sin embargo, ante la puerta, no estaba Lucas, sino James McKenzie.
Sus ojos resplandecieron al ver a Gwyn. Aun así, ya debía de haber distinguido en el establo que estaba allí. A fin de cuentas, Igraine la estaba esperando.
—¡Miss Gwyn! ¡Alabado sea Dios, la he encontrado!
Gwyn sintió como el rubor inundaba su rostro.
—Señor James…, entre. Qué amable ha sido de venir a recogerme.
—¿Amable de venir a recogerla? —preguntó irritado—. ¿Se trata de una reunión para tomar el té? ¿Qué se ha creído, estando fuera todo este tiempo sin avisar? El señor Gerald está loco de angustia y nos ha sometido a todos a un minucioso interrogatorio. Yo he contado algo de que tenía una amiga en Haldon a la que quizás había ido a visitar. Y luego he venido hasta aquí antes de que enviara a alguien a casa del señor Candler y supiera…
—¡Es usted un ángel, James! —Gwyneira resplandecía, sin dejarse impresionar por el tono enojado de su voz—. Y no quiero pensar en qué diría el señor Gerald si supiera que acabo de traer al mundo al hijo de su peor enemigo. Venga. ¡Le presento a Ruben O’Keefe!
Helen se sintió avergonzada cuando Gwyn condujo al hombre con toda naturalidad al dormitorio, pero McKenzie se comportó con el mayor respeto, saludó cortésmente y se mostró encantado con el pequeño Ruben. Gwyneira ya había visto con frecuencia ese resplandor en el rostro del hombre. McKenzie siempre se emocionaba cuando nacía un cordero o un potro.
—¿Lo ha hecho usted sola? —preguntó con admiración.
—Helen también ha colaborado un poco —respondió Gwyn riendo.
—¡Sea como sea lo han hecho estupendamente! —James resplandecía—. ¡Las dos! Pero, de todos modos, preferiría acompañarla ahora a casa, Miss Gwyn. También sería lo mejor para usted, madame… —Se volvió a Helen—. Su marido…
—No estaría muy entusiasmado de que una Warden hubiera asistido al parto de su hijo. —Helen asintió—. Mil gracias, Gwyn.
—Oh, ha sido un placer. Tal vez puedas devolverme el favor. —Gwyneira le guiñó el ojo. No sabía por qué pero de repente se sentía mucho más optimista en cuanto a un próximo embarazo. Todo lo que acababa de aprender la había estimulado. Ahora que sabía dónde residía el problema, encontraría una solución.
—Ya he ensillado su caballo, Miss Gwyn —la apremió James—. Ahora hemos de irnos, de verdad…
Gwyneira rio.
—Entonces démonos prisa para que se tranquilice mi suegro —dijo complacida, y en ese momento se dio cuenta de que James no había mencionado ni una sola palabra sobre Lucas. ¿Es que su marido no se preocupaba por ella?
Matahorua la miró cuando siguió a McKenzie.
—Con ese hombre, niños sanos —observó.