Helen se acostumbró en cierta forma a la vida con Howard. Lo que por las noches sucedía en el lecho conyugal siempre le resultaba desagradable, pero entretanto había llegado a considerarlo desvinculado de su otra vida cotidiana y durante el día trataba a Howard con normalidad.
Pero no siempre era fácil. Howard alimentaba ciertas expectativas sobre su esposa y se enfurecía pronto cuando Helen no respondía a ellas. Montaba incluso en cólera cuando ella expresaba sus deseos o requería otros muebles o mejores utensilios de cocina, pues las cazuelas y sartenes se habían gastado y ensuciado de tal modo con los restos de comida que de nada servía restregarlas.
—La próxima vez que vayamos a Haldon —la consolaba una y otra vez. Al parecer, era un lugar demasiado alejado para viajar hasta allí por un par de cacharros de cocina, especias y azúcar.
Pero Helen ansiaba desesperadamente entrar en contacto con la civilización. Tenía miedo a la vida en plena naturaleza virgen, por mucho que Howard le asegurase que no había animales peligrosos en las llanuras de Canterbury. Además añoraba intercambios de opiniones y conversaciones profundas. Con Howard apenas si se podía hablar de otra cosa que no fuera el trabajo en la granja. Tampoco estaba dispuesto a contar más sobre su vida anterior en Irlanda o en las estaciones balleneras. Ese tema estaba cerrado. Helen ya sabía lo que había de saber y Howard no tenía ningunas ganas de seguir hablando de ello.
El único rayo de luz en su desconsolada existencia eran los niños maoríes. Reti y Rongo aparecían casi cada día y después de que Reti se hubiera jactado en el pueblo de sus recién adquiridas aptitudes para la lectura (ambos niños aprendían deprisa y ya podían recitar todo el alfabeto e incluso escribir y leer sus nombres) otros niños se les unieron.
—¡También nosotros estudiar magia! —declaró un muchacho con gravedad, y Helen escribía más hojas con nombres extraños como Ngopini o Wiramu. A veces le sabía mal por su costoso papel de cartas. Pero, por otra parte, no le encontraba otra utilidad. Escribía ansiosa cartas a sus parientes y los Thorne en Inglaterra y también a las chicas en Nueva Zelanda. Pero mientras no fueran a Haldon era imposible enviarlas por correo. Quería aprovechar la visita a la pequeña población para comprar una edición de la Biblia en maorí. Howard le había contado que la Sagrada Escritura ya estaba traducida y a Helen le hubiera gustado estudiarla. Si aprendía un poco de maorí, tal vez podría entender a las madres de los niños. Rongo la había llevado una vez al poblado y todos habían sido muy amables. Pero sólo los hombres, que a menudo trabajaban con Howard o que se encargaban de conducir los rebaños a los pastos o de recogerlos, balbucían algunas palabras en inglés. Los niños lo habían aprendido de sus padres y entretanto un matrimonio de misioneros había hecho una breve aparición en el pueblo.
—Pero ellos no amables —explicó Reti—. Siempre mover dedo y decir: «¡Uy, uy, pecado, pecado!» ¿Qué es pecado, Miss Helen?
Helen amplió a partir de entonces los contenidos de las clases y leyó primero la Biblia en inglés. Al hacerlo, se le plantearon unos extraños problemas. La historia de la creación, por ejemplo, confundió profundamente a los niños.
—¡No, no, lo otro! —dijo Rongo, cuya abuela era una respetada contadora de historias—. Primero estaban papatuanuku, la tierra, y ranginui, el cielo. Y se querían tanto que no querer separarse. ¿Comprende? —Rongo hizo un gesto entonces tan obsceno que a Helen se le heló la sangre en las venas. De todos modos la ingenuidad del chico era total—. Pero niños de los dos querían que en el mundo haber pájaros y peces y nubes y luna y todo. Por eso separarse. Y papa llora y llora y salen los ríos y el mar y el lago. Pero un día deja de llorar. Rangi siempre llorar, casi cada día…
La lágrimas de rangi, así lo había contado en una ocasión anterior Rongo, caían del cielo en forma de lluvia.
—Es una historia muy bonita —murmuró Helen—. Pero ya sabéis que los pakeha proceden de grandes regiones extranjeras, donde todo está congelado y blanco. Y estas historias de la Biblia fueron contadas por el Dios de Israel a los profetas y son la verdad.
—¿Sí, Miss Helen, Dios las contó? ¡Para nosotros un dios no hablar! —Reti estaba fascinado.
—¡Ahí está! —contestó Helen con un asomo de mala conciencia. A fin de cuentas, pocas veces se atendían sus oraciones.
Los invitados de Gwyneira por fin se marcharon y la vida en Kiward Station volvió a la normalidad. Gwyn esperaba recuperar con ello la relativa libertad de que había disfrutado los primeros días en la granja. Y así sucedió hasta cierto grado: Lucas no le daba ningún tipo de directivas. Ni siquiera censuró que Cleo volviera a dormir en los aposentos de Gwyneira cuando él visitaba a su esposa.
Las primeras noches la perrita se convirtió en un auténtico fastidio, pues creía que Gwyneira era maltratada y protestaba con fuertes ladridos. La regañaron y volvieron a enviarla a su propia manta. Lucas lo aguantaba sin quejarse. Gwyn se preguntaba el motivo y no podía desprenderse de la sensación de que su esposo se sentía culpable frente a ella. En sus encuentros todavía no había sufrido dolores ni derramado nada de sangre. Por el contrario: con el tiempo disfrutaba de las caricias y a veces se sorprendía, tras la partida de Lucas, tocándose y disfrutando de la sensación que le producía frotarse y acariciarse a sí misma, con lo cual notaba que se humedecía. Sin embargo, no había presencia de sangre. Con el transcurso del tiempo se volvió más audaz e investigó más a fondo con los dedos, intensificando con ello sus sensaciones. Seguramente sucedería lo mismo si Lucas introdujera su miembro, lo que era evidente que intentaba sin poder conservar su dureza el tiempo suficiente. Gwyn se preguntaba por qué no se ayudaba con la mano.
Al principio, Lucas la visitaba todas las noches tras acostarse, luego las visitas se fueron espaciando cada vez más. Introducía el asunto siempre con la amable pregunta: «¿quieres que volvamos a probarlo hoy otra vez, cariño?», y nunca protestaba si Gwyn se negaba. Hasta el momento, Gwyn encontraba que la vida matrimonial carecía de problemas.
Gerald, por el contrario, le complicaba la existencia. Insistía ahora con firmeza en que asumiera las tareas de un ama de casa: Kiward Station debía ser dirigida como una mansión europea. Witi se habría transformado en un discreto mayordomo, Moana en una cocinera perfecta y Kiri en la imagen de una sirvienta. Los empleados maoríes eran por lo general serviciales y honrados, querían a su nueva señora y se esforzaban por anticiparse a todos sus deseos. Pero Gwyn creía que todo debía permanecer como estaba, incluso si algunas cosas necesitaban pasar por un proceso de aclimatación. Las chicas, por ejemplo, se negaban a llevar zapatos en la casa. Les apretaban. Kiri enseñó a Gwyn las ampollas y rozaduras que le habían salido en los pies después de una larga jornada laboral con los zapatos de piel, que no tenía costumbre de calzar. Tampoco encontraban prácticos los uniformes y de nuevo Gwyn debía darles la razón. Esa ropa les daba calor en verano, incluso ella sudaba en sus voluminosas faldas. La muchacha, no obstante, estaba acostumbrada a sufrir en nombre de la decencia. Las jóvenes maoríes, por supuesto, no lo comprendían. Lo más complicado surgía cuando Gerald expresaba deseos concretos que, por lo general, se remitían al menú que hasta ahora, Gwyneira debía reconocerlo, resultaba más bien limitado. La cocina de los maoríes no era especialmente variada. Moana cocía a fuego lento boniatos y verduras o asaba carne o pescado con especias exóticas. Si bien el sabor era peculiar, solían ser platos sabrosos. Gwyneira, que no sabía cocinar, se los comía sin rechistar. Gerald, por el contrario, insistía en que se ampliara el menú.
—Gwyneira, quiero que en el futuro te ocupes de forma más intensiva de la cocina —dijo una mañana durante el desayuno—. Estoy cansado de estos platos maoríes y me gustaría volver a comer un estofado irlandés como es debido. ¿Podrías por favor comunicárselo a la cocinera?
Gwyn asintió con la mente ya puesta en su plan de encerrar esa mañana, con McKenzie y los perros de menor edad, los rebaños de ovejas en un corral. Algunos animales jóvenes ya habían abandonado los prados de la montaña y vagaban en las zonas de pasto cercanas a la granja, de modo que el rebaño se alborotaba a causa sobre todo de los jóvenes carneros. Por esa razón, Gerald había ordenado a los pastores que reunieran a los animales y los llevaran de vuelta a la montaña, lo que era un proceso fatigoso. Sin embargo, con los nuevos perros pastores la tarea estaría concluida en un día y Gwyneira quería observar los primeros intentos para conseguirlo. De todas formas, eso no le impediría hablar un momento con Moana sobre la comida del mediodía.
—Para hacer el irish stew se pone col y cordero, ¿no? —preguntó a los presentes.
—¿Qué, si no? —gruñó Gerald.
Gwyn tenía la vaga idea de que se apilaban el uno sobre el otro y se cocían.
—Todavía hay cordero, y col… ¿tenemos col en el huerto, Lucas? —preguntó vacilante.
—¿Qué crees que son esas hojas grandes y verdes que forman repollos? —preguntó enojado Gerald.
—Yo, hum… —Hacía tiempo que Gwyneira había comprobado que el trabajo en el huerto no le parecía nada especial por mucho que los resultados fueran comestibles. Simplemente no tenía paciencia para esperar hasta que las semillas se convirtieran en repollos o pepinos y pasar mientras tanto horas interminables arrancando malas hierbas. Ése era el motivo de que pocas veces prestara atención al huerto; Hoturapa ya se encargaba de ello.
Moana se sintió bastante desconcertada cuando Gwyn le encomendó la tarea de cocinar col y carne de cordero a la vez.
—Nunca haberlo hecho —dijo. La col era, además, un ingrediente desconocido por completo para la joven—. ¿Cómo saber?
—Como…, bueno, como un cocido irlandés justamente. Hervir es sencillo, luego ya verás —dijo Gwyn. Estaba como unas castañuelas ante la posibilidad de escapar a los establos donde James ya la esperaba con Madoc ensillado. Gwyneira alternaba ahora los dos caballos.
Los perros jóvenes dieron estupendos resultados e incluso Gerald se deshizo en alabanzas cuando la mitad de los pastores ya volvía con Gwyneira al mediodía. Las ovejas se habían reunido con éxito y Livingston y Kennon las conducían de vuelta a las montañas con ayuda de tres perros. Cleo saltaba complacida junto a su ama y Daimon permanecía junto a McKenzie. Los dos jinetes se sonreían de vez en cuando. Disfrutaban del trabajo compartido y Gwyn pensaba en ocasiones que podía entenderse de forma tan natural y sin palabras con el trabajador de cabello castaño…, como sólo lo hacía con Cleo. James siempre sabía con exactitud qué oveja tenía pensada para separarla o volver a reunirla al rebaño. Parecía presentir lo que quería hacer y solía silbar a Daimon justo en el momento en que Gwyneira iba a solicitar ayuda.
En ese momento le cogió el semental delante de los establos.
—Márchese ya, Miss Gwyn, o no tendrá tiempo de cambiarse antes de la comida. El señor Gerald ya se está frotando las manos… Ha pedido un plato de su viejo hogar, ¿no?
Gwyneira asintió, al tiempo que sintió cierto temor. ¿Estaba Gerald realmente tan obsesionado con ese estofado irlandés para hablar de ello con los trabajadores de la granja? ¡Ojalá fuera de su agrado!
A Gwyneira le habría gustado probar el plato antes de entrar, pero era cierto que tenía prisa y apenas si consiguió cambiarse el vestido de montar por uno informal antes de que la familia se reuniera para comer. En el fondo, Gwyn consideraba que todo ese trajín con la ropa era superfluo. Gerald siempre se presentaba a la comida con la misma ropa con que supervisaba los trabajos en los establos o en los pastos. A Lucas, por el contrario, le gustaba crear un ambiente elegante durante las horas de las comidas y Gwyneira no quería pelearse con él. Llevaba en esos momentos un vestido precioso de color azul claro con bordados amarillos en la falda y las mangas. Se había arreglado a medias el cabello y lo había recogido con unas peinetas.
—Hoy vuelves a estar cautivadora, cariño mío —observó Lucas. Gwyn le sonrió.
Gerald contempló la escena con satisfacción.
—¡Los tortolitos! —señaló contento—. Así que no tardaremos en celebrar que tenemos descendencia, ¿verdad, Gwyneira?
Gwyn no sabía qué responder. Si de sus esfuerzos con Lucas dependía, no fracasarían. Si una se quedaba embarazada con las cosas que hacían de noche en su habitación, por ella no había problemas.
Lucas, sin embargo, se ruborizó.
—¡Sólo llevamos un mes casados, padre!
—Bueno, un tiro es suficiente, ¿no? —Gerald soltó una carcajada. Lucas parecía molesto y Gwyneira no volvió a entender nada. ¿Qué relación había entre tener niños y disparar un tiro?
No obstante, Kiri apareció con una bandeja y puso fin a la molesta conversación. Tal como le había enseñado Gwyneira, la muchacha se colocó a la derecha del señor Gerald y sirvió primero al señor de la casa y luego a Lucas y Gwyneira. Procedió con habilidad, Gwyneira no encontró nada que criticar y devolvió una sonrisa de aprobación a Kiri cuando ésta, al acabar de servir, se situó obedientemente junto a la mesa por si precisaban de sus servicios.
Gerald arrojó una mirada de incredulidad a la sopa clara, de un tono rojo amarillento, en la que flotaban unas hojas de col y unos trozos de carne, antes de explotar.
—¡Por todos los demonios, Gwyn! Era una col de primera categoría y la mejor carne de cordero de este rincón del globo terrestre. ¡Tampoco tiene que ser tan difícil cocinar un estofado como Dios manda! Pero no, lo dejas todo en manos de esa chiquilla maorí y hace con ello lo mismo que nos tragamos cada día. Haz el favor de enseñarle cómo se hace, Gwyneira.
Kiri se sentía herida, Gwyn ofendida. Para ella el cocido sabía estupendamente bien, tenía además un sabor exótico. No tenía ni idea de con qué especias le había dado ese gusto Moana. Ni tampoco de la receta original para el cocido de col y cordero que al parecer Gerald en tanta estima tenía.
Lucas se encogió de hombros.
—Tendrías que haber contratado a una cocinera irlandesa, padre, no a una princesa galesa —dijo en tono sarcástico—. Es evidente que Gwyneira no está familiarizada con la cocina.
El joven tomó con toda tranquilidad otra cucharada de estofado. Tampoco a él parecía molestarle el sabor, pero Lucas no se interesaba mucho en la alimentación. Siempre parecía contento de poder retirarse tras las comidas a leer sus libros o a trabajar en el taller.
Gwyneira probó de nuevo el plato e intentó recordar el sabor del irish stew. En casa pocas veces servía su cocinera ese plato.
—Creo que se prepara sin boniatos —dijo a Kiri.
La joven maorí frunció el entrecejo. Era probable que le resultara inimaginable que se sirviera cualquier plato que fuera sin boniatos.
Gerald montó en cólera.
—¡No cabe la menor duda de que se prepara sin boniatos! Tampoco se entierra para cocinarlo o se envuelve en hojas o lo que sea que estas mujeres indígenas hagan para envenenar a sus señores. ¡Haz el favor de explicárselo, Gwyn! En algún sitio debe de haber un libro de cocina. Puede que hasta haya uno traducido. ¡Con la Biblia sí se dieron prisa!
Gwyn suspiró. Había oído que las mujeres maoríes de la isla Norte utilizan fuentes subterráneas o la actividad volcánica para cocer los alimentos. Pero en Kiward Station no había nada parecido y nunca había sorprendido a Moana y a las otras mujeres maoríes cavando hoyos para cocinar. Pero lo del libro de cocina sí que era una buena idea.
Gwyn pasó la tarde con la Biblia maorí, la inglesa y el libro de recetas de la fallecida esposa de Gerald en la cocina. Sin embargo, sus estudios comparativos tuvieron un éxito limitado. Al final arrojó la toalla y se marchó a los establos.
—Ahora sé cómo se dice en maorí «pecado» y «justicia divina» —dijo a los hombres mientras hojeaba la Biblia. Kennon y Livingston acababan de llegar de los pastos de montaña y esperaban sus caballos, mientras que McKenzie y McAran limpiaban los arreos—. Pero la palabra «tomillo» no sale.
—Posiblemente sepa igual con incienso y mirra —observó McKenzie.
Los hombres rieron.
—Dígale al señor Gerald simplemente que la gula es un pecado —le aconsejó McAran—. Pero para más seguridad, hágalo en maorí. Si lo intenta en inglés, puede cortarle la cabeza.
Gwyneira ensilló la yegua con un suspiro. Ahora necesitaba aire fresco. Hacía un tiempo demasiado bonito para andar entre libros.
—¡No me servís de nada! —riñó a los hombres, que todavía reían burlones mientras sacaba del establo a Igraine—. Si mi suegro pregunta por mí, decidle que estoy recogiendo hierbas. Para su estofado.
Gwyneira llevó su caballo al paso primero. Siempre la tranquilizaba la vista de la extensa superficie de tierra ante el impactante telón de los Alpes. Las montañas parecían de nuevo estar tan próximas como si pudieran alcanzarse en una hora a caballo y Gwyneira se divertía trotando hacia ellas y poniéndose una de las cimas como meta. Sólo cuando habían pasado dos horas y no parecía haberse acortado la distancia, dio la vuelta. ¡Ésa era la vida que le gustaba! ¿Pero, qué iba a hacer con la cocinera maorí? Gwyneira necesitaba con urgencia ayuda femenina. Sin embargo, la mujer blanca más cercana vivía a más de treinta kilómetros.
¿Estaría bien visto en sociedad hacer una visita a la señora Beasley cuando sólo había pasado un mes tras la boda? Pero tal vez bastara con una escapada a Haldon. Hasta el momento, Gwyneira todavía no había visitado la ciudad, pero ya era hora. Debía llevar cartas al correo, quería comprar un par de tonterías y, sobre todo, ver otros rostros que los de su familia, el personal doméstico maorí y los pastores. En los últimos tiempos estaba un poco harta de todos, incluso de James. Pero él la podría acompañar a Haldon. ¿No había dicho el día pasado que tenía que ir a recoger un pedido en los Candler? Gwyn se animó con la idea de la excursión. Y seguro que la señora Candler sabría cómo preparar el cocido irlandés.
Igraine galopaba de buen grado de vuelta al hogar. Tras la larga cabalgada la llamaba el comedero. La misma Gwyneira también estaba hambrienta cuando al final condujo a su caballo al establo. De las habitaciones de los hombres salía el aromático olor a carne y especias. Gwyn no pudo contenerse. Esperanzada, golpeó a la puerta.
Era evidente que ya la esperaban. Los hombres se hallaban sentados otra vez alrededor de un fuego abierto y se pasaban una botella. Sobre las llamas borbotaba una olla de la que salía un aromático olor. ¿Acaso no era…?
Todos los hombres resplandecían como si celebraran la navidad y O’Toole, el irlandés, le tendió sonriendo un plato de irish stew.
—Aquí tiene, Miss Gwyn. Déselo a las chicas maoríes. Enseguida se adaptan a todo. Puede que consigan prepararlo igual.
Gwyneira dio complacida las gracias. Ése era con toda certeza justo el plato que Gerald esperaba. Olía tan bien que lo que más le habría gustado a la joven hubiera sido pedir una cuchara y vaciar ella misma el plato. Pero se contuvo. No tocaría el precioso estofado antes de dárselo a probar a Kiri y Moana.
Así que lo dejó bien colocado sobre una bala de paja mientras esperaba a Igraine y luego se lo llevó con cuidado afuera. Estaba en ello cuando casi tropezó con McKenzie, que la esperaba a la puerta del establo con un ramo de hojas que le tendió a Gwyn tan solemnemente como si fuera un ramo de flores.
—Taima —dijo con una sonrisa franca y guiñando el ojo—. En lugar de incienso y mirra.
Gwyneira tomó sonriendo el ramito de tomillo. No sabía por qué el corazón le latía tan deprisa.
Helen se alegró cuando Howard anunció por fin que el viernes irían a Haldon. Había que herrar al caballo otra vez, lo que al parecer era la razón para encaminarse a la ciudad. Según los cálculos de Helen, Howard debió de enterarse de su llegada porque estaría en el herrero.
—¿Con qué frecuencia se hierra a un caballo así? —preguntó con cautela.
Howard se encogió de hombros.
—Depende, en la mayoría de los casos entre seis y diez semanas. Pero los cascos del caballo bayo crecen lentamente, aguanta doce semanas con unas herraduras. —Satisfecho, dio unas palmadas a su caballo.
Helen hubiese preferido un caballo al que le crecieran mejor los cascos y no pudo reprimir un comentario a propósito.
—Me gustaría estar más a menudo con gente.
—Puedes coger el mulo —dijo su esposo con generosidad—. Hay ocho kilómetros hasta llegar a Haldon, en dos horas estás ahí. Si te vas en cuanto hayas ordeñado, por la tarde podrás volver cómodamente y con tiempo para hacer la comida.
Por lo que Helen había observado en lo que llevaban juntos, Howard no podía renunciar de ninguna manera a una comida caliente por la noche. Sin embargo, era fácil de contentar: tanto se comía el pan ácimo como una crepe, unos huevos revueltos como un potaje. El que Helen apenas supiera preparar más platos no le molestaba, pero Helen tenía pensado pedir a la señora Candler en Haldon un par de recetas más. El menú se le estaba haciendo monótono incluso a ella misma.
—Podrías matar un pollo un día —sugirió Howard cuando le habló de ello. La muchacha se horrorizó, así como de la idea de ponerse en camino ella sola a lomos del mulo hacia Haldon—. Te fijas ahora en el camino —dijo impasible—. Si no también puedes aparejar el mulo…
Ni Gerald ni Lucas tenían nada en contra de que Gwyneira se fuera con McKenzie a Haldon. Sin embargo, Lucas no acababa de comprender por qué ella lo encontraba tan emocionante.
—Te decepcionará, cariño. Es una sucia e insignificante ciudad con sólo una tienda y un bar. Nada de cultura, ni siquiera una iglesia…
—¿Y no hay médico? —preguntó Gwyneira—. En caso de que yo realmente…
Lucas se sonrojó. Gerald, por el contrario, estaba entusiasmado.
—¿Ya ha sucedido, Gwyneira? ¿Han aparecido los primeros síntomas? Si es así iremos a buscar, claro está, a un médico de Christchurch. No correremos ningún riesgo con esa partera de Haldon.
—Padre, antes de que llegase el médico de Christchurch, ya haría tiempo que habría llegado el bebé —observó Lucas sarcástico.
Gerald le lanzó una mirada de reprobación.
—Haré llegar al médico con antelación. Vivirá aquí lo que sea necesario, da igual lo que cueste.
—¿Y los demás pacientes? —planteó Lucas—. ¿Crees que los dejará simplemente en la estacada?
Gerald resopló.
—Es una cuestión de cantidad, hijo mío. ¡Y el heredero de los Warden vale la suma que sea!
Gwyneira se mantuvo al margen. No habría reconocido en absoluto los signos de un embarazo. ¿Cómo saber lo que se sentía? Además, en esos momentos estaba contenta de viajar a Haldon.
James McKenzie pasó a recogerla justo después del desayuno. Había atado dos caballos a un carro largo y pesado.
—Si fuera a caballo, llegaría antes —le planteó, pero a Gwyneira no le importaba sentarse en el pescante al lado de McKenzie y disfrutar del paisaje. Cuando supiera el camino, podría ir a caballo más a menudo a Haldon; pero hoy ya estaba contenta con el viaje en carro. McKenzie era, asimismo, un interesante interlocutor. Sabía los nombres de las montañas que se recortaban en el horizonte, y de los ríos y estanques que cruzaban. Con frecuencia conocía tanto los nombres maoríes como los ingleses.
—¿Habla bien el maorí, verdad? —preguntó maravillada Gwyn.
McKenzie sacudió la cabeza.
—Creo que nadie habla realmente bien el maorí. Los indígenas nos lo ponen demasiado fácil. Se contentan con aprender cualquier palabra en inglés. ¿A quién le gusta pelearse con palabras como taumatawhatatangihangakoauauotamateaturipuk kapikimaungahoroukupokaiwhenuakitanatahu?
—¿Qué? —rio Gwyneira.
—Es una montaña en la isla Norte. Incluso para los maoríes es un trabalenguas. Pero se vuelve más fácil con cada vaso de whisky, ¡hágame caso! —James le guiñó el ojo de lado y volvió a esbozar su sonrisa audaz.
—¿Así que la ha aprendido al fuego del campamento? —preguntó Gwyn.
James asintió.
—He dado bastantes vueltas y he trabajado en muchas granjas de ovejas. Estando de viaje me he alojado con frecuencia en poblados maoríes, son muy hospitalarios.
—¿Por qué no ha trabajado en la pesca de la ballena? —se interesó Gwyn—. Con eso seguro que se gana más. El señor Gerald…
James hizo una mueca.
—El señor Gerald es también un buen jugador de cartas —observó.
Gwyneira se sonrojó. ¿Era posible que la historia de la partida de cartas entre Gerald Warden y su padre se supiera también allí?
—Por lo general, tampoco en la pesca de la ballena se gana una fortuna —siguió hablando McKenzie—. No me interesaba. Entiéndame bien, no soy un hombre delicado, pero todo ese forcejeo entre sangre y grasa…, no. Pero soy un buen trasquilador, lo aprendí en Australia.
—¿En Australia no viven únicamente convictos? —preguntó Gwyn.
—No sólo. También descendientes de los presidiarios e inmigrantes totalmente normales. Y no todos los convictos son criminales peligrosos. Ahí ha acabado algún pobre tipo que ha robado un pan para sus hijos. O los irlandeses que se alzaron contra la Corona. Solían ser hombres muy decentes. Hay canallas por todas partes y, yo por mi parte, no he conocido en Australia más que en otras partes de la Tierra.
—¿Y dónde estuvo además? —preguntó curiosa Gwyn, en quien McKenzie siempre despertaba admiración.
Él sonrió.
—En Escocia. Soy de ahí. Un auténtico Highlander. Pero no un lord de un clan, mi estirpe siempre fue del montón. Sabía de ovejas, no de espadas largas.
A Gwyneira le dio un poco de pena. Un guerrero escocés habría resultado casi tan interesante como un cowboy americano.
—¿Y usted, Miss Gwyn? ¿De verdad ha crecido en un castillo como cuentan? —James volvió a mirarla de reojo. Pero no daba la impresión de que fuera a interesarse por los chismorreos. Gwyn tenía la impresión de que se interesaba francamente por ella.
—Crecí en una casa señorial —le comunicó—. Mi padre es lord, aunque no uno de los que pertenecen al consejo de la Corona. —Rio—. En cierto modo tenemos algo en común: los Silkham también están más relacionados con las ovejas que con las espadas.
—Pero usted…, disculpe que le pregunte, pero siempre pensaba… ¿Las ladies no se casan en realidad con los lores?
Era bastante indiscreto, pero Gwyneira decidió no tomárselo a mal.
—Las ladies deben casarse con gentlemen —contestó de forma indefinida; pero entonces le pudo el genio—. Y claro que en Inglaterra todos criticaban porque mi esposo sólo es un «barón de la lana», sin título de nobleza. Pero como suele decirse: es bonito poder decir qué caballo de raza te pertenece. Pero a lomos de papeles no hay quien cabalgue.
James casi se cayó del pescante de la risa.
—No diga esta frase en sociedad, Miss Gwyn. Se pondría en evidencia para toda la eternidad. Pero ahora voy comprendiendo que en Inglaterra resultaba un poco difícil encontrar un gentleman para usted.
—¡Había aspirantes a montones! —mintió Gwyneira ofendida—. Y el señor Lucas todavía no se ha quejado.
—¡Entonces sí sería tonto y ciego! —soltó James, pero antes de que pudiera seguir con su comentario, Gwyn divisó un asentamiento en una llanura bajo la sierra hacia la que se dirigían.
—¿Es Haldon? —preguntó.
James asintió.
Haldon tenía el mismo aspecto que las ciudades de los pioneros que se describían en las noveluchas de Gwyn: una tienda de baratillo, un barbero, un herrero, un hotel y un bar, sólo que aquí se llamaba pub y no saloon. Todo estaba repartido en casas de madera de uno o dos pisos pintadas de colores.
James detuvo el carro delante de la tienda de los Candler.
—Haga con tranquilidad sus compras —dijo—. Primero cargaré la madera, luego iré al barbero y al final me beberé una cerveza en el pub. Así que no tenemos ninguna prisa. Si tiene ganas, puede tomar un té con la señora Candler.
Gwyneira le dirigió una sonrisa cómplice.
—A lo mejor me confía un par de recetas. Últimamente el señor Gerald ha pedido yorkshire pudding. ¿Sabe usted cómo se hace?
James sacudió la cabeza.
—Me temo que ni siquiera O’Toole lo sepa. Entonces, hasta pronto, Miss Gwyn.
Él le tendió la mano para ayudarla a bajar del pescante y Gwyn se preguntó por qué ese contacto despertaba la misma sensación que sólo experimentaba cuando se acariciaba en secreto.