Gwyneira cruzó la polvorienta calle del pueblo que la lluvia probablemente convertiría en un agujero enfangado y entró en la tienda de artículos diversos de los Candler. La señora Candler estaba en ese momento distribuyendo caramelos de colores en diferentes tarros, pero parecía dispuesta a interrumpir esta actividad. Saludó radiante a Gwyneira.
—¡Qué sorpresa, Warden! ¡Y qué suerte! ¿Tiene tiempo para tomar una taza de té? Dorothy lo está preparando. Está detrás con la señora O’Keefe.
—¿Con quién? —preguntó Gwyneira, y su corazón dio un brinco—. ¿No será Helen O’Keefe? —Apenas si podía dar crédito a lo que estaba oyendo.
La señora Candler asintió complacida.
—Ah, sí, todavía la recuerda como Miss Davenport. Mi marido y yo tuvimos que comunicar a su futuro esposo que había llegado. Y por lo que he oído, todo sucedió a la velocidad de un rayo en Christchurch y se la llevó enseguida. Pase detrás, señora Warden. Yo iré enseguida, en cuanto vuelva Richard.
«Detrás» se refería a la sala de estar de los Candler, que lindaba directamente con el espacioso local de la tienda. No tenía, sin embargo, un aspecto provisional, sino que disponía de muebles valiosos y elegidos con gusto, de maderas autóctonas. Unas grandes ventanas dejaban entrar la luz y ofrecían la vista al almacén de madera de la parte posterior de la casa, donde James recogía el pedido en ese momento. El señor Candler le estaba ayudando a cargarlo.
¡Y en el salón estaba, en efecto, Helen! Se hallaba sentada en una hamaca forrada de terciopelo verde y charlaba con Dorothy. Cuando vio a Gwyn, dio un brinco. Su rostro reflejaba una mezcla de incredulidad y alegría.
—¡Gwyn! ¿Eres tú o eres un fantasma? Hoy me encuentro con más seres humanos que en las doce semanas anteriores. ¡Poco a poco creo ver fantasmas!
—¡Podríamos pellizcarnos la una a la otra! —contestó riendo Gwyn.
Las amigas se abrazaron.
—¿Desde cuándo estás aquí? —preguntó Gwyn una vez que se hubo desenlazado de Helen—. Habría venido mucho antes de haber sabido que iba a encontrarte.
—Me casé hace apenas tres meses —respondió Helen tensa—. Pero hoy es el primer día que vengo a Haldon. Vivimos… bastante lejos…
No sonaba muy entusiasta. Pero ahora había que saludar a Dorothy. La muchacha acababa de entrar con una tetera y enseguida dispuso otra taza para Gwyneira. Mientras, Gwyn tuvo la oportunidad de observar más de cerca a su amiga. Helen, en efecto, no parecía muy feliz. Había adelgazado y su tez clara, que había protegido cuidadosamente en el barco, estaba ajada y bronceada a causa del sol. También sus manos estaban encallecidas y llevaba las uñas más cortas que antes. Hasta la ropa se había estropeado. Aunque el vestido había sido lavado y almidonado con primor, el dobladillo estaba sucio de barro.
—Nuestro arroyo —se disculpó Helen cuando advirtió la mirada de Gwyneira—. Howard quería venir con el carro grande, porque ha de llevarse material para el cercado. Los caballos pueden con el carro, pero cuando pasamos por el arroyo tenemos que empujar.
—¿Por qué no construís un puente? —preguntó Gwyneira. En Kiward Station solía pasar constantemente por puentes nuevos.
Helen se encogió de hombros.
—Es probable que Howard no tenga dinero. Ni gente. Uno no puede construir solo un puente. —Asió la taza de té. Sus manos temblaban un poco.
—¿No tenéis gente? —preguntó Gwyneira desconcertada—. ¿Ni siquiera maoríes? ¿Y cómo os arregláis con la granja? ¿Quién se encarga del huerto, quién ordeña las vacas?
Helen se quedó con la mirada fija. En sus bonitos ojos grises apareció una mezcla de orgullo y desesperación.
—¿Quién va a ser?
—¿Tú? —preguntó Gwyneira alarmada—. No puedes decirlo en serio. ¿Pues no se trataba de un gentlemanfarmer?
—Tacha el gentleman…, con lo que no me refiero a que Howard no sea un hombre honrado. Me trata bien y trabaja duro. Pero es un granjero, ni más ni menos. Visto de esta forma, tu señor Gerald tenía razón. Howard lo odia tanto como a la inversa. Entre los dos debió de pasar algo… —Helen hubiera cambiado de tema; no le gustaba hablar de forma negativa sobre su marido. Por otra parte, si ni siquiera aludía a lo que pasaba, ¡nadie le prestaría ayuda!
Pero Gwyn no abordó el asunto. La contienda entre O’Keefe y Warden le daba totalmente lo mismo. Quien le importaba era Helen.
—¿Tienes al menos vecinos que puedan ayudarte o a quienes pedir consejo? ¡Tú no puedes con todo! —Gwyn volvió al tema del trabajo en la granja.
—Tengo capacidad para aprender —susurró Helen—. Y vecinos…, bueno, un par de maoríes. Los niños vienen cada día a clase y son muy cariñosos. Pero…, pero exceptuándolos a ellos, sois las primeras personas blancas a quienes veo desde…, desde la llegada a la granja. —Helen intentó dominarse, pero luchaba por contener las lágrimas.
Dorothy la estrechó para consolarla. Gwyneira por el contrario ya estaba urdiendo planes para ayudar a su amiga.
—¿A qué distancia está la granja de aquí? ¿No puedo ir a visitarte alguna vez?
—A ocho kilómetros —contestó Helen—. Pero naturalmente, no sé en qué dirección…
—Tiene que aprenderlo, señora O’Keefe. Si no distingue los puntos cardinales, aquí está perdida. —La señora Candler entró con pastelillos de té de la tienda. Una mujer del lugar los preparaba y los vendía allí—. Desde aquí su granja está al Oeste. La suya también, claro, señora Warden. Aun así, no del todo en línea recta. Desde la calle Mayor sale un camino. Pero puedo explicárselo. Y su esposo lo sabe seguro.
Gwyn quería justo explicar que era mejor no preguntar a ningún Warden qué camino conducía a un O’Keefe, pero Helen aprovechó la oportunidad para cambiar de tema.
—¿Y cómo es tu Lucas? ¿Es en efecto el gentleman del que habían hablado?
Distraída por un momento, Gwyneira miraba a través de la ventana. James había acabado de cargar la leña y sacaba el carro del patio. Helen notó que los ojos de Gwyn se iluminaban cuando miraba al hombre que estaba en el pescante.
—¿Es ése? ¿Ese joven atractivo que está en el carro? —preguntó Helen con una sonrisa.
Gwyn parecía no poder desprender la vista de él, pero se repuso.
—¿Sí? Perdona, estaba mirando la carga. El hombre del pescante es el señor McKenzie, nuestro capataz. Lucas es…, Lucas sería…, bueno, sólo la idea de venir hasta aquí en un carro de tiro y de cargar la madera sin ayuda…
Helen miró ofendida. Howard seguro que cargaba el material para el cercado él mismo.
Gwyn se corrigió enseguida cuando percibió la expresión de Helen.
—Oh, Helen, naturalmente no lo digo como un desprecio…, estoy segura de que el señor Gerald echaría una mano. Pero Lucas es una especie de esteta, ¿comprendes? Escribe, pinta, toca el piano. Sin embargo, casi nunca se deja ver por la granja.
Helen frunció el ceño.
—¿Y cuando la herede?
Gwyneira se quedó atónita. A la Helen que había conocido dos meses atrás nunca se le habría ocurrido una pregunta así.
—Creo que el señor Gerald espera otro heredero… —suspiró.
El señor Candler examinó con atención a Gwyn.
—Por ahora no se ve nada —dijo riendo—. Pero hace sólo un par de semanas que se ha casado. Debe darle un poco de tiempo. ¡Formaban los dos una hermosa pareja de novios!
Y así empezó una larga exaltación de la fiesta de bodas de Gwyneira. Helen escuchaba en silencio, aunque Gwyn de buena gana le habría preguntado cómo había ido su propia boda. Después de todo le urgía hablar de muchas cosas con su amiga. A ser posible, mejor a solas. La señora Candler era amable, pero con certeza también era el centro y piedra angular de todos los chismorreos del pueblo.
Ésta se mostró, no obstante, más que dispuesta a ayudar a las dos jóvenes mujeres con recetas y otros consejos sobre cómo administrar la casa:
—Sin levadura no puede hacer pan —dijo la señora Candler a Helen—. Tenga, le daré un poco. Y ahí tengo un producto de limpieza para su vestido. Debe poner en remojo el dobladillo o se estropeará. Y usted, señora Warden, necesita moldes para las magdalenas, si no no serán como las pastas de té originales de Inglaterra que desea el señor Gerald…
Helen incluso adquirió una Biblia en maorí. La señora Candler tenía un par de ejemplares en reserva. Los misioneros habían encargado las Biblias en una ocasión, pero los maoríes no mostraron mucho interés.
—La mayoría no sabe leer —dijo la señora Candler—. Además tienen sus propios dioses.
Mientras Howard cargaba, Gwyn y Helen encontraron un par de minutos de tiempo para hablar entre ellas.
—Creo que tu señor O’Keefe tiene una buena apariencia —observó Gwyn. Lo había visto desde la tienda hablando con Helen. Ese hombre se correspondía más a la imagen que ella se había formado de un emprendedor pionero que el distinguido Lucas—. ¿Te gusta el matrimonio?
Helen se ruborizó.
—No creo que sea algo que tenga que gustar. Pero es… soportable. Ay, Gwyn, ahora volverán a pasar meses hasta que nos veamos de nuevo. Quién sabe si vendrás a Haldon el mismo día que yo…
—¿No puedes venir sola? —preguntó Gwyn—. ¿Sin Howard? Para mí no es difícil, con Igraine estoy aquí en menos de dos horas.
Helen suspiró y le contó lo del mulo.
—Si supiera montar a caballo…
Gwyneira resplandeció.
—¡Claro que sabrás! ¡Yo te enseñaré! En cuanto pueda, Helen, te haré una visita. ¡Ya encontraré el camino!
Helen quería decirle que Howard no quería que entrara ningún Warden en la casa, pero se contuvo. Si Howard y Gwyn realmente se encontraban, ya se le ocurriría algo. Pero casi todo el día solía estar ocupado con las ovejas y cabalgaba a las montañas para buscar a los animales dispersos y ocuparse de los cercados. En general no llegaba a casa antes del anochecer.
—¡Te espero! —dijo Helen esperanzada.
Las amigas se besaron en las mejillas y Helen salió corriendo.
—Pues sí, las esposas de los pequeños granjeros no tienen una vida fácil —dijo la señora Candler apenada—. Trabajo duro y un montón de niños. La señora O’Keefe tiene suerte de que su esposo ya sea mayor. No le hará más de ocho o nueve hijos. Ella tampoco es muy joven. Espero que le vaya bien. A esas granjas aisladas nunca llega una comadrona…
James McKenzie apareció poco después para recoger a Gwyneira. Guardó contento las compras de ella en el carro y la ayudó a subir al pescante.
—¿Ha pasado un buen día, Miss Gwyn? El señor Candler me ha dicho que se ha encontrado con una amiga.
Para alegría de Gwyn, McKenzie sabía el camino de la granja de Helen. Silbó entre dientes cuando la joven se lo preguntó.
—¿Quiere ir a casa de los O’Keefe? ¿Meterse en la boca del lobo? No se lo cuente al señor Gerald. Me mata si se entera de que le he explicado cómo llegar.
—Lo habría preguntado en otro lugar —dijo Gwyn tranquila—. ¿Pero qué les ha pasado? Para el señor Gerald, el señor Howard es el demonio propiamente dicho y al parecer lo mismo sucede a la inversa.
James rio.
—No se sabe con exactitud. Se rumorea que fueron socios. Pero luego se separaron. Algunos dicen que por dinero; otros, que por una mujer. En cualquier caso, sus tierras son colindantes, pero Warden se llevó la mejor parte. La parcela de O’Keefe es muy montañosa. Y el hombre tampoco procede de familia de pastores, aunque se supone que viene de Australia. Es todo muy oscuro. Sólo ellos mismos deben de saberlo con precisión, pero ¿llegarán a soltarlo alguna vez? Ah, ahí está el desvío… —James detuvo el coche junto a un camino que giraba a la izquierda en dirección a las montañas—. Se entra por aquí. Puede orientarse con aquellas rocas. Y luego siempre seguir el camino, sólo hay uno.
»A veces es difícil de encontrar, sobre todo en verano, cuando no se ven las huellas del carro. Hay que cruzar algunos arroyos, hay uno que casi es un río. Y una vez que se haya orientado, seguro que hay caminos más directos entre las granjas. Pero al principio es mejor que tome éste de aquí. ¡No vaya a extraviarse!
Gwyneira no se extraviaba tan fácilmente. Además, Cleo e Igraine habrían encontrado si lugar a dudas el camino a Kiward Station. Por eso estaba de buen humor cuando, tres días más tarde, se puso en marcha para visitar a su amiga. Lucas no tenía reparos en que viajara a Haldon, pero tenía por el momento otros motivos de preocupación.
Gerald Warden no sólo había decidido que Gwyn se tomara con más seriedad las labores de un ama de casa, también opinaba que Lucas debía implicarse más a fondo en el negocio de la granja de una vez por todas. Así que cada día le imponía algunas tareas que debía cumplir con los empleados, y con mucha frecuencia se trataba de actividades que al esteta le hacían enrojecer o que provocaban peores reacciones. La castración de los jóvenes carneros, por ejemplo, le produjo tales vómitos que dejó inservible al señor Lucas para el resto del día, como contó a los pastores Hardy Kennon en torno al fuego, mondándose de risa.
Fuera como fuese, ese día Lucas se había puesto en camino con McKenzie para conducir los carneros a los pastos de montaña. Ahí permanecerían los animales durante los meses de verano y luego los sacrificarían. La posible supervisión de esto último ya horrorizaba ahora a Lucas.
A Gwyneira le habría gustado salir con ellos, pero la detuvo una especie de intuición. Lucas no necesitaba ver la soltura con que ella trabajaba con los pastores: quería evitar a toda costa que surgiera la misma competitividad que se había dado con su hermano. Además, no tenía ningunas ganas de cabalgar en la silla de amazona. Había perdido la costumbre de utilizar la silla lateral y tras varias horas seguro que acabaría doliéndole la espalda.
Igraine avanzaba a paso ligero y, tras una hora larga, Gwyneira había llegado al desvío que conducía a la granja de Helen. A partir de ahí quedaban todavía tres kilómetros que se presentaban, no obstante, difíciles. El camino se hallaba en un estado lamentable. Gwyneira se horrorizó ante la idea de recorrerlo con un carro tan pesado como el de Howard. No era extraño que la pobre Helen pareciera agotada.
A Igraine, claro está, no le importaba el camino. La vigorosa yegua estaba acostumbrada a terrenos pedregosos y el frecuente paso por los arroyos la divertía y refrescaba. Para las condiciones de Nueva Zelanda hacía un caluroso día de verano y la yegua sudaba. Cleo, por el contrario, intentaba encontrar las zonas donde no había agua. Gwyneira se reía cada vez que no lo conseguía y la perrita, en un salto fallido, se veía obligada a chapotear en el agua fría, momentos en que alzaba la vista ofendida hacia su ama.
Finalmente se vislumbró la casa, aunque Gwyneira apenas si podía creer que esa cabaña de madera fuera realmente la granja de O’Keefe. Pero tenía que serlo; en el cercado que había delante pastaba el mulo. Al divisar a Igraine soltó un sonido extraño que empezó como un relincho y acabó como un bramido. Gwyneira sacudió la cabeza. Curioso animal. No entendía por qué algunos los preferían a los caballos.
Ató la yegua a la valla y salió en busca de Helen. En el establo sólo encontró la vaca. Pero luego oyó el estridente grito de una mujer en la casa. Se trataba, por supuesto, de Helen. Gritaba tan horrorizada que a Gwyn se le heló la sangre en las venas. Asustada buscó un arma para defender a su amiga, pero decidió ayudarse con la fusta y correr a salvarla.
No había atacante a la vista. Helen daba más bien la impresión de haber estado barriendo cándidamente la habitación, hasta que la visión de algo la había dejado de piedra.
—¡Helen! —la llamó Gwyn—. ¿Qué pasa?
Helen no hizo ningún gesto para saludarla o volverse hacia ella. Seguía mirando horrorizada algo que había en un rincón.
—¡Allí…, allí…, allí! ¿Qué es eso, por el amor de Dios? ¡Socorro, salta! Helen retrocedió espantada y casi tropezó con una silla. Gwyneira la agarró y descubrió el saltamontes grasiento y brillante que continuaba botando frente a ellas. Se trataba de un ejemplar espléndido, sin duda de diez centímetros de largo.
—Es un weta —explicó calmada—. Seguramente un weta de suelo, pero también podría ser un weta de los árboles que se ha extraviado. En cualquier caso, no se trata de un weta gigante, ésos no saltan.
Helen la contempló como si se hubiera escapado de un manicomio.
—Y es macho. A no ser que quieras darle un nombre… —rio Gwyneira—. No pongas esa cara, Helen. Son asquerosos, pero no hacen nada. Saca el bicho fuera…
—¿No…, no…, no lo podemos… matar? —preguntó Helen temblorosa.
Gwyn sacudió la cabeza.
—Es imposible. No hay forma de acabar con ellos. Supuestamente ni cuando se hierven…, lo que yo, de todos modos, todavía no he intentado. Lucas puede pronunciar conferencias sobre este bicho durante horas. Son, por así decirlo, sus animales favoritos. ¿Tienes un vaso o algo por el estilo? —Gwyneira había observado en una ocasión cómo Lucas atrapaba con habilidad un weta poniendo un tarro de mermelada al revés sobre el enorme insecto—. ¡Nuestro! —exclamó regocijada—. Si conseguimos tapar el tarro podría llevárselo a Lucas como regalo.
—¡No bromees, Gwyn! Pensaba que era un caballero. —Helen se iba sobreponiendo, aunque seguía mirando con fascinación y horror al gigantesco insecto cautivo.
—Esto no excluye su interés por los artrópodos —señaló Gwyn—. Los hombres tienen preferencias raras…
—Y que lo digas. —Helen pensó en los placeres nocturnos de Howard. Casi cada día se entregaba a ellos cuando su esposa no tenía la regla, la cual, de todos modos, se había interrumpido hacía poco: lo único positivo de la vida matrimonial.
—¿Preparo un té? —preguntó Helen—. Howard prefiere el café, pero he comprado té para mí. Darjeeling, de Londres. —Su voz adquirió un tono melancólico.
Gwyneira echó un vistazo a la habitación escasamente amueblada. Las dos sillas tambaleantes, la bandeja limpia pero gastada, sobre la que reposaba la Biblia en maorí. La olla borbotante sobre la sórdida cocina. No era la atmósfera ideal para tomar el té. Pensó en la acogedora casa de la señora Candler. Entonces sacudió la cabeza con determinación.
—Ya prepararemos el té después. Ahora ensillas el mulo… En total te doy…, digamos que tres horas de clase de montar. Luego nos encontraremos en Haldon.
El mulo se mostró poco dispuesto a cooperar. Cuando Helen intentaba cogerlo, escapaba e intentaba morderla. Suspiró aliviada cuando aparecieron Reti, Rongo y dos niños más. El rostro sofocado de Helen, sus protestas y su desesperación por capturar al animal fueron un nuevo motivo para provocar las risas de los maoríes, pero Reti ya había puesto el cabestro en unos segundos. También echó una mano a su profesora para poner la silla, mientras Rongo daba al animal unos boniatos. Pero luego ya no había ayuda que sirviera. Helen debía encaramarse sola a la grupa.
Gwyneira se sentó sobre la valla del corral mientras Helen intentaba que el animal caminara. Los niños de nuevo se dieron codazos y se pusieron a reír cuando al principio el mulo no hizo ningún movimiento, ni siquiera el de poner un casco delante del otro. Sólo cuando Helen le propinó una fuerte patada en el flanco, soltó una especie de gemido y se puso a caminar. Pero Gwyneira no estaba satisfecha.
—¡Así no se hace! Cuando le das la patada no avanza, sólo se enfada. —Gwyneira se inclinaba sobre la cerca de madera como un pastor y subrayaba sus explicaciones moviendo con determinación la fusta. Su única concesión al decoro consistía en subir los pies y esconderlos bajo la falda de amazona, lo que hacía bastante insegura su postura. Sin embargo, ese número de equilibrio era innecesario. Seguramente, los sonrientes niños no habrían dedicado una segunda mirada a las piernas de Gwyneira, aunque no hubieran estado totalmente concentrados en lo que se desarrollaba en el paddock. Sus madres deambulaban constantemente descalzas, con las faldas a media pierna o desnudas.
Pero Helen ya no tenía tiempo para pensar más en ello. Debía concentrarse en guiar a su testarudo mulo por el corral. Para su sorpresa no resultaba tan difícil mantenerse encima de él, la vieja silla de Howard le prestaba suficiente seguridad. Si bien, lamentablemente, el animal se empeñaba en detenerse junto a cada brote de hierba.
—¡Si no lo golpeo, no se mueve nada! —se quejó, e hincó de nuevo los talones en las costillas del mulo—. Quizá…, si me dieras ese palito… ¡Le podría pegar!
Gwyneira puso los ojos en blanco.
—¿Quién te ha contratado como educadora? Pegar, dar patadas… ¡A tus niños no los tratas así! —Arrojó una mirada a los risueños maoríes que disfrutaban a ojos vistas de la lucha que mantenía su profesora—. Tienes que querer al animal, Helen. Consigue que te ayude de buen grado. Venga, dile algo amable.
Helen suspiró, reflexionó y se inclinó de mala gana hacia delante.
—¡Qué orejitas más monas y suaves tienes! —dijo con voz arrulladora, e intentó acariciar las inmensas orejas de cucurucho del mulo. El animal respondió al acercamiento con un intento furioso de morderle la pierna. Helen casi se cayó del mulo del susto y Gwyneira de la valla de la risa.
—¿Quererme? —resopló Helen—. ¡Me aborrece!
Uno de los niños maoríes mayores hizo un comentario que fue contestado con risas por los otros, mientras Helen se ponía roja.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Gwyn.
Helen se mordió los labios.
—Sólo es una cita de la Biblia —murmuró.
Gwyn asintió maravillada.
—Entonces, si consigues que estos mocosos citen la Biblia de forma voluntaria, tendrías que hacer mover un burro. El mulo es tu único billete para Haldon. ¿Qué significa eso en realidad? —Gwyneira agitó la fusta, pero era evidente que no tenía intención de dársela a su amiga para que estimulara al mulo.
Helen se dio cuenta de que tenía que bautizar a ese animal…
Tras la hora de clase se bebieron un té y Helen habló de sus pequeños discípulos.
—Reti, el mayor, es muy despierto, pero bastante insolente. Y Rongo Rongo es cautivadora. En general son niños buenos. Todo el pueblo es cordial.
—Ya sabes bastante bien maorí, ¿verdad? —preguntó admirada Gwyn—. Yo sólo sé, por desgracia, un par de palabras. Pero no consigo aprender la lengua. Cuesta demasiado.
Helen se encogió de hombros, pero agradeció el elogio.
—Antes ya había aprendido idiomas, por eso me resulta más fácil. Además, salvo con ellos, no hay nadie con quien pueda hablar. Si no quiero aislarme del todo, tengo que aprenderlo.
—¿No hablas con Howard? —preguntó Gwyn.
Helen asintió.
—Sí, pero…, pero…, no tenemos mucho en común…
De repente Gwyneira experimentó un sentimiento de culpabilidad. Cuánto disfrutaría su amiga de las largas conversaciones de Lucas sobre arte y cultura, dejando aparte el tocar el piano y la pintura… Debería sentirse agradecida por tener un marido tan cultivado. Pero en general se aburría con él.
—Las mujeres del pueblo son también muy atentas —prosiguió Helen—. Me pregunto si alguna de ellas será comadrona…
—¿Comadrona? —exclamó Gwyn—. ¡Helen! No me digas… ¡No puedo creérmelo! ¿Estás embarazada, Helen?
Helen alzó la vista turbada.
—No lo sé con exactitud. Pero la señora Candler así lo ha considerado y me ha hecho un par de observaciones. Además, a veces me siento… especial. —Se sonrojó.
Gwyn quería saberlo todo con detalle.
—¿Howard hace…, me refiero a si hace sus, que…?
—Creo que sí —susurró Helen—. Cada noche lo hace. No sé si conseguiré acostumbrarme a eso.
Gwyn se mordió los labios.
—¿Por qué no? Me refiero a… ¿te hace daño?
Helen la miró como si hubiera perdido la razón.
—Claro, Gwyn. ¿Tu madre no te lo ha contado? Pero las mujeres debemos soportarlo. ¿Cómo es que me lo preguntas? ¿A ti no te duele?
Gwyneira titubeó, hasta que Helen, avergonzada, abandonó el tema. Pero la reacción había confirmado sus sospechas. Algo no iba bien entre Lucas y ella. Por primera vez se preguntó si algo en ella no funcionaba…
Helen llamó al mulo Nepumuk y lo mimó con zanahorias y boniatos. Sólo unos pocos días después resonó un bramido de saludo en cuanto salió de la puerta, y en el paddock el mulo se dejó poner enseguida y sin rodeos el cabestro… A fin de cuentas, antes y después tenía su golosina. Tras la tercera clase de hípica Gwyneira se sentía muy satisfecha y, en algún momento, Helen sintió simplemente los ánimos para ensillar a Nepumuk y dirigirse a Haldon. Experimentaba la sensación de haber cruzado como mínimo un océano cuando al final guio al mulo por las calles del pueblo. El animal corrió directo hacia el herrero, pues allí solían esperarlo avena y paja. El herrero se comportó con amabilidad y prometió a Helen guardar el animal mientras ella visitaba a la señora Candler. Ésta y Dorothy no ahorraron elogios y Helen meditó sobre su recién adquirida libertad.
Por la noche premió a Nepumuk con una ración extra de avena y maíz. Ante el agradecido sonido que emitió el animal, Helen ya no encontró tan difícil que le cayera simpático.