4

El segundo día de viaje todavía fue más agotador que el primero. A Helen le dolía tanto el vientre que apenas podía sentarse. Además se sentía de tal modo avergonzada que no quería ni mirar a Howard. Incluso el desayuno había sido una tortura en la casa de sus anfitriones. Margaret y Wilbur no se ahorraron indirectas ni bromas, a las que Howard respondía de buen humor. Sólo hacia el final de la comida, Margaret se percató de la palidez y la falta de apetito de Helen.

—¡Irá a mejor, pequeña! —le dijo cuando los varones salieron a enganchar los caballos y se quedaron a solas—. El hombre tiene que abrirte primero. Hace daño y sangra un poco. Pero después se desliza adentro y deja de doler. Hasta puede llegarte a gustar, ¡hazme caso!

Helen jamás encontraría el gusto a esa cosa, de eso estaba convencida. Pero si a los hombres les gustaba, había que permitírselo para mantenerlos de buen humor.

—Y sin eso no hay niños —añadió Margaret.

Helen apenas si podía imaginar que tal indecencia, el miedo y el dolor, dieran como fruto un niño; pero recordó las historias de la antigua mitología. También ahí había mujeres deshonradas que luego daban a luz. Tal vez era algo totalmente normal. Y no era indecente, a fin de cuentas estaban casados.

Helen se forzó por dirigirse a Howard con serenidad y preguntar acerca de sus tierras y animales. Apenas escuchaba las respuestas, pero él no debía pensar, en ningún caso, que estaba enfadada. Era innegable que él no se avergonzaba de lo que había sucedido la noche anterior.

Entrada la tarde, cruzaron por fin los límites de la granja de Howard. Había que atravesar un arroyo que en esa época, sin embargo, estaba enfangado. El carro pronto se quedó atascado, así que Helen y Howard tuvieron que bajar a empujar. Cuando por fin subieron de nuevo al pescante, estaban mojados y el dobladillo de la falda de Helen pesaba a causa del barro. Pero enseguida apareció a la vista la granja y Helen se olvidó de golpe de todas las preocupaciones por su vestido, los dolores e incluso el miedo a la noche siguiente.

—Ya hemos llegado —dijo Howard, y detuvo el tiro delante de una cabaña. También se la podría haber denominado benévolamente construcción de tablas; estaba burdamente levantada mediante troncos.

—Entra tú, yo iré a ver si todo va bien en el establo.

Helen se había quedado de piedra. ¿Ésta iba a ser su casa? Hasta los establos de Christchurch eran más confortables, ni qué decir de los de Londres.

—Venga, adelante. No está cerrada. Aquí no hay ladrones.

En casa de Howard no había nada que robar. Cuando Helen, todavía muda, abrió la puerta, vio una estancia que, en comparación, hasta la cocina de Margaret resultaba acogedora. La casa se componía en total sólo de dos habitaciones: una combinación de cocina y sala de estar, que con una mesa, cuatro sillas y un arcón estaba pobremente amueblada. La cocina disponía de un mobiliario mejor; a diferencia de la de Margaret tenía un auténtico fogón. Al menos, Helen no tendría que cocinar en un fuego abierto.

Abrió nerviosa la puerta de la habitación contigua: como esperaba, se trataba de la habitación de Howard. No, de su habitación, se corrigió. Y debería arreglarla sin falta para que resultara más agradable.

Hasta el momento sólo contenía una cama toscamente construida, chapucera y con ropa basta. Helen dio gracias al cielo por sus compras en Londres. Tendría mejor aspecto con la nueva ropa de cama. En cuanto Howard le llevara la bolsa cambiaría las sábanas.

Howard entró con una cesta de leña bajo el brazo. Sobre los leños llevaba en equilibrio un par de huevos.

—¡Atajo de vagos, esos diablos maoríes! —gruñó—. Hasta ayer bien que han ordeñado la vaca, pero hoy no. Está con las ubres hinchadas, el pobre animal, y se está muriendo de dolor. ¿La podrás ordeñar? A partir de ahora será de todos modos una de tus tareas, así que mejor que te acostumbres enseguida.

Helen se lo quedó mirando desconcertada.

—Tengo que ordeñarla… ¿ahora?

—Bueno, si esperamos a pasado mañana por la mañana la vaca habrá reventado —dijo Howard—. Pero puedes ponerte ropa seca antes, traeré tus cosas. Si no te morirás de frío en esta habitación. Aquí tienes las cerillas.

Lo último sonó como una orden. Pero Helen tenía primero que resolver el problema con la vaca.

—Howard, no sé ordeñar —confesó—. Nunca lo he hecho.

Howard frunció el ceño.

—¿Qué significa que nunca has ordeñado? —preguntó—. ¿No hay vacas en Inglaterra? En la carta decías que durante años te habías encargado de administrar la casa de tu padre.

—¡Pero vivíamos en Liverpool! En el centro de la ciudad, junto a la iglesia. ¡No teníamos ganado!

Howard la miró enfadado.

—Pues entonces procura aprender. Hoy todavía lo haré yo. Limpia el suelo mientras tanto. El viento lo ha llenado todo de polvo. Y luego ocúpate del fuego. Ya he traído la leña, sólo tienes que encenderlo. Pon cuidado en apilar bien la leña o se nos llenará la cabaña de humo. Eso sí sabrás hacerlo…, ¿o es que no había cocinas en Liverpool?

Helen renunció a poner objeciones ante la expresión despectiva de Howard. Todavía le enojaría más si le explicaba que en Liverpool contaban con una chica para hacer las tareas más duras de la casa. Las obligaciones de Helen se habían limitado a educar a sus hermanas pequeñas, ayudar en la parroquia y dirigir el grupo de estudio de la Biblia. ¿Y qué diría si le describía la casa de sus patrones en Londres? Los Greenwood tenían una cocinera, un criado que encendía los fogones y criadas que se anticipaban a cualquier deseo de sus señores. Y Helen como institutriz, a quien, pese a no pertenecer al ámbito de los señores, nadie le había exigido que tocara un trozo de leña.

Helen ignoraba cómo iba a apañárselas con todo eso; pero tampoco se le ocurría ninguna solución.

Gerald Warden se mostró muy complacido de que Gwyneira y Lucas se pusieran de acuerdo tan deprisa. Fijó la fecha del enlace para el final de semana de Adviento. Sería pleno verano y la celebración podría tener lugar en el jardín, que, por otro lado, habría sin duda que arreglar. Hoturapa y dos maoríes más que había contratado con motivo del acontecimiento trabajaban duro para plantar las semillas y plantones que Gerald había traído de Inglaterra. Un par de plantas autóctonas también encontraron su sitio en el jardín que Lucas supervisaba con tanta atención. Puesto que los arces y castaños tardaban demasiado tiempo en alcanzar la altura necesaria, hubo que recurrir a la fuerza a las hayas del sur, palmeras de Nikau y cabagge-trees para que los invitados de Gerald pudieran pasear a la sombra en el tiempo previsto. A Gwyneira no le importaba. Encontraba la flora y la fauna autóctonas interesantes: por fin un ámbito en que sus preferencias y las de su futuro esposo coincidían. Por otra parte, las investigaciones de Lucas se limitaban sobre todo a los helechos e insectos, que era lo que abundaba en las lluviosas regiones occidentales de la isla. Gwyneira sólo podía admirar su variedad y sus formas afiligranadas en los bien elaborados dibujos del mismo Lucas. Si bien, la primera vez que se encontró con un ejemplar de una especie de insectos del lugar, Gwyneira, que estaba curada de espantos, casi dejó escapar un grito. Lucas corrió enseguida a su lado como un atento gentleman. Lo que vio, no obstante, pareció más bien alegrarle que repugnarle.

—¡Es un weta! —dijo entusiasmado, y empujó con un palito el animal de seis patas que Hoturapa acababa de desenterrar en el jardín—. Son quizá los insectos más grandes del mundo. No es raro que midan ocho centímetros o más de longitud.

Gwyneira era incapaz de compartir el regocijo de su prometido. Si al menos el animal hubiera tenido el aspecto de una mariposa o de una abeja o de un avispón… Pero el weta más bien se parecía a un saltamontes grasiento y de brillo viscoso.

—Pertenecen al orden de los ortópteros —señaló Lucas, sentando cátedra—. Dicho con mayor exactitud, a la familia de los Ensifera. Además del weta de caverna, que forma parte de los Rhaphidophoridae

Lucas se sabía las denominaciones en latín de todos los subgrupos del weta. Aun así, Gwyneira encontraba los nombres maoríes de los animales mucho más acertados. Kiri y su gente llamaban al weta wetapunga, «Dios de las cosas feas».

—¿Pican? —preguntó Gwyneira. El animalito no parecía ser especialmente vivaz, sino que avanzaba con parsimonia cuando Lucas lo empujaba. Sin embargo disponía de un imponente aguijón en el abdomen. Gwyneira guardó la debida distancia.

—No, no, por lo general son inofensivos. Como mucho muerden. Es tan poco peligroso como la picadura de una abeja —explicó Lucas—. El aguijón es…, debe…, bueno, significa que es una hembra y… —Lucas se volvió, como siempre que se trataba de un tema alusivo a lo «sexual».

—Es para poner huevos, Miss Gwyn —aclaró Hoturapa de forma incidental—. Esta gorda y grasienta pronto poner huevos. Muchos huevos, cien, doscientos… Mejor no llevar a casa, señor Lucas. No los huevos en casa.

—¡Por Dios! —Sólo la idea de compartir la casa con doscientos descendientes de ese animal tan poco simpático le ponía a Gwyn los pelos de punta—. Déjalo aquí. Si se va corriendo…

—No correr, Miss Gwyn. Saltar. Hop, y ya tener un wetapunga en la falda.

Gwyneira retrocedió otro paso por prudencia.

—Entonces lo dibujaré aquí mismo, in situ —se resignó Lucas con cierto pesar—. Me hubiera gustado llevármelo al despacho y compararlo directamente con las ilustraciones del manual. Pero bastará con mi dibujo. Sin duda, le interesará saber, Gwyneira, que se trata de un weta de suelo o de los árboles…

Pocas veces le había importado algo tan poco a la joven.

—¿Por qué no se interesará por ovejas como su padre? —preguntó poco después al paciente público formado por Cleo e Igraine. Gwyneira se había retirado al establo y estaba almohazando su yegua mientras Lucas dibujaba el weta. El caballo había sudado durante la cabalgada de la mañana y la muchacha no se privaba de alisar el pelaje, que entretanto casi se había secado—. ¡O por los pájaros! ¡Seguro que no se quedan tanto tiempo quietos para poderlos dibujar!

Gwyneira encontraba el mundo de los pájaros del lugar más interesante que aquel de los insectos que prefería Lucas. Los trabajadores de la granja le habían enseñado algunas especies en lo que iba de tiempo. La mayoría de la gente conocía bien su nuevo hogar; pernoctar al aire libre era frecuente cuando había que acompañar las ovejas, lo que permitía familiarizarse con las aves corredoras nocturnas. James McKenzie, por ejemplo, le había enseñado los homónimos de los inmigrantes europeos a Nueva Zelanda: el pájaro kiwi era pequeño y regordete y Gwyn lo encontró muy exótico con su plumaje marrón que casi parecía pelo y por el pico, que a veces utilizaba como «tercera pata», demasiado largo en proporción con el cuerpo.

—Tiene además algo en común con su perra —dijo jovial McKenzie—. Puede oler. ¡Es una rareza entre los pájaros!

McKenzie solía acompañar a Gwyneira a cabalgar por la región. Como era de esperar, ella pronto se había ganado el respeto entre los pastores. Los hombres ya se quedaron encantados la primera vez que les mostró las habilidades de Cleo para guiar el ganado.

—¡Por mis barbas que ese perro hace el trabajo de dos pastores! —se admiró Poker, y se inclinó para dar unas palmaditas de reconocimiento en la cabeza de Cleo—. ¿Los pequeños también serán así?

Gerald Warden confió a cada hombre el adiestramiento de uno de los nuevos perros. No cabía duda de que era mejor que el animal se adiestrara enseguida con el pastor que después iba a impartirle las órdenes. Pero en la práctica, McKenzie era casi el único que se encargaba de trabajar con los perros jóvenes, con la ayuda de McAran y el joven Hardy como mucho. A los demás trabajadores les resultaba demasiado aburrido ir repitiendo las órdenes continuamente y además consideraban superfluo tener que recoger las ovejas sólo para que se entrenaran los perros pastores.

McKenzie, por el contrario, mostraba interés y un talento notable para el trato con los animales. Bajo su dirección, el joven Daimon pronto asumió las tareas de Cleo. Gwyneira supervisaba los ejercicios, aunque Lucas lo desaprobaba. Gerald, sin embargo, la dejaba hacer. Sabía que los perros adquirían cada día más valor y eran más provechosos para la granja.

—Tal vez pueda hacer usted, con motivo de la boda, una pequeña demostración, McKenzie —dijo Gerald, complacido tras haber visto de nuevo en acción a Cleo y Daimon—. Será de interés para la mayoría de los asistentes… ¡qué digo, los otros granjeros se pondrán verdes de envidia cuando vean esto!

—¡Con el vestido de bodas no puedo guiar los perros! —dijo Gwyneira riendo. Disfrutó con el halago, puesto que en casa siempre tenía la sensación de ser una inepta sin remedio. Hasta el momento todavía recibía el trato de una invitada, pero era previsible que en breve, como señora de Kiward Station, se le exigiría justo lo que ya había odiado en Silkham Manor: la dirección de una casa grande y señorial, con personal de servicio y todo ese tinglado. Por añadidura, ahí ninguno de los empleados estaba del todo adiestrado. En Inglaterra se podía disimular la falta de talento organizativo si se empleaba a mayordomos o amas de llaves capacitados, no se ahorraba un céntimo con el personal y sólo se acogía gente con referencias de primera clase. Entonces la administración de la casa funcionaba sola. Ahí, por el contrario, se esperaba que Gwyneira instruyera al servicio maorí y para ello le faltaba el entusiasmo y la capacidad de persuasión.

—¿Por qué limpiar plata cada día? —preguntaba Moana, por ejemplo, con toda la lógica del mundo en opinión de Gwyn.

—Porque si no lo haces pierde el brillo —respondía Gwyn. Hasta eso llegaba.

—¿Por qué coger hierro, pierde el color? —Afligida, Moana daba vueltas a la plata en su mano—. ¡Coger madera! Es simple, lavar y limpia. —La muchacha miraba a Gwyneira buscando aprobación.

—La madera no es… insípida —contestó Gwyn, recordando la respuesta de su madre—. Y se desgasta cuando la has utilizado un par de veces.

Moana se encogió de hombros.

—Entonces sólo cortar nuevo cubierto. Es fácil, yo enseñar miss.

Tallar la madera era un arte que los indígenas de Nueva Zelanda dominaban muy bien. Gwyneira había visto poco tiempo atrás el poblado maorí que pertenecía a Kiward Station. No estaba muy lejos, pero se hallaba escondido tras unas peñas y un bosquecillo al otro lado del lago. Tal vez no lo hubiera encontrado nunca si no le hubiesen llamado la atención unas mujeres lavando la ropa, así como una horda de niños casi desnudos que se bañaban en el lago. Al ver a Gwyneira, esa gente morena y de baja estatura se había retirado con timidez, pero durante el siguiente paseo a caballo repartió dulces entre los niños desnudos y se ganó su confianza. Las mujeres la invitaron a su campamento mediante gestos y Gwyn admiró sus casas dormitorio, sus asadores y sobre todo la casa de asambleas decorada en abundancia con piezas talladas.

Paso a paso iba entendiendo las primeras palabras maoríes.

Kia ora significaba «buenos días». Tane, «hombre»; wahine, «mujer». Se enteró de que no se daban las gracias, sino que la gratitud se demostraba con hechos, y que, para saludarse, los maoríes no se estrechaban las manos, sino que se frotaban la nariz. Este ceremonial recibía el nombre de hongi y Gwyneira lo practicó con unos niños risueños. Lucas estaba horrorizado cuando ella se lo explicaba y Gerald la amonestó:

—En ningún caso debemos confraternizar demasiado. Son primitivos y debemos conocer nuestros límites.

—Creo que siempre es bueno que nos podamos entender mejor —replicó Gwyn—. ¿Por qué tienen que aprender los primitivos el lenguaje de los civilizados? ¡Debería de ser mucho más fácil al revés!

Helen estaba de cuclillas junto a la vaca e intentaba persuadirla. Se diría que era un animal afable, lo que no siempre resultaba evidente, si había entendido bien a Daphne en el barco. Se suponía que al ordeñarlas había que poner atención en que no dieran coces. Sin embargo, ni siquiera la vaca más solícita podía dar leche por sí sola. Helen era necesaria…, pero, simplemente, no conseguía salir airosa de la tarea. Poco importaba cómo tirase ni amasase la ubres, de ahí no salían nunca más de una o dos gotas. Cuando lo hacía Howard parecía muy fácil. Aunque sólo se lo había enseñado una vez y todavía estaba disgustado por el desastre del día anterior. Cuando regresó de ordeñar, el fogón había convertido la habitación en una cueva llena de humo. Con los ojos llenos de lágrimas, Helen estaba agachada delante del monstruo de hierro y, claro está, todavía no había barrido. En un silencio obstinado, Howard había encendido el horno y la chimenea, cascado dos huevos en una sartén de hierro y servido a Helen la comida a la mesa.

—¡A partir de mañana, tú cocinas! —declaró mientras lo hacía y sonaba como si realmente ya no hubiera ahora perdón posible. Helen se preguntaba qué iba a cocinar. Excepto leche y huevos, tampoco habría nada en casa el día siguiente.

—Y tienes que hacer pan. Hay cereales en el armario. Además de judías, sal…, ya te las apañarás. Entiendo que hoy estás cansada, Helen, pero así no me sirves para nada.

Por la noche se había repetido la misma experiencia del día anterior. En esta ocasión, Helen llevaba su camisón más bonito y ambos yacían entre sábanas limpias, pero la experiencia no fue más agradable. Helen estaba llagada y horrorosamente avergonzada. El rostro de Howard, reflejo de pura lascivia, la atemorizaba. Pero esta vez, al menos, sabía que pasaría pronto. Una vez concluido el acto, Howard se dormía enseguida.

Esa mañana se había puesto en camino para inspeccionar los rebaños de ovejas. Le comunicó a Helen que no llegaría antes del atardecer. Y que para entonces esperaba una casa caldeada, una buena comida y las habitaciones limpias.

Helen no conseguía ordeñar. Pero en ese momento, cuando tiraba desesperada de la ubre de la vaca, oyó una risita apagada procedente de la puerta del establo. Oyó unos cuchicheos. Helen se habría asustado si las voces no hubieran sonado claras e infantiles. Así que se limitó a ponerse en pie.

—Salid, os estoy viendo —advirtió.

Otra risita.

Helen fue hacia la puerta, pero sólo pudo distinguir a dos figuras pequeñas y oscuras que salían corriendo como un rayo por la puerta entreabierta.

De todos modos, los niños no irían muy lejos, eran demasiado curiosos.

—No os haré nada —gritó Helen—. ¿Qué queríais, robar huevos?

—¡Nosotros no robar, missy! —protestó una vocecita escandalizada. Helen había herido en su honor a alguien. De detrás de la esquina del establo surgió una personita morena, vestida sólo con una falda.

—Ordeñar cuando señor Howard fuera.

¡Ajá! Helen debía a ambos la pelea del día anterior.

—¡Pero ayer no ordeñasteis! —dijo con severidad—. El señor Howard estaba muy enfadado.

—Ayer waiata-a-ringa

—Danza —completó el segundo niño, en esta ocasión varón, vestido con un taparrabos—. Todo el pueblo bailar. ¡No tiempo para vacas!

Helen renunció a explicarles que una vaca tenía que ordeñarse diariamente sin tener en cuenta las festividades. A fin y al cabo ella tampoco lo había sabido hasta el día anterior.

—Pero hoy podéis ayudarme —dijo en vez de eso—. Podéis enseñarme cómo se hace.

—¿Cómo se hace? —preguntó la niña.

—Ordeñar. Lo de la vaca —suspiró Helen.

—¿Tú no saber ordeñar? —De nuevo risitas.

—Entonces, ¿tú qué hacer aquí? —preguntó con una sonrisa irónica el niño—. ¿Robar huevos?

Helen tuvo que reír. El pequeño no había nacido ayer. Pero no podía tomárselo a mal. Helen encontró muy guapos a los dos niños.

—Soy la nueva señora O’Keefe —se presentó—. El señor Howard y yo nos hemos casado en Christchurch.

—¿El señor Howard casar con wahine que no ordeñar?

—Bueno, tengo otras cualidades —contestó Helen riendo—. Por ejemplo sé hacer caramelos. —En realidad no sabía, pero siempre había sido el último recurso para convencer a sus hermanos de que hicieran algo. Y Howard tenía en casa sirope. Con los otros ingredientes tendría que improvisar, pero en ese momento debía atraer a los niños al establo—. ¡Claro que sólo para niños buenos!

El concepto de «bueno» no parecía significar mucho para los dos maoríes, pero sí conocían la palabra «caramelos». El pacto no tardó en cerrarse. Helen también se enteró de que se llamaban Rongo Rongo y Reti y que procedían de un poblado maorí situado junto al río. Los dos ordeñaron la vaca en un abrir y cerrar de ojos, encontraron huevos en lugares donde Helen no había buscado y luego la siguieron curiosos al interior de la casa. Como confitar el sirope para los caramelos hubiera durado horas, Helen decidió servir a los niños crepes de sirope. Los dos contemplaron fascinados cómo movía la masa y le daba la vuelta en la sartén.

—Como takakau, pan sin levadura —observó Rongo.

Helen vio su oportunidad.

—¿Sabes hacerlo, Rongo? Me refiero al pan sin levadura. ¿Me enseñas cómo se hace?

En realidad fue fácil. No se necesitaba más que cereal y agua. Helen esperaba que esto satisficiera las exigencias de Howard, al menos era algo de comida. Para su sorpresa, también encontraron algo comestible en el abandonado huerto de la parte posterior de la casa. En la primera inspección, Helen no había descubierto nada que se ajustara a su idea de verdura, pero Rongo y Reti removieron la tierra sólo un par de minutos y mostraron con orgullo unas raíces indefinibles. Helen preparó un potaje con ellas que sabía sorprendentemente bien.

Por la tarde, la joven limpió la habitación mientras Rongo y Reti inspeccionaban la dote. Los libros despertaron especialmente su atención.

—¡Esto es magia! —dijo Reti con gravedad—. No coger, Rongo, o tú ser devorado.

Helen rio.

—¿Cómo se te ocurre algo así, Reti? Sólo son libros que contienen historias. No son peligrosos. Cuando hayamos acabado aquí, os leeré algo en voz alta.

—Pero las historias están en la cabeza de kuia —dijo Rongo—. El contador de cuentos.

—Bien, pero cuando se sabe escribir, las historias fluyen de la cabeza por el brazo y la mano hacia el libro —dijo Helen—, y todo el mundo puede conocer la historia, no sólo aquel a quien el kuia se la cuenta.

—¡Magia! —concluyó Reti.

Helen sacudió la cabeza.

—Que no. Mira, así se escribe tu nombre. —Cogió una hoja de papel de cartas y escribió primero el nombre de Reti y luego el de Rongo. Los niños la contemplaban boquiabiertos—. ¿Veis?, ahora podéis leer vuestros nombres. También podemos escribir todo lo demás. Todo lo que sabemos decir.

—¡Pero entonces tienes poder! —dijo con seriedad Reti—. ¡El contador de cuentos tiene poder!

Helen rio.

—Sí. ¿Sabéis una cosa? Os enseñaré a leer. A cambio, vosotros me enseñaréis cómo ordeñar la vaca y lo que se cultiva en el huerto. Le preguntaré al señor Howard si hay libros en vuestra lengua. Yo aprendo maorí y vosotros mejoráis vuestro inglés.