Helen no sabía cómo había ocurrido, pero ahora no podía demorar el encuentro con Howard O’Keefe de ninguna de las maneras. Nerviosa, se arregló el vestido y se repasó el peinado. ¿Debía quitarse el sombrerito o dejárselo puesto? Al menos había un espejo en el recibidor de la señora Baldwin y Helen le lanzó una mirada insegura antes de examinar al hombre que se sentaba en el sofá. En ese momento estaba de todos modos de espaldas, ya que el tresillo de la señora Baldwin miraba hacia la chimenea. Así que Helen al menos tuvo tiempo de echar un breve y disimulado vistazo a su figura antes de hacer acto de presencia. Howard O’Keefe parecía corpulento y tenso. A ojos vistas cohibido, mantenía en equilibrio en sus manos grandes y callosas una tacita delicada del servicio de té de la señora Baldwin.
Helen ya se disponía a carraspear para advertir a la esposa del párroco y al visitante. Pero entonces vio a la señora Baldwin. La esposa del pastor reía inexpresiva como siempre, pero se comportaba con cordialidad.
—¡Oh, ya está aquí, señor O’Keefe! Ya ve, sabía que no estaría mucho tiempo fuera. Entre, Miss Davenport. Quiero presentarle a alguien. —La voz de la señora Baldwin adquirió un tono casi risueño.
Helen se acercó. El hombre se levantó del sofá con tal brusquedad que casi tiró de la mesa el servicio de té.
—¿Miss…, hummm, Helen?
Helen tuvo que alzar la vista hacia su futuro esposo. Howard O’Keefe era alto y corpulento, no era un hombre gordo, pero sí de complexión robusta. También el corte de su rostro era más bien rudo, pero no carente de afabilidad. La tez morena y acartonada expresaba largos años de trabajo al aire libre. Estaba surcada por profundas arrugas que marcaban un rostro cargado de expresividad, si bien en esos momentos dibujaban en sus rasgos una expresión de asombro e incluso de admiración. En sus ojos de un azul acerado se leía aprobación: Helen parecía gustarle. A ella, a su vez, le llamó la atención sobre todo su cabello. Era oscuro, abundante y estaba pulcramente cortado. Seguramente había hecho una visita al barbero antes del primer encuentro con su futura esposa. No obstante, ya clareaba por las sienes. Era evidente que Howard era mayor de lo que Helen había imaginado.
—Señor…, señor O’Keefe… —dijo con un tono apagado, y acto seguido se habría dado un cachete por ello. Él la había llamado «Miss Helen» y ella podría haber respondido ya con un «señor Howard».
—Yo…, hum, bueno, ¡ya está usted aquí! —exclamó Howard algo brusco—. Esto…, hum, ¡ha sido una sorpresa!
Helen se preguntó si se trataba de una crítica. Se sonrojó.
—Sí. Las…, hum, circunstancias. Pero yo…, me alegro de conocerle.
Tendió la mano a Howard. Él la estrechó con firmeza.
—Yo también me alegro. Siento haberla hecho esperar.
¡Ah, a eso se refería! Helen sonrió aliviada.
—No importa, señor Howard. Me han dicho que podía tardar algo de tiempo hasta que recibiera la noticia de que había llegado. Pero ahora ya está usted aquí.
—Ahora estoy aquí.
Howard también sonrió, suavizando con ello y haciendo más atractivo su rostro. Por el refinado estilo de sus cartas, Helen había contado, no obstante, con una conversación más ingeniosa. Pero bueno, tal vez era tímido. Helen tomó las riendas de la conversación.
—¿De dónde viene exactamente, señor Howard? Había pensado que Haldon estaba más cerca de Christchurch. Pero se trata en efecto de una ciudad en sí. ¿Su granja se encuentra algo alejada…?
—Haldon está junto al lago Benmore —explicó Howard, como si eso le dijera algo a Helen—. No sé si todavía puede llamarse ciudad. Pero hay un par de tiendas. Puede comprar allí las cosas más importantes. Lo necesario, vaya.
—¿Y cuánto se tarda en llegar? —quiso saber Helen, sintiéndose como una tonta. Ahí estaba ella con el hombre con quien posiblemente iba a casarse, y conversaba sobre distancias y tiendas de pueblo.
—Dos días justo con el coche de caballos —respondió Howard tras una breve reflexión. Helen hubiera preferido un dato en kilómetros, pero no quiso insistir. En lugar de eso se quedó callada, por lo que siguió una molesta pausa. Entonces Howard carraspeó.
—Y… ¿ha tenido usted un buen viaje?
Helen suspiró aliviada. Por fin una pregunta que le permitía contar algo. Describió la travesía con las niñas.
Howard asintió.
—Hum. Un viaje largo…
Helen deseaba que también él contara algo de su propia partida, pero él permaneció callado.
Por fortuna, el vicario Chester se unió en ese momento a su compañía. Mientras saludaba a Howard, Helen tuvo tiempo de recuperar el control y de examinar un poco más de cerca a su futuro esposo. La ropa del granjero era sencilla. Llevaba unos pantalones de montar de piel que seguramente le habían acompañado en muchas cabalgadas y una chaqueta encerada sobre una camisa blanca. La hebilla del cinturón, espléndidamente adornada y de latón, era el único objeto de valor de su vestuario, llevaba además una cadenita de plata en torno al cuello de la cual pendía una piedra verde. Su actitud había sido tensa y vacilante, pero al relajarse ahora, ganaba en firmeza y seguridad en sí mismo. Sus movimientos adquirían soltura, casi eran gráciles.
—¡Pero explíquele a Miss Helen algo de su granja! —lo animó el vicario—. De los animales, por ejemplo, de la casa…
O’Keefe se encogió de hombros.
—Es una casa bonita, miss. Muy sólida, yo mismo la he construido. En cuanto a los animales…, bueno, tenemos un mulo, un caballo, una vaca y un par de perros. Y, naturalmente, ovejas. ¡Unas mil!
—Pero son…, son muchas —observó Helen, y deseó ardientemente haber escuchado con mayor atención las inagotables historias de Gwyneira sobre la cría de ovejas. ¿Cuántas ovejas había dicho que tenía el señor Gerald?
—No son muchas, miss, pero serán más. Y hay tierra suficiente, ya llegará. Cómo…, hum, ¿cómo lo hacemos entonces?
Helen frunció el ceño.
—¿Cómo hacemos el qué, señor Howard? —preguntó Helen, arreglándose un mechón del cabello que se había desprendido de su sobrio peinado.
—Bueno… —Howard jugueteó cohibido con su segunda taza de té—. Lo de la boda…
Con el permiso de Gwyneira, al final Kiri se retiró en dirección a la cocina para correr en ayuda de Moana. Gwyn empleó los últimos minutos que le quedaban antes de la hora del té para inspeccionar a fondo sus aposentos. Todo estaba impecablemente colocado, hasta los artículos de aseo reunidos con primor en el vestidor. Gwyneira admiró los peines de marfil y los cepillos a juego. El jabón olía a rosa y tomillo, con certeza no era un producto de origen maorí; el jabón quizá procediera de Christchurch o fuera importado de Inglaterra. También emanaba un agradable perfume de un cuenco de pétalos secos, colocado en su salón. No cabía duda, ni siquiera un ama de casa perfecta del tipo de su madre o su hermana Diana habría podido arreglar de forma tan acogedora una habitación como… ¿Lucas Warden? ¡Gwyneira no lograba creerse que un hombre fuera el responsable de tal maravilla!
Entretanto, ya no podía contener su impaciencia. Se dijo que no tenía que esperar hasta la hora del té, tal vez ya hacía tiempo que Lucas y Gerald estaban en el salón. Gwyneira se encaminó por los pasillos cubiertos de valiosas alfombras hacia la escalera y oyó voces irritadas que resonaban por la casa procedentes de las salas de estar.
—¿Puedes explicarme por qué justo hoy tenías que ir a controlar esos cercados? —bramaba Gerald—. ¿No podía esperar a mañana? ¡La muchacha pensará que no te interesa nada!
—Disculpa, padre. —La voz tenía un tono sereno y cultivado—. Pero el señor McKenzie insistía. Y era urgente. Los caballos ya se han escapado tres veces…
—¿Que los caballos qué? —vociferó Gerald—. ¿Que se han escapado tres veces? ¿Significa que he pagado a tres hombres durante tres días sólo para que vuelvan a atrapar a esos jamelgos? ¿Por qué no has intervenido antes? Seguro que McKenzie quería repararlos de inmediato. Y hablando de corrales… ¿Por qué no estaba Lyttelton preparado para las ovejas? Si no hubiera sido por tu futura esposa y sus perros tendría que haber pasado la noche vigilando yo mismo los animales.
—Tenía mucho que hacer, padre. Debía acabar el retrato de madre para el salón. Y tenía que ocuparme también de las habitaciones de Lady Gwyneira.
—Lucas, ¡cuándo aprenderás de una vez que las pinturas al óleo no se escapan, a diferencia de los caballos! Respecto a los aposentos de Gwyneira… ¿has arreglado tú mismo la habitación? —Gerald parecía tan poco capaz de entenderlo como la misma Gwyneira.
—¿Y quién si no? ¿Una de las chicas maoríes? Se hubiera encontrado con unas esteras de palma y un fogón abierto. —Ahora también Lucas parecía un poco enojado. De todos modos, sólo cuanto puede permitirse dejarse ir un gentleman en sociedad.
Gerald suspiró.
—Está bien, esperemos que sepa apreciarlo. Y ahora no nos peleemos, bajará en cualquier momento…
Gwyneira consideró que le estaba dando la entrada. Bajó la escalera con paso reposado, la espalda reta y la cabeza erguida. Había practicado durante días tal aparición para su puesta de largo. Ahora por fin servía para algo.
Como era de esperar, en el salón los hombres se quedaron en silencio. Del fondo de las escaleras oscuras emergió la delicada silueta de Gwyneira envuelta en una seda azul claro como si estuviera plasmada en un óleo. Su rostro irradiaba luminosidad, las mechas de cabello que revoloteaban alrededor parecían, a la luz de las velas, hebras de oro y cobre. La boca de la muchacha esbozó una tímida sonrisa. Había entrecerrado levemente los ojos, lo que no le impidió indagar entre las largas pestañas rojas. Sólo tenía que echar un vistazo a Lucas antes de la debida presentación.
Lo que vio le hizo difícil mantener su solemne actitud. Casi se hubiera abandonado a contemplar arrebatada, con los ojos y la boca abiertos, ese perfecto ejemplar del género masculino.
Gerald no había exagerado al describir a Lucas. Su hijo encarnaba la esencia de un gentleman, dotado, además, con todos los atributos de la belleza viril. El joven era alto, superaba a ojos vistas en estatura a su padre, y era delgado, pero musculoso. No era larguirucho como el joven Barrington ni compartía la endeble finura del vicario Chester. No cabía duda de que Lucas practicaba deporte, si bien no tanto como para tener el cuerpo musculoso de un atleta. Su rostro delgado era inteligente, pero sobre todo armonioso y noble. A Gwyneira le trajo el recuerdo de las estatuas de los dioses griegos que flanqueaban el camino al jardín de rosas de Diana. Los labios de Lucas estaban recortados con delicadeza, ni muy anchos y sensuales, ni tampoco delgados y resecos. Los ojos eran claros y de un gris tan intenso como nunca había visto Gwyneira. Por lo general, los ojos grises tendían al azul, pero los de Lucas parecían ser la mezcla sólo del negro y el blanco. Tenía el cabello rubio, algo ondulado, y lo llevaba corto, como estaba de moda en los salones londinenses. Iba vestido según la convención y había elegido para ese encuentro un terno de color gris y de paño de primera calidad. Calzaba asimismo unos lustrosos zapatos cerrados de color negro.
Cuando Gwyneira se acercó, él le sonrió, confiriendo a su rostro un atractivo aun mayor. Los ojos, empero, permanecieron inexpresivos.
Al final se inclinó y tomó con los dedos largos y delgados la mano de Gwyneira para insinuar un perfecto besamanos.
—Milady… Estoy encantado.
Howard O’Keefe miraba extrañado a Helen. Era claro que no entendía por qué su pregunta la había sorprendido.
—¿Cómo…, con la boda? —consiguió balbucear ella—. Yo…, yo pensaba… —Helen apresó unas mechas de su cabello.
—Pensé que había venido para casarse conmigo —respondió Howard, casi un poco enojado—. ¿No nos hemos entendido?
Helen sacudió la cabeza.
—No, claro que no. Pero así tan de repente. Nosotros…, nosotros no sabemos nada el uno del otro. Nor…, normalmente sucede que el hombre primero le hace la…, la corte a su futura esposa y luego…
—Miss Helen, de aquí a mi granja hay dos días a caballo —dijo Howard con determinación—. No esperará realmente que realice este viaje varias veces sólo para llevarle flores. En lo que a mí respecta, necesito una mujer. La he visto a usted y me gusta…
—Gracias —susurró Helen ruborizándose.
Howard no reaccionó en absoluto.
—Por mi parte está todo claro. La señora Baldwin me ha dicho que es usted muy maternal y hogareña, y eso me gusta. No necesito saber más. Si usted tiene que preguntarme algo, hágalo, por favor, le responderé gustosamente. Pero luego deberíamos hablar de…, hum…, formalidades. El reverendo Baldwin nos casaría, ¿no? —dirigió esta pregunta al vicario Chester, que asintió solícito.
Helen pensó angustiada en qué preguntas hacer. ¿Qué debía saberse de un hombre con quien iba a contraerse matrimonio? Así que empezó por la familia.
—¿Procede usted de Irlanda, señor Howard?
O’Keefe asintió.
—Sí, Miss Helen. De Connemara.
—¿Y su familia…?
—Richard y Bridie O’Keefe, mis padres, y cinco hermanas…, o más, me marché pronto de casa.
—¿Por qué…, el lugar no permitía alimentar a tantos niños? —preguntó Helen con cautela.
—Se podría decir así. En cualquier caso, a mí no me consultaron.
—¡Oh, lo siento, señor Howard! —Helen reprimió el impulso de poner la mano sobre el brazo del hombre para consolarlo. Naturalmente, ése era el «difícil destino» al que se había referido en sus cartas—. ¿Y se vino enseguida a Nueva Zelanda?
—No, yo he…, hum, dado muchas vueltas.
—Puedo imaginármelo —respondió Helen, aunque no tenía ni la menor idea de por dónde vagaría un joven repudiado por su familia y todavía sin haber alcanzado la madurez—. ¿Y durante todo ese tiempo…, durante todo ese tiempo nunca pensó en casarse? —Helen se ruborizó.
O’Keefe se encogió de hombros.
—Por donde yo me he movido, no había muchas mujeres, miss. Estaciones de pesca de ballenas, cazadores de foca. Una vez, sin embargo… —Su rostro adquirió una expresión más suave.
—¿Sí, señor Howard? Disculpe si resulto inquisitiva, pero yo… —Helen anhelaba despertar un sentimiento en su interlocutor que quizá le hiciera un poco más fácil valorar a Howard O’Keefe.
El granjero sonrió con franqueza.
—De acuerdo, Miss Helen. Quiere conocerme. Pero, no hay mucho que explicar. Ella se casó con otro…, lo que quizá sea la razón de que quiera arreglar deprisa este asunto ahora. Me refiero a nuestro asunto…
Helen se tranquilizó. Así que no era falta de corazón, sino únicamente un miedo comprensible a que ella pudiera abandonarlo como hizo la primera muchacha que entonces amó. De todos modos, no acababa de entender cómo ese hombre parco en palabras y de aspecto tosco podía escribir cartas tan maravillosas, pero ahora creía comprenderlo mejor. Howard O’Keefe era como un lago de aguas agitadas bajo una superficie serena.
Sin embargo, ¿quería ahora precipitarse a ciegas? Helen examinaba febrilmente las alternativas. No podía seguir viviendo por más tiempo con los Baldwin, no entenderían por qué le daba largas a Howard. Y el mismo Howard consideraría el retraso como un rechazo y tal vez se echaría para atrás. ¿Y entonces? ¿Una colocación en la escuela local, que en absoluto era segura? ¿Enseñar a niñas como Belinda Baldwin y convertirse así paso a paso en una solterona? No podía arriesgarse. Howard tal vez no fuera lo que ella se había imaginado, pero era un hombre franco y honrado, le ofrecía una casa y un hogar, deseaba formar una familia y trabajaba duro para sacar adelante la granja. No podía pedir más.
—Bien, señor Howard. Pero al menos debe darme uno o dos días para prepararme. Una boda así…
—Por supuesto que organizaremos una pequeña ceremonia —intervino la señora Baldwin melosa—. Seguro que quiere que asistan Elizabeth y las otras niñas que se han quedado en Christchurch. Su amiga Miss Silkham ya se ha marchado…
Howard frunció el ceño.
—¿Silkham? ¿Esa aristócrata? ¿Esa Gwenevere Silkham que iba a casarse con el hijo del viejo Warden?
—Gwyneira —le corrigió Helen—. Exactamente ella. Nos hemos hecho amigas durante el viaje.
O’Keefe se volvió hacia la joven y el rostro amable que había mostrado hasta entonces se contrajo de cólera.
—Que quede totalmente claro, Helen, ¡a mi casa no invitas a un Warden! ¡No, mientras yo viva! ¡Mantente lejos de esa chusma! El viejo es un timador y el joven un blando. Y la chica no debe de ser mejor, o no se dejaría comprar. Toda esa gentuza debería ser eliminada. Así que no te atrevas a traerla a mi granja. Puede que yo no tenga el dinero del viejo, pero mi escopeta dispara igual de fuerte.
Después de dos horas de conversación, Gwyneira se sentía más agotada que si hubiera pasado ese tiempo a lomos de un caballo o en un criadero donde adiestrar perros. Lucas Warden abordaba todos los temas en los que la habían introducido en el salón de su madre, pero las pretensiones del joven eran con toda claridad más elevadas que las de Lady Silkham.
La velada había empezado bien. Gwyneira había conseguido servir el té a la perfección, pese a que todavía le temblaban las manos. La primera visión de Lucas la había superado sin más. Al final, sin embargo, el joven gentleman no le brindó más oportunidades de que se emocionara. No daba muestras de ansiar contemplarla, de rozar sus dedos como por azar, mientras ambos por pura casualidad asieron a la vez el azucarero, o de mirarla a los ojos aunque fuera por un segundo de más. En lugar de ello, durante la conversación la mirada de Lucas se mantuvo obstinadamente prendida en el lóbulo de la oreja izquierda de la joven y sus ojos sólo destellaban eventualmente cuando planteaba alguna pregunta que le apremiara en especial.
—He oído que toca usted el piano, Lady Gwyneira. ¿En qué pieza ha estado usted trabajando últimamente?
—Oh, mi conocimiento del piano es muy incompleto. Sólo toco para entretenerme, señor Lucas. Yo…, yo me temo que estoy muy poco dotada… —Una mirada desconcertada de arriba abajo y un ligero fruncimiento del ceño. La mayoría de hombres hubiera dado por concluido el tema con un cumplido. No así Lucas.
—No puedo imaginármelo. No si le produce placer. Todo lo que hacemos con alegría acaba saliéndonos bien, estoy convencido. ¿Conoce el «Pequeño cuaderno de notas» de Bach? Minuetos y danzas, sería el adecuado para usted. —Lucas sonrió.
Gwyneira intentó recordar quién había compuesto los Estudios con que tanto la había torturado Madame Fabian. Al menos le sonaba el nombre de Bach. ¿No había compuesto música religiosa?
—¿Al verme piensa en cantos corales? —preguntó con picardía. Tal vez la conversación podía descender a un nivel de intercambio relajado de cumplidos y bromas. A Gwyneira le habría resultado más conveniente que hablar de arte y cultura. Lucas, de todos modos, no mordió el anzuelo.
—¿Por qué no, milady? Los cantos corales se inspiran en la celebración de los coros de ángeles en alabanza de Dios. ¿Quién no iba a loar a Dios por una criatura tan hermosa como usted? En cuanto a Bach, me fascina la claridad casi matemática de la composición unida a una fe profunda y sin vacilaciones. Naturalmente, la música sólo alcanza relieve en un marco adecuado. ¡Lo que yo daría por escuchar un concierto de órgano en una de las grandes catedrales de Europa! Es…
—Iluminador —observó Gwyneira.
Lucas asintió alborozado.
Después de la música se entusiasmó con la literatura contemporánea, sobre todo las obras de Bulwer-Lytton, («edificantes» comentó Gwyneira), para pasar luego a su tema favorito: la pintura. Le entusiasmaban tanto los motivos mitológicos de los artistas renacentistas («sublimes», comentó Gwyn) como también los juegos de luz y sombra de las obras de Velázquez y Goya. «Refrescantes» improvisó Gwyneira, que no había oído hablar de ello.
Pasadas dos horas, Lucas parecía estar encantado con ella, Gerald luchaba a ojos vistas con el cansancio y lo único que quería Gwyneira era salir de allí. Al final, se tocó levemente las sienes y miró a los hombres.
—Me temo que tras la larga cabalgada y el calor de la chimenea me duele de cabeza. Debería respirar un poco de aire fresco.
Cuando hizo el gesto de levantarse, Lucas también se puso en pie de un brinco.
—Claro que deseará usted descansar antes de la cena. ¡Es culpa mía! Hemos prolongado demasiado la hora del té con esta emocionante conversación.
—En realidad prefiero dar un pequeño paseo —dijo Gwyneira—. No demasiado lejos, sólo hasta los establos para ver a mi caballo.
Cleo ya correteaba entusiasmada a su alrededor. También la perrita se había aburrido. Su ladrido complacido reanimó a Gerald.
—Deberías acompañarla, Lucas —indicó a su hijo—. Enseña los establos a Miss Gwyn y vigila que los pastores no hagan comentarios lascivos.
Lucas lo miró indignado.
—Por favor, tales expresiones en presencia de una lady…
Gwyneira se esforzó por ponerse roja, pero en el fondo buscaba una excusa para rechazar la compañía de Lucas.
Éste, a su vez, también formuló sus reservas.
—No sé, padre, si una salida así no supera los límites de la decencia —intervino—. No puedo quedarme a solas con Lady Gwyneira en las caballerizas… —Gerald resopló.
—Es probable que en las caballerizas reine ahora tanto movimiento como en un bar. Con este tiempo, los cuidadores del ganado se quedan al calor y juegan a cartas. —Avanzada la tarde había empezado a llover.
—Justo por esta razón, padre. Mañana los mozos se desvivirían por contar que el señor se ha refugiado en los establos para realizar actos indecorosos. —Lucas parecía avergonzarse sólo ante la idea de ser objeto de tales habladurías.
—¡Oh, ya me las arreglaré yo sola! —dijo enseguida Gwyneira. No temía a los trabajadores, a fin de cuentas también se había ganado el respeto de los pastores de su padre. Y el tosco lenguaje de los ovejeros le resultaría mucho más agradable ahora que proseguir la edificante conversación de un gentleman. Era posible que, camino del establo, la sometiera a un examen de arquitectura—. Ya encontraré los establos.
En realidad se habría puesto un abrigo, pero prefería despedirse de inmediato, antes de que a Gerald se le ocurriera alguna otra excusa.
—Ha sido sumamente con…, confortante charlar con usted, señor Lucas —se despidió sonriendo a su futuro esposo—. ¿Nos veremos en la cena?
Lucas asintió y se levantó para hacer una nueva inclinación.
—Qué duda cabe, milady. En un hora larga se servirá en el comedor.
Gwyneira corrió a través de la lluvia. No quería ni pensar lo que el agua haría con su vestido de seda. Y, sin embargo, poco antes hacía un tiempo muy bonito. Bueno, sin lluvia, la hierba no crecía. El clima húmedo de su nuevo hogar era ideal para la cría de ovejas y ella ya estaba acostumbrada a él en Gales. Sólo que allí no habría salido a caminar por el barro con un vestido elegante; en Gales había caminos adoquinados que conducían a las dependencias. Sin embargo, en Kiward Station todavía no era así: sólo el acceso estaba pavimentado. Si Gwyneira hubiera tenido que decidir habría mandado pavimentar primero el espacio que había frente a los establos en lugar del camino de acceso, magnífico aunque pocas veces utilizado, hacia la entrada principal. Pero Gerald tenía otras prioridades y Lucas también con toda seguridad. Tal vez él también cultivara un jardín de rosas…
Gwyneira se alegró de que saliera una luz clara de los establos. No había sabido al final dónde encontrar un farol para el establo. De los cobertizos y caballerizas también salían voces. Era evidente que en efecto los ovejeros se hallaban ahí reunidos.
—¡Blackjack, James! —gritó justo entonces alguien con una risa—. ¡A bajarse los pantalones, amigo! Hoy me voy a quedar con tu paga.
«Mientras no jueguen a otra cosa», pensó Gwyneira; tomó aire y abrió la puerta del establo. El pasillo que se extendía delante de ella conducía a la izquierda a las caballerizas y se ensanchaba a la derecha en una cochera en la que los hombres estaban sentados alrededor de un fuego. Gwyneira contó cinco, todos muchachos rudos que no parecían haberse lavado todavía. Algunos llevaban barba o al menos no se habían molestado en afeitarse en los últimos tres días. Junto a un hombre alto y delgado, con el rostro muy moreno, algo anguloso pero surcado de arrugas de expresión, se habían acurrucado tres jóvenes perros pastores.
Otro hombre le tendía una botella de whisky.
—¡Salud!
Así que ése era James, el que acababa de perder la partida.
Un gigante rubio que estaba barajando las cartas alzó la vista por casualidad y distinguió a Gwyneira.
—Eh, chicos, ¿hay fantasmas? Por lo general sólo veo señoritas tan guapas después de la segunda botella de whisky.
Los hombres rieron.
—¡Cuánto esplendor en nuestro modesto hogar! —dijo el hombre que acababa de repartir la botella con una voz ya no demasiado firme—. Un… ¡un ángel!
De nuevo se echaron a reír.
Gwyneira no sabía qué responder.
—Callaos, ¡la estáis asustando! —tomó la palabra el hombre de más edad. Era evidente que todavía estaba sobrio. Rellenaba la pipa—. No es ni un ángel ni un fantasma, sino simplemente la joven lady. La que ha traído el señor Gerald para que el señor Lucas… ¡ya sabéis!
Risas sofocadas.
Gwyneira decidió tomar la iniciativa.
—Gwyneira Silkham —se presentó. También hubiera tendido la mano a los hombres, pero por el momento ninguno de ellos hizo el gesto de levantarse—. Quería ver a mi caballo.
Entretanto, Cleo había ido a husmear por el establo, saludó a los pequeños perros pastores y corrió meneando la cola de un hombre a otro, pero se detuvo junto a James, que la acarició con destreza.
—¿Y cómo se llama esta damita? ¡Magnífico animal! Ya he oído habar de ella, así como de las maravillas de su propietaria guiando las ovejas. Permítame, James McKenzie.
—El hombre tendió la mano a Gwyneira. La miró fijamente con sus ojos castaños. El cabello también era castaño, abundante y algo revuelto, como si se lo hubiera estado tocando de nervios durante la partida.
—¡Eh, James! No te lances —bromeó uno de los otros—. ¡Es propiedad del jefe, ya lo has oído!
McKenzie puso los ojos en blanco.
—No haga caso de estos canallas, no tienen cultura. Pero aun así están bautizados: Andy McAran, Dave O’Toole, Hardy Kennon y Poker Livingston. El último tiene mucho éxito en el blackjack…
Poker era el rubio, Dave el hombre con la botella y Andy el gigante de cabello oscuro y más edad. Hardy parecía ser el más joven y ese día ya había bebido demasiado whisky para dar ningún tipo de signos de vida.
—Siento que todos estemos un poco alegres —dijo McKenzie con franqueza—. Pero cuando el señor Gerald nos hace llegar una botella para festejar el feliz regreso…
Gwyneira sonrió con benevolencia.
—Está bien. Pero pongan cuidado en apagar bien el fuego después. No vaya a ser que me prendan fuego a los establos.
Mientras tanto, Cleo saltó hacia McKenzie, que enseguida siguió rascándola con dulzura. Gwyn recordó que McKenzie había preguntado el nombre de la perra.
—Ésta es Silkham Cleopatra. Y los pequeños Silkham Daisy, Silkham Dorit, Silkham Dina, Daffy, Daimon y Dancer.
—Vaya ¡todos nobles! —se asustó Poker—. ¿Tenemos que hacer una reverencia siempre que los veamos? —Amistosamente, pero con firmeza, separó a Dancer, que justo quería mordisquear sus cartas.
—Ya tendría que haberlo hecho al recibir a mi caballo —replicó impasible Gwyneira—. Tiene un árbol genealógico más largo que el de todos nosotros.
James McKenzie rio y sus ojos centellaron.
—¿Pero no siempre debo llamar por su nombre completo a los animales, no?
También la picardía brilló entonces en los ojos de Gwyneira.
—Con Igraine debe averiguarlo usted mismo —respondió—. Pero la perra no es arrogante. Responde al nombre de Cleo.
—¿Y a qué responde usted? —preguntó McKenzie, con lo cual deslizó una mirada complacida pero no ofensiva por el cuerpo de Gwyneira. Ella se estremeció. Tras el paseo por la lluvia empezaba a tener frío. McKenzie se dio cuenta enseguida.
—Espere, le daré una capa. Se acerca el verano, pero fuera la atmósfera todavía es desapacible. —Cogió un abrigo encerado.
—Tenga, por favor, miss…
—Gwyn —dijo Gwyneira—. Muchas gracias. ¿Y dónde está ahora mi caballo?
Igraine y Madoc estaban bien alojados en unos compartimentos limpios, pero la yegua piafó impaciente cuando se le acercó Gwyneira. El lento paseo de la mañana no la había cansado, se moría por más actividad.
—Señor McKenzie —dijo Gwyneira—, me gustaría salir a cabalgar mañana, pero el señor Gerald piensa que no sería decoroso que lo hiciera sola. No quiero ser una carga para nadie, ¿pero existe quizá la posibilidad de acompañarlos a usted y sus hombres en alguna tarea? ¿A inspeccionar los cercados, por ejemplo? Me agradaría también mostrarle cómo están adiestrados los perros jóvenes. Tienen por naturaleza el instinto para guiar las ovejas, pero con un par de pequeños trucos su conocimiento todavía puede mejorarse.
McKenzie sacudió la cabeza con pesar.
—En principio aceptamos con agrado su ofrecimiento, por supuesto, Miss Gwyn. Pero para mañana ya tenemos la orden de ensillar dos caballos para su paseo. —McKenzie sonrió con ironía—. Seguro que lo prefiere a una salida de inspección con un par de pastores sin lavar.
Gwyn no sabía qué decir, o peor, no sabía qué pensaba. Al final se dominó.
—Es una buena noticia —respondió.