3

Lucas Warden era un buen jinete, si bien no le apasionaba montar. El joven gentleman estaba cómoda y correctamente sentado a la silla, sostenía las riendas con seguridad y sabía mantener el caballo tranquilo junto a su acompañante para hablar con ella de vez en cuando. Para sorpresa de Gwyneira, sin embargo, no tenía caballo propio y tampoco mostraba la menor curiosidad por probar el nuevo semental, mientras Gwyn se moría de ganas de hacerlo desde que Warden había adquirido el caballo. De todos modos, hasta el momento no le habían permitido montar en Madoc con el argumento de que un semental no era caballo para una dama. Sin embargo, era evidente que el pequeño potrillo negro tenía un temperamento más tranquilo que la obstinada Igraine, aunque era posible que no estuviera acostumbrado a las sillas laterales. A ese respecto, no obstante, Gwyneira era optimista. Los pastores, que a falta de lacayos también hacían las veces de mozos de cuadra, no tenían ni idea de decencia. Así que Lucas tuvo que ordenar ese día al sorprendido McKenzie que preparase la yegua de Gwyneira pero con la silla de amazona. Para sí pidió uno de los caballos de la granja que, si bien eran por lo general más altos, también eran más ligeros que los otros. La mayoría de ellos parecían ser realmente briosos, pero la elección de Lucas recayó en el animal más tranquilo.

—Así podré intervenir si milady se encuentra en dificultades y no cabrá la posibilidad de que tenga que pelearme con mi propio caballo —explicó al pasmado McKenzie.

Gwyneira puso los ojos en blanco. Si de verdad tropezaba con dificultades, lo más seguro era que desapareciera con Igraine en el horizonte antes de que el tranquilo caballo blanco de Lucas llegara. Aun así, conocía el razonamiento por los manuales de urbanidad y fingió valorar los desvelos de Lucas. El paseo a caballo por Kiward Station transcurrió, pues, de forma muy armoniosa. Lucas charló con Gwyneira sobre las cacerías de zorro y demostró su sorpresa por el hecho de que la joven participara en concursos de perros.

—Esto me parece una actividad bastante…, hum, poco convencional para una joven lady —balbuceó indulgente.

Gwyneira se mordió levemente los labios. ¿Empezaba ya Lucas a ponerla bajo su tutela? Entonces más le valía darle un chasco de inmediato.

—Tendrá que conformarse con eso —respondió ella con frialdad—. También resulta bastante poco convencional responder a una proposición matrimonial viajando a Nueva Zelanda. Y aun más cuando todavía no se conoce al futuro esposo.

Touché! —rio Lucas, pero luego adoptó un aire de gravedad—. Debo reconocer también que al principio yo tampoco aprobé el comportamiento de mi padre. No obstante, aquí es realmente difícil arreglar una unión conveniente. Entiéndame bien, Nueva Zelanda no fue ocupada por timadores como Australia, sino por personas honradas. Pero la mayoría de los colonos…, bueno, carecen de clase, educación y cultura. En este sentido me considero más que dichoso por haber aprobado esta proposición de matrimonio poco convencional que me ha llevado a una novia tan encantadora y poco convencional. ¿Puedo esperar que yo también satisfaga sus aspiraciones, Gwyneira?

Gwyn asintió, aunque tuvo que hacer un esfuerzo por sonreír.

—Estoy gratamente sorprendida de haber encontrado aquí a un gentleman tan perfecto como usted —dijo—. Tampoco habría podido hallar en Inglaterra un esposo más cultivado e instruido.

Eso era sin duda cierto. En los círculos de la nobleza rural en los que se había movido Gwyneira se disponía de cierta formación básica, pero en los salones era más frecuente hablar de carreras de caballos que acerca de las cantatas de Bach.

—Naturalmente, debemos conocernos mejor el uno al otro antes de fijar una fecha para la boda —declaró Lucas—. De otra forma no sería un enlace conveniente, como ya he explicado a mi padre. Si por él fuera, ya habría fijado la fecha de la ceremonia para pasado mañana.

Gwyneira pensó, empero, que ya era hora de pasar a los actos, pero le dio la razón, claro, y dijo que aceptaría encantada la invitación de Lucas de visitar su taller esa tarde.

—Es obvio que sólo soy un pintor sin importancia, pero espero poder seguir evolucionando —dijo mientras recorrían al paso un tramo que invitaba al galope—. Estoy trabajando en la actualidad en un retrato de mi madre. Le hemos destinado un lugar en el salón. Por desgracia tengo que pintarlo a partir de daguerrotipos, pues apenas si la recuerdo. Murió cuando yo todavía era pequeño. Al ir trabajando, sin embargo, cada vez acuden a mi memoria más recuerdos y me siento más próximo a ella. Es una experiencia sumamente interesante. Me gustaría pintarla también a usted en alguna ocasión, Gwyneira.

Gwyneira asintió sin mucho entusiasmo. Su padre había mandado hacer un retrato de ella antes de la partida y posar le había resultado un aburrimiento mortal.

—Ardo en deseos sobre todo de conocer su opinión sobre mi trabajo. Seguro que en Inglaterra ha visitado usted muchas galerías y está mucho mejor informada sobre las nuevas tendencias que nosotros, aquí en el fin del mundo.

Gwyneira sólo esperaba que se le ocurrieran también para eso un par de observaciones impactantes. De hecho, la noche anterior ya había agotado las provisiones adecuadas para el caso, pero tal vez los cuadros precisaran de nuevas ideas. En realidad nunca había visto una galería por dentro y las nuevas tendencias en el terreno del arte le eran por entero indiferentes. Sus antepasados, al igual que sus vecinos y amigos, habían acumulado en el transcurso de las generaciones suficientes cuadros para decorar sus paredes. Las imágenes mostraban sobre todo abuelos y caballos y, en el fondo, su calidad se juzgaba según el criterio de «similitud». Y era la primera vez que oía esos conceptos como «incidencia de la luz» y «perspectiva» sobre los que Lucas hablaba sin parar.

Le encantaban, sin embargo, los paisajes por los que paseaban a caballo. Por la mañana estaba nublado, pero ahora salía el sol y la bruma se disipaba de Kiward Station como si la naturaleza ofreciera así a Gwyneira un regalo especial. Como era de esperar, Lucas no la condujo por las estribaciones de la montaña, donde las ovejas pastaban en libertad, pero el terreno que estaba justo al lado de la granja era maravilloso. El lago reflejaba las formaciones de nubes en el cielo y las peñas que sobresalían en el prado hacían pensar en unos dientes enormes que acabasen de hincarse en la alfombra de hierba o en un ejército de gigantes que fueran a cobrar vida de un momento a otro.

—¿No hay ninguna leyenda en la que el protagonista sembrara piedras y luego crecieran soldados de ellas para su ejército? —preguntó Gwyneira.

Lucas se mostró encantado con la imagen.

—En realidad no son piedras, sino dientes de dragón que Jasón, en la mitología griega, llevó a la tierra —la corrigió—. Y el ejército de hierro que creció de ellos se alzó contra él. ¡Ah, es maravilloso conversar con gente con una formación clásica del mismo nivel! ¿no lo siente usted también así?

Gwyneira había pensado más bien en los círculos de piedra que se encontraban en su tierra natal y en torno a los cuales su nodriza le había contado tiempo atrás historias de aventuras. Si recordaba bien, las sacerdotisas habían hechizado allí a los soldados romanos o algo así. Pero seguro que esas leyendas no eran para Lucas lo bastante clásicas.

Entre las piedras pastaban las primeras ovejas de propiedad de Gerald: ovejas para la cría que hacía poco habían parido. Gwyneira estaba fascinada con los, en líneas generales, muy bonitos corderos. De todos modos, Gerald tenía razón: una inyección de sangre de ovejas Welsh Mountain mejoraría la calidad de la lana.

Lucas frunció el entrecejo cuando Gwyn explicó que debían dejar que uno de los machos de Gales montara enseguida las ovejas.

—¿Es costumbre entre las jóvenes ladies inglesas expresarse tan…, sin rodeos…, sobre asuntos del sexo?

—¿Y cómo expresarse sino? —En realidad, Gwyneira nunca había relacionado la decencia y la cría de ovejas. No tenía ni idea de cómo la mujer engendraba un hijo, pero había visto más de una vez, sin que nadie dijera nada, cómo se montaban las ovejas.

Lucas se sonrojó un poco.

—Bueno, este…, hum…, la totalidad de este ámbito ¿no constituye un tema de conversación entre las damas?

Gwyneira se encogió de hombros.

—Mi hermana Larissa cría Highland Terrier y mi otra hermana cultiva rosas. Hablan todo el día de eso. ¿Qué diferencia hay con las vacas?

—¡Gwyneira! —Lucas se puso rojo como un tomate—. Bueno, dejemos este tema aparte. ¡Sabe Dios que no es decente en nuestra actual situación! Contemplemos mejor un poco más cómo juegan los corderos. ¿A que son bonitos?

En realidad, Gwyneira los habría considerado más desde el punto de vista de los beneficios que reportaría la lana, pero como todos los corderos recién nacidos eran, sin duda alguna, una monada, dio la razón a Lucas y no puso reparos cuando poco después el joven propuso concluir pausadamente el paseo a caballo.

—Creo que ya ha visto usted lo suficiente para desenvolverse ahora sola por Kiward Station —dijo mientras ayudaba a Gwyneira a desmontar delante de los establos, observación esta que aceptó entre todo el resto de sus extravagancias. Era evidente que Lucas no se oponía a que su prometida saliera sola a caballo. Al menos no había abordado el tema de la «señorita de compañía» ya fuera porque había pasado por alto este capítulo del manual de urbanidad o porque no podía ni imaginarse que una muchacha deseara pasear sola a lomos de su caballo.

En cualquier caso, Gwyneira pronto aprovechó la oportunidad. En cuanto Lucas se dio la vuelta, se dirigió al pastor de edad más avanzada que recogió su caballo.

—Señor McAran, mañana por la mañana quiero ir a dar un paseo sola. Prepáreme por favor el nuevo semental para las diez, con la silla del señor Gerald.

La boda de Helen con Howard O’Keefe no se organizó de forma tan poco solemne como al principio había temido la joven. Para no tener que celebrar la ceremonia en una iglesia totalmente vacía, el reverendo Baldwin la incluyó en la misa del domingo, por lo que al final se formó una cola bastante larga de personas que desfilaron delante de Helen y Howard para felicitarles. El señor y la señora McLaren hicieron cuanto pudieron para dar carácter solemne a la celebración y para decorar la iglesia. La señora Godewind contribuyó con flores que ella misma y Elizabeth reunieron en unos espléndidos ramos. El señor y la señora McLaren compraron a Rosemary un vestidito de domingo de color rosa que daba el aspecto a la niña, que iba arrojando flores, de un capullito de rosa. El señor McLaren se encargó de conducir a la novia al altar y Elizabeth y Belinda Baldwin siguieron a Helen como damas de honor. Helen había esperado volver a ver a las otras niñas con motivo de la misa, pero ninguna de las familias que vivían más alejadas se presentó al servicio dominical. Tampoco los señores de Laurie hicieron acto de presencia. Helen estaba inquieta, pero no quería amargarse el gran día. Se había conformado con el precipitado enlace matrimonial y estaba firmemente decidida a vivirlo lo mejor posible. Además, en los últimos dos días había podido observar con detalle a Howard, pues había permanecido en la ciudad y los Baldwin lo habían invitado prácticamente a todas las comidas. Al principio, el arrebato de cólera que había sufrido cuando se mencionó a los Warden había extrañado a Helen, incluso la había amedrentado, pero cuando ese tema no se abordaba, parecía ser una persona equilibrada. Aprovechó la estancia en la ciudad para realizar abundantes compras para la granja, por lo que parecía que sus finanzas no iban del todo mal. Con el traje de domingo de tweed gris que se había puesto para el enlace, su aspecto era elegante, aunque era obvio que la tela no se ajustaba a la época del año y el hombre así equipado sudaba a mares.

Helen, a su vez, llevaba un vestido de verano de color verde primavera que había mandado hacer a medida en Londres pensando en su boda. Un vestido de puntillas blanco habría sido, claro está, más bonito, pero lo había descartado por ser un gasto innecesario. A fin de cuentas, nunca más volvería a ponerse un vestido de seda de ensueño. Ese día, el brillante cabello de Helen bajaba suelto por su espalda, un peinado que la señora Baldwin miraba con recelo, pero que tanto la señora McLaren como la señora Godewind habían aprobado. Habían apartado la melena del rostro de Helen sólo con una cinta en la frente y la habían adornado con flores. La misma Helen pensó que nunca había estado tan bonita, e incluso Howard, pese a ser parco en palabras, se superó con otro cumplido: «Está usted…, oh, muy hermosa, Helen».

Helen jugueteaba con sus cartas, que todavía llevaba consigo. ¿Cuándo dejaría su esposo de una vez de reprimirse y repetiría esas bellas palabras cara a cara?

El enlace en sí fue muy solemne. El reverendo Baldwin se reveló como un fabuloso predicador capaz de cautivar en su totalidad a sus feligreses. Cuando habló del amor «en los buenos y malos días» hasta la última mujer de la iglesia lloró y los hombres se sonaron la nariz. Sin embargo, la elección de la madrina provocó cierta amargura. Helen habría deseado que lo fuera la señora Godewind, pero la señora Baldwin se impuso enseguida y hubiera sido muy descortés rechazar su ofrecimiento. Al menos su padrino, el vicario Chester, era muy de su agrado.

Howard dio una sorpresa cuando recitó sus votos con una voz firme y segura, y casi contempló con cariño a Helen mientras lo hacía. A la misma Helen no le salió tan perfecto porque rompió a llorar.

Pero entonces sonó el órgano, la comunidad cantó y Helen se sintió en extremo feliz cuando del brazo de su esposo salió de la iglesia. Fuera ya les esperaban para felicitarles por el enlace.

Helen besó a Elizabeth y se dejó abrazar por la llorosa señora McLaren. Para su sorpresa, también aparecieron la señora Beasley y toda la familia O’Hara, aunque los últimos no pertenecían a la Iglesia anglicana. Helen estrechó manos, lloró y rio al mismo tiempo, hasta que al final sólo quedó una joven que Helen nunca había visto antes. Buscó a Howard con la mirada (tal vez la mujer había asistido a causa de él), pero Howard conversaba en ese momento con el párroco. Parecía no haberse percatado de la última persona que iba a felicitarlos.

Helen le sonrió.

—Sé que es imperdonable, ¿pero puedo preguntarle de qué la conozco? En estos últimos días me han pasado tantas cosas nuevas…

La mujer le sonrió con calidez. Era de baja estatura y dulce, y había algo infantil en su rostro común y el fino cabello rubio que llevaba pulcramente recogido bajo una cofia. Su ropa se ajustaba al modesto uniforme para la misa del domingo de un ama de casa de Christchurch.

—No debe disculparse, usted no me conoce —respondió—. Sólo quería presentarme porque… tenemos algo en común. Mi nombre es Christine Lorimer. Yo fui la primera.

Helen la miró sorprendida.

—¿La primera qué? Venga, vayamos a la sombra. La señora Baldwin ha preparado unos refrescos en la casa.

—No quiero importunarla —replicó enseguida la señora Lorimer—. Pero soy, por así decirlo, su predecesora. La primera que llegó de Inglaterra para casarse aquí.

—Qué interesante —se asombró Helen—. Pensaba que la primera era yo. Se decía que las otras mujeres no habían recibido respuesta a su solicitud y yo también viajé sin haber fijado una cita directa.

La mujer asintió.

—Yo también, más o menos. Tampoco contesté a un anuncio. Pero tenía veinticinco años y ninguna perspectiva de encontrar marido. ¿Cómo iba a hacerlo sin dote?

»Vivía con mi hermano y su familia, a la que él alimentaba más mal que bien. Intenté contribuir con algo de dinero como costurera, pero no era muy hábil. Tengo mala vista y en las fábricas no me aceptaron. Luego mi hermano y su mujer pensaron en emigrar. ¿Pero qué iba a ser de mí? Se nos ocurrió escribir al párroco del lugar una carta para saber si no habría un cristiano decente en Canterbury que buscara esposa. Nos respondió una tal señora Brennan. Muy decidida. Lo quería saber todo sobre mí. Pero debí de gustarle. En cualquier caso, recibí una carta del señor Thomas Lorimer. Y qué voy a contarle, ¡enseguida me enamoré!

—¿En serio? —preguntó Helen, que no quería reconocer de ninguna manera que a ella le había pasado exactamente lo mismo—. ¿Con una carta?

—La señora Lorimer rio por lo bajo.

—¡Ah, sí! ¡Escribía tan bien! Todavía me sé las palabras de memoria: «Sí, ansío a una mujer que esté dispuesta a unir su destino con el mío. Ruego a Dios que me conceda una mujer amorosa cuyo corazón puedan ablandar estas palabras».

Helen abrió los ojos como platos.

—Pero…, pero esto es de mi carta —se inquietó—. ¡Es justo lo que Howard me escribió a mí! No puedo creer lo que me está contando, señora Lorimer. ¿Es una broma de mal gusto?

La mujercita la miró consternada.

—¡Oh, no, señora O’Keefe! ¡En ningún caso pretendía herirla! ¡No podía sospechar que habían vuelto a hacerlo!

—¿Vuelto a hacer qué? —preguntó Helen, aunque ya presentía algo.

—Bueno, lo de las cartas —prosiguió Christine Lorimer—. Mi Thomas es un hombre de buen corazón. De verdad, no podría imaginarme un mejor esposo. Pero es carpintero, no es hombre de muchas palabras ni tampoco sabe escribir cartas románticas. Dice que lo intentó una y otra vez, pero que ninguna de las cartas que me dirigía le gustaba lo suficiente para enviármela. A fin de cuentas, quería conmoverme, ya sabe. Y bien, se dirigió al vicario Chester…

—¿El vicario Chester ha escrito las cartas? —preguntó Helen, que no sabía si ponerse a llorar o a reír. Al menos algo tenía ahora claro: la hermosa caligrafía de un sacerdote. La perfecta elección de las palabras y la falta de información práctica que Gwyneira había advertido. Y, claro está, el llamativo interés del pequeño vicario porque el reclutamiento de novias tuviera éxito.

—¡No hubiera pensado que se atrevieran a hacerlo de nuevo! —dijo la señora Lorimer—. Porque les eché a los dos una buena reprimenda cuando me enteré de ese asunto. Oh, lo lamento tanto, señora O’Keefe. Su Howard debería de haber tenido la oportunidad de contárselo él mismo. ¡Pero ahora voy a llamar a capítulo a ese vicario Chester! ¡Éste me va a oír!

Christine Lorimer se puso en marcha con determinación, mientras Helen se quedaba atrás meditabunda. ¿Quién era el hombre con el que acababa de casarse? ¿Le había ayudado Chester realmente a expresar con palabras sus sentimientos o en el fondo a Howard le daba igual el cómo atraer a su futura esposa al fin del mundo?

Pronto lo sabría. Pero no estaba del todo segura de si quería saberlo.

El carro llevaba ocho horas traqueteando por caminos enlodados. Helen tenía la sensación de que el viaje nunca acabaría. Además, ese paisaje sin límites la deprimía. Durante más de una hora no habían pasado junto a ninguna casa. Encima, el carruaje en el que Howard transportaba desde Christchurch y en dirección a Haldon a su esposa, las pertenencias de ésta y sus propias compras era el medio de locomoción más incómodo que la muchacha había jamás empleado. La espalda le dolía a causa del asiento sin suspensión y la fina llovizna que caía sin cesar le provocaba malestar en todo el cuerpo. Howard tampoco contribuyó de forma alguna en hacerle más soportable el viaje, durante el cual le habló poco. Llevaba al menos media hora sin dirigirle la palabra; como mucho, gruñía alguna orden al caballo zaino o al mulo gris que tiraban del carro.

Así que Helen disponía de todo el tiempo del mundo para abandonarse a sus pensamientos, que no eran los más alegres. Lo de las cartas no pasaba de ser un problema mínimo. El día anterior Howard y el vicario se habían disculpado por la mentirijilla, pero la consideraban un pecado venial. Al menos había llevado el asunto a buen término: Howard tenía esposa y Helen esposo. Peor era la noticia que Helen había recibido por la noche de boca de Elizabeth. La señora Baldwin no había contado nada, tal vez porque se avergonzaba o para no inquietar a Helen, pero Belinda Baldwin no había podido mantener la boca cerrada y había confesado a Elizabeth que ya el segundo día la pequeña Laurie se había escapado de la casa de los Lavender. La habían encontrado enseguida, desde luego, y reprendido con dureza, pero, al día siguiente, Laurie había vuelto a intentarlo. La segunda vez le habían pegado. Y ahora, después del tercer intento, permanecía encerrada en el armario de las escobas.

«¡A pan y agua!», había exclamado teatralmente Belinda.

Esa mañana, antes de la partida, Helen había hablado con el reverendo sobre ese asunto. Como era natural, él le había prometido que iría a ver cómo andaban las cosas con Laurie. Pero ¿cumpliría su palabra cuando Helen no estuviera ahí para recordarle sus obligaciones?

Y luego estaba, era evidente, el viaje con Howard. Helen todavía había pasado la noche anterior púdicamente en su cama, en casa de los Baldwin. Ni se planteaban acoger en la casa parroquial a Howard y éste no podía o no quería permitirse una noche en el hotel.

—Pasaremos toda la vida juntos —había dicho, dándole un torpe beso en la mejilla a Helen—. No vendrá de esta noche.

Helen se sintió aliviada, pero también un poco decepcionada. Sea como fuere, ella hubiera preferido las comodidades de una habitación de hotel al jergón de mantas en el carro entoldado que posiblemente la esperaba durante el viaje. Había guardado el camisón bueno en la parte superior de la maleta de viaje, pero le resultaba un misterio saber dónde se vestiría y desvestiría con decencia. Aparte de esto, lloviznaba sin cesar, y su vestido —y sin duda las mantas— estaba frío y mojado. Fuera lo que fuese lo que la esperaba durante la noche, las condiciones no eran las mejores para salir airosa.

Sin embargo, Helen se ahorró la cama improvisada en el carro. Poco antes de que oscureciera, cuando ya estaba del todo agotada y lo único que deseaba era que el traqueteo del carro cesara de una vez, Howard se detuvo delante de una modesta granja.

—Aquí podremos alojarnos —dijo a Helen, y la ayudó caballerosamente a bajar del pescante—. Conozco al hombre, Wilbur, de Port Cooper. Se ha casado ahora también y se ha establecido.

Un perro ladró en el interior y Wilbur y su esposa salieron curiosos a ver quién los visitaba.

Cuando el hombrecillo nervudo reconoció a Howard se puso a gritar y lo abrazó con vigor. Ambos se palmearon en la espalda, recordaron las aventuras que habían emprendido juntos en el pasado y de buena gana hubieran descorchado la primera botella bajo la lluvia.

Helen buscó la ayuda de la esposa. Para su tranquilidad, la sonrisa de ésta era franca y acogedora.

—Usted debe de ser la nueva señora O’Keefe. Apenas si podíamos dar crédito a la noticia de que Howard iba a casarse. Pero entre, por favor, estará congelada. Y el traqueteo de estos carros… Viene de Londres, ¿verdad? ¡Seguro que está más acostumbrada a los coches de punto! —La mujer rio, como si no hubiera dicho en serio el último comentario—. Me llamo Margaret.

—Helen —se presentó. Al parecer aquí no se entretenían en formalidades. Margaret era un poco más alta que su marido, delgada y de aspecto algo abatido. Llevaba un vestido gris, sencillo y varias veces remendado. El mobiliario de la granja a la que había acompañado a Helen era bastante sencillo: mesas y sillas de madera basta y una chimenea abierta en la que también se cocinaba. Pero la comida, que borboteaba en una gran marmita, desprendía un olor muy apetitoso.

—Estáis de suerte, acabamos de matar un pollo —confesó Margaret—. No era el más joven, pero seguro que todavía da una sopa como Dios manda. Siéntese junto al fuego, Helen, y deje que se sequen sus ropas. Aquí tiene café y ya encontraré también un traguito de whisky.

Helen se quedó pasmada. En su vida había bebido whisky, pero Margaret no parecía ver nada malo en ello. Le tendió a continuación un vaso esmaltado lleno de café amargo como la hiel que debía de haber hervido largo tiempo al fuego. Helen no se atrevió a pedir azúcar ni leche, pero Margaret puso solícita los dos frente a ella en la mesa.

—Sírvase mucho azúcar, le levantará los ánimos. ¡Y un chorrito de whisky!

En efecto, el destilado mejoró el sabor del café. Y la mezcla con azúcar y leche era en conjunto bebible. Además se suponía que el alcohol aliviaba las penas y relajaba los músculos contraídos. Visto así, Helen podía considerarlo una medicina. No dijo que no cuando Margaret le sirvió por segunda vez.

En cuanto hubieron concluido la sopa de pollo, Helen lo veía todo como a través de una tenue bruma. Había recuperado el calor y la habitación iluminada por el fuego tenía un aire acogedor. Si debía sufrir ahí lo «impronunciable»… ¿Por qué no?

La sopa también contribuyó a levantarle los ánimos. Estaba estupenda, aunque le provocaba al mismo tiempo cansancio. Helen hubiera preferido acostarse, pero era evidente que Margaret disfrutaba conversando con ella.

Aun así, Howard también parecía tener ganas de irse a dormir pronto. Había vaciado algunos vasos con Wilbur y soltó una carcajada cuando éste le propuso una partida de cartas.

—No, querido amigo, por hoy nada más. Tengo otro plan estrechamente relacionado con la encantadora mujer que me ha llegado desde mi antiguo hogar.

Se inclinó con galantería delante de Helen, que de inmediato se sonrojó.

—Entonces, ¿dónde podemos retirarnos? Ésta es…, por así decirlo… ¡nuestra noche de bodas!

—¡Oh, entonces os tenemos que tirar el arroz! —gritó Margaret—. No sabía que la unión era tan reciente. Por desgracia no puedo ofreceros una cama de verdad. Pero en el establo hay heno fresco suficiente, estará caliente y mullido. Esperad, os daré sábanas y mantas, las vuestras seguro que están húmedas de la lluvia del viaje. Y una linterna, para que podáis ver algo…, aunque, la primera vez es bonito a oscuras.

Soltó una risita.

Helen estaba horrorizada. ¿Iba a tener que pasar la noche de bodas en un establo?

No obstante, la vaca mugió hospitalaria cuando Helen y Howard (ella cargada de mantas y él con la linterna) entraron en el cobertizo. Se estaba relativamente caliente ahí. Con el tiro de Howard se albergaban en el establo la vaca y tres caballos. Los cuerpos de los animales caldeaban algo el espacio, pero también lo llenaban de un olor penetrante. Helen extendió las mantas encima del heno. ¿Habían pasado ya tres meses desde que se había sentido molesta sólo por la lejana cercanía de un corral de ovejas? Con toda certeza Gwyneira encontraría esta historia divertida; Helen, por el contrario…, si era franca, todavía sentía miedo.

—¿Dónde… puedo desvestirme aquí? —preguntó con timidez. Era imposible que se desnudara delante de Howard y en medio del establo.

Howard frunció el entrecejo.

—¿Estás loca, mujer? Haré todo lo posible para que no pases frío, pero éste no es sitio para camisones de puntillas. Por la noche refresca y además seguro que hay alguna pulga en el heno. Déjate la ropa puesta.

—Pero…, pero si nosotros… —Helen estaba de color escarlata.

Howard rio complacido.

—Ya me preocuparé yo de eso. —Con toda tranquilidad se soltó la hebilla del cinturón—. Y ahora, tápate con las mantas para que no te enfríes. ¿Te ayudo a aflojar el corsé?

Era evidente que Howard no hacía todo eso por vez primera. Y tampoco parecía sentirse inseguro, al contrario, su rostro expresaba una alegría anticipada. Sin embargo, Helen rechazó su ayuda, ya podía desatarse los cordones sola. Pero para ello tenía que desabrocharse el vestido, lo que no era fácil porque se cerraba por la espalda. Se sobresaltó cuando sintió los dedos de Howard, que desabrochó un botón tras otro con habilidad.

—¿Mejor así? —preguntó él con una especie de sonrisa.

Helen asintió. Sólo deseaba que la noche pasara pronto. Luego se tendió con desesperada determinación sobre el lecho de heno. Quería dejarlo a sus espaldas, daba igual lo que la aguardara. Se puso en silencio boca arriba y cerró los ojos. Las manos se le crisparon en las sábanas una vez que se hubo cubierto con las mantas. Howard se deslizó junto a ella al tiempo que se aflojaba el cinturón. Helen sintió sus labios en el rostro. Su esposo le besaba las mejillas y la boca. No pasaba nada, ya se lo había permitido antes. Pero entonces intentó introducir la lengua entre sus labios. Helen se tensó de inmediato, pero luego se relajó cuando él notó su reacción y desistió. En lugar de ello la besó en el cuello, le bajó el vestido y el corpiño y empezó torpemente a acariciar el principio de sus pechos.

Helen apenas se atrevía a tomar aire, mientras que Howard respiraba cada vez más deprisa hasta empezar a jadear. Helen se preguntaba si eso era normal y se llevó un susto de muerte cuando él le arremangó el vestido.

Tal vez un lecho más cómodo hubiera resultado menos doloroso. Pero, por otra parte, un entorno más íntimo habría empeorado el asunto. Así la situación tenía algo de irreal. No se veía nada en absoluto y las mantas, al igual que las voluminosas faldas de Helen, que ahora llevaba subidas hasta las caderas, le impedían al menos la vista de lo que Howard estaba haciendo con ella. ¡Ya era lo suficiente terrible sentirlo! Su esposo le metió algo entre las piernas, algo duro, animado y vivo. Era horrible y asqueroso, y además dolía. Helen gritó cuando algo en su interior pareció desgarrarse. Notó que sangraba, lo que no impidió que Howard siguiera atormentándola. Parecía poseído, gemía y se movía rítmicamente dentro y fuera, casi parecía disfrutar con ello. Helen tuvo que apretar los dientes para no gritar de dolor. Al final sintió una oleada de humedad caliente y segundos después Howard pareció desmoronarse sobre ella. Ya había pasado. Su esposo se echó a un lado. Su respiración, todavía agitada, pronto se calmó. Helen emitió un leve suspiro mientras se arreglaba las faldas.

—La próxima vez no te hará tanto daño —la consoló Howard, besándole torpemente la mejilla. Parecía estar satisfecho con ella. Helen se esforzó por no apartarse de él. Howard tenía el derecho de hacer lo que había hecho con ella. Era su esposo.